Mei salió a tirar la basura. Depositó la bolsa en el cubo con cuidado y regresó caminando despacito. Hacía una noche espléndida. Miró su casa que se recortaba en la oscuridad bajo el cielo estrellado, la fachada de madera quedaba apenas iluminada por las farolas que salpicaban las angostas aceras, la calle estaba desierta. ¡Era una vivienda tan bella, noble y antigua! La luz de su cuarto estaba encendida, había olvidado apagarla. También brillaba tras el ventanal de la planta baja la lamparilla bajo la que aún leía o cosía su madre. Nada le gustaba más que estar en casa, ahí arriba, en su habitación, viendo pasar la vida a través del rosetón ovalado que coronaba la parte delantera. El gran ojo siempre entreabierto de su hogar. Ver desde allí pasar a la gente, los gatos, las bicicletas, los coches, o a los pequeños del vecindario correteando, jugando al escondite, saltando de jardín en jardín, ocultándose tras los setos, entre los arbustos, como ella hacía de niña. También los pocos aviones que aterrizaban o despegaban del viejo aeropuerto cercano. Desde esa ventana, que quedaba casi al ras de la tarima del suelo, divisaba bien toda su calle y mucho más allá, las lejanas luces del centro de Tokio, su fulgor de amanecer de neón por encima de los tejados de las casas de enfrente. Miraba afuera tendida de lado en el futón, bocabajo o bocarriba, descalza, con el pelo recogido en una coleta, enfundada en un suave camisón y abrazada a su maravillosa almohada, la misma que la acompañaba desde la cuna. Nada le gustaba más que eso, que pasar el tiempo holgazaneando en ese lugar. Ensimismarse, dejar la mirada perdida en las telarañas que remataban el alto techo abuhardillado, leer o escribir allí, dibujar, acariciar las cuerdas del koto o escuchar música en la radio estando allí arriba, segura, serena, silenciosa, mientras oía trastear abajo a su amada madre. Eso era para ella la felicidad. El resto de elementos de la existencia eran algo amenazante y turbio, pero allí adentro apenas se notaba, apenas se sentía el miedo a una vida que le parecía plagada de sinsabores, de amenazas, de dilemas, de relaciones indeseables, de compromisos estúpidos, de obligaciones baldías, de dolores inesperados, de extravagantes desgracias, de palabras vacías, de vicios absurdos, de sentimientos desatinados, de ingratitudes. Pero había que vivirla, ¡qué remedio! ¡Pide un deseo!, pensaba: ser niña siempre sin enterarme de nada o casi nada, al menos sin saber de ese aluvión de asuntos frívolos que llenan las horas y los sueños de todos los adultos. ¡Ah! ¡Y no tener que ir nunca más a la escuela!, total, ¿para qué?, allí no enseñaban más que cosas tontas, completamente inútiles. Y crecer muy poquito a poco, madurar y envejecer muy lentamente, sin darse cuenta apenas, hasta que un día o una noche, transformada ya en una ancianita, morir de sueño y ya no despertar nunca más. No sentir nada. Nada más. Tal vez el paraíso consistía en eso, en estar ahí, sin hacer nada práctico, nada útil, nada común, nada de nada. Solo beber y comer frugalmente de vez en cuando, mirar afuera a través del cristal o de la televisión, algo que hacía cada vez menos. No hablar con nadie excepto con mamá cuando era necesario.
¿Qué haría cuando se fuera? No iba a vivir eternamente. No. Llegaría el momento, se apagaría y ¿entonces?, ¿qué sería de ella? Del bienestar de su octogenaria madre dependía por completo su bienestar. «Del bienestar de los muertos depende el bienestar de los vivos, no lo olvides —le recordaba mamá de vez en cuando—; debemos rendir culto a nuestros ancestros, niña, tampoco lo olvides». ¿Y si no hay otros dioses que los difuntos, mamá? Llegará el día en que las dos seamos solo eso, dos muertas, dos espíritus, dos entes invisibles vagando por un mundo invisible a los ojos de los vivos, tal vez felices para siempre, juntas y dichosas del mismo modo que lo estuvimos y lo fuimos en vida. Eternas. Como el espejismo etéreo de una diminuta y feliz familia japonesa, sin recelar ya de la devastación ni del olvido, sin más necesidad de bienes y dineros, sin recordar o temer ya nada triste o doloroso. Las dos de la mano volando a ras del suelo o sobrevolando altísimos templos y pagodas, árboles y jardines extraordinarios, saboreando divertidas el regusto de las vidas pasadas allá abajo, rememorando el sorprendente encanto de sus antiguas existencias, los buenos recuerdos. Y reír las dos por encima del cielo y de todos los mares, absolutamente despreocupadas ya de la muerte. «No había otros dioses que los muertos, ¿ves?, y ahora, mamá, nosotras somos dos de ellos, ¡ven!, ¡sígueme!, ¡sobrevolemos una vez más nuestras tumbas!, ¡acariciemos las flores y las ofrendas que nos dejaron nuestros familiares! Gocemos de esta fabulosa eternidad, ahora que ya hemos aprendido que no había nada que aprender…»
Después de pasar un rato rumiando estas cosas en la oscuridad, sentada en el banquito del jardín, se descalzó y entró en la casa sin hacer ruido. Mamá dormitaba en la mecedora con la costura aún entre las manos. «¡Qué belleza! ¡Qué bella estampa! ¡Qué buena mujer!»… La arropó con cuidado de no despertarla, la besó con suavidad en la frente y apagó la luz. Subió las escaleras con mucho sigilo, procurando no hacer crujir demasiado los peldaños. Ya en su habitación se arrodilló frente al enorme óvalo de la ventana y, mirando al cielo anaranjado y negro, rezó a sus dioses pidiéndoles salud y vida para su madre, también para ella, para así poder cuidarla como merecía. Luego buscó música sosegada en el dial de su pequeño transistor. Se tumbó en el colchón, cerró los ojos y en apenas un minuto empezó a quedarse plácidamente dormida.
—¡Dulces sueños, pequeña Mei! —oyó que le decía su madre desde abajo.
—¡Dulces sueños, mamá! ¡¿Pero no estabas ya dormida?! —rezongó con cariño—. No tardes en acostarte, por favor, debes descansar…
Debería haber intentado llegar con ella a Yonsú. Al menos haber probado suerte, haberla hecho creer que buscarían juntas ese lugar, que algún día lo encontrarían, por lejano e imposible que pudiera parecer ese destino. Lo había pensado mil veces, pero ya era tarde. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si la leyenda fuera algo más que eso? ¿Y si hubiera sabido antes de su posible existencia? Tal vez las cosas habrían sido distintas…
Su madre siempre estuvo convencida de que era real, de que existía, absolutamente, del mismo modo en que millones de seres humanos en este planeta viven convencidos de la existencia de los dioses. Había desarrollado una fe inquebrantable en ese sitio que ella presentía sereno y hechizado, colmado de maravillas y misterios, tan celestial como improbable.
—Llévame allí, hija —le suplicaba de tanto en tanto—, allí donde la vida puede ser eterna, donde ya no se envejece más, nunca más, llévame antes de que sea tarde. Ya no queda mucho tiempo —añadía siempre en un sollozo, en un susurro.
Nunca le hizo demasiado caso, nunca la tomó demasiado en serio. Llegado el momento desistió de convencerla de abandonar esa quimera, ese delirio senil. Solo le seguía la corriente, como tantas veces hacemos con los niños y con los viejos. Ahora detestaba haberlo hecho.
¿Eso era Yonsú en realidad?, ¿una locura, un sueño infantil perdido en la extraviada cabeza de una pobre anciana? Aunque lo cierto es que su insistencia venía de antiguo, de muchos años atrás, de mucho antes de que su mente se empezara a ver envuelta en las tenebrosas tinieblas de la demencia y el aturdimiento. Bajo su futón guardaba celosamente un viejo pedazo de seda, enrollado como un pergamino, en el que alguien había garabateado a tinta una especie de plano. Estaba descolorido y deshilachado y las letras y las líneas trazadas con mano temblorosa ya eran casi ilegibles, pero aquella misteriosa y bella cartografía era su más valioso tesoro.
—Aquí, ¿ves? —señalaba con su arqueado dedo índice—, justo donde indica este símbolo, ahí está. Hacia el norte, muy al norte, casi en el centro de la isla de Hokkaido, en las antiguas tierras de los ainu. Camino del mar del norte, mucho más allá del bosque de los abandonados, ese del que hablaron un día en las noticias, en algún rincón de las montañas que rodean Yubari, en alguna de esas laderas, allí está la remota aldea de Yonsú. Es un lugar bellísimo en el que habitan los kodamas y otros espíritus maravillosos, un lugar perdido entre frondosos bosques surcados por torrentes, acantilados y cascadas. Allí está Yonsú. No es sencillo llegar, seguramente, pero se puede, lo sé. Créeme —le suplicaba—. Tu abuela lo sabía bien, ella me lo contó todo, conoció a alguien que estuvo allí, alguien que regresó, para su desgracia. Pobre mujer, ella trazó este plano poco antes de morir y se lo entregó a tu abuela. Míralo bien, anda. Hazme caso, hija…
A pesar de su febril entusiasmo, sus fábulas y conjeturas eran siempre demasiado vagas, sus evocaciones torpes y confusas. Sus lloriqueos resultaban fatigosos.
—¿Pero dónde está exactamente ese lugar? —le preguntaba Mei—. ¿Cómo averiguarlo? ¿Cómo llegar hasta allí? ¿Dónde está, mamá?
—Lejos —respondía ella aturdida.
—Pero ¿cómo de lejos?
—Muy lejos de casa, hija.
—Pero ¿lejos dónde es?
—Justo ahí, donde indica este sagrado mapa en el que tú no confías, en el que no quieres creer. Ahí está. —Señalaba con el dedo tembloroso ya visiblemente enojada.
La lógica no servía de nada al hablar de este asunto. Ningún razonamiento era suficientemente persuasivo.
En cualquier caso ya daba igual, el sueño de llegar a su edén en la tierra se había esfumado para siempre. El tiempo había concluido. Quizá debería haberle hecho caso, debería haber apartado los inconvenientes, las precauciones y sus miedos y haber viajado con ella hacia algún paraje semejante, haberle hecho creer que realmente se encaminaban juntas a su siempre soñado lugar…
Su único y verdadero afán fue siempre que los días al lado de su madre transcurrieran lentos y plácidos, silenciosos, pacíficos, lejos del chirriar de la multitud, de la desgracia o de la muerte. Desde que su padre desapareciera, desde que se largara allá donde fuera, estuviera vivo o muerto, se empeñó en la serenidad con toda su alma. Y lo había conseguido. La vida junto a su madre fue un largo, ancho y maravilloso remanso de paz. Las dos solas saludando a la vida día tras día, del alba al ocaso, sin estrépitos. Dejó de pensar en ello. Había demasiadas cosas que hacer, tenía que preparar un hermoso funeral para su madre, disponer todos los detalles, avisar a familiares, amigos y vecinos. También, si hallaba el ánimo, escribir a su hermana para darle tan mala nueva…
La misma tarde en que recibió la inquietante noticia acerca de su propia dolencia en la consulta del doctor Akira Sugimoto, encontró a su madre muerta al llegar a casa. Estaba tendida en el suelo, gélida y acurrucada, hecha un ovillo junto a unos trapos y un barreño de agua turbia y jabonosa. La imagen, en contra de lo que cabría imaginar, no le pareció aterradora ni le sobresaltó en exceso. No gritó ni se contrajo, no sollozó, apenas se movió, pero la invadió una tristeza inmensa, palpable, caliente como una rara fiebre. Le pareció aún más pequeña de lo que ya era en vida. El calor en la calle era sofocante mientras que dentro de la casa, en la estancia donde yacía, el ambiente estaba fresco. Todo olía a jazmín, a incienso y a jabón de sebo. Le reconfortó que fuera así. Se arrodilló con suavidad a su lado y acarició lentamente su pelo corto, brillante y negro, aún de aspecto vivo, como una crin ansiosa de brisas y carreras. No haría mucho de su muerte cuando descubrió el cuerpo, como mucho un cuarto de hora. El suelo aún estaba húmedo a su alrededor. Puso la mano en su pecho buscando algún latido, aproximó la boca a las ventanas de su nariz esperando sentir un leve aliento, tomó entre los dedos su diminuta muñeca, pero nada, no halló ni el más leve signo de vida. Estaba muerta, sin duda. Qué buena mujer y qué buena madre había sido, imposible ser mejor, pensó Mei, y con cuánta dignidad y discreción había vivido y fallecido. La tarima brillaba oscura, impoluta, y el reflejo de la cara en la caoba difuminaba su diminuto rostro sonriente, detenido para siempre en una mueca casi cómica. No parecía haber sufrido. No había gesto de agonía o dolor. Simplemente se había ido mientras fregaba. Le gustaba hacerlo como cuando era una niña, deslizando veloz por el suelo el paño escurrido y enrollado. Correteaba con las manos sobre él de un extremo a otro de las alcobas, impulsándose con los pies a la carrera, en un loco ir y venir como de vivaz insecto o de ágil reptil. Sonriendo siempre como una niña traviesa y divertida. Así enjabonaba, enceraba, enjuagaba, secaba y abrillantaba el pavimento cada día. Así había fallecido en una calurosa tarde de primavera que más parecía de verano.
Los pensamientos se le enturbiaron y un par de lágrimas silenciosas resbalaron por su mejilla para ir a caer en el agua sucia del cubo. Debería tomar algunas de esas decisiones que trae consigo cualquier defunción y que requieren de eficacia y serenidad. Se preguntó cómo un ser tan diminuto como su amada madre podía hacer sentir de inmediato un vacío tan inmenso, una ausencia tan inabarcable, inesperada e infinita como el estrellado cielo nocturno. La casa estaba desolada, rotundamente hueca. Un silencio de muerte lo llenaba todo y oprimía. Ahora sí que estaba sola, muy sola. Había sucedido.
Lo primero sería llamar al doctor Sugimoto para que certificara lo evidente, también a la prefectura de Policía y comunicar la defunción, como era obligatorio. Después, ocuparse de todos los pormenores de un funeral que sería sencillo y humilde. Seguir los pasos del ritual del nokân, como ella deseaba. Acicalar, perfumar, maquillar y vestir el cadáver de su madre antes de la cremación. Tal y como mamá le insistió una y otra vez en sus últimos años de vida. Era algo muy importante para ella. Debía cuidar con esmero todos esos pequeños detalles mortuorios que ella, previsora, tantas veces le había descrito con su voz aguda, susurrante y cantarina. Quedaba escribir o llamar a su hermana Misha para darle tan triste noticia y esperar a su llegada, si acaso se dignaba a venir, para esparcir juntas las cenizas en el jardín. No, no lo haría. No vendría. Dudaba mucho que ella regresara desde tan lejos, ni siquiera tras la muerte de mamá. Las malas noticias, aunque suelen volar, a veces no tienen prisa. Mei no tenía ordenador, pero podría enviarle un e-mail desde algún cibercafé. ¿Qué hora sería allí donde vivía? Habría unas doce horas de diferencia, estaría dormida. Siempre vivían al revés. En ningún caso llegaría Misha a tiempo para el sepelio, para qué engañarse, para qué precipitarse. Mejor, tal vez, mandarle un telegrama, unas letras escuetas, dolientes, sencillas… Ya vería.
Tomó el cuerpo en brazos y subió con él por la escalera hasta la habitación de su madre, apenas pesaba. La tumbó en el futón y le cubrió el rostro con un pañuelo de seda. Luego se acercó hasta el teléfono. «La existencia humana es insólita», pensó mientras buscaba en el listín el número del doctor; la suya y la de todos los seres que pueblan el planeta. ¿Cuántos más habrían muerto en el mundo esa misma mañana, en el mismo y preciso instante que su madre? Miles. Todos aferrados a un ideal de trascendencia inexistente, imposible. Tentados por la idea de una eternidad inalcanzable. La vida empieza y acaba, tarde o temprano. ¿Y ya está? Las dos van siempre de la mano, enmarañadas, encariñadas. El tránsito final le llega a cada uno en su momento, se dijo, y así debe ser. Así sería también para ella. ¿Pero cuándo? Unas cuantas palabras retumbaron otra vez en su mente, términos médicos, malignos y siniestros que ya, seguramente, la acompañarían durante toda su existencia, durante el tiempo que le quedara de vida. No quería pensar en ello. Ahora no. La muerte llegó para su madre cuando y como tenía que llegar, discreta y a tiempo. ¿Y la suya? ¿Cuándo y cómo llegaría? Entrevió que demasiado pronto y absolutamente a destiempo. Mamá pasó su vida rogando a Shinigami que no se la llevara hasta que sus hijas hubieran cumplido al menos veinte años. Probablemente entonces, tanto la que partía como las que quedaban podrían asumir la muerte de buena manera. Nunca son sencillas de entender las decisiones del dios de la muerte, ni se puede confiar en que atienda a tus súplicas, pues sus designios son del todo incomprensibles para los vivos. Él decide quién muere, cuándo y cómo. No es bueno ni malo por ello. Flexible o implacable, resulta simplemente tan justo como desconcertante. Con su madre se había portado bien. Había cumplido. Se la llevó antes que a sus dos hijas, como ella le suplicaba silenciosa y febril. Como tenía que ser. Y además eligió el momento preciso para llevarse su alma. Mei y su madre habían nacido en la misma fecha, con cuarenta años de diferencia, un dos de abril, de 1932 y de 1972. ¡Qué bella casualidad! La anciana falleció precisamente en la primavera de 2012, justo el día en que cumplía ochenta años y cuando Mei, su pequeña, anotaba en el calendario su cuarta década. Justo la mitad. Un cumpleaños doblemente triste. Pero el sombrío Shinigami fue paciente, justo y generoso con su madre y pudo partir tranquila. No había de qué lamentarse. ¿Cómo sería con ella llegado el momento? Le aterraba pensarlo. No, no quería morir, por nada quería perderse la fiesta cotidiana de este mundo, aunque ella percibiera los días con tanta compostura y los viviera con aparente desapego y distancia. Muchos pensaban que era un ser un tanto ajeno a la vida, pero adoraba existir y poder sentir, mirar, olisquear, saborear, escuchar, acariciar, leer, escribir…
Adoraba la vida.
Su hermana Misha se marchó hacía ya muchos años y muy lejos, a los Estados Unidos. Ahora tenía un marido y dos hijos a los que cuidar. Otra vida. Había pasado demasiado tiempo desde su huida, aunque todo pareciera aún tan reciente. Al menos hacía una década. Debía decírselo, decirle que mamá…
Tras comunicar el deceso al médico y a la prefectura, se sentó a esperar a la sombra de uno de los frondosos cerezos del jardín, los brotes sonrosados ya asomaban tímidos, no tardarían en florecer. Tampoco tardarían mucho en llegar los hombres con la cajita blanca a hombros, los pésames, los papeleos y la mortal burocracia de la muerte. Tomó una libreta y un lápiz y empezó a escribir a su hermana Misha. ¿Cuánto tiempo llevaba ya sin verla, sin hablar con ella? Unos seis años, la edad que tendría su sobrino pequeño, al que no conocía salvo por algunas fotos. El mayor ya habría cumplido ocho. Encontraría la fuerza y las palabras precisas para decírselo, para decirle que mamá había muerto. Para decirle otras muchas cosas. Ya no era necesario que viniera, no encontraría a mamá, tampoco a ella. No habría ya nadie en casa. Si era capaz de hacerlo, en cuanto el buzón se tragara aquella carta, metería cuatro cosas en la maleta, cubriría los muebles, cerraría bien las contraventanas y el portón, y partiría dejando todo atrás. Lo poco que quedaba, apenas nada. La idea de dejar su hogar, de viajar, era aterradora, casi tanto como la de la expiración. Nunca hasta entonces lo había hecho, no más allá de algún trayecto de ida y vuelta en tren hasta Tokio, los apenas treinta kilómetros que separaban su casa de la costa, del centro de la ciudad, de la bahía. Pero tras la muerte de mamá, sintió que una fuerza inusitada tiraba de ella y de su estómago incitándola a marchar. No soportaría estar en esa casa sin ella. Hallaría el valor necesario para hacerlo. Encontraría ese lugar, lo haría…