Ahora ya me había acostumbrado un poco a ella, pero recuerdo que la primera vez que vi aquella casa sentí hasta el fondo de los huesos el frío de la muerte. Me pregunté en aquel momento por qué me había metido en una situación así y por qué misterioso impulso había entrado en aquel mundo que estaba lleno de tinieblas.
Como pocas personas han estado en aquella casa, creo que debo describirla en dos líneas. Era del siglo XVIII y estaba no lejos de la autopista que conduce a Londres, pero tan cercada por los pequeños lagos y por los bosques que daba la sensación de encontrarse en el último rincón del mundo. Por eso la había alquilado Dudley: porque quería paz. Constaba de dos pisos con seis habitaciones cada uno, grandes sótanos y un jardín inmenso e inextricable que por las noches se cubría de niebla. La casa era parte de un mundo fantasmagórico, irreal, lejano; un mundo donde todo era posible y donde el tiempo había perdido su importancia.
Las ventanas eran góticas.
Desde ellas, en las noches de luna, se distinguía una claridad lívida y mortuoria, una claridad que se llenaba de sombras y de fantasmas. Pero las noches de luna eran muy pocas. En el condado de Kent casi siempre flota la niebla, una niebla espesa y pegajosa que se transforma en jirones al pasar por entre los árboles.
Extraños pájaros iban a beber a las aguas del lago. Eran pájaros negros, largos, estilizados, que parecían venir del fondo de alguna etapa prehistórica. Al anochecer lanzaban unos espectrales graznidos que llenaban el bosque.
Dudley me llevó hasta allí en su nuevo «Jaguar» color plata. Me llevó con su esposa, puesto que de lo contrario es posible que yo no hubiese ido. Dudley tuvo fama de conquistador hasta unos años antes, hasta que se casó, y yo, que sólo tengo veinte años, he de reconocer, aunque sea inmodestia, que no resulto fea.
Mostró la casa y susurró:
—¿Qué os parece?
Su mujer, Mónica, no contestó. Yo tuve en aquel momento —y lo había de tener otras muchas veces— un estremecimiento.
—Demasiado apartada —dije por decir algo.
—Eso es lo que quería precisamente. Uno no puede escribir y dibujar junto a una carretera, oyendo cómo ponen primera los camiones.
He de empezar explicando también que Dudley había ganado fama merecidamente como dibujante y como escritor. Empezó de una forma muy modesta: diseñaba los personajes que iban a aparecer en las películas de terror rodadas en los estudios británicos. Tenía muy buena mano y una gran imaginación, de modo que las películas resultaban más interesantes por los personajes que él creaba que por otra cosa. Así no fue extraño que, al cabo de poco tiempo, ya le dieran oportunidades más amplias.
Miró a su mujer.
—¿Tú qué opinas, Mónica?
—Demasiado grande —dijo ella.
—Cierto. Para Marta, tú y yo puede que sea demasiado grande, pero yo necesito un piso entero para trabajar. Ya sabéis que me hace falta estar tranquilo. En cuanto al jardín…
—El jardín —le interrumpí yo— es siniestro…
No me contestó.
Vi un brillo extraño en sus ojos.
Y entonces fue cuando tuve la intuición —una extraña intuición que luego se confirmaría— de que él también tenía miedo.
Yo siempre había temido que Dudley acabara así. No se puede pasar uno la vida imaginando seres terroríficos y creando situaciones de suspense límite sin que eso le influya a uno de algún modo. Es una tortura mental que sólo algunos cerebros privilegiados resisten sin que les afecte. Y Dudley —hay que tenerlo en cuenta— trabajaba, además, sin descanso.
De dibujante y creador de personajes había pasado a ayudante en los guiones de las películas. Pronto demostró que él tenía más ideas que los otros y fue guionista único, aunque lo que le dio auténtica popularidad fueron las tiras dibujadas en periódicos y revistas. Creó personajes terroríficos inolvidables. Los editores norteamericanos compraron aquellas tiras y las reprodujeron en todo el país, aunque Dudley ganó relativamente poco porque la parte del león se la llevaron los intermediarios. De todos modos, era un hombre que estaba en buena situación, aunque su lujo máximo fuera aquel «Jaguar» color plata.
—Por el jardín no iremos nunca —susurró él—. No hay necesidad.
Y arrancó de nuevo hacia la casa.
Yo, con los ojos entrecerrados, iba recorriendo sus sucesivas etapas. Por ejemplo, su etapa de novelista. Un editor le había dicho: «¿Por qué no escribe relatos largos con los personajes que usted mismo dibuja?». Dudley hizo caso de la sugerencia y el resultado fue espectacular, porque las novelas se vendieron muy bien, aunque se hubieran vendido mejor caso de contar con una adecuada propaganda. De todos modos estaba claro que, si el texto era interesante, los dibujos lo eran más. Dudley era, sobre todo, un hombre que tenía una mano mágica.
Nos detuvimos ante el portalón y descendimos pausadamente. Fue Mónica la que abrió. La puerta produjo un chirrido lastimero, como si no se hubiese abierto durante siglos, aunque dos días antes había estado allí el administrador con un equipo de mujeres de limpieza; las mismas que vendrían una vez por semana a darle un repaso general a todo.
—¿Qué os parecen los muebles? Aquí dormirás tú, Marta.
Me estremecí al ver mi dormitorio. Era una alcoba victoriana a la que no le faltaba ni el dosel. Estaba en la planta baja y cualquiera podía entrar desde el jardín si yo no cerraba bien la ventana. Me pareció que en las gruesas paredes tenía que haber entradas secretas y que unos ojos misteriosos me miraban desde más allá de las cortinas.
—Yo me quedaré el piso de arriba —dijo Dudley, con una sonrisa complacida—. Es amplio, luminoso…
En un despacho amplio y luminoso del barrio de Belgravia, en lo más elegante de Londres, me había recibido él cuando fui a pedirle trabajo. A mis diecinueve años —yo ahora tengo veinte, como he dicho— quería formarme en la dura escuela de los dibujantes y los escritores que se abren camino en la selva de las editoriales, muy pocas de las cuales son honradas y buenas. Tenía buena mano y buena imaginación. Yo podía llegar a ser un Dudley femenino si mejoraba mi técnica; podía tal vez tener también un estudio en el distrito de Belgravia y un «Jaguar» color plata.
Mi mejor colegio había sido la vida. Nacida en Chelsea, había pasado por los más sórdidos escalones del escalafón social. No pasé hambre porque en Inglaterra nadie la pasa ahora, pero lo cierto fue que no pude comprarme unos zapatos siempre que me hicieron falta. Ahora era una chica alta, bien formada, con curvas de calidad según decían los hombres, y con la suficiente experiencia para aspirar a ser nada menos que ayudante de Dudley.
Noté en seguida que le caía bien. Él me miró inquisitivamente.
¿He dicho ya que tenía algo de mala fama con las chicas?
De todos modos, ahora estaba casado y poco daño podía hacer, aunque se lo propusiera. Por eso había ido yo a pedirle trabajo. Y por eso me sorprendió un poco su voz cuando me dijo:
—Las piernas. A ver. Enséñame las piernas.
—No he venido a contratarme para trabajar en una revista —murmuré.
—Perfecto. Entonces vete.
Yo no estaba asustada ni nada. No estaba indignada tampoco. He de reconocer que quizá soy un poquito zorra. Pensé que también se ven docenas de piernas en las playas, aunque no estén enfundadas en unas bonitas medias como las que yo llevaba puestas. De modo que me alcé la falda y tuve la sorpresa de ver que él apenas me miraba.
—Perfecto —dijo—. Era sólo para saber si eres vergonzosa, ¿comprendes? En las historietas hay que dibujar hombres y mujeres de todas clases. A veces aparecen escenas de amor. Una muchacha que no tenga sentido de la naturalidad no me interesa.
Me quedé un poco decepcionada. Yo pensaba que mis piernas podían servir para algo más que para demostrar sentido de la naturalidad. Pero sonreí, dejé caer la falda y dije:
—Gracias.
Desde entonces fui la ayudante de Dudley, el gran Dudley. Iba a las nueve de la mañana a su despacho de Belgravia y trabajaba hasta las cinco, quedándome a comer con él y con Mónica, su mujer. Durante un año mi vida fue rutinaria y plácida como la de una muchacha que estuviera empleada en una oficina municipal. Aprendí mucho y gané lo suficiente para trasladarme con mi hermana pequeña, que estaba a mi cargo, a la zona de Marble Arch. Antes habíamos vivido en lo más triste de Whitechapel. Todo fue como una seda hasta que Dudley se tropezó con Spectro en los caminos de la vida; o mejor dicho, en los caminos de la muerte.
Como muy poca gente ha oído hablar de Spectro, ya que se han publicado pocas cosas en torno a él, creo que debo dedicarle unas líneas. Además, con Spectro empezó todo. Pronto me di cuenta de que a Dudley algo le obsesionaba, le hacía palidecer, le turbaba, y me creí en la obligación de preguntarle qué era.
—Spectro —dijo.
Era la primera vez que yo oía aquel nombre.
Sonreí.
—¿Un nuevo personaje? —musité.
—Sí, pero éste es distinto. Es distinto en todo, ¿sabes? Lo conozco tan bien que hay momentos en que no sé si es real o es imaginario.
Me mostró el boceto en colores naturales que había hecho. Spectro era un personaje alto, de facciones afiladas y pálidas, que vestía a la moda de mediados del pasado siglo. No había en él nada de especial excepto sus uñas larguísimas, su aire fantasmal y sus ojos. Sus ojos eran auténticamente obsesionantes. Tenían una profundidad, un misterio, un halo que los hacían inolvidables. No sé por qué, pero sentí un oscuro miedo. ¡Y eso que el personaje no trataba de ser terrorífico! ¡Era uno de los más naturales que había dibujado Dudley!
—Ha llegado a obsesionarme tanto que quiero huir de Londres —dijo—. Me lo encuentro por todas partes.
—¿Qué?…
Yo ya sabía que esa profesión es un poco como el boxeo, en el sentido de que el cerebro está siempre recibiendo golpes; de modo que si uno no se cuida puede quedar groggy. Pero, la verdad, no creí que Dudley llegase a tanto.
—No me dirá que lo ha visto —añadí.
—Lo he visto por todas partes. Y también a su mujer. Spectro está casado.
Aquella forma tan natural de hablar me dio más miedo que una serie de gritos. Le ofrecí un cigarrillo e hice un gesto, como indicándole que no se preocupara. Pero inmediatamente busqué en la guía de teléfonos la dirección de un psiquiatra.
Creí que Dudley me despediría.
Que, a pesar de mis bonitas piernas, me echaría por la ventana por haberme atrevido a suponer que estaba mal de la azotea. Pero, en lugar de eso, y ante mi sorpresa, me dio las gracias y se dejó llevar al consultorio en compañía de Mónica, su mujer. El resultado fue éste: Dudley padecía un gran cansancio, estaba acusando todos aquellos años de esfuerzos y se encontraba al borde del surmenage. En esa etapa uno ya no distingue muy bien las cosas reales de las cosas imaginarias, de modo que está a un paso de la locura. Teníamos que llevarnos a Dudley de Londres antes de que volviera a encontrarse con Spectro, aunque Spectro no existiera.
Y ahora estábamos en la casa.
Por eso habíamos venido.
Viendo sus habitaciones, entrelacé los dedos con un gesto de muda desesperación.
Nos habíamos equivocado.
Nunca debimos dejar, ni Mónica ni yo, que fuera el propio Dudley quien eligiese la casa. Le convenía un sitio alegre, y en cambio, llevado por su estado de ánimo, había alquilado el caserón más siniestro que existía en todo el condado de Kent. Era un sitio ideal para volver a encontrarse con aquel imaginario Spectro, aunque, según el propio Dudley, Spectro nunca se movía de Londres.
De todos modos, he de reconocer que mi jefe estaba más animado. Había superado lo peor de la crisis y ardía en deseos de trabajar.
—Voy a empezar con una nueva serie —dijo—. Pero nada de Spectro. Será algo así como los siete enanitos.
—¿Siete enanitos?… —murmuré, sorprendida.
—Sí, pero resuelto de una manera distinta. Los siete enanitos serán unos hijos de perra que devoran a Blancanieves antes de enterrar sus huesos en el bosque.
Pensé que Dudley no tenía remedio.
Pero era mejor dejarle seguir su camino.
Dejar que empezara a pegarle mordiscos a la máquina de escribir antes de volverse loco.
* * *
Lo que yo temía que ocurriera ocurrió dos días más tarde. Dudley, que había vuelto a obsesionarse ante el papel en blanco, sin escribir ni una línea, pasaba horas y horas encerrado y procuraba esquivarme. Pero yo conocía todos los lugares donde guardaba sus diseños, de modo que me di cuenta de que había estado dibujando otra vez a Spectro. Aquello era una auténtica obsesión para él. No dije nada, y seguramente no hubiera dicho nada nunca de no haber entrado él tan bruscamente en mi habitación aquel anochecer.
Estaba desencajado.
—Marta… —susurró—. Marta…
Ni siquiera se fijó en que yo acababa de salir de la ducha.
Me envolví apresuradamente en la toalla.
Pero Dudley no detuvo los ojos en ella. Sólo musitó:
—Marta, he vuelto a verlo.
—¿A Spectro?
—Sí.
—¿Cómo se lo voy a decir? Spectro es un ser puramente imaginario. Usted lo creó y usted puede destruirlo.
—No, no puedo destruirlo porque existe realmente. Tendría que matarlo… Lo he visto allí, entre la niebla.
Señaló hacia una de las ventanas.
Yo me di cuenta entonces, con un escalofrío que no pude evitar, de que los jirones de niebla llenaban el bosque. Como uno de los postigos estaba abierto, la niebla penetraba poco a poco en mi habitación. Todo era gris, espeso, casi asfixiante. Entre aquella niebla sólo se oía el graznido siniestro de los pájaros.
—¿Allí? —musité.
Y de repente ya no me pareció todo tan irreal. De repente me pareció que Spectro, efectivamente, tenía que estar mirándonos a los dos desde más allá de la niebla.
—No sea estúpido —dije de todos modos—. No existe…
—Lo he visto perfectamente. Está en un carruaje negro.
—¿Un carruaje… de caballos?
—Sí.
—Ahora ya nadie los usa…
—Spectro, sí. Él lo usa.
Bruscamente, tomé una decisión. Sólo había un modo de ayudar a Dudley, y para ello tenía que convencerle de que se equivocaba. Me enfundé un chándal de entrenamiento y con él salté por la ventana. Apenas había atravesado el alféizar cuando me volví para preguntar:
—¿Me acompaña?
—Tengo… miedo.
Era la primera vez que él pronunciaba aquella palabra. Precisamente por surgir de sus labios me produjo una sensación tan extraña. Dudley nunca había tenido miedo porque él comerciaba con el miedo de los demás. Porque él les vendía miedo a los otros. Y ahora, de pronto, se había transformado en su propio cliente; pero un cliente que no podía evadirse de la historia cerrando sencillamente el libro.
Le hice una seña para que viniera.
Al fin me acompañó. Yo, por lo visto, le infundía seguridad. Caminamos por el bosque en la dirección que me indicaba.
No se oía nada.
De repente, me estremeció aquel silencio. Hasta los pájaros, quizá alertados por nuestra presencia, habían enmudecido. Nuestras pisadas no se oían al hundírsenos los pies en el espeso lecho de hojas.
Y entonces se me contrajo la garganta. Entonces sentí frío en la columna vertebral.
En la hojarasca estaban marcadas las huellas de un carruaje. Un carruaje que no llevaba neumáticos, sino que era como los fiacres de principios de siglo. Atravesaba un sendero del bosque y se dirigía hacia el lago en línea recta.
Musité:
—Aquí debe haber algún error… No… no puede ser…
—Éste es el sitio en que he visto a Spectro —insistió Dudley.
Con nuestros brazos apartábamos la niebla como si fuera una cortina. Pero después de cada cortina apartada venía otra, y otra más. Estábamos como envueltos en un sudario helado. ¡Y aquellas huellas seguían! ¡Aquellas marcas seguían llevándonos al lago en línea recta!
Fue entonces cuando vi el pequeño carruaje. Era negro, en efecto. Tenía dos altas ruedas y el toldo estaba echado. De sus dos plazas sólo una estaba ocupada.
Pero mi sorpresa no terminó aquí, porque no se trataba de Spectro, sino de una mujer. Reconozco que eso, al menos, me alivió. Spectro me hubiera dado más miedo. Aunque al acercarme más al carruaje estuve a punto de lanzar un grito.
La mujer tenía aquellos mismos ojos.
Profundos, abismales, quietos…
Iba vestida como una dama de últimos del siglo XIX. Sus ropas eran negras. Eso hacía destacar aún más su rostro espectral, que era del color de la niebla.
Tendió la mano hacia mí.
Como si me llamase…
Como si quisiera atraerme…
No sé lo que me ocurrió. Creo que chillé. Creo que traté de huir y caí cuán larga era sobre la masa de hojas muertas.
El propio Dudley me recogió. Había querido ayudarle a él y era él quien me ayudaba. Bonita situación. Ridícula situación para una chica que quería llegar a ser alguien.
Sus manos temblaban. A pesar de su experiencia y de sus años, debía estar muerto de miedo también.
—Es la mujer de Spectro —dijo, sencillamente.
Oí entonces el ruido del carruaje. Los dos soberbios caballos negros tiraban de él. Se alejó hacia el otro lado del bosque mientras los pájaros volvían a graznar.
Aquél fue el primer encuentro. Así fue como comprendí que Spectro vivía y se movía cerca de nosotros.
Y algo peor aún: Spectro tenía alguien que le amaba. Spectro no estaba solo en el mundo como podía estarlo yo.