Kento nació en el invierno de 1962 en un sórdido y pequeño prostíbulo del centro de Tokio, uno de los más lúgubres y antiguos del barrio de Kabukicho. Su madre era una prostituta. Se llamaba Sakura, tenía cerca de cincuenta años y muy poca salud ya como para parir, menos aún gemelos. Pero la mujer se empeñó en seguir adelante con aquel inesperado, insólito e inoportuno embarazo y tener a aquellos dos bebés. No tenía ni idea de quién podría ser el padre, a saber, cualquier miserable, pero eso no importaba. No se sentía capaz de abortar. Aquellos niños serían posiblemente el único símbolo de belleza que habría tenido en toda su vida. Los pequeños, pensaba, podrían ser una alegría, un aliciente, un cambio de rumbo en su triste vida. Nunca se sabe. La maternidad tal vez pudiera ser la tabla de salvación que llevaba años esperando, la que precisaba para no perecer ahogada en aquel lago de infortunio. ¡Insensata! La noche que Kento y su hermano vinieron al mundo diluviaba. En la habitación número quince, donde metieron a la mujer para que pariera, las goteras componían una extraña y armónica melodía mientras llenaban cuencos y cubos. Todo olía a rancio y a humedad en aquel lugar siniestro. Cada una de las estancias, cinco en cada planta, angostas como pasillos, fue pintada en su día con paisajes alegóricos del Japón. Por las paredes se alzaban montañas y acantilados, campos, árboles y flores, y los techos estaban surcados por nubes, estrellas y extrañas aves del paraíso. Después de décadas de humedades, alientos y sudores, los frescos tenían ya un aspecto patético, descoloridos, descascarados, sucios, cubiertos de moho en buena parte. En cada cuarto había un camastro o un roído colchón en el suelo, un sucio lavabo o una palangana. En algunos, en los más «amplios», dos camas apenas separadas por un biombo; cuando el negocio iba bien dos clientes fornicaban y jadeaban a la vez a poco más de un metro de distancia.
A esa misma hora, cerca de la medianoche, la Policía entraba en el burdel dando una patada en la puerta para llevarse esposada, una vez más y sin más contemplaciones, a madame Risako, la patrona. Otra vez acusada de regentar un local que violaba casi todas las normas antiprostitución del Japón. Eso sucedía de tanto en tanto, pero esta vez no hubo registros, no buscaban drogas ni alcohol ilegal, solo querían a la vieja proxeneta, y no se demoraron demasiado en llevársela. Solían soltarla a la mañana siguiente o un par de días después, a lo sumo, cuando al fin le sacaban la información que precisaban. Madame Risako sabía mucho de mucha mala gente, tenía legendarios contactos con la yakuza. Bajo su implacable tutela trabajaban quince mujeres de entre cuarenta y sesenta años, putas ya viejas para muchos, por eso sus principales clientes eran jubilados, ancianos depravados, enfermos ávidos de sexo fácil, inseguro y barato. Años atrás, cuando ella era muchísimo más joven y la mayoría de sus chicas unas bellísimas y sensuales adolescentes, casi unas niñas, los que frecuentaban su local y aquellas dulces entrepiernas eran hombres bastante distintos, distinguidos jefes de la mafia, poderosos empresarios, deportistas famosos, sobre todo jugadores de béisbol o luchadores de sumo, gente rica, influyente e importante. Pero los buenos tiempos hacía mucho que quedaron atrás. Madame Risako y todo cuanto la rodeaba ya era pura decadencia, lumpen, impudicia, sordidez. Un triste panorama. Mientras los agentes se la llevaban detenida, arriba, sobre un sucio lecho, la madre de Kento chillaba junto a las dos compañeras que intentaban asistir el parto prematuro. Se había adelantado casi un mes. Llamaron a un médico, el mismo que solía atenderlas casi siempre para tratar sus gonorreas y otras infecciones vaginales, pero el doctor ladillas se tomó su tiempo, mucho tiempo. Cuando el galeno borrachín al fin llegó la mujer ya estaba muerta, medio desangrada. También uno de los dos fetos había nacido sin vida o la perdió en el tránsito. Fue el único que el incompetente doctor llegó a ver. Tal vez, pensaron, habría sido mejor que los dos pequeños hubieran fallecido en el alumbramiento, pero Kento sobrevivió. Se aferró a la vida con desesperación. Nada más salir rompió a llorar y su llanto recorrió los tenebrosos pasillos como una aguda alarma, como un inquietante aviso. Su hermano guardaba un tétrico silencio aún sobre el vientre ensangrentado del que había salido. Los últimos alaridos de la madre y los primeros aullidos del bebé ahuyentaron a los pocos clientes que quedaban en el local, algunos todavía escondidos en el altillo, tres o cuatro viejos que salieron de allí tan rápido como pudieron.
Lo primero que pensaron en mitad de aquel drama fue que ellas no podrían hacerse cargo del bebé. ¡Qué locura! Se plantearon llevarlo a la inclusa o dejarlo a las puertas de alguna casa rica o de algún templo dentro de un capazo, pero mirando al bebé todas se estremecieron ante aquella mala idea. Se conmovieron, se enternecieron profundamente. Fue una de las meretrices, Sora, buena amiga de la malograda Sakura, quien dio el primer paso y decidió hacerse cargo del pequeño, darle un nombre y su apellido.
—Te llamarás Kento como mi padre —le susurró al hermoso chiquitín meciéndolo entre sus brazos—, Kento Yokoto, y yo seré tu mamá, ¿te gusto?
No había mucho donde elegir y seguramente ella era la mejor apuesta como madre dentro de aquel antro. Todas querían serlo de alguna manera. Antes de que llegara el médico ocultaron al bebé, lo llevaron a otra habitación. El niño, tras su primer y vigoroso berrinche, se calmó y ya no volvió a llorar en varias horas. No iban a declarar ese nacimiento, no, seguro que se lo arrebatarían y el niño quedaría en manos de los servicios sociales. Lo querían para ellas. Dirían a la Policía que madre e hijo habían muerto y a él lo criarían en secreto.
Antes de que llegara el médico y los de la funeraria a llevarse los cuerpos de la madre y de la criatura, Sora colocó al pequeño en su regazo para que mamara de la teta todavía henchida de leche del cadáver. Posiblemente fue una buena forma de despedirse de su verdadera madre, de probarla, de sentir el poco calor que le quedaba. Además, ahí estaba aún el calostro que tanto bien podría proporcionar al hijo. La leche, por inconcebible que pueda parecer, manó de forma generosa de aquel pezón que empezaba a ponerse macilento. En la penumbra del calado cuchitril, mientras el niño se amamantaba de forma tan macabra, todas las mujeres del prostíbulo fueron pasando a dar su último adiós a su compañera y la bienvenida al niño. Les costó desengancharlo del pecho de la madre que quedó flácido y vacío. Pálido ya como todo su cuerpo. Debían esconderlo cuanto antes. También encontrar una matrona que le diera de mamar, aunque, de no poder ser, lo criarían a base de biberones.
Más tarde, junto al médico y los funcionarios del tanatorio, llegaron al burdel de nuevo los policías para averiguar qué había pasado y levantar acta. La versión de los hechos fue unánime, verosímil, y a nadie extrañó. «Una desgracia más en la vida de esas desgraciadas. ¡Sucia vida de zorras!». Todas apoyaron y ratificaron la declaración de Sora, la tragedia había sido rotunda, completa, madre e hijo habían muerto en un parto inesperado, de muy alto riesgo, sin asistencia ni higiene, con enorme dolor. El niño llegó mal, ya debía de estar muerto, y se llevó con él a su desdichada progenitora. El médico, después de beberse de un trago media botella de whisky, certificó sin más preguntas la muerte de la mujer y del bebé. Los metieron a los dos en una misma bolsa blanca, la bajaron en una camilla hasta la calle y la introdujeron en un furgón. Al día siguiente se celebró un escueto y pobre funeral, madre e hijo fueron incinerados juntos.
Aprovechando que la jefa estaba momentáneamente entre rejas, abrieron la caja y cogieron algo de dinero para esos menesteres de la maternidad. Entre lo que sacaron del cajón y lo que aportaron, reunieron lo suficiente para comprar una cunita y cuanto era necesario para atender al recién nacido. Sora juró ante ellas que haría cualquier cosa por sacar adelante al diminuto Kento, a aquel niño que jamás conocería a su madre. Apoyaron su arriesgada e insólita decisión. Limpiaron a fondo y pintaron una de las habitaciones, allí instalaron a su pequeño. Una semana después de la tragedia todas menos Sora, juntas y enlutadas, fueron a esparcir las cenizas en las aguas del río Sumida. Las vertieron despacito desde uno de los puentes. Rezaron mientras el polvo gris desaparecía llevado por el viento y por la corriente. Luego regresaron caminando en silencio hasta el prostíbulo. Por el camino se comieron su dolor y ya nunca volvieron a hablar de ello. Ahora tenían una pequeña vida entre sus manos. Una nueva vida en el diminuto cuerpo de un bebé…
Kento resultó ser un niño amoroso y risueño. Apenas lloraba, se limitaba a comer, dormir y sonreír. Una ricura que jamás rechazaba a ninguna de ellas. Muy pronto, gracias a sus denodados cuidados, cogió lustre y peso. Su llegada llenó de nuevas emociones y alegrías aquel lugar siniestro, que antes parecía maldito, olvidado por los dioses. Allí, en esa singular casa de citas, pasó Kento sus primeros años de vida, al cuidado de Sora y de las demás prostitutas. La hermana de una de ellas, que acababa de dar a luz a una niña, hizo de ama de cría durante unos meses, eso le dio a Kento más fuerza y salud de la que ya tenía. Era un superviviente nato. Todas lo adoptaron con gusto, alborozadas. Todas sintieron por él un poderoso instinto maternal que en algo mejoró y dignificó sus ingratas vidas. Incluso la agria madame Risako, a la que no sin temor tuvieron que confesar aquel secreto, aceptó al pequeño de buen grado. También ella mejoró gracias a él, al implicarse, aunque fuera de forma un tanto particular y disimulada, en esa aventura de la crianza. El bebé creció fuerte y sano a pesar del entorno, de las circunstancias, de lo peculiar de su «hogar» y de sus «tutoras», de la escasez y las penurias que tantas veces sufrían aquellas buenas malas mujeres.
No tuvo una sola madre, tuvo varias, muy gentiles y amorosas. Aunque algunas ya más que madres parecieran abuelas y así se comportaban con él. No le faltaron atenciones y cariño. Lo cuidaron siempre con mimo, lo mejor que pudieron, especialmente Sora, a la que él llamaba madre. Pero Sora también murió demasiado pronto, la sífilis se la llevó poco después de que Kento cumpliera seis años. Fue una gran pérdida para el pequeño. Tras la muerte de Sora, también falleció la propietaria del local, la señora Risako. Su corazón de hielo se detuvo y acabó derretido. Nunca fue trigo limpio, era seca casi siempre y cruel muchas veces. No es que la apreciaran demasiado, pero de algún modo sintieron su muerte, la fuerza de la costumbre genera sorprendentes lazos. La sorpresa y la alegría llegó al descubrir que la vieja, en su testamento, había dejado a sus «chicas» todos sus ahorros, unos cuantos millones de yenes, y también la propiedad, las escrituras de la casa. Aquello cambió todo para ellas y para Kento. Con aquel dinero, las que quedaban, las supervivientes a tantos años de mancebía, remozaron la casa casi por completo. Repararon los maltrechos tejados y pusieron cristales en todas las ventanas donde faltaban. Arreglaron la calefacción, compraron una nueva caldera y nuevos radiadores, ya no volverían a pasar frío. Los fontaneros cambiaron todas las viejas tuberías, arreglaron los baños y la cocina, tiraron paredes, redistribuyeron puertas y tabiques, no quedó ni rastro de aquellas viejas habitaciones en las que durante tantos años malvendieron sus cuerpos y sus almas. Se gastaron muchísimo en renovar prácticamente todo. Convirtieron aquel tenebroso refugio del pecado en un luminoso hogar. Transformaron un sucio negocio en el más pulcro que pudieron imaginar, en una lavandería. ¡Qué paradoja! Adecentaron y limpiaron a fondo cada rincón, pintaron paredes y techos, y se deshicieron de los muebles, de los catres, de las asquerosas palanganas y escupideras, de cualquier objeto que pudiera recordarles el funesto pasado que encerraban aquellos malditos cuartos. Compraron la maquinaria que precisaban, lavadoras y secadoras, unas planchas de vapor industriales, pilones, tablas, cestos y estanterías, lencería de algodón, jabones perfumados, garrafas de suavizante, sacos de almidón, una moderna caja registradora. Juntas formaron una especie de cooperativa y juntas atendieron su nueva actividad ilusionadas, renovadas y en completa armonía.
El pequeño Kento creció zascandileando feliz entre las mujeres mientras lavaban, tendían, sacudían o doblaban la ropa. Cuando tuvo edad él también ayudó en tareas sencillas, haciendo algunos recados o atendiendo tras el pequeño mostrador subido a una banqueta. Allí donde antes se repartían citas para saciar oscuras perversiones, para gozar de un sexo inmundo en estancias numeradas, ahora se entregaban a los clientes montones de ropa inmaculada, tersa y fragante.
Los años pasaron así lentos, serenos y prósperos. El negocio no iba a hacerlas ricas, pero funcionó y les permitía vivir bastante bien, holgadamente. Todas las calamidades quedaron atrás, desdeñadas, irreales, difusas. Kento vivió dichoso en esa casa, en esa calle, en ese barrio. Allí fue creciendo y aprendiendo. En ocasiones antes lo malo que lo bueno. La perversión y el pecado anidaban en cada esquina, en cada callejón. Nunca fue a la escuela. No pudo. No lo registraron al nacer y no tenía partida de nacimiento, ni ningún otro documento que acreditara que era un pequeño ciudadano del Japón, del mundo. Oficialmente Kento no existía. Una curiosa situación que pasó de ser inquietante a ser aceptada. Era solo un niño más saliendo y entrando de una casa, jugando en una calle. Tal vez en otras zonas de Tokio no habría pasado desapercibida su existencia, su inusual situación, pero en Kabukicho casi nadie se metía en los asuntos ajenos, ni se hacían demasiadas preguntas.
En 1970, nada más cumplir los ocho años, Kento empezó a frecuentar el dojo escuela del buen maestro Tokoro, un gimnasio vecino, a solo un par de manzanas de la lavandería, donde las mujeres lo inscribieron. Ellas adoraban a aquel anciano experto en muchas disciplinas y en el arte del combate. Le rogaron que aceptara al pequeño como discípulo, que intentara hacer carrera de él para que no se torciera y acabara mal, como les sucedía a tantos en el barrio. Kento empezó a estudiar, a aprender artes marciales, a la vez que se aproximaba a la meditación y a las enseñanzas del budismo. Al muchacho le fascinaron las tácticas de la lucha cuerpo a cuerpo y pronto empezó a destacar entre los demás alumnos. Allí pasaba de ocho a diez horas diarias. Junto al maestro aprendió también a leer y escribir, entre otras muchas cosas, enseñanzas que fueron formándolo, educándolo, forjando su vacilante personalidad.
Poco después de su ingreso en el dojo, para demostrar su aprecio al nuevo alumno y para que se ejercitase en la lectura, el maestro le regaló un viejo ejemplar del Hagakure, el libro de las hojas ocultas, el texto de cabecera de los samuráis inspirado en el código bushido. Aquellas páginas en las que Kento pronto aprendió a leer fueron escritas por Yamamoto Tsunetomo en el siglo XVIII y guardadas durante años en secreto. Enseñaban todo lo que un samurái debía saber para vivir con rectitud, coraje, respeto, honestidad, benevolencia, honor y lealtad día tras día, avanzando por el eterno presente. Kento se obsesionó con llegar a ser como uno de esos guerreros extraordinarios. Estaba ansioso por enfrentarse a cualquier dificultad, por luchar y acometer grandes hazañas; no le importaría sufrir para conseguir lo que se propusiera. El tormento, así lo había aprendido de su tutor y en aquellas páginas, templaría más y más su carácter y su fortaleza…
A pesar de ser un niño desgarbado y menudo, hasta un poco escuálido, tenía buen físico, buena salud, un corazón puro y una fuerza extraordinaria. Sus capacidades para el jiu-jitsu, el judo, el kendo o el aikido eran excepcionales. Primero la lavandería y después la escuela del maestro Tokoro se convirtieron para Kento en sus dos hogares, en las fuentes de la doctrina de la vida, en una certera salvación. Nada le gustaba más que estar sobre el tatami, junto a su maestro y sus camaradas judocas. Así fue cumpliendo años, creciendo, hasta convertirse en un joven alto, fuerte y apuesto. A los dieciocho su cuerpo ya había cambiado por completo gracias al constante entrenamiento. Aunque seguía teniendo un aspecto algo chupado, sus músculos eran pura fibra, acero puro, y su fuerza y su resistencia eran extraordinarias.
Lejos de andar escondido por su condición de indocumentado y apátrida, desde muy pequeño, Kento fue muy popular en las calles de Kabukicho. Todos conocían al que llamaban el hijo de las damas de Landori. Era muy simpático e inquieto, bien educado e inteligente, servicial y zalamero, también bastante avispado y un poco golfo, en ocasiones algo arrogante, pero todos lo consideraban un buen chaval. Aunque aún le quedara mucho que aprender para dar brillo a su verdadera personalidad, estaba hecho de buena madera, podría convertirse en un gran hombre algún día, eso le aseguraba su maestro y eso deseaban para él sus madres. Pero la adolescencia es una edad perturbadora, un periodo que bien puede llevar a cualquiera a zangolotear y a errar en su camino.
Por desgracia, en ese tiempo, en los años ochenta, aquellas callejas estaban repletas de bandas de pandilleros y Kento fue a arrimarse a una de las menos convenientes. Entre los chicos con los que solía salir, fue entablando una especial amistad con Miyano Hirosi, un apuesto y simpático sinvergüenza, un joven listo, bravucón y pendenciero. Aunque era un chiquillo, tenía apenas veinte años, no dudaba en alardear de ser una especie de lugarteniente de la yakuza, la mano derecha de un líder local, el fiel sirviente de un patán que mandaba entre algunos esbirros del escalafón más bajo de la mafia. Presumía de ello sin reparo, sin ningún temor a que los demás lo oyeran. Alardeaba incluso de portar un arma, un descascarillado y viejo revólver, un Makarov de nueve milímetros. Lo guardaba siempre entre el cinturón y el ombligo y jamás se separaba de él. Al más mínimo pretexto lo empuñaba blandiéndolo ante las narices de sus boquiabiertos compinches. Era todo un líder entre ellos. Se jactaba de poder jugar con la vida y la muerte de quien se interpusiera en su camino, apretando él mismo aquel gatillo o tirando de su navaja o de sus poderosos contactos. Él sabía cómo utilizarlos para acabar con cualquiera que le tocara las narices. Miyano aseguraba pertenecer al legendario clan de los Yamaguchi-gumi, el más poderoso del Japón y el que contaba con más miembros. Era de esos muchachos que llevan escrito en la frente y tatuado en los brazos su funesto futuro; algún día terminaría muy mal, seguramente apuñalado o acribillado en cualquier esquina. Era carne de cañón. Quien ingresa en el sindicato del crimen ya difícilmente puede escapar de esa espiral de violencia.
Miyano a la vez era un tipo amable y sensible, ocurrente y juerguista, también muy amante de las artes marciales. Kento lo pasaba bien con él, se divertían juntos fanfarroneando cuando salían a conquistar chicas o a tomar unos tragos y a cantar en el karaoke, algo que les apasionaba y que los unía también. Se hicieron muy buenos amigos, inseparables. La artes marciales y las armas, la música, en especial el rock and roll, las mujeres bonitas y las motos más veloces eran su universo. Casi todas sus conversaciones giraban en torno a esos temas. Miyano tenía una potente y extraña moto, una Suzuki RE-5 de quinientos centímetros cúbicos y muchos caballos. Una rara y preciosa bestia pintada de negro con líneas doradas y cromada en oro. De vez en cuando dejaba que Kento la condujera cuando salían juntos de marcha, o para dar una vuelta por la ciudad él solo. Aquella sensación de acelerar a lomos de la máquina, el intentar dominar toda esa potencia indomable, fascinaba a Kento. Miyano le metió en el cuerpo el veneno de la velocidad sobre dos ruedas, algo que estaba completamente alejado de sus escasas posibilidades económicas y legales, ya que no tenía carné de conducir y nunca podría conseguirlo dada su infausta situación administrativa. Su amigo se lo ganó para siempre cuando una tarde, de forma absolutamente inesperada, le regaló aquella preciada montura. Kento no se lo podía creer. Miyano ya había conseguido otra aún mejor, le dijo quitando importancia a su generoso gesto, mucho más rápida y llamativa, una Kawasaki Z1300. ¿Pero cómo? ¿De dónde la había sacado? ¿Cómo podía manejar tanto dinero? Eran preguntas que pasaron fugaces por la mente de Kento en ese momento, pero la emoción de recibir semejante regalo, de heredar aquella moto prodigiosa de manos de su colega anuló cualquier atisbo de sensatez. Por supuesto ni la una ni la otra las habría conseguido de forma legal, o bien eran robadas, o simplemente las había recibido en pago a una de sus fechorías. Eran seguramente la recompensa por hacer algún servicio a sus superiores, por someter a alguien a chantaje, o dar alguna paliza, o quién sabe si algo peor. Quedaba por ver si sus dueños no habrían pasado ya a mejor vida. Así funcionan las cosas entre los matones de poca monta del hampa japonesa, entre la plebe y los miembros más bajos del escalafón. Una ralea de pícaros callejeros, de delincuentes juveniles, que ansían ascender a toda costa, que sueñan con llegar a ser honorables miembros de la organización, como alguno de sus admirados jefes a los que sirven con devoción.
La yakuza no es una mafia al uso. Es un entramado de organizaciones secretas y legales, por inconcebible que parezca. Miles de matones forman sus filas, dedicados al tráfico de drogas o de seres humanos, a la extorsión y al asesinato, controlando todo mediante una violencia extrema y despiadada. Unos veinte grupos compiten en esa liga de la criminalidad en todo Japón y su principal campo de batalla es Tokio, un bosque de neones lleno de oscuros secretos. Una situación ante la que la Policía, aunque no ceje en su persecución, se ve bastante impotente. Sus líderes, los medios y altos cargos, en general, son personas bastante respetadas en la sociedad. A su manera ayudan a la gente, de esa forma y mediante el miedo se ganan su respeto. Como hace siglos, siguen siendo los «pacificadores» los que median y solucionan situaciones que escapan a la ley y la justicia ordinaria. De hecho, en las calles de Tokio no hay más delincuencia que la suya, los maleantes temen a la yakuza y son incapaces de actuar por su cuenta. La inmensa mayoría de los empresarios y comerciantes pagan por su protección, de eso vive en parte la organización. Muchos ciudadanos recurren en ocasiones a ellos para solucionar problemas domésticos en sus barrios; todo tiene un precio, pero no es demasiado caro conseguir que los matones echen de sus calles a alguien molesto o indeseable. Los jefes yakuza son tan populares y admirados que incluso protagonizan mangas y revistas que la gente consume con avidez.
La mayoría de sus miembros también empezaron en bandas juveniles, fueron muchachos violentos y altaneros antes de alcanzar el honor de ser considerados verdaderos yakuzas. Luego, después de muchos años, cuando consiguen alcanzar otras esferas de la mafia, olvidan su pasado y ya no quieren recordar que un día fueron como esos chicos que hacen para ellos los trabajos más sucios. De hecho, a veces son los propios jefes los que entregan a la Policía a sus lugartenientes más violentos, a sus asesinos a sueldo, cuando cometen un crimen sin la debida eficacia y discreción.
Aunque no iba por ahí con la pistola o la katana asesinando gente, su idolatrado amigo Miyano ya era algo más que un subalterno de los jefes mafiosos. Ascendía velozmente y su estatus le permitía tomarse algunas licencias, gozaba de ciertos privilegios, como el de quedarse con una moto, un lujo inalcanzable para un chaval de su clase social y de su edad. Los jefes pueden ser muy generosos con sus mejores esbirros, exigen lealtad y obediencia absolutas, pero a cambio les ofrecen la oportunidad de ganar mucho dinero. En esas andaba Miyano y en esas no tardaría en meterse Kento si nadie lo evitaba. Todos en la yakuza parecen buenas personas, buenos ciudadanos, hasta que por alguna razón se ofenden o se sienten traicionados; no sería el mejor destino para Kento. No era extraño pensar que de seguir con esa amistad, en esa compañía y por ese camino, muy pronto se metería en líos.
Su destreza con las artes marciales fascinaba a su camarada. Miyano era un buen luchador, pero no tenía nada que hacer si se enfrentaban sobre el tatami o en plena calle. Kento era absolutamente superior a él y a la mayoría de los que conocía. «Me recuerdas a Bruce Lee», le decía con frecuencia con absoluta fascinación. La forma en que Kento luchaba era simplemente magistral a pesar de su juventud. Miyano lo admiraba y lo respetaba por eso, y muchas veces le insistía en que debía empezar a emplear aquellas habilidades para ganar dinero. «Deja de una vez de lavar ropa sucia y empieza a forjarte un futuro de verdad», le decía tentándolo. Podría competir en peleas ilegales, las apuestas proporcionaban enormes ganancias, o podría ser un extraordinario guardaespaldas, un ejecutor. Podría llegar a ser muy popular y respetado por su forma de luchar…