Nada más cumplir

Nada más cumplir los dieciocho, Kento sucumbió a la tentación y a los consejos de su amigo. Con su recomendación le fue sencillo ser aceptado como aspirante, como servidor de la Yamaguchi-gumi. Y no tardó en ganarse la confianza de algunos jefes haciendo trabajillos sencillos para el clan, cosas simples, como amedrentar a algún tipo reticente a saldar sus deudas o coaccionar a comerciantes díscolos. Tras los cobros de «impuestos» llegaron mayores encargos. Algún robo a mano armada, alguna paliza, trapicheos con drogas. Una cosa llevó a la otra. Poco a poco se fue alejando de la sencilla y honesta vida junto a sus «madres» en la lavandería Ichiwaka para forjarse una reputación, una mala reputación, en el submundo del hampa. Fue ganando notoriedad como matón en las calles de algunos de los barrios más conflictivos de Tokio.

Ellas, ajenas por completo a sus andanzas con Miyano, sufrieron una enorme pena y decepción el día en el que el bueno de Kento recogió sus pocas cosas y se despidió. Tenía entonces veinte años. Se marchaba, había conseguido un buen trabajo, les dijo sin especificar más, y quería empezar a vivir por su cuenta y riesgo. Dejó todo atrás, también el dojo, a sus camaradas de tatami y a su querido maestro Tokoro, aunque de él no se despidió, no tuvo el valor de hacerlo. El maestro había puesto muchas esperanzas en él, siempre confió en que llegaría a ser un buen hombre. La decisión de Kento le habría partido el corazón; no deseaba causarle ningún pesar, lo quería casi como se quiere a un padre. Ese mismo día se hizo su primer tatuaje, sintió aquel dolor insufrible como la rúbrica de su macabra decisión en la piel.

Su dadivoso amigo Miya, como él lo llamaba, lo acogió en su casa, un pequeño pero confortable apartamento. Le proporcionó lujos y comodidades que él ni siquiera sabía que existían. Y lo más importante de todo, algo que fue decisivo en su vida: le consiguió documentación falsa. Por primera vez sería alguien.

—Ya no serás más un pobre paria, un indocumentado —le dijo Miyano—. A partir de ahora serás un respetable ciudadano más, un verdadero hombre. Tendrás que cambiar de nombre, eso es inevitable. Te llamarás Haru, Haru Hirosi —le aseguró magnánimo—; llevarás mi apellido porque yo ya te considero mi hermano. —Estaba siendo sincero, le hablaba emocionado y con solemnidad.

Miyano depositó ceremoniosamente entre sus manos el flamante carné de identidad y el pasaporte, documentos perfectamente falsificados. También le entregó un resplandeciente permiso de conducir, ya no tendría que temer que la Policía le parara cuando iba en moto. Kento Yokoto, el único vástago de una prostituta, el hermano de un pobre crío muerto, el hijo de las damas de Landori, había dejado de serlo para convertirse en Haru, Haru Hirosi, el hermano de Miyano Hirosi.

Experimentó una inmensa turbación y alegría, se sintió renacer en ese instante. Le gustó sobremanera sentirse así, completamente independiente, con una nueva identidad, dispuesto a empezar una nueva vida. Apreció una sensación de seguridad inmensa al recibir esos documentos. Por falsos que fueran, para él significaban realmente el salvoconducto a un mundo lleno de oportunidades. Nunca imaginó que llegaría a pagar tan caro aquellos inesperados privilegios. La existencia a veces es así de turbulenta y pendenciera, te da a elegir entre dos o tres senderos sin tiempo para mucha reflexión, y es muy sencillo errar, es fácil tomar el camino menos apropiado, aunque en ese momento nos parezca el mayor acierto de nuestra existencia. Las vidas de Kento y Haru se separaron en esos días irremisiblemente. Haru emprendió radiante, lleno de esperanzas, la que a todas luces sería la senda de su perdición.

Los días pasaron veloces trepando por sus pies, saltándose todas las leyes de la física, desafiando todos los sentidos, embriagando y balanceando sus horas, inclinando la balanza casi siempre del lado erróneo. Todo resultó excesivamente trepidante. A veces avanzaba con la sensación de haber recorrido ya ese camino, por nuevo y oscuro que fuera. Haru vivía hora tras hora despreciando el miedo y la confusión. ¿Acaso no era eso el eterno presente? La apariencia infinita y gloriosa de esos días de juventud lo acercó más y más a su amigo, que se convirtió en un hermano para él, en su única familia. Galopaban juntos, cada vez más unidos, juntos siempre, erguidos e impávidos ante cualquier amenaza, ante todos los trances, viviendo aventuras peligrosas e inquietantes. Haru se sentía invulnerable, poderoso y libre al lado de Miya. Era algo salvaje y alentador. Una cosa llevó a la otra. Aquella fraternal amistad llenó sus ojos de una chispeante malicia, se apoderó de casi todos sus recuerdos y los fue difuminando hasta casi borrarlos por completo. Cinceló su alma hasta convertirla en la de un verdadero trampero, en un cazador, siempre alerta y dispuesto a disparar. Acabó por hacerle creer que era inmortal, que la parca ya no repararía en él. Otra cosa era la muerte de los demás, la de los mortales, esa sería su materia de trabajo. Ese sería su destino, convertirse en un ejecutor, en un inexorable verdugo.

La primera vez que Haru tuvo que matar, en contra de lo que había imaginado, le resultó una tarea fácil y muy excitante. Después de un par de años ganándose la confianza de sus jefes, Miya dio el paso y propuso a su hermano Haru para llevar a cabo «tareas de sangre». Sería un sicario muy capaz, cumpliría con eficacia cualquier misión, cualquier encargo que se le encomendara, estaba absolutamente seguro, dijo solemne ante el puñado de líderes que lo escuchaban y que debían dar su visto bueno a tal nominación. Miyano los convenció sin demasiado problema. Decidieron dar su beneplácito, probar a aquel joven tan prometedor, que demostrara su valor a la hora de arrebatar una vida.

Salió antes que su hermano de aquella reunión en la que había sido un simple convidado de piedra. Los jefes querían ver su aspecto, mirar sus ojos, calibrar su actitud, nada más. Luego deliberaron sin que él estuviera presente. Todo ocurrió en una madrugada negra como azabache, fría y transparente, en que le pareció que las estrellas refulgían aún más que las luces de neón, y que todas lo miraban a los ojos. Mientras esperaba la resolución del consejo yakuza, no permitió que ninguna tribulación perturbara su ánimo, que nada mermara su determinación. Si era aceptado y entraba a formar parte de la más alta casta de los asesinos, mataría, claro que lo haría, sin ninguna duda, fuera como fuera, a quien fuera. Esperó un buen rato paseando arriba y abajo por la callejuela desierta y sin salida. Finalmente Miya salió sonriente y abrazó con fuerza a Haru.

—Está hecho —le dijo, e inclinándose con solemnidad ante él le entregó un sobre negro lacrado, aquella era su primera encomienda.

Dentro estaban las instrucciones, todos los detalles de su primera víctima y dos o tres fotografías. También había dentro un mapa de la zona donde vivía y se movía y un buen fajo de billetes, pero eso era solo un pequeño adelanto.

—Si cumples bien con tu parte —le aseguró Miya—, acabarás nadando en la abundancia. Te cubrirán de flores, honores y billetes, pero no puedes demorarte demasiado, les corre mucha prisa. Ya no hay marcha atrás, no puedes decepcionarlos, ni decepcionarme a mí. Lo pagaríamos muy caro. Están a tu merced y tú lo estás a la de ellos. Confío absolutamente en ti.

Un agudo pinchazo ascendió por la espina dorsal de Haru. Era la punzada del reto, el latigazo del nerviosismo y la impaciencia que sintió en ese instante. Desconcertado y feliz, Haru desapareció en los abismos negros de la noche con el sobre entre las manos, vagó durante un par de horas caminando y respirando despacio, sin atreverse a abrirlo todavía. ¿Quién sería? ¿Cómo urdiría aquella muerte? Las preguntas importaban poco ya. Lo haría y lo haría bien.

Pagó cuatro mil yenes por pernoctar en una de las cabinas de un hotel-cápsula. Decidió pasar la noche en uno de esos confortables y pequeños nichos. Una vez dentro, cerró las cortinas, encendió la televisión, tomó un trago y abrió el sobre. Allí tumbado leyó detenidamente el completo informe sobre su víctima. Todo estaba escrito en un par de hojas, su nombre, su dirección, sus costumbres cotidianas, sus puntos débiles, sus poderosas defensas. Era un auténtico miserable, un verdadero criminal, además de un sucio pederasta que abusaba de menores a diario. Un ser indeseable en toda regla, eso le ayudó bastante. Mirando las fotografías nadie lo hubiera dicho, tendría unos cincuenta años, una cara redonda e inexpresiva y los ojos pequeños de mirada afable; parecía bajito y fortachón. En una de las dos instantáneas aparecía sujetando un micrófono con la mano cerca de la boca entreabierta, seguramente cantaba en ese instante y fue tomada en un karaoke; quedaba claro en la imagen que le faltaba el dedo anular de la mano derecha. En la otra foto sonreía a la cámara mientras se abría la camisa negra y brillante, seguramente de buena seda. Estaba tomada por alguien de confianza, pensó, posiblemente una mujer, y en un restaurante. En su pecho se entreveía parte de un tatuaje, la siniestra cabeza de una serpiente enroscada alrededor de su torso y su ancho cuello. Se llamaba Kazuya Nakano y era el jefe de una importante facción. Era muy poderoso. Controlaba buena parte del juego en los barrios del sur de Tokio. A pesar de su aspecto de hombre indulgente y humilde, su «currículo» dejaba claro que se trataba de un ser mezquino e insaciable, capaz de actuar con una crueldad extrema. Le encantaba ser tan temido como de hecho lo era, nada le hacía disfrutar más que el miedo que inspiraba. El escrito lo definía como un miembro demasiado ambicioso para seguir al frente de sus atribuciones, demasiado indómito para su verdadero rango; aunque fuera bastante insignificante en el organigrama mafioso, se había pasado de la línea.

Nakano era extremadamente violento y sanguinario, su rastro de muerte y traición era ya tan largo como la serpiente verde y dorada que reptaba tatuada alrededor de todo su cuerpo. Por cada una de sus víctimas, contaban, se había tatuado una porción de la piel y ya apenas quedaba espacio. Al parecer, cada centímetro, desde el cuello a los tobillos, estaba finamente ilustrado por diferentes maestros tatuadores de horimono, el arte de dibujar cuerpos completos. Un verdadero yakuza puede tardar años, casi toda una vida, en completar los dibujos que cubren la práctica totalidad de su piel. Kazuya Nakano, impaciente por parecer lo que no era, lo había conseguido a destiempo, gastando una enorme fortuna y en base a argumentos falaces. Era, decía literalmente el escrito, un sucio tramposo indigno de pertenecer al clan Yamaguchi-gumi, un ser cada vez más detestado dentro de la organización. Al parecer, ya habían intentado acabar con él, pero se había blindado de tal forma que era intocable, al menos si se quería hacer con discreción; eso pretendían para no desatar una guerra interna. A pesar de todo, contaba con innumerables fieles a sueldo.

Su comportamiento era inaudito en una organización que se vanagloriaba de haber nacido hacía siglos, en el periodo Edo, que se jactaba de que sus antecesores fueran legendarios samuráis. Se puede decir que los primeros yakuzas fueron ellos, cuando muchos se vieron obligados a convertirse en mercenarios, en matones que ofrecían protección a cambio de sustento. Aquellos hombres, entonces honorables, fueron los precursores del crimen organizado, la estirpe de los villanos que tenían en sus garras todos los negocios ilegales del Japón. Se podía decir que el maleante que tenía que eliminar era realmente todopoderoso en sus dominios, una amplia zona del barrio de Shinjuku, en pleno centro de Tokio. Él y sus matones controlaban la mayoría de los más lóbregos, decadentes y muy rentables callejones del Golden Gai. El barrio de Shinjuku está partido en dos por la gran estación de tren, a un lado quedan las calles más amables y aptas para los turistas, al otro las más siniestras callejas, especialmente peligrosas al caer la noche. Allí Nakano era el rey, él y los suyos se movían a sus anchas. Dominaba y explotaba un buen número de locales de pachinko, recintos donde la gente se juega el dinero en máquinas que son una mezcla de pin-ball y tragaperras, manejando con una mano la ruedecita que controla las bolas de acero que caen en los premios. Miles de personas están enganchadas a ese vicio y se dejan en ellas verdaderas fortunas. También fiscalizaba las cuentas de un buen número de antros de farolillos rojos y explotaba a centenares de prostitutas. Era propietario de algunos bares de striptease, e incluso de un par de clubes de jazz en los que, a veces, tocaban buenos músicos. Nakano adoraba beber y fumar con una puta jovencita en sus rodillas mientras disfrutaba de una buena jam session. Tal vez esa afición suya pudiera ofrecerle una buena ocasión, pensó Haru, que ya imaginaba todas las formas de acabar con aquello cuanto antes. Se había metido en un buen lío aceptando semejante tarea. No, no, debía ser algo mucho más discreto.

Aunque daba grandes beneficios a la organización, Nakano también robaba todo lo que quería, mucho más de lo que sería aceptable. Varias veces habían tratado de quitarlo de en medio, pero los enviados fallaron uno tras otro y la mayoría terminaron muertos; el último en intentarlo apareció descuartizado en uno de los contenedores de basura del hotel Hanabi, muy cerca de allí. De eso hacía casi un año y desde entonces nadie se había vuelto a atrever con él.

Aquella presunta invulnerabilidad acrecentaba su altanería y su ambición, una sed de poder que se le había ido de las manos. Cada vez con más frecuencia faltaba al respeto y engañaba a sus superiores. Había que darle su merecido cuanto antes. Muchos le deseaban una muerte lenta, que sufriera una larga y penosa agonía. Debía pagar caros todos sus abusos sexuales, tantas violaciones a menores. Su pedofilia era algo especialmente intolerable para la organización y lo que más repugnó a Haru.

La gota que colmó el vaso había sido el reciente asesinato de un anciano muy venerado entre los más altos cargos, uno de los fundadores del Yamaguchi-gumi. Aunque quisieron culpar a un miembro de otro clan, del Ichiwa-kai, al final se supo que fue el propio Nakano quien le pegó dos tiros en la cabeza en la trastienda de uno de sus locales, tras una encendida discusión. Aquello irritó al oyabun: o le paraban los pies a ese miserable o se originaría sin remedio una cruenta guerra. Se derramaría mucha sangre, demasiada sangre. Pero siempre andaba rodeado de fieles pistoleros dispuestos a matar y a dar la vida por él. Necesitaban alguien desconocido, ajeno por completo al clan, y con el valor y la habilidad suficientes como para acabar de una vez por todas con aquella lacra.

El encargado sería él, Haru, el «hermano» de Miyano Hirosi. Sintió un reconfortante orgullo ante el reto encomendado mientras volvía a echar un vistazo a las fotos de su presa. A pesar de la inquietud, estaba convencido de ser realmente el indicado para hacer aquel trabajo. Se durmió recordando las alentadoras palabras de Miya:

—Manejas con maestría el sable y otras muchas armas, dominas diferentes artes marciales, eres tremendamente fuerte y eficaz en el combate, tienes sangre fría, valentía, inteligencia, eres sigiloso y muy hábil. Serás capaz, podrás hacerlo, ¡claro que lo harás!… Por la cuenta que nos trae a los dos —había bromeado con macabra ironía—. Has nacido para esto, querido hermano…

Y era cierto. El bueno de Haru valía para matar.

Acabar con la vida de Nakano fue un juego de niños para él. No tardó mucho en ejecutar la orden. Pasó unos días observando sin ser visto, sin levantar sospechas. Ese tipo era un auténtico arrogante, todo un fanfarrón. A pesar de saber que muchos deseaban verlo muerto, no se escondía; aunque siempre salía escoltado, no dejaba de hacer lo que tenía que hacer, lo que le apetecía. Observó que cada tarde recorría unos cuantos locales en apariencia al azar, raramente entraba en ellos, tal vez por intimidar con su presencia a sus esbirros, a todos los que trabajaban para él como esclavos tras las barras, con las máquinas o en el sexo. Lo hacía para supervisar que todo marchaba bien y controlar la recaudación, no se fiaba de nadie. Las calles de Shinjuku y Kabukicho, donde Kento había nacido, se entremezclan en esa zona surcada por numerosos callejones muy estrechos, siniestros pasajes por los que apenas caben dos personas, un laberinto repleto de restaurantes, bares, prostíbulos, salas de juego y clubes nocturnos. Garitos que resultan fascinantes y misteriosos a los ojos de los extranjeros y que permanecen abiertos las veinticuatro horas, no siempre para ellos; la mayoría se reservan el derecho de admitirlos con la excusa de tener el aforo completo, ya que suelen ser muy pequeños. En ellos los occidentales no son precisamente bienvenidos a partir de ciertas horas. Ocupan los soportales de vetustas casas bajas o están al abrigo de enormes y modernos rascacielos. Nakano odiaba a los caras pálidas, así los llamaba, y especialmente a los británicos y norteamericanos. Le encantaba pavonearse ante los que se atrevían a aventurarse por esas angostas callejas, intimidarlos con su presencia y la de sus «centuriones», hacerles sentir verdadero miedo.

Haru también observó que solía acabar su ronda nocturna en el mismo local, un karaoke que estaba en un sótano de un viejo edificio del Golden Gai. La fachada era toda una parpadeante orgía de luces de neón, mirarla producía espasmos y cegaba. A Nakano la noche también le daba ganas de cantar, como les sucedía a él y a Miya. El mafioso adoraba beber unos cuantos tragos, los suficientes para andar tambaleándose, e intentar sorprender a todos con el micro en la mano. A pesar de estar en un subterráneo, era un negocio inmenso, cosa rara en esos barrios, y estaba atestado cada madrugada. Ofrecían un poco de todo, por eso era el favorito de Nakano y otros muchos yakuzas. Tenía un escenario donde desgañitarse, pero también mesas y máquinas de juego. Se podían conseguir algunas drogas y beber todo el alcohol que se quisiera, mucho más allá del límite legal del horario para venderlo, incluso de la edad. A veces había verdaderas niñas en el local, todas disfrazadas de ingenuas y eróticas lolitas, con sus escuetas falditas plisadas, sus medias de croché, tacones altos y peinados y maquillajes extravagantes. También ofrecían sexo, mucho sexo. Aunque la prostitución estuviera prohibida, la Ley hacía la vista gorda en muchos de esos antros, especialmente en los de Nakano, que pagaba suculentas sumas de dinero a varios jefes policiales. Era raro que la bofia se acercara por allí, y mientras no pillaran a algún cliente en pleno acto con una de esas jovencitas, no habría problema. Solo la penetración está realmente penada y se considera meretricio en el Japón. Pero la cantidad de servicios eróticos y sexuales que brindaban con las chicas, incluso con algunos chicos, era casi infinita. Sobre cada mesa había una carta con las especialidades de la cocina, no se comía mal allí, también con la lista de cócteles y otras bebidas, y en las últimas páginas todo un elenco de mujercitas a las que, dependiendo del precio, te podías llevar a dar un paseo para simplemente charlar, o a un reservado con sauna y jacuzzi incluidos, o a la habitación de un hotel. Sus estrambóticos nombres, sus ficticias edades y la especialidad de cada una de ellas se enumeraban junto a la lista de precios y las fotos, en las que todas aparecían posando sensuales pero recatadas.

Haru pasó toda una semana frecuentando el Keiko Minato, que así se llamaba el local, también conocido como la OLP (Oriental Love Paradise) entre los clientes occidentales. Era un negocio muy recomendado por algunos hoteles, especialmente por los sometidos y gestionados por la yakuza, que no eran pocos. Haru entraba cada noche como un ansioso cliente más y se sentaba en la mesa más discreta o pasaba el tiempo bebiendo apoyado en una de las barras, o echando unas partidas de pachinko. Desde su posición procuraba no perder jamás un solo detalle. Una noche sí y otra también, Nakano aparecía por allí ya tarde. Dos o tres de sus gorilas le precedían bajando la escalera, limpiando el camino, luego aparecía él dejándose ver, desafiante, descendiendo paso a paso, lentamente, como una corista, los veinte escalones de la empinada escalera del acceso principal. Por supuesto otros dos o tres guardaespaldas bajaban detrás de él siguiéndolo muy de cerca. Solían ir directamente a un reservado que estaba a la derecha de la enorme sala, una especie de palco grande desde el que se divisaba casi todo el local y que podía cerrarse tras unas gruesas cortinas rojas. Aquel le pareció a Haru un buen lugar para acabar con él, aunque nadie lo hubiera dicho. Lo cierto es que Nakano solía terminar allí dentro con una o dos niñitas complacientes. Sus esbirros cerraban el cortinaje y lo dejaban solo durante un buen rato, nadie podía molestarlo en un par de horas al menos. Normalmente uno de ellos quedaba vigilando abajo y otro guardaba la puerta de acceso a su particular platea. Los demás sicarios se relajaban tomando algo mientras oteaban entre la gente. Simplemente esperaban mientras miraban el culo y las piernas a las chicas con las que solían tontear. Era tal vez el único momento del día en que bajaban la guardia, en que su objetivo estaba prácticamente solo, casi desprotegido. No era sencillo entrar ahí, más bien parecía imposible, pero Haru encontró la manera.

Lo hizo un viernes por la noche en que el local estaba atestado. Nadie, absolutamente nadie, se dio cuenta. Había comprobado que a cierta hora, una vez saciado de placer y bastante borracho, Nakano solía echar a las chicas de mala manera. Entonces permanecía dentro completamente solo durante al menos un cuarto de hora, supuso que rumiando su impotencia o metiéndose las últimas rayas de cocaína. A veces pasaba mucho más tiempo ahí solo. Aprovechando la multitud que deambulaba arriba y abajo por toda la sala, Haru consiguió hábilmente deslizarse bajo los enormes cortinajes, que casi llegaban hasta el suelo, sin que nadie se percatara, tampoco el vigilante. Permaneció unos segundos oculto tras las cortinas para luego aferrarse con la punta de los dedos al borde de la baranda forrada de terciopelo. Así consiguió subir y saltar como un ágil animal dentro del reservado. Su víctima yacía recostada en un tresillo azul, aún con la bragueta abierta y los pantalones medio bajados, suficientemente ebrio como para no darse cuenta de que tenía de nuevo compañía. La luz era muy tenue, apenas dos lamparillas de sobremesa iluminaban la escena. Con sigilo de ninja se acercó casi reptando hasta él, muy despacio, silencioso y alerta como un tigre. Con gesto veloz y preciso le puso una de sus manos en la boca, tapándola con fuerza, y la otra en la nuca. Luego apretó y giró aquella tenaza con precisión partiéndole el cuello en apenas dos segundos. Nakano murió en el acto. No llegó a darse cuenta de lo que sucedía, no tuvo tiempo. Haru recolocó su cadáver y lo dejó allí tirado, tal y como estaba, sobre el sofá. En la mesita plateada que tenía al lado, junto a unas copas medio vacías, unos paquetes de cigarrillos, un cenicero a rebosar de colillas y restos de cocaína, había unas cuantas fotografías de las chicas con las que acababa de estar Nakano, unas polaroids en las que aparecían acariciándose y poniendo caritas sexis al objetivo. La cámara también estaba ahí. Se le ocurrió hacer una locura, una verdadera machada que podía haberle costado muy cara. Haru tomó una foto del muerto y al disparar saltó de forma automática el flash. Por un instante temió que alguno de los gorilas entrara, pero no pasó nada, debían de estar habituados a las excentricidades de su jefe. La ranura frontal de la cámara escupió el papel aún sin revelar. Lo guardó en un bolsillo sin mirarlo y salió por donde había entrado, se deslizó de nuevo bajo los cortinajes y, culebreando como una mortífera habu, salió por un lateral hasta mezclarse de nuevo con el gentío.

Todo esto sucedió en apenas diez minutos y pasó completamente desapercibido, hasta tal punto que cuando descubrieron el cuerpo sin vida de Nakano, todos achacaron su fallecimiento a sus excesos con el alcohol, la coca y las pastillas de Viagra. Dos días después se celebraron sus funerales y a la ceremonia acudieron también los que habían ordenado su ejecución, fingiendo estar solemnemente compungidos, muy apenados por tan irreparable pérdida. La jugada había salido redonda, Kazuya Nakano ya era historia, y nadie sospechó ni remotamente que había sido un crimen. Su muerte, lejos de provocar una guerra interna en la yakuza, sirvió para cerrar viejas heridas y unir de nuevo a las facciones que su indigno comportamiento había enfrentado. Las aguas volvieron a su cauce y todo gracias a Haru. Solo su hermano Miyano y algunos altos jefes sabían toda la verdad. Aquella acción perfecta le valió de inmediato todo su respeto y una buena cantidad de dinero. Miya no podía sentirse más orgulloso y satisfecho, también él ganó muchos puntos y billetes, el inaudito logro y el prestigio que conllevaba también eran suyos.

Hubo entre los altos cargos quien llegó a ponerlo en duda, no terminaban de creer posible tal audacia, tal vez todo había sido una rocambolesca casualidad, un sucio engaño. Pero la imprudencia de Haru al tomar la fotografía del cuerpo de Nakano resultó providencial, aquella insensata jactancia también era una prueba irrefutable, la rúbrica de su coraje. Cuando vieron la instantánea del cadáver no se lo podían creer. Su eficacia quedó aún más clara después de dos o tres nuevos encargos culminados con similar precisión. Haru, el impecable ejecutor, como empezaron a llamarlo, estaba orgulloso, aunque seguía sintiendo en algún rincón de su alma que aún era Kento, el hijo de las damas de Landori. Un mote o un título que ya se quedaba muy corto para él. Solo durante el primer año de trabajo como «soldado» de la Yamaguchi-gumi, acabó con la vida de seis peligrosos indeseables. Todos fueron liquidados sin estridencias, sin dejar rastro, sin demasiada sangre, solo al guardaespaldas de uno de ellos tuvo que cortarle el pescuezo.

La habilidad del ejecutor se convirtió en uno de los secretos mejor guardados de su oyabun y de los otros altos cargos yakuza que sabían de su existencia. Haru era un arma poderosa, casi definitiva. Además siempre actuaba solo y siempre cumplía con eficacia su misión, por lo que salía extremadamente barato, era muy rentable para la organización. Tenían una forma extraordinaria de acabar con los sentenciados más inaccesibles, con los más difíciles de matar. Solo le encomendaban tareas muy especiales y la orden llegaba siempre desde las más altas esferas. Aquello, por supuesto, condicionó su vida. Tuvo que dejar la casa de su hermano, hubo que buscarle un buen escondite, primero un pequeño piso en un sótano donde pasó largas temporadas entre asesinato y asesinato. Después, decidieron que sería más seguro que cambiara de lugar después de cada ejecución, así que de tanto en tanto tenía que trasladarse a un nuevo agujero. Siempre acababa metido en guaridas recónditas, casas muy humildes, covachas marginales, zulos alejados de cualquier comodidad o sospecha. Realmente su existencia se convirtió en un infierno.

Su situación mejoró algo cuando decidieron que viviera oculto en un apartamento que estaba en la azotea de un dojo afín a la organización, donde solo se adiestraba a miembros de la yakuza. Allí perfeccionaban sus técnicas en el combate cuerpo a cuerpo, ponían a prueba su valor y fortaleza en la lucha con bastones o con el manejo mortal de la katana y otras armas, también de fuego, incluso tenían en el sótano del mismo edificio una galería de tiro insonorizada donde probaban a mejorar su puntería.

Al frente del gimnasio y el tatami estaba el maestro Fujita, él y todos los ayudantes e instructores estaban a sueldo del clan y tenían un altísimo nivel. No les quedaba otra. La vida en el dojo alivió la tristeza de Haru, al menos allí podía machacarse entrenando durante horas, el ejercicio relajaba sus tensiones e iba puliendo aún más sus habilidades. Ninguno de sus compañeros sabía a qué se dedicaba dentro de la organización, aunque al verlo luchar enseguida imaginaron que se trataba de alguien muy importante para algún jefe yakuza, algún guardaespaldas especial, una especie de centurión, y rápidamente se ganó el respeto y la simpatía de todos. Solo el legendario maestro Fujita sabía quién era Haru realmente, y el anciano lo tenía en gran estima.

Su nueva casa le deparó una agradable sorpresa. Durante una semana tuvo que compartirla con una misteriosa y bellísima mujer, Estrella Celeste. Evidentemente, ese no era su nombre, pero nunca supo cómo se llamaba de verdad, aparte de ese alias que usaba probablemente en calidad de prostituta. La mujer apenas dijo palabra en esos siete días que pasó a su lado. Era joven y muy guapa, su cuerpo era precioso, todo en ella olía a erotismo y a paraíso, a paz. Tuvo sexo con ella varias veces todos los días, encuentros infinitamente sensuales, apasionados y silenciosos. Dedujo que, como él, la chica estaba a sueldo de la mafia y que, también como él, se dedicaba a cortar hilos de vida, muy posiblemente utilizando sus poderosas e innegables armas de seducción. Seguramente viviría una existencia tan desgraciada como la suya, siempre ocultándose, saliendo de la cueva solo para matar. Aquella mujer emanaba una infinita tristeza por todos los poros de su delicada piel. Sintió por ella una tremenda compasión, casi tan grande como el deseo. Coincidieron durante un parón en sus tareas, así que ninguno de los dos salió de la casa para nada. Tres veces al día un tipo subía los cuencos con la comida y los dejaba en la puerta de aquel aposento que más bien era una mazmorra. Desayunaban, comían y cenaban juntos, muy callados, dormían abrazados, despertaban mirándose a los ojos, besándose.

El tiempo transcurrió dichoso a su lado, lento, muy lento, diferente. Fue como un sueño largo y gozoso. Haru parecía flotar. Sentía tal embeleso que pensó que tal vez eso era estar enamorado, una hermosa y desconocida emoción. Pero duraría poco su felicidad. Una mañana vinieron a buscar a Celeste y desapareció. Haru pasó horas con la mirada perdida en el cielo y los tejados de Tokio. Derramó un par de lágrimas que resbalaron lentas por sus mejillas, su cuello y su pecho, algo muy extraño. Sin sollozos, sin suspiros, sin callados quejidos. Él nunca lloraba. Aunque no fuera exactamente llanto, esas lágrimas en algo aliviaron su abatimiento. Nunca imaginó que estar al lado de una mujer pudiera ser algo tan maravilloso. Nunca.

La habitación quedó rotundamente vacía y Haru solo salió de ella para cumplir con sus misiones. De tanto en tanto, por lo general ya de madrugada, le permitían dar una vuelta con su hermano, ir de putas o a emborracharse. Aquellas escapadas, aunque siempre vigiladas de cerca, también suponían un consuelo en su dura y monótona existencia de asesino a sueldo.