Lo haría por ella

Lo haría por ella, por su madre.

«A veces hay que empujar a las perezosas palabras para que salgan y digan lo que tienen que decir —escribió Mei—. Otras salen solas a pesar de la pereza que en ocasiones produce pensar, recordar, explicar, hablar o escribir…». En el mismo sitio en el que ahora rasgueaba con la punta de carbón del lápiz sobre el papel, en el banco del jardín, se sentaron juntas, las tres, por última vez. Lo recordaba claramente. Antes de que Misha se enamorara y cambiara, antes de que mamá arrinconara casi todas las palabras, casi todos los recuerdos, antes de que casi olvidara que ellas eran sus amadas hijas, sus dos pequeñas. Empezó por aquel entonces a perder la cabeza. Luego, muy lentamente, fue dejando de ser consciente de quiénes eran los seres que la rodeaban o cuál era su entorno. Una leve lluvia de olvido fue llenando cada vez más las lagunas de su pensamiento. ¿Dónde andaría su mente en esas horas de profunda enajenación? Era imposible saberlo.

La enfermedad, la pena y la vejez fueron borrando o difuminando prácticamente todo. A pesar de ello conservó hasta el final su plácida mirada, siempre tan tierna, con todo su amor abierto de par en par, asomando por sus diminutos ojos, llorosos, entrecerrados por mil calladas nostalgias. Pequeños luceros, inmensos a la vez, misteriosos como la vida que emerge de los brotes en flor. Recordaba bien todo eso de ella, cada día de su vida juntas, de toda una vida. Jamás desde su nacimiento, hacía cuarenta años, se había separado de mamá, salvo por las fugaces obligaciones cotidianas que le impusieron los estudios o el trabajo. También recordaba el desconcierto y la tristeza que en ocasiones abatían su terso rostro desde que su hermana se fuera, y cómo la melancolía fue moldeándola, haciéndola cada vez más silenciosa, más ausente, más y más pequeñita. Menuda como un duende. Añoraba a su hija Misha, la mayor, y a sus nietos, terriblemente, y así, intentando olvidar ese dolor, fue apartándose de casi todo lo humano para refugiarse en las cosas más sutiles, más espirituales, esas que quedan fuera del tiempo y de lo más común de los días. Podía pasar largas horas mirando los racimos de azaleas que colgaban adornando su ventana, o admirar sin medida, sin perder detalle, el vuelo de cada insecto o de cada pétalo al caer de los cerezos o los jazmines del jardín. Observar con detenimiento cómo resbalaban por las hojas las gotas del rocío, el cimbrear de cada tela de araña, o el ir y venir de cada pájaro, y apreciar en todo ello la verdadera belleza. En aquel entonces, o tal vez siempre, su madre mantuvo una clara conciencia de cuánta hermosura y cuánta vida alberga este mundo. Cada mañana, al ir a despertarla, besaba su rostro con infinita ternura y le decía lo maravilloso que había amanecido el nuevo día, daba igual que hiciera un sol espléndido, nevara o diluviara. Todo aquel amor, todo su entusiasmo vital se habían extinguido. Se fueron apagando a la vez que perdía la memoria, hasta que en ella casi todo se convirtió en neblina. Se fue tranquila tras una existencia larga, pura, sencilla y callada, profundamente humilde y sacrificada durante ochenta largos años.

Desde allí, desde donde escribía, habían contemplado juntas, muchas veces, el impetuoso ascenso del sol naciente o cómo el astro se ocultaba ya fatigado al atardecer. ¡Cuánto la iba a echar de menos! Y cuánto habían añorado juntas a Misha durante años. Tras su partida su hogar se fue desintegrando. Su madre, su hermana y ella eran los tres únicos habitantes de un universo perfecto y armonioso, un espacio de unos cuantos metros cuadrados en el que siempre reinaron la pulcritud, la amabilidad y una serena alegría. Nunca necesitó más que a su madre y a su hermana, su pequeña familia, y lo que encerraban las cuatro paredes de su hogar.

La vida fue serenándose desde el momento en que su padre desapareció. Cuando él estaba todo era distinto. Tenso, agrio y áspero. Era un hombre adusto y severo, muy callado y poco dado al cariño o a la cordialidad. Las mantuvo y las quiso a su manera, de una muy mala manera. Todo fue otra cosa durante los años en que, con él, fueron cuatro en casa. Un día papá cruzó la puerta, salió sin decir palabra al pasar delante de ella y ya jamás regresó. Nunca volvió a verlo. Su madre apenas habló de ello, nunca mencionó nada acerca de aquella otra ¿huida?, aunque ella seguramente conociera la explicación. Tampoco las hermanas Tanaka insistieron en saber. La casa entera suspiró aliviada tras la evaporación de aquel hombre extraño y violento, de aquel lastre.

La imagen más nítida que guardaba de él era inquietante. Una vez lo vio casi desnudo y descubrió que prácticamente todo su cuerpo estaba tatuado. El torso por entero y también los brazos y las piernas, toda la piel que quedaba oculta bajo la ropa, hasta las muñecas y los tobillos. También tenía una larga y profunda cicatriz en el centro de la espalda, entre los omóplatos, y le faltaban dos dedos, los dos meñiques de las manos. Era gordo, grande y sudoroso. Un ser enorme, de aspecto imponente y desagradable, como un amenazante luchador de sumo. Todo añadía distancia, desconcierto e incertidumbre al ya inquietante desapego que sentía por él. Todo en torno a su padre fue siempre un enigma, un tremendo vacío asumido sin reproches, sin preguntas, sin demasiada tristeza y a veces con miedo. ¿Cómo pudo su madre unirse a un hombre así? ¿Qué pudo ver en él? Nada, fue un matrimonio concertado, ella se casó obligada con aquel bárbaro. A Mei nunca le gustó su padre, aunque al fin y al cabo le debiera la vida.

Tiempo después de la desaparición, ella tendría entonces unos veintidós años, su hermana, cinco años mayor, se echó un novio americano. Otro más. Tuvo tantos desde niña que había perdido la cuenta. Este era un ingeniero del ejército, rubio, alto, gallardo y algo estúpido, como casi todos los americanos. Pero esta vez la cosa fue en serio. Unos años después se casó con él y se marcharon a vivir muy lejos, a una base militar en Pensilvania donde lo destinaron tras su largo encargo en Japón. Pensilvania. Aquella extraña palabra sonaba a vampiros, a tierra de espectros, como el nombre de un inalcanzable y tenebroso planeta. Tal vez no erraba. También la perdió. Misha soñaba con tener dinero, con volar lejos, con viajar y conocer mundo. Mei detestaba la simple idea de hacer algo así, nada le producía tanta inquietud como alejarse de su humilde hogar, de su casa, de su calle, de su barrio, de su madre. Podía soportar ir en coche o en tren durante breves trayectos y no sin inquietud, pero los aviones y los barcos la estremecían, y esos eran los únicos métodos para llegar hasta su hermana de haber deseado hacerlo. Su querida Misha cayó prisionera de ese hombre y de Occidente y ya apenas volvió a visitarlas un par de veces después de su partida. A lo largo de los años, de muchos años. ¿Cuántos? ¿Seis? ¿Diez? Ya no conseguía recordar con certeza. La última vez su hijo mayor, el pequeño Lee, tenía unos dos añitos. No se le daban bien las fechas ni los cálculos. Luego Misha dejó de escribir, de llamar, y ya apenas supieron de ella. Alguna carta, alguna triste postal, nada más. Detestaba que aquel yanqui les hubiera arrebatado a su hermana. Pero la culpable de tanto desapego y distancia era solo ella. Nada más que ella. Luchaba constantemente por perdonarla.

Para Mei los hombres nunca significaron gran cosa, nada excepcional, nunca cayó en sus redes, en la trampa de las irracionales pasiones del amor, como le había sucedido tantas veces a la coqueta y enamoradiza Misha. Ella jamás se había enamorado, al menos no lo suficiente. Aún era virgen. Dejó de pensar en eso hacía tiempo, su celibato ya no era una carga. El deseo sexual para ella, como para tantos otros japoneses, hombres y mujeres, estaba entumecido, aletargado. Solo muy de vez en cuando atendía a su llamada masturbándose sin demasiada pasión, como un mero alivio orgánico, fisiológico. Solo una vez mostró cierto interés por un muchacho y él por ella. Aichi, su compañero de pupitre durante la secundaria. Recordaba aquello como algo agradable, aunque al fin insignificante. Todo quedó en algún que otro tímido beso robado, algunas timoratas caricias durante sus apasionadas charlas tras las clases, en una hermosa amistad de infancia y adolescencia. Quién sabe qué hubiera ocurrido. Pero Aichi un día se marchó, sus padres se lo llevaron a vivir muy lejos, a la ciudad de Fukuoka. Ya nunca más supo de él ni pensó más en eso, aunque alguna vez en sus sueños mantuviera un bello romance con un hombre de ojos verdes que, en algo, le recordaba a Aichi. Podría haber sido así de mayor.

Mei Tanaka fue, desde niña, una muchachita rara, algo enclenque, solitaria, retraída y silenciosa, siempre absorta y metida en su mundo, aislada de casi todo. Durante un tiempo temieron que padeciera algún tipo de retraso, tal vez autismo. Nada más lejos de la realidad, lo cierto es que Mei era una chiquilla avispada, interiormente alegre y muy inteligente. Pero solo era quien era en la intimidad. De allá afuera no le interesaban demasiadas cosas y menos aún los seres humanos y sus vaivenes, no sabía relacionarse bien con ellos. Sin embargo sí podía hacerlo de forma extraordinaria con los animales, con todo lo que emanara verdadera naturaleza. Era capaz de dialogar de forma fluida con sus gatos, con el búho que rondaba el jardín o con un ratón, con los cerdos o las gallinas, con las flores y los árboles, con los insectos, incluso con las hortalizas de su huerto, pero le resultaba muy complicado comunicarse con la mayoría de las personas. No sucedía así con su madre ni con sus abuelos, con los tres mantenía una relación preciosa, intensa y siempre reconfortante.

A medida que crecía, fue adaptándose de forma inevitable para sobrevivir. Cuando cumplió cinco años, más o menos, empezó a comprender que era necesario, imprescindible tal vez, interactuar con los demás para poder vivir tranquila, para que no la tomaran por una enferma, para que la dejaran en paz. Fue aprendiendo a responder siempre con educación y discreción, a cosechar sonrisas y respeto, manteniendo en todo momento un comportamiento ejemplar para al fin conseguir normalmente salirse con la suya. Por no discrepar, por evitar cualquier inconveniencia, conflictos o habladurías, aprendió a dar la razón de la forma más oportuna y en el instante preciso, encontrando normalmente las palabras justas. Solía decir aquello que los demás esperaban o querían oír, nada más, era sencillo para ella intuirlo, adivinarlo, y en cuanto podía volvía a su mundo, a su silencio y a sus conversaciones consigo misma, con los animales o con los espíritus que normalmente la rondaban.

La escuela nunca fue un plato de gusto para Mei, como tampoco lo fueron el instituto ni la universidad. Pero a todo supo sobreponerse y de todo aprendió lo necesario. Cada nueva experiencia, por pesada o incómoda que fuera, por indeseable que resultara, terminaba reforzando su verdadera personalidad, la que tan pocos conocían. Sobrellevar cada momento, cada nueva situación, adaptándose a cada nuevo entorno y a los seres que habitaban en él, era para ella una misión casi mística, un destino no del todo apetecible, pero inevitable y enriquecedor. Una disciplina más que ejercía como prolongación de las artes marciales en las que se adiestraba con placer. Pero en ningún momento tuvo la sensación de malvivir por ser así o vivir de forma errónea. Los que solían llevar vidas incomprensibles para ella eran los demás. De haber podido, hubiera prescindido de casi todos excepto de su madre y de sus abuelos maternos. También quería mucho a su hermana mayor y a Miyazaki, su cariñoso gato, que murió rollizo, viejo y satisfecho tras una larga, lenta y perezosa vida. Su padre, sin embargo, fue para ella un espacio vacío, una hoja en blanco, que nunca consiguió rellenar. Conocía personas respetables entre sus vecinos, inteligentes, simpáticas y amables, por supuesto, correctas, gente que quedaba a salvo de su singular e inofensiva indolencia. Por encima de todo amaba a su madre y a su hogar, su precioso nido. Realmente solo se sentía a gusto en sus estancias, dentro de los límites de su pequeño y bello mundo. Su sencilla casa, que antes fuera de su abuelo y mucho antes de su bisabuelo y aun antes de su tatarabuelo, era su diminuto paraíso. Fue una de las primeras que se construyeron en Tokorozawa, un barrio a poco más de una hora del centro de Tokio, en la prefectura de Saitama. Una casita de madera de tres plantas rodeada por un frondoso jardín. Cercana a la estación de tren de Kokukoen y al aeropuerto Yokota, donde trabajaba su abuelo Gigoro como mecánico de aviones, y no muy lejos de la escuela elemental Meiho, donde ella estudió durante años. Estaba suficientemente cerca y suficientemente lejos de todo, a salvo de todo, o de casi todo. Seguía en pie, digna y discreta, después de casi dos siglos de vida, soportando diluvios y ventiscas, tifones y terremotos.

La planta de abajo era muy luminosa, recogida y diáfana, podía dividirse en dos pequeñas habitaciones y un salón gracias a un par de fusumas, unas preciosas puertas correderas de papel, decoradas con paisajes que su abuelo fue trazando a tinta y acuarela durante años. Cada espacio era acogedor a pesar de la sobria y escasa decoración. Y especialmente su cuarto. Estaba en la buhardilla, sobre la habitación de su madre, donde ahora yacía su cuerpo inerte ya sin espíritu.

¿Cómo se puede vivir sin espiritualidad? Se hacía esa pregunta con frecuencia. Ella sentía con mayor nitidez su alma que el extraño cuerpo que la alojaba. La muerte no era el fin, no debía serlo. «¿Imaginas que no haya nada? —preguntaba a su madre de pequeña enojándola—. ¿Imaginas que todos nuestros dioses fueran una patraña, una multitud de inútiles, solo leyendas?».

Siguió pensando qué decirle a su hermana. «¿Por qué tuviste que marcharte, Misha? ¿Por qué? Ya nunca volverás a ver a mamá. Ella ya no podrá volver a ver a tus hijos. Al pequeño no ha llegado siquiera a conocerlo, salvo por el par de fotografías que siempre llevaba encima. ¿Por qué nos dejaste así?…».

Tras su marcha las dos solas vivieron felices, aunque la echaran tanto en falta. Cuidar de su madre y de su hogar colmó siempre todas las expectativas de Mei, y calmó al fin cualquier añoranza. Solo en eso y en sus estudios ocupó durante muchos años su tiempo. En la universidad sació en parte su deseo de aprender y mantuvo contacto con la vida un poco más allá de las cuatro esquinas de su casa. Estudió Enfermería y se especializó en Geriatría, todo para poder atender mejor a su madre, para poder ocuparse de ella en todos los aspectos, de la forma más eficaz y autónoma. Sentía verdadera devoción por los ancianos y en especial por la mujer que la concibió, y que de forma irremediable fue haciéndose vieja a su lado. La jovencísima enfermera Tanaka terminó trabajando en la unidad de Geriatría del hospital Matsuzawa, y eso llenó a su madre de honor y felicidad. Cuidaba de todos los ancianos de su calle, de cualquiera que en el barrio reclamara su ayuda. Además de tomarles la tensión, inyectarles sus medicamentos o calmar sus dolores con masajes y acupuntura, tenía el don de saber aliviar sus males charlando, simplemente eso. Sabía cómo comunicarse con ellos, encontraba siempre las palabras o los gestos que los reconfortaban, y los escuchaba con verdadera atención. Conseguía que cada uno de ellos, a su manera, se sintiera una persona digna, valiosa y amada. Tenía arrumacos para todos, y de tanto en tanto los llevaba a los baños para que se relajaran zambulléndose en las saludables bañeras de agua caliente y hierbas. Los viejos de Tokorozawa adoraban a la pequeña Mei Tanaka, la hija de Naoki, la nieta de la señora Kaya y el señor Gigoro…

Querida hermana:

Mamá murió tranquila, no sufrió. Se fue como se esfuman los sueños. Y como sucede tras los sueños, ha quedado esa rara sensación de poder retomarlos, como si lo falso fuera esta vida y lo real solo lo que existe mientras duermes. Como si mamá fuera a aparecer en cualquier momento, arrastrando los pies con sigilo. Esparciré sus cenizas en el jardín, como ella deseaba, en el lugar que deseaba. Tal vez tendría que haberte llamado, pero no he sabido cómo hacerlo. A veces hay que empujar a las perezosas palabras para que salgan…

Arrancó otra hoja y la rompió. Le iba a costar terminar aquella carta, no era exactamente rencor, no era eso, era una fabulosa desgana, una inmensa distancia. Absoluta desidia. El vacío que dejó se transformó en piedra y sepultó los sentimientos. Qué triste era sentir eso… Desistió de escribir por el momento. Mientras esperaba dio unas vueltas alrededor de su cerezo más querido acariciando su tronco, el mismo árbol que un día siendo muy pequeña plantara con su abuelo: Narayama lo habían bautizado. Cada árbol del jardín tenía su propio nombre. Empezó a chispear. Caminó despacio bajo la lluvia, descalza, melancólica. Se refugió en la entrada del pequeño pabellón de cristal que se alzaba junto a la casa. Era una edificación anexa, algo más moderna, levantada en piedra y madera, toda acristalada alrededor y también en buena parte del techo. Parecía un invernadero o un extraño templo. Se comunicaba con el resto de la vivienda por una puertecita y un angosto pasillo. Dentro estaban los baños que hacía años regentaba su madre. También el pequeño dojo donde practicaba artes marciales. Allí, sobre el tatami, que tendría unos veinte metros cuadrados, se ejercitaban su abuelo y sus discípulos. Muchas veces ella entrenaba con ellos, nada le gustaba más siendo niña.

El abuelo Gigoro era un docto judoca, un maestro que solo compartía sus conocimientos y su sabiduría con algunos buenos camaradas. También repartía entre ellos su vino y su comida tras las duras sesiones de judo. Antes de entrar en ese lugar sagrado, Mei lavó delicadamente sus pies en la escudilla de la fuente. Jamás había osado pisar allí sin descalzarse, o sin saludar haciendo una respetuosa reverencia, nadie lo había hecho. Ella también era judoca, nunca lo olvidaba. Arrastró los pies dando suaves pasos sobre el tatami, acariciando con las plantas las ya roídas colchonetas de lona y algodón que cubrían por completo la vieja tarima de nogal del suelo. Al fondo, tras una puerta en forma de arco, unos escalones bajaban hasta los baños, a los que también se podía acceder desde la calle, justo al otro lado de la casa. De las tres bañeras redondas, ahora vacías y algo cochambrosas, emanaban siempre aromas extraordinarios, olores que habían impregnado todo, dentro y alrededor. También su alma. Esa fue la fragancia que inspiró al dar la primera bocanada del aire de este planeta. Había nacido allí, justo en ese lugar, dentro de una de esas tinas, y siempre imaginó que allí moriría.

Aún nadie había aparecido, llamarían a la puerta. Siguió recorriendo la casa extrañamente vacía sin su madre viva. Su habitación estaba arriba, en lo más alto. Era una especie de altillo, una escasa buhardilla que a ella le parecía el lugar más seguro y acogedor del mundo. En el suelo, un colchón de lino y una esterilla, su almohada «mágica», sobre la que podía volar en sueños convertida en nube, unos cojines de seda de colores vivos, unas cuantas cajas donde guardaba fotos y otros recuerdos, unas cestas de mimbre, una mesita baja y sobre ella unos cuadernos, unas velas, varillas de incienso, unos cuantos libros, unos viejos juguetes, alguna muñeca olvidada. Otros muchos libros y cuadernos de apuntes se amontonaban en una esquina, junto a una lámpara de lectura. De un cordel colgaban varias perchas con la poca ropa que tenía, y debajo, dentro de un cajón, sus tres pares de zapatos. Nada más, aquellas eran sus posesiones, aquel era su mundo. De haber sido por ella, jamás hubiera salido de allí, de aquella dulce celda siempre abierta, ni de los cortos límites de aquella amada propiedad. Empezaba a anochecer.

Desde su ventana, a lo lejos, se distinguía ya el intenso resplandor del centro de la ciudad, que iluminaba el horizonte de la noche, ensuciando el cielo, manchándolo todo de un sucio gris anaranjado. Tokio no es una ciudad, es un asco, pensó, son decenas de ciudades juntas, entrelazadas, mezcladas, pegadas con una rara arcilla plagada de seres humanos. Tokio, como todo Japón, es un inmenso mundo aislado, lleno de belleza y soledad. Por fortuna, la oscuridad aún respetaba su jardín, había pocas farolas entre la frondosa vegetación de las calles y fincas que rodeaban su casa, perdida en una inmensidad de millones de casas. Y ella, sola como nunca, perdida y sola, entre millones de personas. Se asomó a la ventana y miró su precioso jardín y la techumbre de cristal del angosto gimnasio de su abuelo. A través de la cristalera, cuando era niña, veía cómo él y sus pupilos perfeccionaban katas o luchaban entre ellos. La visión ahora era muy distinta. Los empleados de la funeraria se acercaban a la verja cargando con un inmaculado y reluciente sarcófago blanco; detrás de ellos, dos agentes de la Policía Municipal.

El dolor de abandonar aquella casa y su sencilla vida le punzó en el corazón. Pero la existencia allí, sin su madre, sin ninguno de sus seres queridos, ya no tendría sentido. Bajó a recibir a aquellos hombres, a abrir la puerta a la realidad, a las secuelas de la muerte…

Dejaron el ataúd en el centro de la habitación, orientado hacia el norte, sobre un par de caballetes bajos. Ella se ocuparía de bajar el cuerpo hasta el salón principal y disponerlo todo para el velatorio. Mei se puso una chaqueta y se sentó de nuevo a esperar en el banco del jardín. Al poco apareció el doctor Sugimoto, disculpándose por la tardanza; parecía muy triste. Entró en la casa dispuesto a certificar lo inevitable. Hacía décadas que era el médico de la familia Tanaka. El doctor evitó en todo momento los ojos de Mei, abrumado por la pérdida, seguro, ya que sentía un gran afecto por su madre, pero también desolado por haber tenido que comunicarle a Mei hacía pocas horas la noticia de su enfermedad y los malos presagios.

El doctor hizo su trabajo y después se marchó prometiendo a Mei que volvería al día siguiente para el funeral. Mei se ocupó de lavarla, maquillarla y vestirla. Una vez estuvo lista, una hora después, los empleados de la funeraria la ayudaron a colocar el cadáver en el ataúd y se marcharon.

A medianoche todo estaba listo para velar a la muerta, que estaba radiante con su inmaculado kimono de seda alba. Siguiendo el ritual, cubrió su rostro con un pañuelo también blanco. En la cabecera del colchón dispuso una mesita y sobre ella todo lo preciso, unas velas, unas barras de incienso y unas campanillas doradas. Luego, con delicadeza, posó sobre el cadáver una daga, un arma muy antigua que perteneció a su abuelo Gigoro, y mucho antes a un distinguido samurái. Así, en caso necesario, podría defenderse de cualquier espíritu diabólico en su camino al paraíso.

Fueron llegando algunas personas que, con gesto contrito, querían ver a la difunta y hacer compañía a Mei. Por mucho que le horrorizara la idea no pudo negarse. El día había sido largo e intuyó que aún más lo sería la noche. Las horas transcurrieron lentas, muy lentas, penosas, agotadoras, especialmente para ella.

Esa madrugada veló a su madre minuto tras minuto hasta que la venció el cansancio. Se retiró a su cuarto, se acurrucó en el futón, y lloró al fin sin pudor, en soledad y sin reparos, muy amargamente, hasta que, perdida en el llanto, se quedó dormida. Debió de pasar solo un rato, una hora apenas, hasta que la despertó el sol que entraba por la ventana. Abajo seguían algunas amigas de su madre en torno al féretro.

Por la mañana, otros muchos amigos y vecinos se acercaron a darle el pésame. Todos querían despedirse antes de la cremación. Algunos dejaban flores alrededor del rostro de la anciana muerta, pequeñas margaritas. Mientras los invitados tomaban té y dulces, hablando o sollozando en susurros, ella se preparó un café bien cargado, algo que no solía hacer, y se sentó en un rincón de la cocina a ojear una de las viejas y manoseadas revistas que guardaba su madre. Hubo un tiempo en que miraba en ellas todo aquello que, seguramente, jamás llegaría a tener; era solo una niña y sufría por ello. Estaba completamente agotada, debía espabilar. Tal vez fue la casualidad o el destino, pero al curiosear con desgana entre las páginas notó como un fogonazo en los ojos, un latigazo que le hirió la mirada y que le hizo dar un respingo. Un escalofrío de aprensión y sorpresa recorrió su espalda. Nunca antes había oído hablar de Yonsú, a nadie salvo a su abuela y a su madre, y justo en ese instante, mientras ella aún estaba de cuerpo presente, supo de nuevo de la misteriosa aldea. En la revista, en el último rincón de la última página, un pequeño titular rezaba: «El viejo mito de Yonsú». Leyó la columna con avidez…

Hablaba de un supuesto poblado perdido entre montañas, más allá de un espeluznante bosque en el que gente desaprensiva abandonaba a sus familiares más ancianos. En aquel pueblecito, formado apenas por unas cuantas chozas, se suponía que terminaron algunos de los viejos que sobrevivieron al horror de haber sido dejados a su suerte en aquella espesa e impenetrable foresta. Abandonados a su mala suerte. Más allá de las rígidas apariencias sociales niponas, la realidad, según el autor, era que cada vez más ancianos terminaban abandonados en algunas zonas de Japón. Algunos, los menos, cerca de Tokio, en el siniestro bosque de Aokigahara. Otros, la mayoría, en el mar de árboles que rodea la gélida ciudad de Sapporo. También se conocían casos en Okinawa y otras ciudades. En ocasiones, para seguir cobrando una pensión o las indemnizaciones que reportarían los seguros, otras por hartazgo o desidia, por falta de humanidad y cariño, o simplemente por no poder mantenerlos económicamente. Le aterró aquella idea. ¿Cómo alguien podía hacer algo tan cruel?

El autor del artículo, un tal Okkoto Yonza, explicaba macabros detalles sobre el asunto. Contaba cómo muchos viejos terminaban muriendo de hambre y sed, perdidos en el impenetrable laberinto de la arboleda. Otros se suicidaban o lo intentaban sin éxito en su agonía.

El bosque, según el periodista, estaba sembrado de esqueletos, de calaveras y huesos, restos de cuerpos descompuestos o ya devorados por las bestias, plagado de objetos y abalorios, relojes, anillos, pendientes y collares, de calzado y ropas destrozadas. Al igual que sucede en el bosque de los suicidas, a las afueras de Tokio, las autoridades intentaban negar la sórdida evidencia, disimularla, incluso disuadir a los que pretendían penetrar en aquel territorio de desesperación y muerte poniendo carteles con advertencias y consejos. De tanto en tanto patrullaban y vigilaban las inmediaciones, algunos senderos, cuidaban de que nadie se acercara, limpiaban algunos restos, tapaban como podían la macabra vergüenza ante los morbosos turistas que se aventuraban por allí. Pero la zona es demasiado inabarcable y salvaje, y no había medios ni dinero suficiente para pagar a tantos funcionarios como se necesitaban.

Buscó la fecha en que estaba publicado el artículo, era de 2009, de tres años atrás. Había estado ahí todo ese tiempo, sobre una mesilla, esperándola, perdido entre el montón de prensa y revistas caducadas que guardaba su madre. No tiraba ninguna porque, desde que empezó el avance de su demencia, ella disfrutaba recortando fotografías con las que hacía curiosos y bellos collages. ¡Si lo hubiera visto antes! ¡Y si todo lo que decía fuera cierto!

La semana pasada —seguía diciendo el escrito— los funcionarios municipales del distrito de Toyohira descubrieron en un bosque cerca de Furano los restos del que era considerado el hombre más viejo del Japón, Sogen Kato, nacido en 1899. Las investigaciones y análisis llevaron a la conclusión de que se trataba de él, aunque en los registros municipales se indicaba que seguía vivo. Los funcionarios creen que Kato murió en los bosques cercanos a Yubari hace varios años y llegaron a esta conclusión gracias a una carta que guardaba en el bolsillo de la chaqueta que aún vestía el cadáver momificado. Calculan que podía llevar desaparecido desde el mes de noviembre de 1978.

La Policía sospecha que la familia del anciano no comunicó su muerte para seguir cobrando su pensión, la cual se les seguía abonando. De forma periódica, las autoridades municipales, por orden del Ministerio de Sanidad, visitan los domicilios de algunos de los ancianos centenarios (actualmente en Japón hay más de cuarenta mil) para certificar su estado.

El caso de Sogen Kato ha hecho saltar las alarmas. Tras su hallazgo, se supo asimismo que la mujer supuestamente más anciana del país, Fusa Furuya, residente en Tokio y nacida en 1897, también se halla en paradero desconocido, quién sabe si del mismo modo acabaría abandonada y perdida en otra siniestra arboleda. El viernes pasado funcionarios del distrito tokiota de Suginami visitaron su domicilio, pero no hallaron rastro de la centenaria. Su hija mayor, de setenta y nueve años, y que reside aún en la casa de su madre, aseguró que llevaba dos décadas sin verla y sin saber nada de ella. Creía que vivía con su hermano.

Según las estadísticas del Departamento de Sanidad, en Japón había censados 40 399 centenarios hasta septiembre de 2009. En el año 2005 se descubrió que una mujer de Tokio que supuestamente tenía ciento diez años llevaba desaparecida cuatro décadas, por lo que las autoridades decidieron que la Policía visitara a las personas más ancianas para certificar su fe de vida. Se descubrió entonces que al menos cincuenta y dos supuestos centenarios estaban desaparecidos o habían muerto, sin que hubiera constancia oficial de ello. Japón es el país del mundo con mayor esperanza de vida, especialmente en el caso de las mujeres. La expectativa de vida de una mujer japonesa supera los ochenta y seis años, la mayor del planeta, mientras la media de los varones está en algo más de ochenta años.

Después el periodista divagaba y fantaseaba sobre la aldea de Yonsú. Se basaba en el testimonio de un superviviente, una mujer llamada Toki Ashitara, que regresó desde allí, aunque murió solo un mes después. Contaba que aquella mujer, que según sus documentos tenía entonces más de ciento doce años, había vivido largo tiempo junto a otros viejos en el poblacho, al que llegó tras ser maltratada y abandonada en la foresta, en secreto, por su yerno.

Volvió de allí maltrecha en su afán por ver una vez más a su hija y contarle lo sucedido, por vengarse del miserable de su marido. Lejos de la aldea, donde los ancianos disfrutaban de fuerza y salud y vivían sin temer a la muerte, no sobrevivió demasiado tiempo. Allí, según la señora Ashitara, sucedían cosas prodigiosas, y la más sorprendente de todas era que la enfermedad y la muerte parecían no tener lugar.

Nadie sabía con certeza, concluía el artículo, dónde se esconde la misteriosa aldea, y la mujer no quiso o no supo dar indicaciones o pistas más precisas antes de fallecer. Pero todas las deducciones conducían a que estaba en algún lugar perdido entre las frondosas montañas del antiguo territorio de los ainu. Toda la isla de Hokkaido les perteneció hasta finales del siglo XIX. El autor del artículo concluía:

Yonsú no debe de estar demasiado lejos de la ciudad de Sapporo, y del parque natural de Furano, un importante atractivo turístico de la zona. Aunque se necesita un inmenso valor para intentar averiguarlo. Aquella es una zona en la que los japoneses raramente osan adentrarse, pues, según la leyenda, está habitada por temibles demonios al servicio de los espíritus ainu. Esos tatarigami (fieros demonios surgidos de la ira) guardan celosamente sus bosques, y no dudan a la hora de perseguir y dar muerte a cualquier invasor nipón, a cualquiera que no sea de la etnia de sus antepasados, a cualquiera que sin ser ainu profane sus dominios.

Mei pasó el resto de la jornada en estado de shock. Todos los presentes achacaron su aparente enajenación, su estado de profunda ausencia, a la pena, y así era, pero también se debía a la impresión que le causó leer aquello. Tal vez estaba exagerando, tal vez solo fueran burdas patrañas periodísticas, amarillismo, puro morbo, pero a ella le impactó sobremanera aquel artículo perdido.

A mediodía, completamente vestida de negro, encabezó la comitiva fúnebre hacia el crematorio. No quedaba lejos del aeropuerto e hicieron el recorrido a pie por las calles de Tokorozawa. Todos a su paso agachaban la cabeza en señal de duelo y lloraban en silencio, sin lágrimas, aquella pérdida. Era el último viaje de una de las mujeres más queridas allí. Ya en el tanatorio, los más íntimos o cercanos a la difunta, que asistieron al sepelio vestidos con sus mejores galas, fueron lavándose las manos con agua y sal, para que su alma no quedara adherida a su piel al tocar el cadáver antes de cerrar la caja. El empleado de la funeraria ofreció a Mei unas sandalias de paja y un bastón que esta colocó dentro del ataúd, sobre el cuerpo de su madre, junto a un abanico y un saquito de tela que contenía unas monedas, con ellas podría pagar al barquero que la llevaría al otro mundo.

El sacerdote se sentó en lugar de honor junto a Mei y, tras recitar diferentes sutras, comenzó el banquete funerario. Comieron y bebieron pasteles y aguardiente de arroz. Luego, uno a uno, fueron desfilando ante la muerta y leyendo unas palabras que previamente habían escrito. Todos clavaron de forma simbólica, con una piedra suave y pequeña, las puntas que sellaron la tapa.

La cremación se prolongó algo más de una hora y media; durante ese tiempo los invitados al sepelio siguieron comiendo y bebiendo. Charlaban solazados, recordando entre risas algunos momentos gozosos vividos junto a la fallecida. Todos entregaron a la huérfana sobrecitos con algo de dinero para hacerle más llevadera su nueva situación en la vida. Un funcionario entregó a Mei los restos en una urna de jade rojo, que tomó entre sus manos con cierta incredulidad y muy apenada. Luego dirigió unas palabras de agradecimiento a los presentes y los despidió uno por uno. Impaciente ya por acabar con todo aquello.

Llegó a casa tras cerca de cuarenta y ocho horas de funeral y se sintió sola, muy sola y aliviada. En una esquina de su habitación, sobre una mesita, colocó el kotsutsubo que contenía las cenizas, una fotografía de su madre, una tabla mortuoria, incienso y unas velas. Se arrodilló ante el improvisado altar y lloró y rezó durante largo tiempo. Lloró y lloró todo lo que no había llorado en muchos años.

Cuando consiguió serenarse tomó una decisión firme, no esparciría las cenizas entre los árboles del jardín, como deseaba su madre. Cumpliría un deseo mucho más importante para ella. Llevaría sus restos hasta la aldea de Yonsú y allí reposarían para siempre. No se sentía capaz de perder lo único que restaba de su madre, no todavía. Las llevaría con ella, en su petate, y de algún modo colmaría su sueño.

«Al fin, mamá —pensó—, encontraremos juntas tu edén, si es que existe…»

Pero las ceremonias en Japón no acaban ahí. Al día siguiente el sacerdote regresaría a su casa para rezar siete responsos, los parientes y amigos volverían a reunirse, pero ella ya no estaría. NO, ya no. Ya no soportaba más. Había sido diligente y había cumplido con su parte. Esos siete responsos se repetirían durante siete semanas sucesivas. Durante los cuarenta y nueve días en que los familiares tendrían que guardar luto de forma ineludible. Hasta ese momento no terminarían las obligaciones mortuorias, hasta ese momento el alma de su madre no iniciaría su feliz viaje al paraíso, y la vida de los vivos no volvería a la normalidad.

Respetaba el rito, de ello dependía que su madre alcanzara su destino celestial, pero ella ya no estaría allí. No. Guardaría el luto y la enterraría pasadas tres semanas, como era su obligación, pero sería muy lejos de allí, de todos, de todo aquello, en algún lugar remoto y muy al norte…

Cenó muy frugalmente y tomó una reconfortante infusión mientras, al fin, consiguió escribir algo más o menos coherente a su hermana Misha. Lamió despacio la solapa engomada del sobre y lo cerró con la carta dentro, sin llegar a releerla. ¿Ya para qué? Una vez lo hubiera echado al buzón, a la mañana siguiente, como había pensado, cubriría con telas los muebles, cerraría ventanas y contraventanas, anclaría los portones de la casa y dispondría todo para partir. Aquella, quién sabe, también podría ser su última primavera en la tierra y debía aprovechar bien el tiempo. Debía llegar a Sapporo cuanto antes. Por suerte, las temperaturas serían suaves. Con las primeras nieves todo se hubiera complicado mucho más. Tenía por delante siete semanas, solo siete, antes de poder enterrar o esparcir los restos de su madre. Ese era el plazo. Ya no había vuelta atrás. Reposaría lo más cerca posible de la aldea de Yonsú. Fuera como fuera, lo conseguiría. Ahora la que debía descansar era ella, el viaje sería largo y las emociones fuertes.

Querida Misha:

Qué distinta se ve la vida cuando sabes que la puedes perder pronto, cuando alguien te dice que el final puede no estar ya tan lejos como imaginabas. Cuando ves partir a alguien a quien amas. Desearía que nunca tuvieras que pensar en estas cosas, que los días simplemente pasaran plácidos, lentos y sonrientes. Para ti y para tus hijos, claro, incluso para tu esposo, al que deseo lo mejor, aunque yo nunca lo haya mirado con buenos ojos. No me gustan los americanos, ya sabes, aunque siempre os deseo lo mejor a los cuatro. Pero hoy tengo que darte una mala noticia, y se me parte el corazón por ello…

Mamá ha muerto. Se fue. Su cuerpo ya es ceniza. Su alma ya vivirá feliz en otro lugar. Lo merece. Hoy pensaba esparcir sus restos, repartirlos al pie de los árboles del jardín, un puñadito en cada uno. Eso me dijo, eso quería. Pero he cambiado de opinión. En cualquier caso seré cuidadosa. Derramaré su liviana esencia gris como si estuvieras a mi lado, pensaré en ti mientras se esfuma lo poco que queda de ella. Está aquí a mi lado. Haga lo que haga con sus restos, debo darme prisa antes de enterrarlos. No puedo esperarte, sería mucho tiempo…

Seguí el ritual. Mamá estaba bellísima con el kimono blanco que guardaba para su funeral. La maquillé con mimo y con bastante acierto, todos me dijeron que su rostro aún parecía vivo. Vinieron algunos vecinos, la señora Suwaza y su hija, el matrimonio Narayama, Chan, el panadero, algunos viejos clientes de los baños, como el señor Sarasarato. Uno a uno se despidieron de ella con mucho amor, ya sabes cuánto se hacía querer mamá en el barrio. Tokorozawa ya no será igual sin ella. Sus queridas calles también la echarán de menos. ¿Sabes?, poco o nada ha cambiado desde que te fuiste. La avenida de los Pájaros sigue casi igual, salvo los árboles que han crecido una barbaridad desde entonces. Ahora son mucho más grandes y frondosos que los que guardarás en tu memoria. La gente sigue viniendo con sus pájaros en las jaulas de bambú, y siguen sentándose en los bancos a charlar mientras las aves canturrean y se arrullan.

Las casas mantienen intacto su aspecto. Las mismas puertas, las mismas ventanas, los mismos farolillos y los mismos colores apagados, los mismos brillos, las mismas sombras, las mismas personas de acá para allá caminando, envejeciendo, cambiando lentamente, sin darse cuenta apenas del paso del tiempo. Ahora hay muchos más coches y muchos más viejos. Tokio sigue siendo un inmenso y ruidoso laberinto que detesto y en el que temo perderme. Solo me siento a salvo en las cuatro calles de nuestra manzana, en nuestro viejo barrio.

Mamá murió tranquila. No temas. Ya sabes cómo era, nunca perdía la sonrisa, y tampoco lo hizo al morir. De improviso debió de quedar inerte, hecha un ovillo, parecía serena. Un minuto antes, como cada mañana, limpiaba la tarima. Abrillantar el suelo, ese fue su último acto. Muchas veces le dije que no lo hiciera, que dejara que me ocupara yo de la limpieza, pero le producía tanto placer cumplir con sus viejas costumbres cada día que no supe impedírselo. «Lo rutinario es el eje sagrado de la vida —nos decía muchas veces, ¿recuerdas?—, las rutinas cotidianas son una salvación, una bendición, nunca os apartéis de ellas, nunca lamentéis tener que atender a esas pequeñas cosas». Ya no habrá más rutinas para mamá. Tampoco para mí. ¿Cómo explicarte?

He decidido salir de aquí después de tantos años, de toda una vida. Mi decisión te alegrará, supongo, ya que siempre criticaste con dureza mi obsesión por no alejarme de casa, mis temores para ti absurdos, mi desinterés por viajar, por ver el mundo, ni siquiera mi propio país. Estoy enferma, eso parece, aunque no me siento demasiado mal. El turbio dictamen del doctor Akira me ha empujado a emprender este camino. También quería hablarte de esto. Otro trago amargo. Después de tanto tiempo no te mando buenas nuevas, lo sé, después de tanto silencio entre las dos. Dice que tengo una enfermedad incurable, algo en la sangre que terminará minando la médula. No es para tanto, al fin y al cabo todos estamos sentenciados, solo que no sabemos de fechas. Aunque de momento, como te decía, solo he sentido algunas molestias, parece ser que todo irá en aumento. Lentamente. Muy lentamente. Aún puedo vivir algunos años, eso dijo.

No estoy asustada, solo desconcertada. Me duelen los huesos, sobre todo los de la espalda, cada vez más, y me canso con más facilidad que antes, esos son los únicos síntomas de momento. Sigo siendo razonablemente ágil, como seguramente me recuerdes. Siempre te gané trepando a los árboles o subiendo por las fachadas, echando carreras, corriendo o en bici, ¿recuerdas? También sobre el tatami. Mi destreza en la lucha te salvó muchas veces. Salía en tu defensa en la escuela y en las calles, aunque tú fueras la mayor. Siempre fuiste una chica muy chica. Tú tan femenina y yo tan poco. Tú con todos esos muchachos que te pretendían y yo tan ajena siempre a los nacientes juegos del amor. Así sigue siendo. Por eso tú encontraste pareja y yo no. Posiblemente. Pero sigo en lo mismo, nunca fui ni seré una maiko, jamás, ya lo sabía con certeza desde muy pequeña. No nací para aprendiz de geisha, para servir a un hombre, por nada me sometería a esa estúpida esclavitud, como durante tantos años hizo mamá y como posiblemente ahora estés haciendo tú, aunque sea al modo norteamericano. Siento este comentario que tal vez te resulte hiriente. No es mi intención. Pero ya sabes, será que mis genes aún guardan rencor desde entonces. Desde que una preciosa mañana de agosto de 1945, una maldita bomba acabara con la vida de buena parte de nuestra familia, de nuestros compatriotas. ¿Cómo se puede olvidar algo así? Ese verano el cielo convertido en fuego cayó sobre ellos. Mamá nunca lo superó y yo tampoco…

Tampoco superamos que tardaras tanto en llamar cuando el año pasado, por estas fechas, tembló la tierra y el mar se tragó Fukushima. ¿No sentiste curiosidad por saber si estábamos bien? Al menos el temblor sirvió para tenerte un poco más cerca, dos centímetros más cerca, ya que todo Japón se desplazó esa distancia hacia los Estados Unidos. Siento escribir estas cosas, que los embates de resentimiento me salgan de tanto en tanto, como un tsunami de reproches. No quiero sentir eso y menos por ti. Pero desapareciste, fue como si murieras. ¿A dónde fue a parar nuestro intenso amor? Supongo que algún día, cuando hayamos muerto las dos, tu fantasma y el mío jugarán de nuevo en el éter, juntas de nuevo al fin, en un mundo paralelo, en alguna parte, con mamá…

Imagino que seguirás pensando en mí como una excéntrica hikikomori, como una estúpida, una anormal, siempre rodeada de viejos locos, siempre encerrada en mí misma, en mis pensamientos, en mi cuarto, en mi casa. Una patética víctima de la agorafobia y de la ansiedad, una frígida, una eterna solterona, una triste perdedora. Tal vez tengas razón, posiblemente todo eso es lo que soy. En lo que me he convertido. Pero, créeme, no me importa. Sé quién soy y no tengo casi nada que recriminarme. Me llevo bien conmigo misma y no creo haberme perdido nada sustancial, al menos de momento.

Pero ahora estoy dispuesta a cambiar. No me queda otra. Debo hacerlo. Liar los bártulos y probar otra vida, otra suerte. Pienso irme, aunque no sea demasiado lejos ni sepa por cuánto tiempo. ¡Qué miedo da siquiera pensarlo! Aún no he planeado detalladamente la ruta, pero sé que tendré que hacer cosas hasta ahora impensables para mí. Tomar un tren bala hacia el norte, ¡imagínate!, y posiblemente también un ferry, uno de esos barcos que tanto me aterran. Aunque aún me da más claustrofobia el túnel submarino por el que los raíles del Shinkasen cruzan bajo el mar para llegar hasta la isla de Hokkaido.

Allí pienso encaminarme, viajaré hasta la fría Sapporo. Luego, desde allí, seguiré en autobús o en coche, quién sabe, o en un asno, o caminando. Sea como sea, llegaré hasta las montañas donde posiblemente se esconda Yonsú. ¿Recuerdas qué es Yonsú? ¿A qué me refiero? Aquella leyenda que obsesionaba a nuestra madre. ¿Recuerdas? Partiré pronto en busca del sueño de mamá. ¿Te imaginas que lo encuentre?

Mamá nunca dejó de insistir, incluso el día antes de morir algo me dijo sobre la dichosa aldea, algo ininteligible. ¿Recuerdas su obcecación? ¿Su mapa de seda? ¿Sus delirios? ¿Su testarudez? Tal vez fuera algo más que eso. No sé. Tal vez soy yo la que me estoy volviendo loca. Tal vez el temor a morir pronto esté turbando mi mente. Quiero llegar hasta los valles que se extienden entre las lejanas montañas de Yubari. Tengo que partir en busca de ese enigma, y hacerlo pronto, mientras este inusitado coraje, la salud y las fuerzas me lo permitan. Sé que todo esto te parecerá un empeño absurdo, heredado de mamá, contagiado por ella, tal vez. Lo es. Pero no se me ocurre otra cosa mejor que hacer. Mi vida se apoyaba por completo en ella, me falta esa columna y todo se me viene encima.

Estoy aterrorizada, pero no puedo permitírmelo. No puedo siquiera detenerme a pensar. No quiero caer en los ansiolíticos, en sobrevivir gracias a ellos. Hace ya tiempo que me rondaba por la cabeza. Sabes que siempre cuidé bien de ella. Ahora quiero alejarme de este vacío que ha dejado, averiguar si hay algo de cierto en esa idea perturbadora que le rondó hasta la muerte. Esto, comprenderás, era algo impensable hace solo unas semanas, unos días, sobre todo para mí que siempre creí que lo único bueno de ir a alguna parte era regresar. Ya sabes.

Te escribiré tarde o temprano, te iré contando, ahora ya no tengo fuerzas para seguir. No las tengo. Quiero que sepas que mamá siempre te quiso y te echó de menos, a ti y a tus hijos, infinitamente, con locura. Siempre esperó tu regreso. En silencio, sin un solo lamento. Yo también, y sigo añorándote. Tampoco puedo pensar en esto, en ti, me vendría abajo definitivamente. Saluda a tu esposo y besa a tus pequeños de mi parte, de parte de su lejana y desconocida tía.

Tu Mei

Cuando aquella carta destemplada y tardía llegara a manos de su hermana, ella ya estaría lejos, viajando asustada hacia el norte, rumbo a la siempre ensoñada Yonsú. Nunca antes se hubiera atrevido, pero había llegado el momento de hacerlo. Se acostó sobre el futón de su madre, aún olía a ella, aún tenía su forma horadada, tomó una pastilla e intentó dormir un rato. Despertó muy temprano, al amanecer, y después de echar la carta en un buzón cercano, regresó a casa y preparó todo, también su mochila. Metió en ella muy pocas cosas, algo de ropa, unas mudas, un neceser de aseo y la pequeña urna con las cenizas de su madre. Viajarían muy ligeras de equipaje.

Sacó algo de dinero de su escondite secreto, lo guardaban bajo un tablón de la tarima del altillo. Algunos dólares y yenes, dinero suficiente para sobrevivir un par de meses si era prudente y gastaba con acierto.

Dejó la casa limpia, ordenada y bien cerrada. Cortó el gas, la luz y el agua y entregó las llaves a la señora Suwaza, su vecina. Se despidió de ella con gran afecto, sin entretenerse demasiado en dar explicaciones, eludiendo su extrañeza por la partida con la excusa de que iba a visitar a un familiar lejano y prometiéndole que regresaría en unas semanas. Que la pequeña Tanaka saliera de viaje era un acontecimiento digno de cotillear, pronto sería la comidilla entre todos los vecinos de la calle, un valioso asunto para las murmuraciones. Caminó despacio hasta el apeadero de su barrio, recreando su mirada en cada detalle de las calles, de las casas, de la gente con la que se cruzó.

Viajó en el atestado suburbano hasta el centro de Tokio, y luego paseó entre una multitud hasta la gran estación central de Chiyoda, muy cerca del Palacio Imperial. Sacó un billete para el Shinkasen directo hasta Aomori, allí tendría que hacer transbordo y tomar otro hasta Sapporo, también directo. No había más remedio que superar el pavor a cruzar el estrecho de Tsugaru por el túnel Seikan, el más largo del mundo bajo el mar, pero la idea de subir a un barco se le hizo aún más insoportable en ese momento.

Recorrió muy despacio el interminable andén hasta llegar a la puerta de su vagón. Subió al tren bala acongojada, pero decidida a no rendirse al miedo. ¿Y si se produjera un terremoto justo cuando estuvieran en medio del túnel submarino? Apartó rápido esos pensamientos catastróficos de su mente. Tenía que controlar la ansiedad a toda costa o más le valía bajar de inmediato del tren. Se acomodó en su asiento azul y mullido junto a la ventanilla; le pareció muy confortable. Compró una chocolatina y una botella de agua. Comió un poco de chocolate relleno de melón de Yubari, era delicioso y todo un buen presagio, una buena señal. También tomó un tranquilizante, el viaje sería largo, unas diez u once horas. Necesitaba serenarse y dormir todo lo que no había dormido en los últimos días.

El convoy blanco arrancó de forma casi imperceptible y partió sin apenas hacer ruido. Su inaudito viaje había comenzado suavemente…