El paisaje se deslizó veloz y bellísimo enmarcado en la ventana. Como si cada segundo, una vertiginosa mano invisible pintara sobre un lienzo de seda extraños paisajes a merced del viento. La estela del mundo desfiló ante los ojos de Mei en la pantalla transparente. El tren ya debía de ir muy deprisa, aunque apenas se balanceaba o se movía. Era una sensación agradable. Tras superar las últimas casas de los infinitos suburbios de Tokio, el planeta cambió. El tren reptaba como una gigantesca y perezosa serpiente albina. Ella imaginó que iba a sentirse mal, temió verse atrapada dentro de un angosto tubo del que difícilmente se podría escapar. Pero de momento no era así. En el caso de que la angustia fuera insoportable, bastaría con tirar de la palanca roja de emergencia, la tenía cerca, pensó, aunque aquello ocasionaría un tremendo caos que al final le hubiera salido caro. Afectar a la escrupulosa puntualidad del Shinkasen tendría graves consecuencias. «He detenido el tren porque me sentía angustiada, señor, porque padezco de ansiedad y claustrofobia, porque no podía más». ¡Qué estupidez! A quién le importa eso. A nadie. «No viaje usted, es sencillo. No salga de su casa». ¿Eso debería haber hecho? ¿No haber emprendido el viaje? Ahora se sentía bien, aunque la travesía apenas hubiera comenzado. No estaba mal tratándose de ella. Le pareció muy placentero moverse así, era como flotar, como deslizarse casi a ras de suelo sobre su almohada. Se acomodó en la fila de dos asientos y los dos serían para ella. Se acurrucó en el sillón con la cabeza apoyada en un pequeño cojín sobre el cristal y los ojos se perdieron en el veloz discurrir de los paisajes. En el vagón viajaban seis o siete personas y ninguna estaba cerca. Casi se sintió segura. El tranquilizante ya empezaba a hacer efecto, eso parecía, la pastilla tendría mucho que ver con esas impresiones. No importaba. Dejó vagar su mente y su mirada por la maravillosa campiña. Todo ese movimiento, el color y la luz, todo se difuminó en su cerebro entre pensamientos inconscientes. Sintió mucho sueño…
Pensó en su madre y por unos segundos le pareció verla volar al lado del tren, vestida apenas con una vaporosa gasa, rozando la hierba, subiendo y bajando, arrancando florecitas hábilmente, girando sobre sí misma mientras le sonreía y se las lanzaba. Despreocupada. Joven, hermosa y pequeña, como la recordaba, como en alguna vieja foto de cuando ella era solo una niña. Y eso seguía siendo a pesar de los cuarenta. Una diminuta kodama, un espíritu insignificante atrapado en un cuerpo de agua y sangre, una pequeña errata más perdida en la errónea humanidad, un ser perplejo, inofensivo y casi siempre asustado. Aunque pocas veces lo reconociera. Quiso estar tumbada en el regazo de mamá, medir apenas medio metro y dejarse arrullar entre sus brazos, sentir su calor, su aliento protector, sus delicadas manos acariciando su frente y sus mejillas…
Pensó en su hermana, en la desvaída Misha, en su otra mitad perdida. Recordó sus juegos de niñas y sus disputas, sus secretos, sus mentiras, sus pocas certezas compartidas en la edad de la inocencia. Los bosques empezaron a devorar las praderas cada vez más deprisa, con voracidad. El tren siseaba realmente como una serpiente. Árboles de todos los tamaños y colores se desvanecían con sus infinitas hojas y tonalidades, invadiendo las suaves colinas, desdibujando el borde azul del horizonte. Los postes de los que colgaban cables y más cables dibujaban en el aire un extraño pentagrama que subía y bajaba rítmicamente, subía y bajaba una y otra vez sin apenas notas. Imaginó tocarlas una a una en las cuerdas de un koto y en su cabeza la música sonó clara. Era una bella y misteriosa melodía escrita al azar en el tendido. ¿Por quién? La canción se acompasó con el desfilar del panorama sin otra posibilidad que la armonía. ¡Qué milagro! ¿A quién contarle una cosa así? ¿Con quién compartir esos pensamientos?
Pensó en su padre, en si estaría vivo o muerto, en que tal vez no supo comprenderlo, o ganarse su afecto. No recordaba haberlo querido. ¿Acaso conoció el amor? Y su madre, ¿lo habría conocido? Los dos se casaron obligados, sentenciados por el omiai y un lejano pacto familiar, por un estúpido y ancestral compromiso. ¿Qué vio mamá en él? Solo eso, una obligación, un castigo, tal vez. Entre ellos no existieron otros sentimientos que la indiferencia, el hartazgo y la pesadumbre. Tuvieron dos hijas, y poco más se podía añadir a su leyenda amorosa. Su padre era un miserable. Menospreciaba a su madre, la humillaba, la maltrataba ya como una costumbre. Sin golpes, casi sin alzar la voz, sin aspavientos, su dominación era total. No era cruel con ella, no como ella imaginaba que podía llegar a ser. Con sus hijas simplemente era indiferente. Las miraba, besaba o acariciaba como lo hubiera hecho con un par de animalitos, con dos perras o dos mapaches. Hubiera querido más a unas mascotas. De hecho, con quien mejor se portaba era con Miyazaki, el gato.
Su casa y su familia eran muy humildes, recordaba una infancia cercana a la pobreza, sin embargo él tenía siempre un aire distinguido, altivo, como el de un hombre que sabe guardar una fortuna bajo el colchón o en una tinaja. De tanto en tanto aparecía con un buen coche que días después ya no tenía. En ocasiones vestía buena ropa, zapatos lustrosos, trajes caros que nunca colgaban en su armario, que iban y venían cubriendo su orondo y fatigado cuerpo. Hacía muchas cosas raras y su presencia era siempre imprevisible. Aparecía cuando menos lo esperabas o desaparecía durante semanas sin previo aviso. Se reunía a veces con hombres siniestros o estúpidos, o con mujeres demasiado exuberantes y sofisticadas. Llevaba chicas a casa, jovencitas insanas y complacientes, putas con las que se encerraba de madrugada en un ala del salón, donde estaba su despacho. Allí, en una ocasión, lo vio completamente desnudo y tatuado mientras la joven que lo acompañaba, también medio desnuda, esnifaba una raya de polvo blanco trazada sobre la mesa, entre montañas de papeles, unas botellas y un gran fajo de billetes. Aquel montón de dinero atado con unas gomas le impresionó más que la esencia erótica de la impúdica escena. Le enfureció sentirse tan necia, fea y desheredada ante aquel ser. Para ella era un ente huraño y temible, solo eso. Era la única imagen que guardaba clara de su padre, tal vez porque el suceso le impactó sobremanera. Tenía apenas diez años, oyó ruidos y se acercó a ver. Bajó las escaleras tan sigilosa que los peldaños de madera no crujieron como solían hacer. Vio sombras y destellos de velas a través de la tela opaca, al otro lado de la puerta corredera. La corrió con cuidado y se topó con la grotesca realidad. El gordo desnudo miró a sus ojos sin demasiada sorpresa, hasta con desgana. Atravesando su cuerpo, mirando a través de ella en la penumbra. Debía de estar muy drogado. Se quedó petrificada mientras él la observaba con absoluta calma. No se alteró lo más mínimo. La chica, que seguía inclinada sobre la mesa, también volvió la cabeza hacia ella y le sonrió triste, perdida, posiblemente avergonzada. Pero de inmediato olvidó a la niña y siguió a lo suyo, cerró los ojos y absorbió más y con ansia, haciendo un ruido seco, con gesto certero. Se quedó apoyada con las dos manos sobre el tablero, tensa, con la cabeza baja y el culo en alto, con la espalda arqueada y las piernas ligeramente entreabiertas. El infame obeso emitió una especie de gruñido y con un gesto lento y despectivo echó a su hija. Solo eso, movió con desprecio los cuatro rechonchos dedos de su mano. Tajante y sin más aspavientos. Mei captó el mensaje y salió de allí de inmediato.
Regresó a su cuarto en silencio. Completamente aturdida, turbada, desvalida. Mientras la pequeña subía la escalera otra vez sin hacer ruido, escuchó su voz grave, larga y hueca, también una risotada, algunas palabras apagadas, voces que llegaban con sordina y que no supo entender. No lloró ni jamás dijo nada al respecto, ni siquiera a su hermana. Arrastró durante semanas aquel asco como un sapo húmedo, grasiento y aterrador, guardado justo en el centro de su alma y de su estómago. La repugnancia era indeleble. Aún hoy, a veces, aquel batracio intentaba escapar, salir a través de su ombligo, haciéndole vomitar larvas de odio.
Tal vez todo aquello marcó su sexualidad de por vida. Tal vez la dantesca e inesperada representación, digna del más cruel teatro kabuki, selló para siempre su deseo y, lo que era aún peor, cualquier ansia de amar. Qué triste. El sexo y la pasión amorosa le repugnaban. Cada vez que cualquier tipo de lujuria asediaba su pensamiento y su entrepierna, se sentía manchada, desdichada. Aunque en ocasiones, para saciar esa sed, terminara frotando despacio sus labios contra el almohadón, o acariciando con sus dedos la ardiente entrada de su vulva, rozando apenas la diminuta perla que tan celosamente guardaban. Los orgasmos la derrotaban, la dejaban perpleja, herida, satisfecha e insatisfecha a la vez, durante unos días o unas semanas. Intentaba sacar algo hermoso en aquel, para ella, deleznable deleite, pero nunca lo había conseguido. Se sentía terriblemente extraña. Sucia. Sobre todo cuando era incapaz de parar las imágenes que martilleaban en su cerebro, cuando imaginaba cómo ese rollizo cerdo tatuado cabalgaba a su bella putita desde atrás, sudoroso y lascivo. Cuando no podía dejar de imaginar que aquella pobre zorra era ella misma y que aquel hombre que decía ser su padre la penetraba entre siniestras carcajadas.
Pensó que le habría gustado tener hijas, dos al menos, tal vez también un niño, y dedicarse por entero a su cuidado, a verlos crecer, a vivir cada segundo al lado de sus pequeños. Tener hijos y quererlos, ¿qué otro destino cabe con ellos más que el del amor? Tenía ya cuarenta, el temido límite, casi era una vieja para ser madre. Ya no era necesario copular para conseguir un embarazo, pero era caro, no podía permitírselo.
El tren seguía avanzando suave sobre los raíles, sin apenas traqueteos, con un ligero zumbido eléctrico que se mezclaba con el del viento. Sintió un reconfortante deseo de dormir, un sueño inevitable. Se arropó con la chaqueta y cerró los ojos. En pocos segundos quedó profundamente dormida.
Soñó que era una vagabunda perdida en Tokio, una más de tantos, deambulando por callejuelas oscuras. Llovía a cántaros. Un hombre extraño le salía al paso a lomos de una moto tan grande como un caballo. Con un gesto la invitaba a subir.
—Ven, sube, ven conmigo —le decía—, yo te daré hijos y viviremos felices con ellos lejos de aquí, en las montañas.
Vestía ropas oscuras y apenas podía verle el rostro, tenía barba y cabello largo y unos penetrantes ojos rasgados, intensamente verdes. De su cintura colgaba una espada, una bellísima katana que brillaba de forma desmedida. Refulgía como un filo de sol. Detrás de él aparecía su padre, desproporcionado, gigantesco y sonriente, amenazante, dando pesadas zancadas. El hombre, sin sobresaltarse, desenfundaba con agilidad el arma mientras daba un enorme salto y giraba ascendiendo en el aire. De un certero tajo le cortaba la cabeza y esta caía muy despacio, como a cámara lenta, dejando un reguero de barro y sangre. Luego, tras rebotar en el suelo varias veces, se alejaba rodando mientras aún reía a carcajadas. El misterioso tipo caía de nuevo sobre la moto, aceleraba y huía a toda prisa haciendo un ruido ensordecedor en medio de una inmensa polvareda. Entre el humo, unas pequeñas nubes grises se transformaban en niños. Iban vestidos con el uniforme de su colegio y todos querían tocarla, abrazarla mientras le suplicaban cariño llamándola mamá…
Aterrorizada, arrancaba un buen trozo de nimbo como si de algodón de azúcar se tratara y ascendía sobre él dejándolos abajo, lejos, muy lejos de ella. Se alejaba sobrevolando un mar de nubarrones mientras el sol, no, varios soles, iluminaban los blancos penachos de los cúmulos con un fulgor imponente. Y ella seguía planeando sin miedo, serena, segura, confiada, de pie sobre la nube sin perder el equilibrio ni un solo instante. Marcando el rumbo con la mirada y con certeza. En un momento dado descendía atravesando la densa niebla gris. Cerca ya del suelo, con el terreno a la vista, empezaba a serpentear entre colinas verdes, sobre un paisaje húmedo que deleitaba sus ojos, todos sus sentidos. Un delicioso vértigo la embargaba en cada viraje, una fabulosa y emocionante sensación de poder y satisfacción. En una ladera, repleta de terrazas sembradas de arroz, veía a su madre agachada, caminando con los pies hundidos en el fango, recogiendo los granos fatigosamente. Se detenía flotando a su lado y ella miraba y le sonreía.
—Ven conmigo, mamá, sube, ven, no debes trabajar más.
Pero ella no hacía caso.
—No puedo, hija —le respondía—, no hay tiempo, tengo ya ganas de morir, pero antes he de recolectar toda la cosecha. Ahora debes irte, tu hermana estará muy preocupada… ¡Anda, ve con ella!
En ese instante despertó sobresaltada, sudorosa, desorientada. Debía de haber dormido durante largo tiempo y muy profundamente, por los altavoces una voz anunció que casi estaban llegando a su primera escala. Bebió un buen trago de agua y fue al servicio a orinar y a lavarse la cara. Cuando salió del baño el silencioso convoy ya circulaba entre las primeras calles y casas de Amori, cada vez más lento. Unos minutos después se detenía dócilmente entre dos interminables andenes. Ahora tendría que tomar el otro tren rumbo a la isla de Hokkaido, y cruzar el estrecho bajo el mar.
Agarró su mochila y la chaqueta y bajó del vagón aún aturdida por el regusto que quedaba de los extraños sueños. El dolor de espalda empezaba otra vez a torturarla, tendría que tomar una de las pastillas que le dio el doctor Akira, pero antes debía comer algo. Apenas hacían efecto y encima le daban náuseas, le fastidiaban el estómago.
Buscó en los paneles de información el número de la nueva vía y la hora de salida. Miró hacia un gigantesco reloj que colgaba de la pared, sobre la terraza del bar de la estación. Faltaba poco más de una hora para partir de nuevo. Se sentó a esperar en la única mesa libre que quedaba y pidió al camarero un té, un cuenco de ramen y una sopa de miso, que no tardó en traer. Mientras se llevaba los primeros fideos a la boca, una señora se acercó a ella y le preguntó muy amablemente si podía tomar asiento a su lado. Mei asintió. Era una mujer extravagante, en su rostro se mezclaban rasgos orientales y occidentales en una equilibrada proporción. Esto le daba un aspecto indefinible. Era complicado acertar su posible origen, su nacionalidad, y también su peso o su edad. No era joven ni vieja, no era delgada ni gorda. Tenía la piel tersa y morena, y hablaba japonés con el acento más insólito que jamás había escuchado. Un precioso pañuelo le cubría la cabeza y el pelo. La mujer tomó asiento y también pidió té, unas bolas de arroz envueltas en algas y un dulce wagashi con sirope de fresa.
—Se lo agradezco, estoy rendida, y me duelen los pies. Usted también parece cansada.
—Solo un poco fatigada, necesitaba comer algo antes de seguir viaje.
—¿Va usted muy lejos?
—A Sapporo…
—Ah, viaja usted hacia mi tierra, yo soy de Hokkaido. Nací en Rumoi. Voy a Tokio a visitar a mi madre y a mi hermana…
—Justo en direcciones opuestas, yo al norte, usted al sur… Yo a su tierra, usted a la mía.
—Así que es tokiota, no lo parece, no parece usted una joven de ciudad. Cualquiera diría que se ha criado usted en el campo…
—Me crie en Tokorozawa…, y ya no soy tan joven, aunque muchas gracias por el cumplido. Mi barrio es como un pueblo perdido entre las fauces de la gran ciudad…
—Tokio está lleno de pueblos…, sí…, tiene usted razón. ¿Y qué le lleva a Sapporo?, si no es indiscreción. ¿Va de vacaciones?, ¿a esquiar? Debe saber que este año apenas queda nieve en las montañas… El clima está cambiando, ya sabe…
—Simplemente viajo. Quiero conocer las montañas Yubari. Pasear por los bosques y las orillas de los lagos del parque natural…
—¡Pero esto es extraordinario!, mi hermano trabajó allí muchos años, en Yubari, era guarda del parque. Ya está jubilado, pero sigue viviendo en la zona de la reserva. Después de toda una vida entre esos árboles, en esas montañas, ya no sabe estar en otro lado; su hogar es una vieja cabaña de los guardabosques… Allí morirá algún día, espero que sea muy tarde…
—Mi madre acaba de morir —dijo aquello sin saber bien por qué y se hizo un prolongado silencio—. Llevo sus cenizas conmigo para esparcirlas en esos bosques…
—Debe de ser muy triste perder a una madre, y es muy hermoso que la lleve usted consigo. ¿Era su último deseo descansar allí?…
—En cierto modo sí… Sí… Aunque le hubiera gustado más haber ido en vida…
—Qué pena… Es un asunto muy triste el que me cuenta… Si se anima usted a visitar el parque y necesita cualquier cosa, pregunte por Hayao, dígale que la manda su hermana Ashitaka. Es un buen hombre y conoce como nadie esos parajes… En mi familia tenemos sangre ainu…, ¿sabe? Somos gente de monte, de naturaleza salvaje, como las tierras de nuestros ancestros…
—Es usted tan amable, no sé cómo agradecerle…
—No es nada… Si va, pregunte por él —insistió—, vive al final de la carretera de Yubari. Allí hay unas naves y unas cuantas casas, la suya es la cabaña más alta en la ladera, a la entrada de la reserva. Justo donde llegan todos los turistas. Bueno, lo encontrará, todos conocen al viejo Hayao por allí… Es usted una persona especial, seguro que a él le gustará conocerla, contarle historias y servirle de guía… Es un hombre amable y muy servicial…
—Eso será difícil, quiero decir…, no voy exactamente buscando el parque… Es una larga historia… Pero ha sido usted muy gentil…
—Nada, nada, hija, yo creo en el destino… Por algo nos habremos encontrado hoy, no lo dude, aunque sea con estas prisas, se me echa el tiempo encima… ¿Y usted?… ¡Pero, vaya!…, si no ha comido casi nada… Claro, con tanto parloteo no la he dejado almorzar tranquila… ¡Ay! Pero ha sido muy agradable compartir este rato —dijo apurando el dulce—. Ahora tengo que dejarla, mi tren saldrá enseguida… Bueno, querida… Suerte y buen viaje…
—Adiós, señora. —Mei se levantó e hizo una reverencia juntando las manos—. Ha sido un verdadero placer conocerla… Y gracias por su interés…
—Nada… Nada… Adiós, hija… Por cierto, ¿cómo se llama?
—Mei, Mei Tanaka…
—Sayonara, Mei…
—Sayonara, señora Ashitaka…
La mujer dejó unos yenes sobre la mesa precipitadamente y se alejó a buen paso tirando del carrito en el que llevaba su vieja maleta, con un caminar un tanto patoso. Aún se giró un par de veces y le dijo adiós con la mano antes de perderse entre la multitud. Mei sintió una rara tristeza tras esa pequeña e intrascendente charla y la despedida. No la conocía ni la echaría de menos, pero había algo conmovedor y reconfortante en esa mujer, algo que le recordó a su madre. Tal vez. Le encantó la forma en que la señora Ashitaka la llamó hija… Mei acabó sus fideos y pagó la cuenta. Todavía tenía tiempo, caminaría tranquila hasta la vía siete antes de retomar su peregrinaje.
¿Qué era meterse en un largo túnel comparado con la posibilidad de morir? Una bobada, se dijo. No conocía una gruta más inquietante e infinita que la que se esconde tras las puertas de la muerte. Esto pasaría rápido, el tren era veloz, moderno y seguro. Y ya sería mala suerte que algo pasara justo ese día mientras ella estaba ahí dentro. No sería más de media hora de oscuridad, intentaría dormir de nuevo. O leería, llevaba consigo un libro maravilloso y todavía pendiente, La fórmula preferida del profesor, una novela de Yoko Ogawa. Esta vez el tren iba muy lleno. Metió la mochila en el portaequipajes, sobre su cabeza, y se sentó junto a una joven que miraba una revista mientras escuchaba música a todo volumen por sus auriculares. De nuevo le tocó junto a la ventanilla, mejor, aunque durante un buen rato poco habría que mirar, salvo la penumbra, la pared del pasaje subterráneo. Sintió que el estómago se le encogía al pensar en ello. Los huesos volvían a molestarle, esta vez el dolor le fastidiaba especialmente en las vértebras del cuello. Un raro temor parecía recorrer sus entrañas hasta llegar a la piel, como un leve terremoto dentro de su cuerpo que acababa punzando en las cervicales. Sintió un prolongado escalofrío. Se echó por encima la chaqueta y acomodó la cabeza en una almohadita. El tren arrancó dando un pequeño tirón, un crujido seco e inquietante. Encendió la luz que había sobre su cabeza, tomó el libro y se hundió en el asiento dispuesta a abstraerse, a meterse por completo en la lectura.
Las ruedas de los vagones traquetearon durante un buen rato sobre los innumerables cambios de aguja, pasando de vía en vía hasta encontrar la suya, la que conducía a las verdaderas simas del Japón, a un lugar aún más profundo que el mar, aún más que sus más íntimos secretos. Unos minutos después el tren penetró en la tierra sin temor ni dudas, deprisa, como una gigantesca serpiente de metal entrando en la madriguera de un enorme topo. Persiguiéndolo. No lo atraparía, había una salida al otro lado. Eso la tranquilizó. Todos volverían a ver la luz al final del maldito túnel. Eso esperaba, se dijo mientras intentaba serenar su respiración y empezaba a leer…
Mi hijo y yo lo llamábamos profesor. Y el profesor llamaba a mi hijo Root, porque su coronilla era tan plana como el signo de la raíz cuadrada…
Sesenta y siete páginas después el tren ya estaba de nuevo corriendo al aire libre sobre la isla de Hokkaido. Todo transcurrió más rápido y sereno de lo que imaginaba. Pasó sin demasiada angustia. Nunca olvidaría los pasajes de aquel libro que la mantuvo a salvo mientras surcaba abismos hasta entonces impensables para ella. Se había propuesto hacer frente al miedo, a la inseguridad, a la duda, al dolor, a la debilidad que iba invadiéndola y que cada vez era más evidente. Se sentía como un astronauta saliendo al espacio en la punta de un fiero cohete. Como Soichi Noguchi mirando a la Tierra desde la estación espacial, tomando fotos de un planeta que en cierto modo le era ajeno estando allí arriba. Tan lejos de casa, de todo. Así se sentía, y también sentía el orgullo de haberse atrevido, de no haberlo pensado demasiado. Para ella, aquella distancia que ya la separaba de su hogar, de su única vida en Tokorozawa, era tan inmensa como si estuviera allí afuera, en el espacio, mucho más allá de la estratosfera. Saberse enferma, lejos de amedrentarla, le infundía valor y la empujaba a continuar su pequeña gran aventura, tal vez la última. ¿Y si la muerte llegaba pronto? ¿Y si no le daba tiempo?
No tenía miedo a morir, no de momento, y debía aprovechar esa ventaja sobre la bestia, sobre el mal que se había instalado en su cuerpo, infiltrado en su sangre, sin previo aviso. Cada minuto de vida sería un minuto arrebatado a la muerte, aunque al final siempre terminaría ganando la partida. No, no tenía miedo a morir, al menos eso parecía, no de momento. Aunque el peso de la incertidumbre fuera en ocasiones insoportable.
Tomó una taza de té y siguió enfrascada en las páginas, dormitó un poco, perdió la mirada en la belleza inmensa del cambiante paisaje, tan distinto al de la isla de Honshu. Se deleitó mirando la costa y los barcos lejanos a lo largo del golfo de Uchiura, la belleza en el tempestuoso mar y en el cielo, donde las estelas de los aviones, como largas llamas anaranjadas, surcaban el azul infinito. Belleza, todo era belleza, tanta que le hizo llorar discretamente de emoción y alegría. Tal vez se había perdido demasiadas cosas, tal vez el mundo no era más que eso, un santuario de belleza inalcanzable, una maravilla trastocada por los seres humanos.
Las horas pasaron tan veloces como el vertiginoso avance de aquella máquina prodigiosa en la que recorría kilómetros sin apenas darse cuenta. Y sin apenas darse cuenta llegó el momento en que los altavoces anunciaron que el tren pronto llegaría a su destino, a la ciudad de Sapporo. Sin apenas darse cuenta…
Yonsú estaba ahora muchísimo más cerca, pensó mientras metía la mano en su mochila y acariciaba la urna con las cenizas de su madre. «Ya casi estamos, mamá. Verás qué bien…»