Ya era hora de despertar, no de morir. Aunque apenas le quedara un soplo de vida, Mei recobró el sentido. Lo primero que vio al entreabrir los ojos fue el trasero de una cerda gigantesca, el animal tiraba de las angarillas en las que ella iba tumbada medio bocabajo, arrastrándola y baqueteándola por el agreste terreno. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?, se preguntó. Tal vez aún lo estuviera, tal vez todo lo que veía formaba parte de un sueño. Se miró las manos, le costaba mucho enfocar, estaban llenas de arañazos, llenas de sangre medio seca, apenas las sentía. Miró hacia su vientre, a través de la ropa hecha jirones pudo ver la profunda herida que tenía abierta en un costado, aún sangraba. Empezó a recordar, a ser consciente de su estado, de su situación. Posiblemente se la hizo con una rama al huir en su loca carrera, o al caer por el desnivel. Le dolía todo, la boca le sabía a sangre y a barro, sentía una sed insoportable. «¡Agua!», pensó en decir, quiso suplicar, pero las palabras no salieron de sus labios. El traqueteo a bordo de la improvisada camilla se le hizo insoportable, deseó perder de nuevo el sentido, desvanecerse para dejar atrás el dolor. Era especialmente fuerte en las costillas del lado derecho y en toda la columna cervical.
El animal iba dejando un rastro pestilente a cada paso y cada vez que defecaba le salpicaban sus heces en el rostro y en el pelo. Ascendía despacio por una empinada cuesta moviendo armónicamente las ancas. Se fijó mejor en la comitiva. Al lado de la enorme cerda caminaba una anciana apoyándose con firmeza en una vara larga. Mei intentó de nuevo gritar, pero parecía haberse quedado muda, no era capaz de articular palabra, su garganta estaba tan reseca que apenas podía tragar, siquiera respirar. En medio de aquel tormento pensó en la urna con las cenizas de su madre, «¿dónde está?, ¿dónde estoy?, ¿dónde la he dejado?, ¿qué me ha pasado?», sollozó. Aquellas preguntas trajeron a su mente muchos turbios pensamientos, imágenes fugaces de todo lo acontecido. La silueta de un enorme oso, la cabeza de Oboshi girando por el aire chorreando sangre, los colmillos ensangrentados de la bestia, los petates tirados, el fuego en el campamento, las cantimploras. Necesitaba beber agua, absolutamente. Su último recuerdo era el de agarrar la mochila y salir corriendo aterrorizada ladera abajo. Eso era lo último que recordaba, correr despavorida por el bosque, arañarse, jadear, tropezar, gritar, caer…
¡Necesito beber agua!, intentó gritar de nuevo sin éxito, solo emitió un leve gemido. La puerca y la anciana seguían adelante ajenas por completo a sus dolores, a sus desvaríos y su angustia. El camastro saltó al pasar sobre una piedra grande y su cuerpo rebotó casi inerte. Sintió una aguda punzada, el corte pareció arder y sangró aún más, creyó morir de dolor, casi lo deseaba. Al poco se desmayó de nuevo.
Cuando volvió a abrir los ojos se habían detenido. El sol se filtraba a través de millones de hojas, desde el infinito, disuelto en millones de rayos y destellos. Alrededor todo quedaba moteado de luz. Miles de pájaros cantaban a la vez y soplaba una deliciosa brisa repleta de aromas. Parecía que el dolor se le hubiera anestesiado un poco, solo sentía una punzada al intentar moverse. La herida estaba cubierta por una gasa mojada y ya no sangraba. Era incapaz de saber cuánto tiempo había transcurrido desde su último despertar. Un perrito blanco y canela empezó a lamerle la mano, parecía querer limpiar sus rasguños. El rostro de la vieja apareció a su lado; se arrodilló junto a ella mirándola con curiosidad. Hizo un gesto de inquietud al destapar la herida. Volvió a lavarla con el trapo húmedo. Le sonrió con dulzura y por fin le dio de beber. Nunca unos tragos de agua fueron tan deliciosos. Le alzó un poco la cabeza, metiendo la mano bajo su nuca, ayudándola así a incorporarse para que pudiera tragar mejor. Aquellos sorbos de agua fresca parecieron reanimarla de inmediato, refrescaron su boca, le abrieron la tráquea, serenaron el ardor de sus entrañas, aliviaron su espíritu, le dieron de nuevo la vida. «¡Qué deleite beber cuando se tiene sed! ¡Sed de verdad!», pensó. Sintió que podía respirar mejor. Luego la anciana le metió en la boca algo que sacó de la suya ya masticado, completamente triturado, unas hierbas amargas y pegajosas, malolientes.
—Trágalas —le dijo la anciana—. Bebe más agua y traga, verás que en un rato te sentirás mucho mejor, niña.
Ella le hizo caso y engulló a duras penas aquella asquerosidad. Sintió náuseas y escalofríos, tiritaba.
—Hay que bajar esta fiebre —insistió la vieja, hablaba con firmeza y dulzura a la vez mientras le acariciaba con suavidad el rostro—. Esto aliviará pronto el dolor, verás. —Con el agua de una tinajuela empapó otro paño, lo escurrió y se lo puso en la frente—. Pronto te sentirás bien, créeme.
El cerdo pastaba un poco más allá, hociqueaba entre la hierba en busca de frutos, no muy lejos de lo que le pareció un esqueleto recostado en la maleza que rodeaba un gigantesco árbol. Aún debía de estar delirando. El perro se acurrucó cariñoso a su lado en la camilla, sentir su calor en el vientre era reconfortante. Mei pudo al fin salivar, despegar la lengua del paladar y decir algo, aunque fuera solo con un hilo de voz.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a la anciana haciendo un gran esfuerzo—. Tengo que recuperar las cenizas de mi madre —le suplicó con cierto desvarío—, he debido de perderlas.
—No te preocupes, niña, están aquí, las tengo yo, recogí tu mochila del suelo —le aseguró mientras la abría y le enseñaba la urna intacta—. Disculpa que haya mirado dentro, no quería meter mis narizotas en tus asuntos, pero buscaba la forma de saber quién eres. Estaba cerca de donde te encontramos, bueno, te encontró Hachi —le dijo acariciando al perrito, que movió la cabeza de forma muy simpática al escuchar su nombre—. Él olfateó tu rastro desde muy lejos, empezó a ladrar inquieto y luego salió en tu busca, solo tuve que seguirlo. Supuse que se trataría de otro viejo, por eso salí con la cerda y las angarillas, lo último que esperaba era encontrar una niña medio muerta —rio al decirlo—. Hachi se puso a aullar a la muerte nada más verte, él me llevó hasta ti, a mí y a Ayumi, esta buena marrana —dijo dándole unas palmadas en el lomo—; a veces pienso que entiende perfectamente todo lo que le digo. —Volvió a reír—. Pero dime, niña, ¿cómo te llamas, pequeña?
—Mei, me llamo Mei —le respondió aún aturdida—, Mei Tanaka. —Las hierbas parecían hacer su efecto y todo le dolía menos, se encontraba bastante mejor aunque apenas pudiera moverse.
—Yo me llamo Sayu, querida. —La anciana le dio a beber más agua—. Bebe, bebe toda la que quieras, está fresquita, bebe. Ahora, Mei, tienes que ser buena y descansar —le pidió—, intenta dormir, ya no queda mucho para llegar. Si tienes ganas de orinar, háztelo encima, pero qué digo, si ya te lo has hecho varias veces; no te preocupes, luego te daremos un buen baño, limpiaremos y curaremos bien todas tus heridas. Intenta echar un sueño, lo que queda es más suave, pronto dejaremos atrás estos pedregales, el camino será de hierba, ya queda poco para llegar, niña, descansa.
—¿Para llegar a dónde? —acertó aún a preguntarle Mei.
—A mi humilde casa, a la aldea de Yonsú —le respondió la anciana.
Aquellas palabras hicieron que el corazón le latiera desbocado dándole un vuelco a su alma, se sintió profundamente turbada, agotada. Quería hacer mil preguntas a Sayu, pero se sintió de nuevo desfallecer y cerró los ojos complacida. Mientras pensaba que todo aquello podía ser solo un vívido y extraño sueño, notó cómo a una voz de la anciana la cerda echaba a andar tirando de la camilla, arrastrándola otra vez pesadamente. Probablemente aquello no era más que eso, se dijo quedándose dormida, un raro sueño del que pronto despertaría. Nada habría sucedido, no habría partido a ninguna parte y Yonsú seguiría siendo solo un deseo, una absurda leyenda. Estaría al lado de su madre, en casa, también junto a su hermana; saldría a tomar un poco de aire con ellas al jardín, se sentarían juntas en el banco y charlarían, reirían juntas de nuevo…
La luz del amanecer la despertó muchas horas más tarde. Estaba tumbada en una confortable cama, todo olía a limpio, la almohada, las sábanas, la manta, sus manos y su pelo. Apenas le dolía nada, apenas quedaba rastro de malestar en su maltrecho cuerpo. Estuvo un buen rato inmóvil, despertando y bostezando, mirando cómo danzaban los visillos movidos por la brisa, las flores en el alféizar que asomaban detrás de ellos, el prodigioso resplandor del sol naciente. A medida que su luz fue iluminando la estancia pudo ver que estaba en una acogedora choza, con el techo de paja y las paredes de madera. Descansaba sobre un colchón de mullido heno. En la mesilla estaba la urna con las cenizas junto a una jarra de agua, un vaso y un jarroncito con flores frescas. Se sentía como si hubiera dormido mil horas, toda una vida, enormemente reconfortada y hambrienta; «buena señal», pensó. Se sentó en el borde del jergón y miró cómo le colgaban los pies, todos los arañazos y moretones habían desaparecido, prácticamente todos. Llevaba puesto un suave camisón de paño blanco que le quedaba enorme y que olía a romero, todo en la habitación olía así, a romero y a lilas, a madreselva y azahar. Era una sensación maravillosa. Se subió el faldón para verse la herida del costado, prácticamente estaba curada, el profundo corte se había cerrado casi por completo y sin necesidad de sutura. Toda la zona que antes estaba raspada, llena de sangre, macilenta y amoratada, tenía un aspecto casi normal. Era imposible. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? Imaginó que semanas. Pensaba en esto cuando alguien llamó tras el portón de dos lamas.
—¿Estás ya despierta, niña? —Era la voz de Sayu. Su mano empujó la parte de arriba de la puerta con timidez—. ¿Ha despertado ya nuestra bella durmiente? —volvió a preguntar—. ¿Cómo estás, niña? Mucho mejor, por lo que veo —dijo alborozada al comprobar que Mei estaba sentada en la cama, con buen color y una preciosa sonrisa en los labios.
—Buenos días, señora, me encuentro mucho mejor, tanto que no me lo puedo creer.
—Ya te dije que sanarías pronto, ¿ves?, ahora tienes que comer, te he traído un buen desayuno, pequeña.
—No imagina cuánto se lo agradezco, cuánto le agradezco todo, la verdad es que estoy hambrienta, no sé qué me comería —le respondió Mei, pero Sayu ya había salido a toda prisa en busca de las viandas.
Enseguida entró de nuevo con una bandeja llena de manjares, un gran cuenco de arroz, una humeante sopa de miso, panecillos recién horneados, ensalada de verduras, una trucha asada. Mei devoró buena parte de todo aquello con extraordinario apetito, comió hasta no poder más, hasta sentirse completamente saciada. Mientras desayunaba, Sayu le narró los detalles de su rescate, cómo la había encontrado tras seguir a su perrillo, estaba medio muerta, había perdido mucha sangre. De llegar un poco más tarde, le contó, seguramente habría fallecido.
—¿Realmente estoy en Yonsú? —le preguntó Mei muy conmovida, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.
—Sí, estás en la aldea de Yonsú —le aseguró Sayu—, ya ves que la leyenda era cierta.
Mei le habló entonces de su loca aventura, de las circunstancias que la habían llevado hasta allí, hasta ese trágico final junto al malogrado Oboshi.
—Os topasteis con la peor fiera de estos bosques —dijo la anciana en voz baja, como temiendo que alguien pudiera oírla, tal vez aquel demoniaco animal—. Lo sorprendente es que no te devorara a ti también, podría haberte alcanzado dando tres zancadas, es muy veloz y siniestro, ¿llegaste a verlo bien? —le preguntó Sayu con gran interés.
—Recuerdo una enorme sombra, tenía un pelo muy largo y muy negro que le cubría todo el cuerpo, era enorme, todo era enorme en él; el hocico brillante y muy húmedo babeaba abundantemente. Su silueta apareció de improviso detrás de Oboshi, como surgida de la nada, apenas pude verlo bien, aunque jamás olvidaré lo que vi —le aseguró—. Sus fauces abiertas, sus estremecedores rugidos mientras sus garras destrozaban el cuerpo de Oboshi —sollozó Mei.
—Ya pasó, pequeña Mei —la consoló Sayu abrazándola—, ya pasó, todo eso quedó atrás, aquí estarás muy bien, verás. Tenías la ropa destrozada, pero en la mochila llevabas algunas prendas. Por si acaso te he cosido y arreglado este viejo traje de chi kung, es mío, de cuando era mucho más joven, ya no me vale y es de buen algodón, aún está como nuevo. Ven, seguro que te sirve, póntelo y sígueme, te presentaré a todos, están deseando conocerte —le suplicó como una niña impaciente—; no he dejado que te molestaran.
—Dígame, señora Sayu —le preguntó mientras se lavaba la cara y se cambiaba de ropa—, ¿he dormido durante muchos días?
—Oh, no, claro que no, pero sí durante muchas horas —rio la vieja—, veinticuatro al menos.
—Pero yo tengo la sensación de… Me encuentro demasiado bien para haber pasado tan poco tiempo —le confesó—, no puede ser, no puedo haberme recuperado tan rápido. ¿Y las heridas? Están casi curadas.
—Todo eso es otra historia, niña, y ya hablaremos de ello en su momento. Ahora ven, sígueme, que todos quieren conocerte, ven…
La vieja tomó su mano y tiró de ella hacia afuera. Al traspasar el umbral de la puerta la luz cegó sus ojos y le costó mirar alrededor, ver con claridad. Cuando pudo al fin abrirlos y enfocar, vio que una veintena de ancianos rodeaban la cabaña, todos la esperaban sonriendo, saludándola tiernamente con las manos. Delante de ellos, sentado meneando el rabillo, estaba el pequeño Hachi. Al verla corrió feliz hacia ella y de un lado para otro ladrando; luego se alejó persiguiendo a una enorme mariposa.
—Os presento a la joven Mei —dijo Sayu alzando la voz—. ¿A que es una preciosidad de niña?
Todos aplaudieron dándole la bienvenida mientras murmuraban alegres. Ella, desconcertada, muy alborozada, unió sus manos y se inclinó ante ellos saludándolos, mostrándoles toda su gratitud y su respeto. Lloró como pocas veces lo había hecho, lentamente, sintiendo en aquellas lágrimas una reconfortante felicidad, una maravillosa sensación de nostalgia, de amor, de plenitud. «¡Qué bella es la vida!», pensó sin saber bien por qué. Aquel inesperado recibimiento, aquella escena, todo le pareció absolutamente conmovedor. Se fueron acercando tímidamente, se agacharon ante ella saludándola, y le tomaban las manos o acariciaban su rostro con cariño…
Allí vivían veintiún ancianos, quince mujeres y seis hombres. Sayu se los fue presentando uno por uno. A medida que pronunciaba sus nombres, estos hacían con la cabeza una lenta y solemne reverencia ante Mei.
—Este es Kazuo y este es Kaito, te presento a Kamui, el pionero, a Setsuna, a Takeshi, y aquí tienes a Hisoka, el más joven de todos, solo tiene ochenta y seis otoños —dijo riendo burlona—. Estos son los hombres de la aldea, no son gran cosa, pero no tenemos otros —añadió soltando una sonora risotada.
Las demás mujeres se unieron a la carcajada y también se fueron acercando.
—Ella es Noriko, Hikari, Chigusa, Ayumi, Shizuka, Misa, Saya, Maiko, Hokuto, Satsuki, Reira, Sakura, Shiika, Sachiko y yo misma, la vieja Sayu. Todas nos sentimos muy felices con tu llegada, hacía tiempo que no veíamos a nadie y mucho menos a alguien tan joven como tú, casi una niña.
Todas reían y asentían algo nerviosas. Mei a punto estuvo de interrumpir su discurso, pensó en decirles que ya no era una niña, que ya tenía cuarenta años, pero su actitud era tan enternecedora que no dijo nada. Parecían tan felices como si de verdad se hubieran reencontrado con una nietecilla. Eso siguió diciendo Sayu:
—Será nuestra pequeña, nuestra nietecita —les propuso mirando a Mei que cada vez estaba más confusa y azorada, pero feliz igualmente—. Ahora tienes un buen puñado de abuelas y abuelos, niña, y todos te trataremos muy bien, mejor que bien. Entre todos intentaremos que jamás te arrepientas de haber llegado a Yonsú, nuestra querida aldea…
Yonsú era un pueblecito realmente encantador. Estaba muy arriba, perdido en una ladera, entre las montañas, como siempre soñó su madre. Quince chozas rodeadas por una amplia empalizada se alzaban en una pradera. Otras dos cabañas estaban aún en construcción, las habían levantado ellos mismos, apenas tenían la paja del tejado y la estructura de madera. Un poco más allá, al lado de los huertos, había otra mucho más grande que usaban como granero y almacén, y al lado otra que hacía de establo, donde guardaban a los animales cuando era necesario. También había alrededor varios huertos esplendorosos, vergeles llenos de verduras, un montón de fértiles frutales. En la ladera se adivinaban varias terrazas sembradas de arroz. En el establo tenían seis vacas, cuatro cerdos, unas cuantas cabras, diez gallinas, un par de ocas y varios patos que deambulaban por allí a sus anchas. También dos asnos y una mula. Esos animales le hicieron pensar en qué habría sido de los de Hayao, seguramente la bestia también los habría devorado.
Era un lugar rústico y perfecto. Según le explicó Sayu, prácticamente todo lo habían restaurado o construido los viejos. La aldea se levantaba sobre los restos de un antiguo poblado ainu que quedó abandonado. El primer anciano que llegó allí, Kamui, contaba que encontró un pueblo fantasma, todo estaba como si sus habitantes hubieran huido de forma precipitada. Algunas chozas habían ardido y quedaban restos del incendio, otras estaban semiderruidas, otras, dos o tres, seguían en pie y casi intactas. Por fortuna, el almacén había resistido. En su interior dejaron aperos de labranza, armas y herramientas, toneladas de leña bien cortada y apilada, ropa y otros enseres, barreños, tinajas, marmitas, telas, mantas, útiles y menaje de cocina. También dejaron atrás, abandonados, algunos animales, los mismos que ahora tan bien les servían. Allí, dentro de la gran cabaña, había un poco de todo, incluso instrumentos musicales, varias flautas cortas y largas, un par de enormes taikos y otros cuantos tambores más pequeños, también un shamisen de cuatro cuerdas y un maravilloso koto fabricado en caoba. Al mencionar el harpa se hizo un extraño e incómodo silencio. Al parecer el koto, al igual que otras muchas cosas, se lo había robado el diablo de la montaña, le contaron algo asustados los viejos. Se le oía tocar casi todas las tardes, algunas noches, ella misma podría comprobarlo. No hacía falta aguzar mucho el oído. De inmediato Mei quiso saber más sobre esa historia del diablo ladrón y, aunque se mostraron algo reticentes, siguieron contándole, dándole algunos detalles.
Hubo un tiempo en que bajaba sin ser visto una noche tras otra. Al despertar descubrían que se había llevado algunas cosas, muchas veces comida, huevos, leche, arroz, algunas verduras del huerto. No saqueaba sus bienes con saña; todo lo contrario, lo hacía con gran delicadeza y siempre con sigilo, ni siquiera dejaba huellas, por ello dedujeron que tal vez se movía de acá para allá levitando. Los ancianos, de tanto en tanto, aún le dejaban ofrendas en un claro del bosque, para mantenerlo contento y evitar que se acercara demasiado a la aldea, aunque lo cierto era que ya raramente se las llevaba. Hacía ya mucho que no los importunaba con sus rapiñas. Nunca lo habían visto, aun vigilando toda la noche. Aparte de por sus pequeños pillajes, nunca les había hecho ningún daño.
Los habitantes originarios de Yonsú tuvieron que escapar a toda prisa de la aldea, seguramente empujados por alguna terrible amenaza. Se largaron dejando todo atrás. Muchos debieron de morir masacrados en los bosques cercanos, de ahí que hubiera tantos restos humanos esparcidos por las arboledas, que todavía los guardaban casi intactos. Había osamentas por todas partes, incluso de niños, aunque esos, los esqueletos más pequeños, los fueron enterrando a medida que los encontraban.
—Algunos cadáveres eran de pobres viejos desamparados, abandonados a su suerte —le explicó Sayu—. Murieron solos y de forma terrible, pero esos eran los menos. Hubo una tremenda masacre en ese bosque, seguro. —La anciana se quedó un rato muy pensativa y luego siguió contándole—: Kamui fue el primero que sobrevivió al abandono, al menos que sepamos. Después de él vinieron más, como Kazuo y Setsuna, ellos también están entre los pioneros. Yo fui la primera mujer en llegar, y de eso hace ya muchos años. Kamui apareció aquí mucho antes que yo, tal vez sea el más viejo de todos nosotros. Hemos perdido la cuenta de los años, pero puede tener fácilmente más de… Kamui se refugió en Yonsú y consiguió sobrevivir solo perfectamente. Cuando recuperó las fuerzas perdidas, y no debió de tardar demasiado en hacerlo, empezó a habilitar una de las cabañas para vivir en ella lo más cómodamente posible.
»De tanto en tanto hacía batidas adentrándose con un asno en la frondosidad de la que él había escapado, así encontró a algunos otros viejos, la mayoría muy maltrechos, casi agonizantes. A todos los ayudó a llegar a la aldea y a vencer su condena. Algunos murieron sin que nadie pudiera hacer nada por ellos, los que estaban más enfermos y desnutridos. ¡Qué miserables los que abandonan así a los suyos! A sus padres y madres, dejándolos tirados como viejos trastos, como malditos estorbos. ¡Si supieran que aún viven! ¡Si pudieran siquiera imaginar que algunos les habrán sobrevivido! ¡Esa es nuestra dulce venganza! ¿Lo entiendes, niña? Aquí no se muere —añadió en un susurro, como temiendo decirlo, como si el hecho de pronunciar esas palabras pudiera romper un hechizo que no acertaban a comprender, que no terminaban de creer.
Pero lo cierto era que ninguno de los que llegaron a Yonsú había vuelto a sentirse mal o a enfermar. Ninguno parecía ni de lejos tener cercana a la muerte.
—Aquí se puede elegir el momento de morir, ¿puedes creerlo? Así es. Todos rebosamos energía, todos estamos ágiles y repletos de vigor, no nos fallan las fuerzas, no nos duelen los huesos, nos sentimos bien, mejor que bien. ¡Qué raro prodigio! Nuestro aspecto sigue siendo más o menos el mismo, seguimos siendo personas muy mayores, pero el deterioro se frenó desde que llegamos, y hemos mejorado mucho, mira nuestra piel, apenas tenemos arrugas. Lucimos buen color de piel y es mucho más tersa que antes, los músculos están más firmes, los huesos más fuertes. Si te dijera nuestras edades no lo podrías creer. Hisoka es el más joven y debe de tener ya más de ciento veinte, aunque no recuerda bien la fecha de su nacimiento, cree que fue en el verano de 1892, ¿no es una locura?, y ahí lo tienes tan lozano y sonriente.
»Reira fue la última en llegar, bueno, la última has sido tú; aunque solo seas una niña, aquí estás, entre esta panda de viejos locos. A nuestro lado tus cuarenta años nos parecen una edad cercana a la infancia o a la adolescencia. —Rio con ganas al decir esto—. ¿Cuál es el secreto? Tal vez sea el agua de las cascadas de la galaxia azul, así las llamaban los ainu al parecer. ¿No lo sentiste nada más beberla? Estabas destrozada, muy malherida, y mírate. Puede que sea eso, tal vez estos parajes estén realmente hechizados, o quién sabe si no estaremos ya muertos, también tú. Puede que sea así, que en esto consista la muerte, que este sea nuestro particular paraíso. No está nada mal, ¿eh? Mira a tu alrededor y dime, ¿viste alguna vez algún lugar más maravilloso? Puede que este sea nuestro Shangri-La, nuestra buena tierra, un territorio lejos del mundo en el que es posible vivir mucho y ser feliz.
A Sayu no le faltaba razón, aunque la razón no sirviera para sopesar y aceptar esas ideas. Realmente Yonsú era un paraíso. Todo refulgía con un brillo especial, todo, desde la más pequeña brizna de hierba hasta el árbol más titánico. Alrededor de la aldea había decenas de bellísimas cascadas, saltos de agua impresionantes, que formaban escaleras de roca, pozas y lagunas. Bañarse en esas aguas termales te llenaba de energía y de placer. Era un absoluto deleite sumergirse o flotar en ellas, nadar despacio, sentarse a charlar dentro del agua caliente.
—El aire que respiras en Yonsú es el más limpio, fresco y delicado que se pueda imaginar, con cada inhalación notas cómo tus pulmones se inundan de vida, cómo la dicha rellena cada recoveco abriéndose paso entre cada uno de tus órganos, masajeándolos, depurándolos, rejuveneciéndolos, sanándolos, en definitiva. Los alimentos aquí saben de otra forma, todo es una delicia, cualquier menudencia es un manjar, desde un puñado de arroz a una zanahoria. Estos campos, estos árboles, dan frutos siempre fabulosos, descomunales a veces, nunca habrás probado frutas y verduras más deliciosas y sanas que estas. El agua que riega los cultivos causa en la tierra un efecto similar al que produce en nuestros organismos. También los animales se benefician de ello, las gallinas ponen los mejores huevos, las cabras y las vacas dan su mejor leche, los asnos son tremendamente fuertes y resistentes. Nunca comemos carne, ellos conviven con nosotros de igual a igual, y nos sirven de forma generosa. Aunque andan casi siempre sueltos por ahí, jamás intentan escapar, ni siquiera se alejan de los alrededores de la aldea. Tampoco nosotros… Ninguno se ha atrevido a probar, pero parece que si te alejas de aquí, si dejas de beber esta agua milagrosa, acabas volviendo a ser lo que eras, acabas envejeciendo por dentro y por fuera de forma atroz, hasta descomponerte velozmente y morir. ¡Quién sabe! Ninguno de nosotros tiene el más mínimo deseo de comprobarlo. Ninguno desea partir, morir, ninguno se marcharía de aquí por nada del mundo. Ya no queremos saber nada de las amarguras y miserias que aguardan allá afuera, de todo aquello que dejamos allá abajo. No queremos saber nada de tristezas ni pesares. En este lugar no existen lutos ni amarguras, ya te darás cuenta. Aquí simplemente hay que vivir día tras día, sin más, lenta e intensamente, plácidamente, sin prisas, como siempre debiéramos haber vivido.
»Nuestra única inquietud es que Kesagake se atreva a acercarse por aquí, algo que por alguna razón nunca ha hecho. También lo fue ese pobre diablo que vive ahí arriba, pero como te conté dejó de molestarnos. Nada nos impide saborear día tras día, noche tras noche, la paradisiaca placidez de estos parajes. Es como si cada molécula de este lugar se hubiera rendido a la belleza y la serenidad. Pero no hay que tentar a la suerte, que bastante fortuna tenemos. No debemos salir de los dominios de este vergel, tenemos que conformarnos con la existencia que nos ofrece este inmenso jardín privado que es Yonsú.
»Somos muy ignorantes, no tenemos ni la más remota idea de qué laberínticos sortilegios mantienen este lugar lejos del mal, lejos de todo y de todos, fuera de los mapas, a salvo de la civilización cercana y de su maldita tecnología, de su pérfido progreso. Oculto e inalcanzable para cualquiera, salvo para unos pocos viejos, pero el encanto funciona. Pocos, muy pocos, se han acercado por estos andurriales en todos los años que llevo aquí. Por fortuna, no es fácil acertar a dar con este lugar. Mejor que sea así por siempre, mejor que Yonsú quede oculta al resto de los habitantes del Japón, que no sea más que una leyenda, una invención, una mentira absurda, un inverosímil escenario dibujado en las páginas de algún libro…
El tiempo de Mei entre los viejos fue pasando lento, muy lento, imperceptible y dichoso. Sus heridas curaron por completo y nunca volvió a sentirse mal ni enferma. Allí era absolutamente feliz, como nunca lo había sido. Todos los ancianos la trataban con cariño y adoración, como a una nieta. Gozaba de cada segundo en la aldea. Se sentía realmente rejuvenecida, como una jovencita inquieta. Muchas noches sacaban los instrumentos y se reunían alrededor del fuego, ellos tocaban y Mei les cantaba alguna canción o les contaba cuentos, también pasajes de su vida en Tokio, historias de su familia y de su madre. Les hablaba de hasta qué punto estaba convencida de la existencia de Yonsú y de cómo ella, durante años, no le hizo ningún caso o se burló cariñosamente por creer en esas locuras. Todos los ancianos acompañaron a Mei cuando al fin decidió esparcir sus cenizas en su siempre soñada aldea. Dentro de su cabaña montó un pequeño altar en su memoria, y cada noche rezaba y pensaba en ella llena de amor. ¡Qué feliz hubiera sido allí! ¡Cuánto la añoraba todavía! En ocasiones le turbaba pensar que, de haberle hecho caso, posiblemente, aún seguiría viva, como todos aquellos ancianos. Viva y feliz al lado de su hija, después de una vida tan áspera, tan dura. Si pudiera verla ahora, allí, junto a ellos en la aldea de Yonsú…
Los ancianos remataron para Mei una de las dos cabañas que aún estaban a medio construir. Quedó preciosa y muy confortable. Ella enseguida se sintió como en un verdadero hogar, mejor aún que en su cuarto de Tokorozawa. Poco después de llegar a la aldea ya era incapaz de encontrar una sola razón que la impulsara a regresar a su casa en Tokio, a su triste vida allí. De tanto en tanto pensaba en qué habría sido de su hermana, si la andaría buscando, si la habrían dado ya por muerta; «¡ojalá!», pensaba con cierto remordimiento, con cargo de conciencia. Solo lo justo, pues enseguida se le olvidaba. Su espíritu, antes taciturno y amilanado, vivía ahora lleno de dicha, muy complacido. Mei gozaba de la vida en el mejor sentido de la palabra gozar. Disfrutaba de la naturaleza, de los baños en las cálidas aguas de las pozas, nadando y metiéndose bajo las cascadas, corriendo por el monte, parándose a contemplar los bellísimos paisajes. Tenía amor y amistad, camaradería y diversión, tenía todo lo que podía desear junto a sus queridos viejos.
Así fue perdiendo por completo la noción del tiempo, ya no sabía si era mayo o junio, miércoles o viernes. Los días, las horas, los calendarios, ya nada de eso tenía demasiado sentido. Del paso del tiempo solo hablaban las estaciones, solo eso contaba, el ciclo de cada estación, si hacía frío o calor, si ya era primavera o se acercaba el invierno, si llovía o brillaba el sol. Todo transcurría de un modo al que los humanos están por completo desacostumbrados, lento y gozoso, sin avance ni retroceso, sin sobresaltos ni secuelas. Solo una duda rondaba su cabeza de vez en cuando, especialmente cuando veía cómo alguna pareja de ancianos paseaban por ahí cogidos de la mano, arrullándose a veces, azorados, enamorados. Ella nunca había conocido ese sentimiento del que, al parecer, no estaban a salvo ni los más viejos. Nunca había amado a un hombre. A pesar de su monacal aceptación, en ocasiones había algo que llamaba poderosamente su curiosidad.
Una especie de anhelo inconsciente y deleitoso que sumía su alma en una rara melancolía. Le hubiera gustado amar y ser amada, gozar de los placeres del sexo, pero tal vez su tiempo para todo eso ya había pasado. Como Misha se ocupaba en recordarle tantas veces, probablemente sería una eterna solterona, célibe y desconsolada, aunque todo eso, estando allí, ya le traía sin cuidado. Se conformaría con sus sueños, con que en ellos siguiera apareciéndose ese hombre idílico de ojos verdes para complacerla, ese amor forjado solo en sus fantasías desde que apenas era una adolescente.
Posiblemente esa era la única y leve vacilación que le asaltaba de tanto en tanto desde su llegada a Yonsú. También sentía un inevitable revoloteo en el estómago y en su espíritu cada vez que oía esa música lejana que frecuentemente llegaba hasta la aldea. Era cierto lo que le contaron. Sonaba muchos días y muchas noches desde algún lugar allá arriba, en la montaña más cercana. La bellísima música salía de un koto, alguien con gran sensibilidad debía de tocarla. En absoluto creía Mei, como pensaban los ancianos, que un demonio pudiera interpretar esas maravillosas melodías. La curiosidad por averiguar quién rasgaba las cuerdas era muchas veces irresistible.
A pesar de las timoratas advertencias de los abuelos, especialmente las de Sayu, un día decidió aventurarse monte arriba para indagar de dónde venían aquellos sonidos. Nada dijo a ninguno de ellos de sus planes. Echaría un vistazo, el origen del misterio no debía de estar muy lejos…
Una mañana bien temprano oyó la música con claridad, todavía no había amanecido y los viejos dormían. No soplaba ni la más mínima brisa y su eco llegaba casi intacto hasta la aldea, hasta sus oídos. Se levantó completamente decidida a desentrañar el enigma. Se aseó y se vistió rápidamente, tomó un té, comió un panecillo, llenó una cantimplora y salió de la cabaña sin hacer el más mínimo ruido. Aun sintiendo cierta aprensión, Mei se adentró en el bosque por el sendero prohibido siguiendo el delicado rastro del sonido del arpa japonesa…
Cuando salió el sol ella ya estaba bastante lejos de la aldea. Sobre la cama dejó una escueta nota para Sayu:
Querida Sayu, buenos días, he salido a pasear por la montaña, no os preocupéis, regresaré pronto.
El camino «prohibido» era estrecho y bastante empinado. Serpenteaba entre la espesa arboleda subiendo por la ladera de forma errática, desapareciendo en ocasiones, turbando sus sentidos, desorientándola. Mei recordó su experiencia en el viaje a Yonsú y sintió miedo, su alma aún estaba condicionada por la terrible experiencia vivida en el bosque al lado del buen Oboshi. Pero no se dejó amedrentar por la ansiedad. Indecisa, siguió subiendo, la música atravesaba el laberinto verde y se oía con más claridad. Por mucho que la cautela intentara frenar sus pasos, un extraño anhelo o un raro hechizo tiraba de ella. Aquellos acordes cada vez más audibles la arrastraban con fuerza. Así, paso a paso, caminando despacio o corriendo en ocasiones, mirando siempre dónde ponía cada pie, escudriñando constantemente a un lado y otro del sendero, alerta a cualquier ruido amenazante, subió durante algo más de una hora, aunque a ella le pareciera mucho más tiempo, mucho más largo el ascenso. Al fin llegó al lugar donde la senda desaparecía difuminándose en la hierba que cubría un gran claro.
El sol ya estaba alto, iluminaba y calentaba con fuerza. Se detuvo a tomar aliento sudorosa y acalorada. Justo en ese instante la melodía que la había traído hasta allí cesó. A la vez la sordina pareció acallar el suave canto de los pájaros, el rechinar de las chicharras, los suaves susurros de las hojas, el rumor de las cascadas. Todo quedó casi en silencio. El paisaje era completamente idílico, sobrenatural. La pradera ascendía suave hasta un llano más alto, entre unos riscos. Salpicando el intenso verde brillaban millones de diminutas flores malvas, amarillas, blancas y encarnadas. Todos sus tonos se entremezclaban mecidos por la brisa, formando manchas de colores intensos y cambiantes que se movían como olas.
Arriba, sobre las enormes piedras cubiertas de musgo, se alzaba una especie de atalaya de vigilancia, por sus cuatro patas de madera trepaban impenetrables enredaderas. Al lado, no muy lejos, vio una curiosa choza alta que coronaba un repecho. Desde donde ella estaba el conjunto le pareció una insólita fortificación, un vetusto templo de paja y madera, una fortaleza algo desgarbada pero imponente. Siguió subiendo, acercándose más y más, y los detalles de la construcción fueron revelándose. La choza era como un enorme cono de brezo apoyado sobre un círculo de piedras. Tenía una gran ventana triangular en la parte alta, cerca del vértice. La única entrada era una rampa que al elevarse hacía de portón, como una especie de puente levadizo. La puerta quedaba a un metro del suelo.
La chimenea humeaba y aquel signo de vida avivó aún más su curiosidad y su cautela. Se armó de valor y siguió subiendo, acercándose a la misteriosa morada. Allí no podía vivir ningún demonio, se dijo convencida, era una casa humana y de una belleza extraordinaria. El silencio seguía siendo evidente, inquietante, denso, pero la curiosidad era aún más poderosa que cualquier temor. De improviso oyó claramente el rumor del galopar de algunas bestias, el brusco trote de una manada, tal vez caballos o ciervos. El suelo retumbó un instante mientras el sonido se alejaba por la parte alta de la montaña. Se sobresaltó sobremanera, debía calmarse; haber tenido enfrente al feroz Kesagake, al gigantesco carnicero, dejaba secuelas. La imagen del oso golpeó en sus sienes con latidos de pánico. Un escalofrío recorrió su espalda. Cuando llegó junto a la casa la rodeó muy despacio, caminando casi de puntillas, como temiendo un inesperado encuentro. Tan tímidos y livianos eran sus pasos que apenas allanaban la hierba bajo sus pies. Ya frente a la entrada de la choza se atrevió a decir un tímido «hola».
—¿Hay alguien ahí? —preguntó, pero nadie le respondió.
Dentro, en la penumbra, adivinó los reflejos del fuego que seguro ardía en la estufa o en una chimenea. A cada lado de la rampa de entrada había dos bellos templetes también de madera y dos banquitos. Sobre uno de ellos reposaba el añoso instrumento que había sonado hasta hacía un rato, un bellísimo koto. De ahí salía entonces la hipnótica música, se dijo fascinada. De la puerta colgaba un cordel con cintas de colores y trocitos de tela anudados, como los que hay en los santuarios, donde la gente deja de esa forma sus plegarias y deseos. Se inclinó respetuosa y rezó una breve oración.
Nada en ese lugar infundía temor; al contrario, sintió de inmediato una rara y acogedora sensación. Tuvo incluso la impresión de haber estado antes allí, de conocer ese lugar, esa casa, lo que era del todo imposible. Curioseó un rato alrededor de la cabaña y finalmente se atrevió a subir por la rampa. Se asomó con prudencia e intentó ver mejor el interior. Efectivamente, el hogar estaba encendido, no debía de hacer mucho que alguien había echado unos troncos al fuego. Ardía en un hoyo en el suelo rodeado de piedras negras, justo en el centro de la estancia. Una marmita no muy grande colgaba de unos hierros sobre las llamas, algo se estaba cocinando en ella, fuera lo que fuera olía muy bien. Alrededor de la hoguera pudo adivinar algunas esterillas y lo que parecían mantas o ropajes, también unas tinajas y un par de banquetas bajas y sobre una de ellas un grueso libro. De la pared del fondo colgaban cuerdas y toscas herramientas, una azada y unas varas, también dos espadas, una corta y una larga, auténticas katanas. A un lado de la estancia se adivinaba una especie de altar, florecillas y velas al pie de un tablero lleno de lo que parecían fotografías o estampitas. Volvió a murmurar un tímido saludo, musitó otro «hola» tímida y azorada asomando la cabeza hacia el interior. Era evidente que no había nadie dentro. También que el dueño de esa morada no hacía mucho había estado allí y podría regresar en cualquier momento. Intentó imaginar cómo sería. ¿Se trataría de un hombre o de una mujer? Probablemente de un hombre, se dijo mirando el aparente desorden, la parquedad de aquella habitación, el tamaño de una especie de enorme capote que colgaba de una percha. Al fondo una tosca escalera ascendía a la planta de arriba colándose por un hueco en el techo, debajo de la escala había un jergón de paja. Tal vez no viviera allí solo o sola, imaginó.
Rodeó otra vez por completo la casa. Era extraordinaria. Tendría unos diez metros de diámetro y siete u ocho de altura hasta su vértice. Se levantaba sobre un círculo de rocas. Era una edificación sencilla y hermosa. El enorme y grueso cono estaba hecho con miles de ramas de enhebro, brezo y mimbre, también con leños y cañizos. Debía de ser muy grueso. Se notaba que había sido levantada con mimo, de forma muy rudimentaria y artesanal, con mucho esfuerzo y paciencia. ¿Cuánto habría tardado en levantarla? Al igual que las de Yonsú, no tenía cristales, solo tela y chamizo hacían las veces de persianas y protegían el interior de la luz, la ventisca, la lluvia, el frío o el calor. Eran construcciones similares, aunque las de los viejos eran mucho más simples. Ya no tardaría en regresar, se repitió con cierto nerviosismo. Decidió sentarse a esperar, lo hizo en el extremo del banco donde reposaba el koto.
Se dio cuenta de que otra vez estaba absolutamente relajada, demasiado tranquila dadas las circunstancias; tuvo la sensación de estar aguardando a que regresara alguien familiar, pero era mentira. La realidad era que estaba en casa ajena, en el hogar de alguien completamente desconocido. ¿Y si allí vivía alguien realmente hostil? ¿Un tipo peligroso? No, no podía ser, alguien con sensibilidad para tocar ese instrumento no podía serlo. De forma espontánea dejó que sus dedos acariciaran las cuerdas de seda. Trece notas bien afinadas reverberaron suavemente en el silencio. El hecho de que sonaran sobresaltó a Mei, como si no lo esperara, se sintió tonta. Después de guardar silencio durante un rato, se atrevió a tocar de nuevo. Salió una leve melodía, un ritmo bello y armónico. Sus manos empezaron a animarse, Mei se dejó llevar. Comenzó a interpretar preciosas escalas, vaivenes que sonaban como el mar, con esa cadencia fabulosa de las olas, yendo y viniendo, susurrando o atronando. La música se elevó inmensa llenando el aire, inundando todo el bosque. Sin duda el sonido de aquel arpa era mágico, por eso llegaba tan lejos, tan nítido, hasta la aldea mucho más abajo. Unos minutos después, justo cuando dejó de tocar, pudo oír de nuevo el retumbar de un galope, pero esta vez se aproximaba, sin duda. Frente a la cabaña, arriba, donde la ladera despejada lindaba con las arboledas, vio cómo cuatro o cinco ciervos rojos salían galopando del bosque y descendían por la pradera hacia la casa. Un hombre iba montado sobre el primero de ellos, era una figura grande, inquietante y oscura. Agitaba los brazos y las piernas al ritmo del galope, con gran habilidad, como queriendo hacer que su montura fuera aún más rápida de lo que ya iba. Con la cabeza oculta bajo una capucha y una especie de túnica corta que volaba al viento. Alcanzó a distinguir un arco en una de sus manos y sobre los hombros lo que parecía el cuerpo sin vida de un animal. Se asustó tremendamente y deseó no estar ya ahí, no haber subido nunca. Aquella figura lóbrega se acercaba cada vez más. Salió corriendo cuesta abajo sin volver a mirar atrás. Corrió y corrió hasta llegar de nuevo al lugar donde empezaba el sendero que la llevaría de regreso al poblado, a su nuevo hogar, al lugar del que seguramente, pensó, no debía haber salido esa mañana. Aún echó un vistazo atrás antes de meterse de nuevo en la foresta, el hombre parecía hacerle señas para que se detuviera, incluso le pareció escuchar que le gritaba con voz grave. Entonces sí que sintió un miedo casi incontrolable y ya no paró hasta llegar exhausta a Yonsú. Solo se detuvo un par de veces a beber agua en los riachuelos.
Cuando llegó a su choza, a la puerta la esperaban inquietos todos los ancianos, iba a tener que darles alguna explicación. Había desoído sus consejos y advertencias, había transgredido la única norma, la única prohibición de aquel lugar. Aunque ya nunca más, jamás, se dijo, volvería a adentrarse en el bosque. Nunca más volvería a subir hasta aquel lugar extraño y endemoniado, se juró y les juró a los viejos. ¿O tal vez sí?, pensó para sí.
Al caer la tarde, ya más serena y repuesta de las emociones que le había deparado la aventura, reunió a todos los habitantes de Yonsú en torno a una hoguera. Allí comieron y bebieron mucho sake mientras los ancianos, absolutamente fascinados, en completo silencio y sin perder un solo detalle, escuchaban el relato de cuanto Mei había visto allí arriba. Ella disfrutó compartiendo con ellos la experiencia, teatralizando cada una de sus palabras, haciendo rimbombantes gestos, dándole a cada frase el énfasis y los matices precisos, exagerando a veces, callando otras, asustándolos en ocasiones de forma intencionada, divertida, como en una extraña función de teatro kabuki. Resultaba cómico verlos a todos tan embriagados por las palabras y por el sake, el alcohol ya había sonrosado sus mofletes y abrillantado sus miradas. Reían como locos, o hacían aspavientos a un tiempo, se golpeaban las piernas con las palmas de las manos, se alborotaban el pelo. El público sí que resultaba divertido. Los viejos disfrutaron como niños de aquel cuento inquietante, de la narración de lo que acababa de sucederle a Mei. Ninguno de ellos se hubiera atrevido a hacerlo, a subir hasta allí, y ninguno imaginó jamás que allí morara un ser humano en vez de un demonio, al menos eso parecía. ¡Qué valor el de esa muchacha!, se decían asombrados, ¡atreverse a ir más allá de los riscos!, exclamaban algo beodos y aún temerosos de lo que pudiera haberle ocurrido a Mei por aquella valerosa insensatez. Aunque todos perdonaron su juvenil osadía, les pareció una gran temeridad por su parte.
—¿Y si ese hombre fuera un asesino? —preguntaban.
—¿Y si ese hombre resultara ser un buen hombre y un buen vecino? —replicaba Mei. Algo que, quién sabe por qué, ni se habían planteado—. Pensad en ello —les propuso.
Aquella noche todos se meterían en la cama reflexionando sobre eso, también temiendo que en vez de humano, aquel que había visto Mei a lomos de un ciervo fuera algún ser sobrenatural, un espíritu malvado que ya podría andar planeando su venganza contra aquella chiquilla que había osado invadir sus dominios.
«¡Paparruchadas!», pensó Mei plantándose ante aquellos miedos. De inmediato recordó que aquella expresión era del señor Hayao. ¿Qué habría sido de él? ¿Qué haría al comprobar que no regresaban? ¿Los buscaría? ¿Habría organizado una expedición de rescate? Seguramente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se despidió de él en la recepción del parque? No era capaz de calcularlo.
Aquella noche, cuando todos se hubieron acostado, Mei estuvo despierta hasta muy tarde charlando con Sayu, contándole otros pormenores de lo visto y sentido allí arriba, detalles que a los demás no había contado. Confidencias. En poco tiempo, la anciana que le salvó la vida se había convertido en amiga y abuela para ella, casi en un sucedáneo de su madre. Después de parlotear durante un par de horas al menos, las dos durmieron juntas en la misma cabaña, en la misma cama.
Arriba, en la montaña, Haru se sintió inquieto por primera vez en muchos años. Llevaba demasiado tiempo sin ver tan de cerca a otro ser humano. ¿Cuánto? No lo recordaba con claridad. Los recuerdos de su antigua vida estaban cada vez más difuminados en la memoria. Llevaría allí arriba cerca de quince años, aunque ya hacía mucho que había perdido la cuenta precisa del tiempo. Nadie se había aventurado a subir hasta sus dominios en todo ese tiempo. Hablaba solo o con sus bestias. De vez en cuando se paraba un instante a mirar a los pocos viejos que vivían allá abajo, en la aldea, sentado en el borde rocoso de un acantilado desde el que se divisaba la aldea. Se entretenía un rato viéndolos labrar los huertos como hormigas hacendosas, trepar por los palos mientras levantaban las chozas, ir de acá para allá trasteando o paseando, ordeñando cabras o vacas. Ese había sido el único contacto con humanos en todo ese tiempo. Vivía como un verdadero ermitaño, como un solitario monje.
Apenas tuvo tiempo de ver al desconocido. Siquiera acertó a pensar que pudiera tratarse de una muchacha, solo vio cómo alguien corría espantado desde su choza hasta perderse en el bosque, huyendo como un grácil gamo. Le pareció un niño, un chico perdido y asustado, quién sabe por qué. No había robado nada. No tocó nada excepto las cuerdas del koto, alguien capaz de tocar tan bella melodía no podía ser un ladrón, pensó. Tal vez el chico se había adentrado en las montañas llevado por circunstancias parecidas a las suyas, huyendo de algo o de alguien, de todo.
Aquella inesperada visita había perturbado por completo su plácida rutina, su silencio, la rotunda soledad que lo rodeaba; no tenía otra compañía que la de los animales o la de los prodigiosos entes de la foresta. ¿Quién sería? Pasó el día con esa pregunta en la cabeza. ¿Qué insensato se adentraría solo en esas profundidades verdes? ¿Quién se atrevería a perderse en ese mar de árboles milenarios? ¿Quién en su sano juicio se atrevería a cruzar el bosque de los abandonados? ¿Quién sería ese pobre desamparado? ¿Quién se atrevería a vagabundear por allí? Hasta para él, un hombre curtido en una vida dura, en la violencia y en la muerte, la experiencia de cruzar esas forestas resultó aterradora. No, no había sido delirio ni espejismo. Era cierto, alguien subió hasta allí, alguien había llegado hasta la puerta misma de su choza.
Necesitaba carne y había salido a cazar un joven venado. Mientras seguía su rastro le pareció oír el rasgueo de las cuerdas de su koto. Después de saetear al animal, cuando ya regresaba con su presa para el asado del almuerzo, escuchó con claridad el tañido del instrumento, cómo alguien jugueteaba con él tocando una bellísima melodía. Al salir de la espesura aceleró el galope, espoleó a su ciervo para que corriera ladera abajo y entonces vio cómo escapaba el intruso.
Cierto que ya no se mantenía tan alerta como durante los primeros años, hubiera sido enloquecedor vivir así. Tal vez había bajado en exceso la guardia, esa era la prueba. Si aquel muchacho pudo subir hasta allí y encontrar su guarida, quién le aseguraba que algún sicario de la yakuza no lo conseguiría.
Aunque era posible que ya hubieran dejado de buscarlo, la simple idea era aterradora, muy desasosegante. Seguramente ya lo habrían dado por desaparecido o por muerto. Pasó muchos años vigilante, esperando que sus enemigos aparecieran en cualquier momento. Fueron años de tremenda paranoia. Vivía atento a cualquier sonido, pasaba los días olisqueando el aire, los días y las noches, como un animal en perpetua alerta, siempre en duermevela.
Halló el rastro del visitante, las huellas del extraño. Sus pisadas eran muy pequeñas y delicadas, nada amenazantes, tenían la forma de pies infantiles o femeninos, tal vez. Aquello le resultó aún más extraño. Olisqueó en la hierba, en el banco, en el harpa, el débil aroma de aquel ser. Era muy agradable, muy sutil, eso ayudaba a sacar algunas conclusiones: estaba aseado, pesaba poco y era bastante veloz. Lo más probable es que fuera alguien completamente inofensivo. También bastante osado, si no, no se habría atrevido a delatar su presencia haciendo sonar las cuerdas de la cítara. Pensó en seguir el camino que llevaba hasta Yonsú, bajar a la aldea e indagar un poco, seguro que había venido de allí. Fuera quien fuera.
Kento nunca había dejado que los ancianos lo vieran. En todos esos años solo se acercó al poblado a robar algunas cosas en contadas ocasiones. Siempre aprovechando las horas de sueño de los viejos, la oscuridad de la noche, con mucho sigilo. Solo les robaba por necesidad, mientras no estuvo bien instalado en su altozano. Durante un tiempo les distrajo algún saco de patatas y verduras, algunas onzas de arroz, una tinaja de leche o algunos huevos, aunque terminó siendo más práctico quitándoles un par de gallinas y un par de cabras. Ellos tenían bastantes, de sobra. También les robó el maravilloso koto, ninguno de ellos sabía tocarlo con acierto y para él fue el mejor aliado frente a la soledad. Aquellas trece cuerdas aliviaron muchas veces su melancolía y calmaron su incertidumbre o su rabia, fueron una salvación en las peores horas y siempre le ayudaron a vencer al miedo. Cuando consiguió sacar adelante su propio huerto dejó prácticamente de visitarlos y robarles. Al principio los viejos achacaban las rapiñas a los espíritus del bosque, de esa forma les cobraban por la salud y la vida que les daban, supusieron. Luego, tras una anochecida en que casi lo descubren, en que lo vieron huir, concluyeron que el ladrón era un demonio. Fue precisamente cuando se llevó el pesado instrumento. Un diablo les había robado el koto y desde entonces lo hacía sonar cada tarde, nada más y nada menos.
Aquella inesperada visita seguía en su cabeza. ¿Habría sido un juego macabro?, ¿una siniestra advertencia?, ¿lo habrían encontrado al fin y se disponían a matarlo? ¿O pretendían solo asustarlo? ¿Advertirle? Le molestó sobremanera tener que hacerse tantas preguntas, sentir de nuevo tanto desasosiego, inquietarse cuando su vida transcurría tan serena y feliz, tan completa, tan carente de emociones estúpidas e indeseadas. Tal vez se tratara de una burla de los dioses, una broma de espíritus traviesos. Ya habían jugado otras muchas veces con él, pero nunca adoptando forma humana. El intruso no parecía haber entrado en su casa, solo curioseó un poco alrededor antes de escapar.
No pensaría más en ello, no permitiría que nada alterara su plácida existencia. Kento volvió a sus cosas, a las rutinas cotidianas, e intentó apartar de su cabeza aquello. Fuera quien fuera no era una amenaza, eso estaba claro. El desconocido podía ser algún kodama atolondrado con ganas de jugar al pilla pilla, nada más, aunque muy raramente abandonaban lo más profundo de las arboledas. Tal vez volvería a verlo; estaría atento.
Avivó el fuego y puso a hervir en la marmita agua para el té. Apuró un cuenco de arroz y cortó otro trozo de asado de la pata del venado. Después de cenar se tumbó junto a la lumbre a descansar. Aún siguió cavilando un rato sobre lo acontecido antes de quedar dormido. Aquella noche una mujer se apareció en sus sueños, una joven lo esperaba desnuda dentro de su cabaña, acuclillada junto al fuego; no pudo ver su rostro a contraluz, pero le pareció muy hermosa. «Te estaba esperando, Kento —le decía—, llevaba mucho tiempo buscándote y al fin te he encontrado…»
Mei estuvo inquieta toda la noche y dio muchas vueltas en la cama. A la mañana siguiente todo lo acontecido el día anterior parecía formar solo parte de sus sueños, de algún sueño muy vívido y extraño. Amaneció un día precioso y lo primero que pensó nada más despertar fue en regresar allí arriba, comprobar que todo era cierto. Se sintió estúpida por sus prejuicios y su espantada. La luz de la mañana apartó sus temores y otra vez se sintió valerosa, picada por el aguijón de la curiosidad.
Después de desayunar sería capaz de volver a subir, al fin y al cabo no estaba demasiado lejos, aunque esta vez recorrería el camino a lomos de una de las mulas, pensó. Y esta vez no lo haría a escondidas, se lo diría a Sayu y a los demás, aunque seguro que para ellos sería incomprensible aquel afán, en cierto modo también lo era para ella. Claro que tuvo miedo al ver aparecer a aquel hombre a lomos de un ciervo, pero también experimentó una reconfortante emoción, un sentimiento raro y desconocido para ella. Tal vez era el resultado de atreverse a ser osada. En cualquier caso quería verlo de nuevo, verlo de cerca, saber más de él. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué hacía viviendo allí arriba, aún más lejos y más perdido que ella? ¿Sería realmente humano? ¡Claro que lo era!, idiota, se respondió contrariada por dudarlo siquiera. No había ningún demonio allá arriba, solo un hombre solitario y misterioso. Su extraño aspecto no iba a asustarla, no lo permitiría. Si había conseguido el sueño imposible de llegar hasta Yonsú, ¿de qué iba a sentir temor ahora?
El tiempo pasado con los viejos en la aldea había transcurrido lento y gozoso, también excesivamente monótono incluso para ella. Mei ya no era aquella Mei que un día dejó atrás Tokorozawa. ¡Había cambiado tanto! Se sentía absolutamente llena de vida, traviesa como una niña, ansiosa por sentir y vivir. De conformarse con una vida tranquila y una muerte callada cuando llegara la hora, había pasado a quererlo todo, a desearlo todo, absolutamente impaciente por sentirse más y más llena de vida. Estaba eufórica, muy alegre, como nunca lo había estado. Algo la había transformado por completo, a mejor, ahora era mucho mejor. Ya no se sentía enferma ni asustada. Ya no alimentaba ninguna ansiedad. Tenía siempre ganas de jugar, de correr y saltar, de nadar en las pozas, de lanzarse al agua desde los riscos o deslizarse resbalando por las cascadas. Deseosa de amar, tal vez, tal vez también era eso. Quería a aquellos ancianos, deseaba con frecuencia abrazarlos y besarlos, bailar y divertirse con ellos, reír con sus ocurrencias y sus bromas, tomarles el pelo. Era muy cariñosa con ellos y ellos con ella. La existencia en Yonsú resultaba embriagadora, se sentía muy dichosa estando allí, por todo, por nada. Tras ayudar en las tareas de la aldea reunió a sus abuelos y abuelas y les comunicó su decisión: subiría de nuevo por el sendero prohibido y no debían intentar convencerla de lo contrario. Averiguaría quién era ese hombre que había visto. Mientras les hablaba llena de entusiasmo, el viento trajo una vez más hasta ellos el lejano sonido del koto. Las notas la hicieron impacientarse aún más, reafirmarse en su deseo.
—Tengo que volver, Sayu, ¿lo entendéis? Debéis entenderlo. No me pasará nada, veréis. Si sobreviví al ataque del oso, ¿qué puedo ya temer? Iré a conocer a nuestro vecino, nada más. No hay nada malo ahí arriba, estoy segura, casi segura. Si ese hombre hubiera querido alcanzarme, lo habría hecho, no me persiguió ni disparó sus flechas contra mí, me habría dado caza fácilmente de haberlo deseado. Seguramente sea tan viejo como vosotros, no pude verlo con claridad. Algo me dice que… debo hacerlo, que será bueno conocer al morador de esa montaña sagrada. Presiento que ahora mismo está sintiendo tanta curiosidad como yo. Estoy convencida de que desea saber quién subió ayer a visitarlo.
Los ancianos comprendieron muy a medias sus argumentos, pero aceptaron su decisión, ¡qué remedio! Aunque sabían que Mei ya nunca regresaría al mundo que había dejado atrás, a la existencia de los mortales en Tokio, no si quería seguir viva, era muy libre de regresar a aquellos altos riscos para ellos vedados, que quedaban tan lejos como la luna. Mei los besó a todos en la frente, uno por uno, luego corrió al establo alborozada, montó en un asno y se alejó trotando lentamente, seguida por Hachi, el perrillo de Sayu, que ladraba feliz jugueteando hábilmente entre las patas del pollino.
Los tres subieron por el mismo camino del día anterior, esta vez sin ningún miedo, deseosa de llegar arriba cuanto antes y disculparse con aquel hombre por su maleducado comportamiento, por su inoportuna visita del día anterior, y quién sabe, descubrir algunos de los misterios que seguramente encerraba…
El camino a lomos del dócil burro se le hizo corto esta vez. «La senda se hace más llevadera cuando ya la conoces», pensó. No era tan larga como recordaba, como le había parecido al subir a pie. Debió de tardar una media hora hasta salir de nuevo de la arboleda y llegar a la explanada verde y florida. Allí se detuvo, pero no pudo evitar que Hachi echara a correr hacia la cabaña como loco, ladrando y meneando su graciosa cola cortada. Subió veloz la cuesta y se plantó frente a la puerta de la cabaña alborotando el silencio con sus ladridos. Sin duda el hombre estaba en el interior. Picó con los talones en los lomos del animal y este echó a andar de nuevo. Mientras ascendía la pendiente vio cómo, efectivamente, salía de la casa. Nada más verlo aparecer, el perro se tumbó manso y en silencio a sus pies. Él se agachó para acariciarle la cabeza, diciéndole unas palabras que Mei no pudo oír. El hombre avanzó unos pasos, saludó desde lejos con la mano y se quedó allí esperándola con los brazos en jarras. Un poco más arriba tres bellísimos ciervos rojos de sika rumiaban hierba fresca, también ellos alzaron la cabeza para mirarla. Mei se sintió más y más observada y azorada a medida que, lentamente, avanzaba hacia él. Al acercarse pudo apreciar mejor su aspecto. Parecía un anciano, debía de serlo. Era un hombre alto, de buena planta, con barba y melena largas, descuidadas y grisáceas; tenía algunas briznas de paja enredadas en el pelo. Vestía un sayo oscuro, largo y descolorido, como de tela de saco, anudado a la cintura con una cuerda de cáñamo. De esta colgaba una espada corta dentro de su funda. Aunque la túnica le llegaba hasta los pies, pudo ver que estaba descalzo. Tenía unos bellos ojos verdes, como dos esmeraldas que parecían brillar con luz propia. Sonreía silencioso y con gesto amable sin quitarle la vista de encima. Mei frenó al animal a un par de metros de él y desmontó despacio, intentando hacerlo con soltura y dignidad. Nada más poner los pies en el suelo se inclinó respetuosa ante el anciano uniendo las manos. Con la cabeza gacha lo saludó y le pidió disculpas por su intromisión.
—Mi nombre es Mei Tanaka, señor —le dijo con voz monótona y algo solemne, hablando a la vez demasiado rápido, como quien recita una especie de mantra—. Siento profundamente si ayer cometí la indiscreción de fisgonear alrededor de su hogar, siento haberme atrevido a tocar su preciado instrumento, siento mucho haberle importunado y haber salido corriendo de forma tan estúpida y precipitada, como una maleducada, sin darle siquiera una explicación, siento mucho mi inesperada intromisión en su privacidad, en su territorio, siento también si ahora mismo mi presencia pudiera resultar inoportuna o molesta para usted…
El hombre interrumpió su monocorde discurso soltando una profunda risotada.
—¿Puedes parar, muchacha? —le dijo aún riendo—. No tienes que disculparte por nada, no sigas. Este también es tu «territorio», eres bienvenida.
Mei guardó silencio sin mirarlo, todavía con la cabeza gacha y las palmas de las manos pegadas.
—¿Me oyes? Eres bienvenida, hoy tanto como ayer, no temas, como también lo serás mañana. Al verte pensé que eras un chico o un duendecillo —siguió hablando entre risas. Tenía la voz grave y muy hermosa—. Pero mira por dónde ¡eres una chica! Mei Tanaka, yo te saludo lleno de dicha por tu inesperada visita. Tu llegada se agradece y no imaginas cuánto. Es la primera vez en muchos años que alguien se aventura por aquí, así que por favor relájate y acepta que te ofrezca un té y algo de comer en mi humilde casa.
Mei alzó la cabeza y se quedó mirándolo un tanto perpleja y a la vez fascinada ante aquellos ojos inauditos, deslumbrantes. Nunca había visto una mirada igual, tan limpia, serena y profunda. Aunque su cara quedara oculta en parte tras las barbas, enseguida se dio cuenta de que no era un anciano. Tenía un bello rostro, era un hombre muy apuesto. Sus manos grandes, de dedos largos, también dejaban ver que se trataba de una persona madura, pero para nada de un viejo. Él quedó también como hechizado mirándola a los ojos, hacía mucho que no veía a otra persona, a una mujer, y menos tan hermosa. Eso le pareció. Así estuvieron durante un rato, observándose el uno al otro, en completo silencio. Cuando la situación resultó ya un tanto embarazosa el hombre volvió a hablar, quién sabe por qué, empezó a llamarla de usted.
—Señorita Tanaka, yo también debo disculparme, siento mucho haberla asustado ayer. No era mi intención, pero la sorpresa al verla fue inmensa. Como le digo, llevo mucho tiempo sin otra compañía que la de esas bestias —dijo señalando hacia los ciervos que seguían pastando ajenos al encuentro—, es un placer poder hablar de nuevo con alguien en vez de conmigo mismo y mirar un rostro tan amable y bello como el suyo.
Mei, visiblemente ruborizada, solo acertó a balbucear algo ininteligible como respuesta.
—¿Cómo ha dicho, señorita?
—Le decía que todavía no me ha dicho usted su nombre, señor, perdone mi curiosidad, pero ¿cómo se llama usted?
—Es cierto, no me he presentado, disculpe mi falta de cortesía, he debido olvidar los buenos modales. Hace mucho que no pronuncio mi nombre, ¿sabe?, ni siquiera sé ya si lo recuerdo con certeza —dijo esto muy pensativo y con la mirada perdida en la montaña—. Sí, sí que me acuerdo de mi nombre, me llamo Kento, señorita, Kento Yokoto, para servirla —le confesó con cierto orgullo mientras le hacía una leve reverencia. En ese instante desterró de su mente, tal vez para siempre, su otro nombre, el nombre del asesino, y se sintió inesperadamente aliviado—. Ahora que ya nos hemos presentado, señorita Tanaka, venga, acompáñeme, siéntese ahí —le dijo señalándole el banco donde aún reposaba el koto—. Mientras preparo el té puede ir contándome a qué debo el honor de su visita, o si lo prefiere —le dijo guiñándole un ojo—, puede hacerlo sonar de nuevo, toca usted realmente bien y estoy harto de oírme a mí mismo. Siéntase como en su casa, señorita Tanaka, mi hogar es muy humilde, pero puede considerarlo también suyo.
Kento subió por la rampa de entrada y se perdió en las sombras del interior de su cabaña. Mei se acercó despacio al instrumento. Mientras él trasteaba en el interior calentando agua y buscando hierbas, ella dejó que sus dedos volvieran a acariciar las trece cuerdas. Se sentía profundamente embriagada e inspirada. De la caja de resonancia empezaron a surgir sonidos lentos y sutiles, una melodía encantadora que se atrevió a acompañar con su voz, Daigo No Hanamy, la preferida por su madre, su favorita, la que ella siempre le tarareaba de pequeña, la que también entonó para Oboshi. Mientras tocaba y cantaba, empezó a llorar emocionada, enajenada. Era un llanto diferente a todos los que conocía, sereno y feliz, con lágrimas muy lentas y abundantes. Una llorera purificadora y amable que brotaba al son de las notas del arpa.
Dentro de la casa, Kento se detuvo a escuchar un instante y también notó que unas cuantas gotas se deslizaban por su rostro. Algo completamente inaudito en él, no en vano eran las primeras lágrimas después de muchos años, tantos que ya no lo recordaba. De hecho, Kento no recordaba haber llorado jamás más allá de su niñez…
Los dos intentaron disimular su aturdimiento, su inequívoca complacencia, algo inexplicable y muy cercano a la felicidad. Ni Kento ni ella habían sentido jamás algo similar, algo que bien podría desembocar en eso que los humanos llaman estar enamorados. «¿Acaso puede suceder así? ¡Qué estupidez!», pensó Mei. Pero su corazón y sus sentidos estaban desbocados y también los del hombre que tenía enfrente.
Kento sirvió el té siguiendo el ceremonial, insuflando pureza al agua y a las hojas, recreándose en cada paso, en completo silencio, hasta que finalmente lo sirvió en las tazas. Le pasó una con gesto de respeto, haciendo una reverencia. También puso sobre la mesa unos pastelillos de arroz algo toscos pero deliciosos. Bebieron y charlaron sin prisas, escuchando cada uno con gran interés lo que el otro decía.
Kento le contó a muy grandes rasgos las peripecias que lo habían llevado a las montañas. Mei también le resumió sus circunstancias, los avatares que la condujeron hasta la aldea de Yonsú. Al narrar su flamante aventura le pareció mentira que, en tan poco tiempo, pudieran haber sucedido tantas cosas.
—La vida puede ser muy sorprendente, ¿no le parece? —le dijo a Kento.
Qué raras condiciones habían provocado su encuentro, cuántos sucesos dispersos y aparentemente inconexos hasta ponerlos allí, frente a frente, en torno a dos tazas de té.
La charla fue muy grata y se prolongó durante algunas horas. Sentados o paseando por los alrededores de la cabaña, hablaron y hablaron deseosos de saber más y más el uno del otro, seguidos siempre de cerca por el pequeño Hachi. El sol había hecho ya un largo recorrido sobre sus cabezas cuando Mei decidió que era el momento de regresar, no quería que la noche cayera antes de llegar a la aldea. Sintió una pereza inmensa, de buena gana hubiera pasado la noche allí, pero le pareció excesivo, inoportuno. ¿O no? Un torbellino de sensaciones perturbaba aún sus pensamientos.
—Debo irme —le dijo un tanto apesadumbrada, después de tomarse un tiempo para convencerse de pronunciar esas palabras.
—Sí, es tarde. —Kento asintió con la cabeza—. Le acercaré su asno, parece que ha hecho buenas migas con los ciervos, mírelos, como si se conocieran de toda la vida.
—Eso mismo parece habernos sucedido a nosotros, ¿no cree? —se atrevió a añadir Mei.
El hombre no dijo nada más. Trajo al animal y ayudó a Mei a montar.
—Espero volver a verla, señorita Tanaka, ha sido un inmenso placer recibir su inesperada visita.
Aquellas palabras aliviaron el callado e insólito desconsuelo que embargaba a Mei.
—Por supuesto, si le parece bien, vendré a verle alguna vez —le respondió con voz y mirada encendidas, ilusionadas.
—Estaré encantado de recibirla, claro.
Mei azuzó al animal para que echara a andar y se alejó lentamente de Kento que, de nuevo, permaneció en jarras mirándola hasta que desapareció por el camino del bosque. Mei dejó que el burro y el perro la condujeran, sabrían llegar, mantener el rumbo con certeza, porque ella hizo el camino de vuelta un tanto absorta, con la mente extraviada en abstractos y reconfortantes pensamientos, con la mirada perdida aún en la mirada de Kento. Dichosa, despreocupada, tal vez ya enamorada. No, no, no, eso no podía ser, ¿cómo iba a sucederle a ella algo así? Todo eso no eran más que bobadas, ¿o no?…
Llegó a la aldea flotando, embriagada, con una sonrisa estúpida e indeleble dibujada en los labios. Sayu, una vieja curtida en mil batallas amorosas, no tardó en darse cuenta. Nada más verla notó que regresaba distinta. Tal vez la delataba ese gesto bobo que a veces se nos pone, la tremenda lasitud con que descabalgó, su lánguida alegría, el mimo con que trató al animal y a todo aquel que se cruzó en su camino.
—Se ha hecho muy tarde, Mei —le dijo Sayu—. ¿Cómo ha ido?, ¿lo has visto? —tras preguntarle esto, a la anciana ya no le cupo duda.
Mei asintió con la cabeza y con un inconfundible esplendor en los ojos, brillaban tanto como los primeros luceros que ya lucían en el cielo.
—Todo ha ido muy bien, es un hombre encantador, como supuse, nada de demonios. Mañana te contaré —le dijo bostezando—, ahora estoy tan cansada que necesito ir a dormir.
—¿Pero no tienes hambre, muchacha? ¿Te preparo algo?
—No, muchas gracias, no tengo apetito ahora mismo —dicho esto, besó su frente y se fue levitando hacia su cabaña. Aquella respuesta, aquella actitud, confirmaron definitivamente la sospecha, Mei se había prendado de quienquiera que fuese ese hombre, y de forma fulminante, por lo que parecía—. Buenas noches, Sayu —le susurró desde la puerta.
—Buenas noches, pequeña, ten dulces sueños.
—Los tendré, estoy segura —le respondió.
A pesar del agotamiento, le costó conciliar el sueño y las horas de oscuridad pasaron en un plácido y febril duermevela, aquella fue una de las noches más maravillosas en la vida de Mei…
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos los viejos se sentaron en torno a ella y no pararon hasta que consiguieron sacarle algunos de los detalles de esa visita. La mayoría de ellos respiraron aliviados al convencerse, al fin, de que allí arriba no habitaba ningún leviatán, ningún ser maligno, sino un ser humano, un hombre de carne y hueso, y al parecer bastante gentil. Todos coincidieron en decirle a Mei que, si se presentaba la ocasión, le propusiera bajar un día a la aldea para que todos pudieran conocerlo, saludarlo como buenos vecinos, honrarlo con una buena comida y una buena conversación. Tal vez podrían hacer una fiesta. Así confraternizarían con el extraño, le darían su visto bueno y, de paso, los más escépticos se convencerían de una vez por todas de hasta qué punto era inofensivo para ellos.
Mei demoró su segunda visita de forma intencionada. No iba a correr hasta él de nuevo como una chiquilla loca, era una mujer, aunque los viejos la trataran como a una niña, no podía olvidarlo. Era una mujer de cuarenta años. Una mujer invadida por deseos e impaciencias que no deseaba demostrar y que era incapaz de confesarse y asimilar.
Tres días después ya no pudo más y volvió a subir a la casa de Kento. Cuando llegó no estaba, tampoco los gamos, por lo que dedujo que habría salido a cazar. No se equivocaba. Al poco regresó llevando un cabrito al hombro. Kento estaba muy distinto, había recortado de forma considerable su melena y su barba, y parecía mucho más aseado, olía a limpio y a romero, no como en su primer encuentro, tal vez por la cantidad de ramas que recogió para avivar el fuego.
Asó en las brasas lentamente el pequeño animal. Hacía mucho que no comía carne. Mei se deleitó devorando con las manos y a bocados aquel manjar tierno y jugoso. Llevaba mucho tiempo sin probar algo tan delicioso. Acompañaron la comida con muchos tragos de un embriagador licor encarnado que Kento elaboraba con bayas y otros frutos del bosque, una especie de vino fuerte y dulce. Pasaron el día charlando y riendo, contándose detalles de sus vidas. El alcohol desbocó las lenguas y los corazones y los dos se fueron sincerando más y más, aunque Kento no llegara a hablarle de su larga y cruel vida como Haru. Gozaron de cada segundo juntos ese día hasta que otra vez Mei creyó llegado el instante de regresar. «Pídeme que no lo haga —pensó al decírselo—. Pídeme que me quede aquí». Pero Kento no lo hizo, la acompañó a la linde de la arboleda y allí se despidieron afectuosos hasta la próxima vez.
Durante un tiempo se repitió esta misma situación tras cada encuentro. Mei subía, pasaban el día juntos, felices como chiquillos, y después regresaba a la aldea. Primero subió a verlo una vez a la semana, después cada dos o tres días, más tarde un día sí y otro también. Aunque Mei se lo propuso un par de veces, Kento parecía aún reticente a bajar a Yonsú. Todo ese ir y venir camino arriba y abajo, todos esos inmaculados encuentros no hicieron sino acrecentar su naciente amor y su deseo. Mei nunca había experimentado algo similar, nunca se sintió así antes. Él tampoco había probado jamás tan casto apetito, tan puros embates. Su vida sentimental, si así podía llamarse, se resumía en haber saboreado y gozado de los placeres del sexo, algo que Mei siquiera había aún probado. Kento nunca se prendó de ninguna mujer, nunca en toda su vida había estado con ninguna mucho más allá de una semana, y siempre perdido y apacentado en el vicio y la lujuria. Nunca sintió amor por una mujer. Aunque al parecer eso había cambiado…
Una mañana, mientras ascendía por el camino, Mei se encontró a Kento bañándose en una de las lagunas cercanas. Se detuvo a mirarlo a escondidas. Casi no lo reconoció. Nadaba en las oscuras y humeantes aguas de la enorme poza, pasando de vez en cuando bajo la cascada, disfrutando del agua, del juego. Se quedó muy impresionada, Kento se había rapado completamente la cabeza y se había afeitado la barba. La sorpresa fue enorme, parecía otro. Aunque no pudo ver con claridad su cuerpo desnudo, le pareció que su piel, al menos en parte, estaba tatuada. No guardaba un buen recuerdo de los tatuajes. Mei lo observó un buen rato desde unas rocas, oculta tras las piedras y la maleza, le pareció impúdico vulnerar así su intimidad, pero no podía dejar de mirar. Era un hombre muy guapo, pensó de nuevo, ahora tenía el aspecto de un fornido monje. Después de un rato cotilleando, Mei siguió por el camino hasta la casa y allí esperó su regreso. Tocó una bella melodía, el sonido del instrumento anunciaría su nueva visita, sería un buen reclamo, volvería pronto.
Kento regresó, en efecto, a toda prisa, medio desnudo, cubierto solo por un taparrabos. Se mostró bastante azorado al encontrarse con ella con ese aspecto, con su nuevo aspecto.
—Estaba ya harto de que el pelo se me enganchara con las ramas al galopar por el bosque —le dijo intentando justificar una decisión que, a todas luces, obedecía a un arrebato de galanteo masculino. Seguramente lo hizo por ella, por gustarle más, por serle más atractivo.
Mei bromeó respetuosamente sobre su aspecto, sobre su repentino rejuvenecimiento, era un hombre completamente distinto. Le preguntó por los tatuajes que le cubrían buena parte del cuerpo. Él le contestó con evasivas, le dijo que aquello era fruto de una larga y lamentable historia que ya le contaría en otro momento. Le aseguró que no era algo de lo que se enorgulleciera y corrió pudoroso a cubrirse con su sayo.
Después de pasar una larga y agradable jornada juntos llegó el momento de separarse, pero aquella tarde Kento ya no pudo más. Cuando Mei ya se disponía a despedirse, subir en el burro y emprender el camino de vuelta, Kento se atrevió a tomar su mano y retenerla suavemente.
—¿Por qué no te quedas a pasar la noche aquí? —le suplicó casi en un susurro y sin mirar sus ojos.
Al oír sus palabras el corazón de Mei se disparó, vibró como una cuerda bien afinada, llena de emoción. Dio media vuelta y le sonrió asintiendo con la cabeza y la mirada. Luego, sin decir palabra, los dos caminaron hasta la casa cogidos de la mano. Mientras se acercaban a la cabaña Mei cayó en la cuenta de que solo había entrado en ella un par de veces en todo ese tiempo, y cuando lo hizo fue solo por un instante, en el umbral. Entraron y subieron las escaleras, primero él y después ella, siempre en silencio. En el parco y amplio altillo circular no había nada salvo un lecho de paja en el centro de aspecto muy acogedor. Tentador. Varios cuenquillos llenos de incienso humeante llenaban la estancia de una niebla cautivadora. Mei vio por la ventana triangular cómo el sol se ocultaba tras las montañas, sus largas sombras se proyectaron sobre la casa haciendo cada vez más densa la penumbra en el interior. Kento encendió unas lamparillas de resina y ella pudo ver mejor. La concupiscencia y el temor hacían temblar todo el cuerpo de Mei. Tiritaba aunque no tenía frío. El hombre se aproximó a ella y la abrazó por detrás con ternura. Después, tomándola en sus brazos, la llevó hasta el tálamo donde la depositó con mucho cuidado, como si no pesara lo más mínimo, y se tumbó a su lado sobre la mantas que cubrían el mullido heno, mirándola. La besó con ternura en la frente y volvió a abrazarla. Sus cuerpos chispeaban aún vestidos. En el profundo silencio de la noche solo se escuchaban algunos grillos y el anhelante ardor de sus resuellos, acompasados, ansiosos por ir mucho más allá. La estrechó aún más, con delicada fuerza, y Mei sintió que su cuerpo se evaporaba, literalmente, que ya era solo esencia.
—Así deben de sentirse los espíritus cuando revolotean por ahí —le susurró ella deshecha de placer, entregada por completo a los instintos, contoneando lentamente sus caderas de forma involuntaria, movida por el ancestral empuje del deseo.
Una cálida y oportuna brisa entró por la ventana y apagó una de las candelas. Ya apenas dos llamas y la luz de la luna iluminaban tenuemente la escena. Notó en su vientre cómo el miembro de Kento se tensaba como la cuerda de un arco, rígido y férreo como la vaina de una espada. Él se desnudó primero sobre el cobertor y después, con gran delicadeza, la desnudó a ella. A media luz Mei no pudo ver su cuerpo con claridad, pero sí sentirlo pegado al suyo, suave entre sus manos, terso, musculoso, sudoroso, henchido. Mei se sintió desvanecer, de hecho debió de perder el sentido durante unos segundos. Al fin los labios se unieron lentos y dóciles. Se besaron apasionadamente. Las manos de Kento acariciaron su cuello, sus hombros y su espalda como lo hacía con las cuerdas del koto, como si ella fuera un arpa. Así fue bajando hasta sus nalgas y sus piernas, sus largos brazos alcanzaban también a acariciarle los pies. Mei se derretía con cada leve gesto de los dedos, líquida y febril, enajenada por completo, como si hubiera muerto y traspasado las mismas puertas del paraíso. Atrapó cariñosamente el cuerpo de su amado entre las piernas, rodeándolo con ellas, absorbiéndolo, empapándolo. Desde ese instante entró en otra dimensión, en otro estado físico y de conciencia. Ya no fue capaz de distinguir dónde empezaba un cuerpo y acababa el otro. Se fundieron por completo, se traspasaron, absolutamente unidos. Temblorosos y plenos fueron descorriendo uno tras otro todos los pesados velos de virtud que los separaban. Los dos saciaron esa noche una sed muy antigua e ilimitada. Todo, la habitación, la choza, las cordilleras, los lagos, el cielo y sus estrellas, sus almas, sus amorosos ademanes, todo giró deshecho en el gozo y la alegría de ese encuentro. Al penetrar Kento por primera vez lenta y dulcemente dentro de ella, Mei sintió que la vida entraba en su cuerpo como un viento fabuloso, como una primavera imparable. Sintió un placer infinito que apartó con su luz todas las sombras que guardaba dentro de sí. El amor y el sexo hicieron reverberar todo su ser. Mei creyó entonces entender la verdadera y única razón de la vida. Amar, amar, amar así, una y otra vez. Sentir una y otra vez esas oleadas de amor que devoraban las tinieblas de sus entrañas, que hacían relucir la existencia como un sol. Olas que rompían en sus caderas, que entraron en ella como espuma, como una indomable y ardiente marea, dándole una nueva forma a su cuerpo y a su espíritu…
Después de muchas horas disueltos en un éxtasis casi inextinguible, cayeron rendidos. Al fin murió la noche y con ella la callada luz de la luna y las estrellas. Justo al alba se durmieron entrelazados, aferrados, inertes, arrullando con sus manos las espaldas desnudas. Mei no regresó a la aldea aquella noche y ya no volvió a hacerlo en mucho tiempo. Pasaron varias semanas embriagados en esa alegría, absolutamente entregados al amor, a ese primer amor recién nacido y todopoderoso, casi adolescente. Eran sin duda dos hojas caídas de la misma rama.
Mei descubrió en Kento a un ser maravilloso, capaz de obrar prodigios en ella y a su alrededor. Realmente era un hechicero. En su retiro, quién sabe cómo, había desentrañado algunos de los secretos del mágico territorio ainu y así aprendió a dominar algunas fuerzas de la naturaleza, y eso fascinaba a Mei. Estando a su lado se sentía el ser más dichoso sobre la tierra, el más feliz del universo. Pensando en esto se puso de puntillas frente a Kento, se abrazó a su cuello y quedó colgando de él, de su cuello, mientras le besaba con absoluto deleite por todo el rostro y los labios dándole las gracias por haberle regalado un sueño, el mejor sueño, el deseo más irrealizable y antiguo que recordaba. Amar, amar de verdad.
Pasaron el resto del día entrelazados, desnudos frente al fuego. De tanto en tanto Kento miraba las llamas pensando en que aún no le había contado nada de su vida como yakuza, ni una palabra de cuando Kento era Haru. Temía espantarla con aquella macabra historia, decepcionarla, asustarla. No se avergonzaba de su pasado, no sentía remordimientos por todo lo que hizo en aquel tiempo, pero confesarle a Mei que había sido un implacable asesino de la mafia no le parecía algo sencillo ni apetecible.
Por la tarde Mei se atrevió al fin a preguntarle, llena de curiosidad, por esa especie de altar repleto de fotografías que tenía en su hogar.
—¿Quién es toda esa gente a la que veneras? —le dijo—. ¿Son antepasados tuyos?, ¿familiares acaso? Ahora que me fijo no se parecen demasiado entre sí.
Mei nunca había reparado con demasiado detalle en aquellos retratos que colgaban de la pared enhebrados en varias cuerdecillas. Se acercó para verlos mejor. Los rostros en blanco y negro apenas se distinguían en la penumbra, iluminados solo por la leve y centelleante luz de las velas. Kento guardó un largo silencio antes de contestar…
—Son hombres a los que maté.
Aquella frase sonó grave y rotunda, tremendamente extraña, irreal hasta para el propio Kento. Mei se quedó muy pensativa.
—¿Mataste a todos estos hombres?, ¿de verdad?, ¿lo dices en serio? —le preguntó incrédula mientras acercaba la luz de una candela a las imágenes.
—A todos —le respondió Kento—, con mis propias manos.
—¿Y por qué? —insistió Mei sin demasiada emoción.
—Era mi trabajo, matar. No me atrevía a contártelo, temía espantarte. Durante unos años fui un yakuza, anduve metido en ese mundo de muerte y violencia. Cuando me encargaban eliminar a algún miserable me daban un sobre con su fotografía; las fui guardando y las colgué ahí. Cada día rezo ante ellos mis oraciones. No los conocía personalmente, pero les debo respeto por haber segado sus vidas. Es mi manera de honrarlos, de pedir perdón a mis víctimas por haber truncado sus días de manera repentina. Casi todos ellos eran malas personas, gente muy mala, hombres crueles y perversos, Japón fue un lugar mejor una vez desaparecieron. Aunque había tanto que «limpiar» que era imposible acabar con todos los malos —bromeó—. Hay demasiada gente en este mundo que no merece seguir con vida, yo solo cumplí con una pequeña parte de esa tarea, cumplí con mi deber, eso creo. Disculpa mi turbación, hacía mucho que no pensaba en todo esto.
No daba crédito a lo que escuchaba, era imposible que un hombre tan puro, tan noble y bueno como Kento hubiera asesinado a tantos hombres a sangre fría. Fue cogiendo con delicadeza las ristras de fotos y mirándolas una por una.
—¿Recuerdas cada uno de sus nombres? —le preguntó.
—No, solo algunos, muy pocos. Apenas sabía nada de ellos.
—Entonces, ¿cómo sabías que eran malas personas?
—Eso me dijeron, tenía que fiarme. Las atrocidades que llenaban sus historiales eran terribles, mis jefes no tenían por qué engañarme, aunque tal vez fueran aún peores que ellos.
Mei se detuvo en una de las fotos, un escalofrío recorrió su espalda. Entre los retratos de esos hombres a los que Kento decía haber dado muerte, había uno que le resultó siniestramente familiar. No podía creerlo.
—¿Qué puedes decirme de este? —le preguntó en un susurro, con la voz algo temblorosa.
Kento se levantó y se acercó para ver mejor a quién se refería.
—Déjame ver —le dijo tomando la marchita instantánea—. Creo recordar que se llamaba Daisuki, o así se hacía llamar. Era un tipo gordo, enorme, un repugnante pederasta, pervirtió y violó a la hija del jefe de una facción, un importante oyabun, la niña tenía apenas catorce años, una mala decisión que le condenó a muerte, se lo merecía. ¿Por qué me lo preguntas? —quiso saber Kento.
—Porque ese hombre era mi padre.
Kento retrocedió unos pasos como espantado.
—¿Pero qué dices? —Eso sí que era una macabra jugada del destino—. Mírala bien.
—Así es —le respondió Mei—. Es él, sin duda. Pero no temas, no te inquietes —casi le suplicó a su amado—, este realmente era un mal hombre, seguramente merecía acabar así.
Mei contó entonces a Kento los pormenores de su infancia, las amargas etapas de su niñez en que tuvo que convivir con su padre. Ahora se explicaba algunas cosas, quién era aquella gente extraña, aquellos hombres siniestros y tatuados que se reunían con él en su hogar para desesperación y sufrimiento de su madre, quiénes eran y a qué se dedicaban aquellas mujeres pecaminosas y rastreras que tantas veces lo acompañaban, de dónde salía todo el sucio dinero que ellas raramente disfrutaron, las drogas, las armas, toda aquella inmundicia que rodeaba a su progenitor, incomprensible para una niña. Kento escuchó muy atentamente su relato. Mei se desahogó por primera vez en su vida, vomitó todo el odio y el miedo que aún llevaba en su sangre, contaminándola, llenándola de impurezas hasta hacerla enfermar.
Vomitó todo, luego salió de la cabaña y lloró y gritó y maldijo sus malos recuerdos. Una vez se hubo calmado, Kento se acercó a ella y la abrazó tiernamente.
—Eso ya quedó atrás, ya no existe, ya no puede hacerte ningún daño —la consoló.
Casi sin que se dieran cuenta cayó de nuevo la noche. Empezó a lloviznar. Los ciervos relincharon al viento. Refrescaba. Entraron y volvieron a amarse en silencio al calor de las llamas y las pieles con que cubrieron el lecho. Aquella madrugada, muy abrazados, recapacitaron sobre las insólitas maneras que tiene la vida de jugar con los humanos, cómo cierra sus círculos, cómo dicta indultos o condenas.
Sus vidas eran como dos líneas rectas, perpendiculares, como dos estelas viajando por los días hasta cruzarse, hasta encontrarse y unirse en una sola, hasta amarse de aquel modo impensable. Aturdía pensar en cómo los días o los dioses conspiran a favor o en contra de los seres humanos con sus improbables juegos, con sus carambolas imposibles. ¿Cómo poder siquiera imaginar cuando su padre desapareció de su vida que algún día amaría con locura al hombre que lo hizo desaparecer? Era la típica trama inverosímil que se cuenta en una novela aun a costa de resultar increíble. Pero era completamente real. Aquella idea fascinó y sobrecogió a Mei.
—No te sientas mal por ese pasado, mi amado Kento —le dijo susurrándole al oído—, creo que nada es casual. Creo que de esta increíble locura se deduce que ya mucho antes de conocerme, de algún modo, velabas por mí. Tú liberaste a una niña de su opresor, de aquel canalla que la vida le otorgó como padre, y por ello te debo estar aún más agradecida. Solo entonces —continuó diciéndole Mei—, solo cuando él desapareció, mi madre, mi hermana y yo pudimos respirar, ser felices de algún modo, y sucedió así gracias a ti, aunque tú no supieras nada de nosotras ni de nuestra desgracia. ¡Es fascinante!, ¿no crees? No me importa, Kento, lo que fuiste o hiciste en ese pasado que ya no existe, tampoco cuántas veces cambiaste de nombre o a cuántos mataste ni por qué, o a cuántas mujeres amaste siendo él…
»No me importa nada de eso, no quiero saber más de Haru, no quiero volver a hablar de ello, salvo que tú lo desees, salvo que tú quieras compartir alguna pesadumbre conmigo. No volveré a mencionar nada de esto, nunca más, créeme —sentenció Mei con una enorme dulzura—. Lo único que importa ahora es que cada uno a su manera, cada uno siguiendo su camino, dos inusitados caminos, ha llegado hasta aquí, hasta este precioso abrazo en el que estamos, hasta aquí nos ha traído la vida y es maravilloso que haya sido así. No juzgaremos la forma en que lo hizo, cómo nos manejó para conseguirlo. El fin era extraordinario, los medios son ya insignificantes. Lo único que me importa ahora eres tú, mi amado Kento, cualquier sufrimiento pasado ha merecido la pena, cualquier desasosiego fue necesario y hermoso porque me condujo hasta ti.
Mei se durmió apretada a él, muy ceñida a su amado, a aquel hombre indescriptible, deslumbrante. Convencida por completo de cuán poco le importaba el pasado, cualquier pasado…
Despertó sintiéndose rotundamente feliz. Qué maravillosa sensación fue la de abrir los ojos y experimentar una absoluta placidez, una total despreocupación. Aquel era un nuevo día, así lo saboreó, así sabía, como el primero de una nueva y larga vida por venir. Dio la bienvenida al sol que entraba generoso y cálido por la ventana. Se giró en el lecho y miró a Kento, su amado, su primer y único amante, un humilde y fabuloso dios. Se quedó un rato admirando su rostro, su cuerpo desnudo, su piel delicadamente tatuada. Eran dibujos enrevesados y de una rara belleza, llenos de furia y tristeza, de melancolía. Intentó imaginar cómo sería el artista que los diseñó, cuánto sufrimiento le habría supuesto a Kento haberle servido de lienzo. Las figuras multicolores recorrían sus piernas desde los tobillos cubriendo la piel por completo hasta las ingles, subían por el trasero y por la espalda hasta el límite del cuello para luego envolver los costados y las costillas, ajustándose a su torso como un chaleco. Solo la parte central del pecho hasta el ombligo y su pene, más abajo, quedaban libres de las tintas. Dormía respirando en paz, con los labios entreabiertos, absolutamente perdido en el sueño. Sus pulmones y su vientre se elevaban y descendían rítmicamente, muy lentamente. Le pareció una hermosa bestia, un bellísimo animal de aspecto humano. Indomable tal vez.
Los días a su lado transcurrirían llenos de amor y armonía, estaba segura de ello. Kento era un hombre sabio, en eso se había convertido tras vivir tantos años solo en el bosque. Tras una vida tormentosa, su existencia en las montañas le transformó en un ser casi mitológico, mágico, único en su especie. ¿De qué prodigios no sería capaz? No alardeaba jamás de sus extraños poderes, de esas proezas que realizaba de forma natural, casi inconsciente. Su simbiosis con la tierra, el agua, el viento y el fuego era total. Él era ya un elemento más de la naturaleza, un espíritu más de la foresta, un extraño espíritu de carne y hueso. Se comunicaba y se entendía bien con ellos, con los kodamas y con las otras ánimas que vagaban perdidas entre los árboles del bosque.
Recordó una mágica tarde en que él se ejercitaba con la katana sobre un peñasco, arriba, en la ladera, y ella pudo ver cómo varias presencias luminosas bailaban a su alrededor siguiendo sus movimientos. Pequeñas esferas, alientos, estelas, vapores de luz, almas, en definitiva, que revoloteaban al son de sus evoluciones con la espada. Alguna vez lo había visto correr al galope junto a sus ciervos, de forma tan veloz que llegaba a sobrepasarlos si lo deseaba. Trepaba a los árboles como un simio, nadaba como un delfín, saltaba como un tigre. Su pericia con el arco era inconcebible, podía disparar a lomos de su montura y acertar en el blanco a muchos metros de distancia y a la primera.
Kento por fin despertó y Mei se decidió a preguntarle por el origen de todos esos poderes sobrehumanos, de esos milagros. Era evidente que algo sobrenatural sucedía en Yonsú y en sus alrededores. Él, al igual que los ancianos, le aseguró que el secreto estaba en el agua que brotaba de los caudalosos manantiales que surgían de la tierra mucho más arriba, en las cimas de esas montañas.
Cuando se hubieron levantado, la tomó de la mano y juntos pasearon hasta la orilla de un lago cercano. Sacó la espada de la funda con la mano derecha y con la izquierda agarró el filo con fuerza, la deslizó para provocarse un profundo corte en la palma, la sangre brotó enseguida generosa. Mei deseó gritar y apartó la vista horrorizada, pero él le suplicó que mirara. Metió la mano ensangrentada en las aguas cristalinas enturbiándolas durante un instante de rojo. La corriente fue arrastrando la sombra de la hemorragia, mientras la herida iba lentamente haciéndose más pequeña ante sus ojos, cerrándose de forma casi imperceptible, hasta sanar por completo. Solo quedó una marca rojiza que desaparecería en unas horas.
—¿Ves? El misterio está ahí, dulce Mei —le dijo Kento mirando hacia las cascadas—, en estas aguas portentosas. Por eso aquí se deja de envejecer, por eso los viejos están tan fuertes y sanos, por eso nos sentimos tan extraordinariamente llenos de salud y de vida. Imagina qué sucedería si alguien llegara a conocer este secreto, si algún desalmado ávido de riquezas intentara sacar tajada de este portento, prometiendo salud y vida eterna. El planeta entero enloquecería. Si los humanos son capaces de las peores atrocidades por controlar las fuentes del petróleo, piensa cómo acabarían si descubrieran los prodigios que obran estos manantiales. Serían capaces de exterminarse unos a otros por dominar esta «agua filosofal» que convierte la vida en oro.
»No llego a comprender el enigma, seguramente nunca lo conseguiremos, solo lo acepto agradecido. No sé siquiera si surte el mismo efecto en todos los seres, pero parece que sí, también los animales que pueblan esta región son peculiares, desde las abejas o las hormigas a los alces o los osos. Es algo a la vez tan natural que pronto deja de sorprenderte. Cuando llegué aquí estaba muy malherido, casi desangrado, absolutamente exhausto tras una frenética huida.
»Una vez en Hokkaido, todo se complicó. Nada más bajar del ferry supe que me estaban esperando, dispuestos a darme caza y muerte. Tras una larga persecución, conseguí dejarlos atrás, pero recibí un disparo en una pierna y después sufrí un brutal accidente con otra moto robada en la que escapé. La dejé tirada en una cuneta, me hice un torniquete y empecé a correr como pude adentrándome más y más en los campos, primero sembrados, después completamente salvajes. Caminé durante días hasta llegar a las escarpadas montañas. Luego empecé a ascender por laderas y laderas, alimentándome como pude, como un animal, no faltaban agua e insectos, larvas de todo tipo. Llegué a estas tierras arrastrándome, así crucé esas arboledas llenas de muertos, pensé que mis huesos acabarían formando parte también del siniestro paisaje. Quedé tendido junto a un riachuelo cubierto de hojas, ya casi muerto, al pie de un gigantesco castaño, entre sus raíces.
»Cuando ya creía desfallecer definitivamente, cuando ya me había rendido a la muerte, bebí sediento del agua del arroyo y allí me desmayé. Al despertar, después de muchas horas inerte, me sentía mucho mejor. Lavé bien mis heridas y seguí bebiendo y bebiendo de forma casi insaciable. Casi noté cómo todas las moléculas de mi cuerpo iban transformándose de manera asombrosa. Recuperé fuerzas y continué subiendo montaña arriba siguiendo el cauce del río salvador. Así caminé durante muchos días y noches, durante semanas, hasta llegar aquí. Pasé cerca de la aldea de Yonsú, pero no quise dejarme ver por los dos o tres viejos que acerté a adivinar. ¡No podía creer que en estos parajes perdidos pudiera vivir nadie y aún menos unos cuantos ancianos! Todo resultaba inconcebible. Ascendí por la ladera, por ese mismo camino por el que tú llegaste hasta mí. Luego, palo a palo, fui levantando esta cabaña. Al principio apenas era un pobre refugio, como los que construyen los pastores. Después se convirtió en una pequeña choza. Poco a poco fui alzando esta casa con enorme paciencia y esfuerzo. Cierto es que robé algunas herramientas y otras cosas a los ancianos, cuerdas, clavos, mechas y cera para hacer velas, algún que otro utensilio para hacer fuego y cocinar, todo eso fue de gran ayuda. Me proporcionó muchas comodidades. También me llevé de la aldea algunas armas, un arcabuz y una katana, la que me pareció mejor entre todas las que se amontonaban en su insólito almacén.
»Dejé que creyeran que eran los demonios los que les hurtaban, el miedo los ha mantenido alejados de aquí. Al igual que el miedo mantiene a la gente lejos de este entorno, lejos de estos bosques que un día fueron de los ainu, lejos, muy lejos de Yonsú. Mejor que tengan miedo, mejor que piensen que todo son leyendas, que teman este territorio, que lo crean maldito, que lo imaginen como un siniestro paraje repleto de diablos y malos espíritus. Es bueno que sea así, es bueno que nadie se atreva a adentrarse por aquí, o casi nadie. Por eso me sorprendió tanto tu visita…
El prodigio estaba en esos torrentes que emergían aún hirvientes desde las profundidades y se mezclaban con las gélidas aguas de los deshielos. Tempestuosos o mansos arroyos que descendían templándose por las laderas, formando saltos y cascadas de una belleza sublime, hasta llenar, aún calientes, las lagunas y las pozas en las que ellos se bañaban, de las que bebían. Las aguas de esas montañas volcánicas escondían el secreto.
El agua milagrosa había salvado sus vidas, como también salvó las de los ancianos que consiguieron llegar a las inmediaciones de Yonsú. Posiblemente también ellos bebieron cuando ya estaban al borde de la extenuación y se sintieron revivir. ¿Hasta qué punto ralentizaba el agua el envejecimiento?, eso era imposible saberlo con certeza, pero parecía que bebiendo con regularidad la buena salud podría prolongarse de forma indefinida. Kento apenas había cambiado de aspecto en los últimos quince años, desde que llegó. Su transformación solo había sido positiva, era mucho más fuerte, mucho más sano, mucho más sabio. ¿Beber el agua suponía vivir eternamente como contaban las leyendas? Tal vez, ¿quién sabe?
¿Pero qué importaba eso para ellos? Dejaron pronto de planteárselo, simplemente vivían, gozaban de cada instante, de cada día y cada noche, disfrutando de existir en el eterno presente, como siempre desearon los antiguos samuráis, viviendo ya sin pasado y sin tener que pensar jamás en el futuro. Kento y Mei se recreaban cada instante en esa idea y en la inmensa dicha de estar juntos, ronroneando de placer y de alegría al abrazarse, dando gracias a los dioses que los guiaron a ese encuentro. Llenos de amor, libres, pletóricos, rebosantes de lozanía y bienestar, viviendo en un extraño paraíso, en el que seguramente pudiera ser el lugar más maravilloso del planeta Tierra. Un lugar secreto e inconcebible que compartían con un puñado de abuelos y con los espíritus del bosque, con los fantasmas ainu que al parecer estaban encantados con su presencia humana. Tal vez llegaría un día el momento de unirse a ellos, de dejarse morir juntos, serenamente, como al parecer ya hicieron algunos de los viejos. Era su decisión. Ya no era ley de vida la muerte.
Cuando regresaron a la cabaña, Mei se arrodilló al lado del arpa y dejó que los dedos se movieran a su aire por las cuerdas, improvisando una melodía de belleza indescriptible, una música fantástica que interpretaba con la mirada perdida mientras sus manos se movían de forma sutil, inmaterial. Empezó a cantar también sin saber de dónde provenían las palabras, escribiendo en el aire con su voz la letra de una canción jamás compuesta, nunca escuchada. Hablaba de cómo la vida siempre sigue su curso, muerte a muerte, vida tras vida, sin extinguirse jamás, saltando de generación en generación, desapareciendo y volviendo a aparecer cada vez que alguien fallece o un nuevo ser nace a este mundo.
La vida sigue siempre su curso,
muerte a muerte, vida a vida,
y algún día la tuya y la mía, amor mío,
también se extinguirán, desaparecerán
como la de tantos hombres y mujeres,
pero no importará, seguiremos juntos
revoloteando por el espacio,
al igual que la madre Tierra
viajaremos flotando en el vacío,
rumbo a nuestro encuentro
quedaremos convertidos en cenizas
abrasados por el sol…, amor mío…
Esa misma tarde bajaron juntos paseando por el camino hasta la aldea de Yonsú. Los viejos se arremolinaron al verlos aparecer, alborotados como niños al salir al patio de la escuela. El pequeño Hachi corrió hacia ellos ladrando y moviendo el rabo loco de alegría, hasta saltar en los brazos de Mei, dándole lametones en las manos y en el rostro. Sayu abrazó a su nieta adoptiva llena de emoción por su regreso. Habían pasado seguramente muchos meses desde la última vez, desde que partiera en busca de lo desconocido para encontrar la compañía de ese extraño hombre. Todos besaron a Mei y abrazaron al recién llegado.
—Os presento a Kento, él es vuestro «demonio» —les dijo Mei bromeando—. No, no es un ángel de las tinieblas, ni un espíritu malvado, es un hombre noble y bueno, es el hombre al que amo y que seguro terminará conquistando también vuestros corazones. A todos os debo la vida, esta nueva y maravillosa vida, humilde y plena, y os estoy infinitamente agradecida por ello. Primero a este perrito —dijo acariciándolo entre las orejillas—, que supo encontrarme cuando estaba medio muerta; después a Sayu, que me curó y me trajo hasta aquí, donde todos vosotros, que me mimasteis como a una hija o a una nieta; y por supuesto a Kento, este ser maravilloso que quiero que conozcáis, que también me acogió en su hogar, que ha sido tan gentil y generoso conmigo, que me ha revelado incontables secretos, que me ha enseñado inimaginables prodigios, que ha abierto con ímpetu a mi alma las puertas de este amor inconmensurable. Este es el mayor prodigio de todos cuantos me ha mostrado, esta sensación de amor infinito por él, por todos vosotros, por estas montañas y por todos los seres que en ellas habitan. ¡El amor es el prodigio! Todos vosotros me habéis hecho inmensamente feliz —les recalcó Mei llena de emoción—, y nunca sabré expresaros hasta qué punto os estoy agradecida, nunca viviré lo bastante para compensaros tanto.
—No hay nada que agradecer —le replicó Sayu jocosa hablando en nombre de todos los ancianos—, aunque te equivocas, pequeña, seguramente vivirás cuanto desees, tendrás tiempo de sobra para darnos las gracias cada día si eso es lo que quieres hacer. —Dicho esto, la anciana abrazó y besó de nuevo a Mei, después agarró su mano y la de Kento y tiró de ellos dulcemente—. Ahora venid conmigo —les dijo—, dejémonos de palabrerías, seguro que la caminata hasta aquí os ha abierto el apetito. Dejad que os preparemos una buena comilona, hay mucho que celebrar, cenaremos todos juntos y después beberemos mucho sake y bailaremos alrededor del fuego hasta caer rendidos.
Mei miró a Kento un instante, sonreía satisfecho ante las muestras de cariño y la hospitalidad de los ancianos. Alargó la mano hasta su rostro y lo acarició muy despacio, con inmensa ternura. Estaba radiante, bellísimo, iluminado por la aterciopelada luz de la luna llena que ya brillaba en el cielo estrellado. Mei agarró su mano y los dos caminaron hacia la cabaña donde los viejos ya se afanaban cocinando algunos manjares. Sus sombras se convirtieron en una sola alargándose sobre la hierba plateada.
—¡Vamos, muchachos, que la cena pronto estará lista! —se oyó decir a uno de los ancianos que los llamaba.
—¡Vamos, que la fiesta pronto va a comenzar! —gritó otro con voz de júbilo.
Uno ya tocaba la flauta y otro preparaba un tambor…
—¡Vamos, venid, tocaremos y cantaremos juntos viejas canciones de amor! —Los viejos no podían mostrarse más felices por el regreso de Mei en compañía de su amado. Los hombres se lo arrebataron—. ¡Suéltalo un rato, muchacha!, deja que venga con nosotros a beber mientras vosotras hacéis en la cocina.
Kento se dejó llevar por ellos, dócilmente, haciendo un gracioso gesto a Mei, que contemplaba la escena riendo. En medio de todo aquel alborozo pensó por un instante en su madre, en lo feliz que habría sido allí de haber llegado a tiempo. De improviso vio cómo ascendía ante ella una leve bruma luminosa, una especie de neblina azulada que parecía salir del suelo, de entre el pasto. El extraño vaho avanzó hacia su cuerpo hasta llegar a atravesarlo, entró por su pecho y salió después por su espalda haciéndole sentir un tremendo escalofrío, estremeciéndola al acariciar lentamente sus entrañas. Un olor y una sensación muy familiar inundaron todo su cuerpo cuando el espíritu de su madre la envolvió por completo. Notó perfectamente que era ella, sin ninguna duda, traspasó su alma haciéndole saber que estaba allí, a su lado, que al final también ella había conseguido el sueño imposible de llegar a Yonsú. En ese preciso instante también le reveló que no tardaría en darle una nietecilla, que estaba embarazada de algunas semanas, algo que Mei ya empezaba a sospechar. Se sintió la mujer más dichosa del universo. En ese momento Hachi se le acercó buscando más caricias. Las mujeres ya tendían los manteles y servían sobre la mesa los cuencos humeantes. Algo más allá los hombres holgazaneaban y soltaban risotadas escuchando muy atentamente alguna batalla que Kento les contaba haciendo expresivos y graciosos aspavientos, como quien empuña una katana frente a unos bandidos, enfrentándose a demonios o dragones, dispuesto a derrotarlos.
Sin ninguna duda, Kento sería capaz de conseguirlo…