Con el paso

Con el paso de los años el círculo vicioso de la muerte se fue cerrando más y más en torno al alma de Kento, atrapándolo, ahogándolo, marginándolo casi por completo. Esa era su única dedicación, matar y esconderse después, como una ruin alimaña. Todos los parabienes que había imaginado recibir por su elegante y sublime forma de actuar quedaron en nada. Sí, le pagaban bien, muy bien, pero no podía disfrutar de la pequeña fortuna que iba sumando. No era una persona libre. No lo era. Haru suplicó a Miya que fuera haciendo llegar de algún modo todas sus ganancias a «sus madres», y él se encargó personalmente de ello. De vez en cuando las mujeres recibían en la lavandería la visita de un misterioso individuo que les entregaba un sobre repleto de billetes.

—Esto es de parte de Kento, vuestro hijo, con sus mejores deseos —les decía, y se marchaba sin más palabras o explicaciones.

Ellas no podían sospechar quién era aquel tipo ni la verdadera procedencia de todo aquel dinero que las colmó de bienes y serenidad. Imaginaban que Kento se habría convertido en un hombre muy rico gracias tal vez a sus extraordinarias dotes para las artes marciales. Algunas soñaban con que un día regresara, seguramente convertido en un famoso actor o en un cantante. Nada más lejos de la realidad. Su Kento, ahora Haru, llevaba una existencia baldía y despreciable. Triste, muy triste. Después de casi quince años así y más de cuarenta muertes a sus espaldas, estaba hastiado, harto de aquello, y decidió cambiar, dejarlo todo, huir a Europa o a los Estados Unidos, a cualquier lugar. Empezar de cero en un país remoto. La organización le debía mucho y él no pediría demasiado, solo un pasaje de ida en avión y una nueva falsa identidad, documentos que le permitieran largarse de Tokio y de Japón para siempre. Era sencillo, imaginaba. Dejar todo eso atrás empezó a obsesionarle y así se lo hizo saber a su querido hermano. Ya no podía más. Pero Miya estaba casi tan enfangado como él, metido hasta el cuello en esa pútrida historia. El afilado lazo de aquella trampa los tenía pillados a los dos por las pelotas, no había escapatoria.

—Pero he cumplido de sobra con la organización —replicaba Haru—. ¿Qué más quieren? ¿A cuántos más debo asesinar?

—Si les propones dejarlo, te matarán, no lo dudes. Lo quieren todo, tu vida les pertenece por completo, nuestras vidas —sollozaba Miyano—. Ya no hay marcha atrás, Haru, no la hay.

—¿Qué pretenden, que me haga viejo de esa forma? ¿Que siga matando hasta no poder más? ¿Que viva enclaustrado hasta morir?… ¡De ninguna manera! Todo va a terminar les guste o no —le gritó a su hermano. Era la primera vez que lo hacía…

Le propuso un plan. Llevaba tiempo dándole vueltas. Cuando llegara el próximo encargo actuarían. Miya debía conseguir todo lo necesario, la documentación, los pasajes, el transporte; él podía moverse con cierta libertad y seguía teniendo muchos y buenos contactos. Tras ejecutar a su última víctima, la que sería la número cuarenta y tres, quedarían en el aeropuerto de Narita y escaparían juntos en un vuelo nocturno. No importaba el lugar, cuanto más lejos mejor. Tal vez pondrían rumbo hacia algún país africano. Daba igual. Convenció a Miya de que aquella era la única salida para los dos, desaparecer sin dejar rastro. No levantarían suspicacias, actuarían como el rayo. Él cumpliría con su parte, como siempre, y Miya actuaría como si tal cosa. Nadie sospecharía de sus planes.

Se abrazaron como verdaderos hermanos y los dos experimentaron esa fabulosa emoción que seguramente sienten los reos a punto de fugarse de la cárcel. Lo harían con la máxima cautela, huirían.

Esa vez no fue Miya el encargado de llevar a Haru el sobre con las instrucciones para la siguiente ejecución, se lo entregó uno de los secuaces del clan, completamente desconocido para él. Aquello le extrañó, pero hizo lo que tenía que hacer, aceptarlo, abrirlo y comprobar que todo estaba en orden. Su última víctima era un destacado político de la izquierda que arrastraba a mucha gente en aquellos días, un tal Fukuda Tomozo, un hombre ya mayor y empeñado en abanderar la lucha contra los innumerables escándalos de corrupción que azotaban el país. Su empeño por acabar con las malas artes políticas había superado todos los límites y eso no interesaba a casi nadie. Era cada vez más popular y respetado. Un hábil orador, algo demagogo pero desmedidamente honesto, incorruptible, eso era lo peor de todo. Su honradez y su creciente popularidad podían darle mucho poder y hacer saltar por los aires buena parte del corrompido sistema de partidos que tanto favorecía a su vez a los negocios mafiosos. El triunfo de un tipo así haría tambalearse una parte importante de un entramado criminal que había costado décadas y décadas de duro trabajo montar, además de miles de vidas. La potente infraestructura de extorsión de la yakuza, a la que Fukuda decía no temer declarándose públicamente su enemigo, estaba en peligro. Su insolencia no podía quedar impune. Era imprescindible acabar con aquel peligroso estúpido, frenar su posible llegada al Parlamento.

Por primera vez le encargaban matar a alguien ajeno al crimen organizado. Todas sus anteriores víctimas, las cuarenta y dos, de un modo u otro, habían formado parte de algún clan de la yakuza, del oscuro mundo del lumpen, del poderoso imperio del mal nipón. Todos excepto un terco policía, un agente ya jubilado que pagó caro haberlos perseguido sin descanso durante treinta años. Sintió cierta pena cuando acabó con la vida de aquel anciano servidor del orden. Y de nuevo volvía a sentir cierta compasión por su víctima mientras ojeaba el informe. Aquello de matar a un hombre aparentemente bueno no le gustó nada, pero tendría que hacerlo, y cuanto antes, si realmente quería escapar de aquellas garras.

Esa acción les podría originar problemas a la hora de salir volando del país, era un político, cerrarían los aeropuertos o los vigilarían muy estrechamente. Debían huir antes de que la Policía y las autoridades descubrieran aquel asesinato, y mucho antes de que la mafia pudiera darse cuenta de sus intenciones.

—Aunque tal vez —le dijo a su hermano— lo mate en plena calle y a la vista de todos. Acabar en la celda de una cárcel no será un mal destino, al fin y al cabo ya vivo encarcelado, cumpliendo una condena eterna. Soy un completo esclavo.

—Eso es una estupidez, allí dentro no durarías mucho —le recordó Miya—, su poder también es total dentro de las cárceles.

Necesitaban tiempo, algo de tiempo, para pensar y trazar un buen plan. Pero no lo tenían. Aquel engaño, sin duda, iba a ser el trabajo más complicado de todos.

Eliminar a Fukuda, un respetado personaje público, era algo muy distinto a todo lo que había hecho en los últimos quince años. Miya le habló del famoso asesinato a otro político en los sesenta, Inejiro Asanuma, quien también pretendió rebelarse contra los corruptos mientras defendía ardientemente los derechos de los trabajadores. Un chaval a sueldo de la yakuza, apenas tenía dieciocho años, le clavó con fiereza su wakizashi en un costado en pleno mitin, mientras se dirigía al público desde el atril. Todo acabó mal para él, para los dos. Haru no debía terminar así. Miya le mostró en el ordenador unas imágenes en las que se veía el preciso momento de la muerte de Inejiro Asanuma, la NHK estaba grabando aquel acto y todo quedó registrado. «Una acción perfecta», pensó Haru, aunque el inexperto asesino no planeó la huida y no tuvo escapatoria. Fue un suicidio. Aquella imagen perversa que ellos observaron con desdén proporcionó a Haru la posible respuesta. No podría investigar las costumbres de Fukuda, al menos no como sería conveniente, ni observar detenidamente todos sus movimientos y los de sus escoltas, eso llevaría meses, así que decidió que el mejor momento para hacerlo sería al salir de su domicilio para acudir a algún acto o, mucho mejor, de noche cuando regresara a casa. La oscuridad sería una vez más su aliada.

El hombre vivía en una zona residencial muy tranquila, una zona de calles anchas y casas bajas, con fachadas y tejados sencillos de escalar para él; huiría saltando por las azoteas. Sería todo un reto sorprender y burlar a sus gorilas, esquivarlos, neutralizar a alguno a ser posible, dar una muerte certera a su víctima con la katana corta, y conseguir escapar. Se cubriría como un ninja, como un mercenario shinobi, nadie debía ver su rostro. Sería una acción muy rápida, completamente por sorpresa. Nada le dijo a Miya sobre esa peregrina idea.

Apenas dos semanas después llamó a su hermano.

—Ha llegado el momento, todo está bien, todo bajo control. Debes hacer tu parte en el más absoluto secreto —le ordenó—, sin levantar sospecha alguna.

La cita sería en un lugar cercano al barrio donde residía el político. Tenía que esperarlo con todo preparado, con los pasajes de avión en el bolsillo, un par de armas de las que luego se desharían, una buena cantidad de dinero, y las motos con el depósito lleno listas para salir a todo gas en cuanto él llegara, si es que lo conseguía. El plan era dirigirse al aeropuerto y embarcar cuanto antes. Necesitarían un par de mochilas con algo de ropa, llevar equipaje evitaría suspicacias y riesgos en los controles. El destino no importaba, serían solo dos hermanos que se van juntos de vacaciones.

Miya le confesó que la posibilidad de conseguir nuevos documentos había quedado descartada:

—Tendrás que seguir siendo Haru Hirosi… ¿Cómo lo harás? —le preguntó.

—No puedo decírtelo, debes tener fe en mí.

Ninguno de los dos alcanzaba a imaginar el inesperado giro que iba a dar aquella mala aventura…

Miyano dispuso todo en la fecha y la hora previstas, todo tal y como le dijo su hermano, pero Haru no apareció. Estuvo esperándolo con las motos aparcadas a la entrada de un callejón durante muchas horas, casi hasta el amanecer del nuevo día, pero nada. Algo debía de haber fallado, Miya se temió lo peor. Una de dos, o Haru estaba ya en un calabozo o estaba muerto. También podría haber desistido por alguna razón en el último instante, aunque en ese caso seguro que lo habría llamado. Decidió regresar a su casa, pero no podría hacerlo conduciendo las dos motos. La noche anterior había buscado un buen pretexto para que un amigo lo acompañara y se la llevara hasta allí, pero ahora no iba a llamarlo para que se la trajera de vuelta. La dejaría atada a una farola, más tarde volvería a por ella.

Voló bajo por las calles de Tokio, aunque casi iba quedándose dormido sobre la veloz montura. Ya en su apartamento, comió y bebió algo, se tiró sobre la cama y se encendió un pitillo, también la televisión. En los noticiarios matinales ya estaban dando la noticia. Subió el volumen para escuchar bien lo que decía la locutora de Tokio News Network…

… el legislador de la oposición, de sesenta y un años, fue asesinado anoche en la capital de una puñalada, a las puertas de su casa, donde su mujer y uno de sus hijos lo esperaban. A medida que Japón despierta y se va conociendo la noticia de su muerte, aumenta la estupefacción. El país entero está estremecido por este injustificable acto de violencia contra una destacada figura política. Fukuda Tomozo fue apuñalado en el corazón nada más bajar de su automóvil. Un individuo consiguió burlar a los miembros de seguridad y se abalanzó sobre él como un rayo dándole la mortal cuchillada. Fukuda Tomozo falleció en el acto, también dos de sus escoltas. La consternación es inmensa, especialmente entre sus familiares y entre los miembros del Partido Demócrata, al que pertenecía el político asesinado. Su atacante consiguió escapar y podría estar herido, ya que los guardaespaldas reaccionaron abriendo fuego contra el asesino, que no ha sido capturado todavía. Se ignora de momento quién puede estar tras este ataque. Podemos contarles a esta hora que un representante de la Policía tokiota ha asegurado que ya están tras su pista y que…

Apagó la televisión. A pesar de lo alarmante de la situación, Miya mantuvo la calma. Se preparó un té bien cargado y se dio una ducha fría, muy fría. Tenía que espabilar cuanto antes. Recordó que aún quedaba algo de coca en un cajón, se metió un par de generosos tiros, eso le ayudaría a estar alerta. Si era cierto que su hermano estaba herido, podría llamar en cualquier momento. Puso a cargar el teléfono, estaba casi sin batería. Esperaría, de momento no podía hacer otra cosa. Debía estar preparado para salir en su busca allá donde estuviera metido y ayudarlo cuanto antes. Aunque, conociéndolo, seguro que habría sabido salir airoso y esconderse bien. Llamaría, estaría bien. Lo deseaba con todas sus fuerzas, quería de verdad a Haru, como un verdadero hermano.

Unas horas después el sonido del teléfono sobresaltó a Miyano, nada evitó que se quedara dormido, ni siquiera la droga. Era Haru.

—Escúchame —le dijo—, estoy cerca de la estación de Shinjuku, a la entrada de un callejón que está junto al hotel Washington, justo debajo de las escaleras del paso elevado que cruza la avenida, al lado de un restaurante hindú que se llama Potohar. Ven a por mí en la moto.

—¿Estás herido? —le preguntó Miya.

—No lo estoy, pero no tardaré en estarlo si no te das prisa. Tengo un mal presentimiento. —Le había parecido ver su fotografía en la televisión de un escaparate, en un noticiario—. Creo que a la organización no le ha gustado la jugada y me han delatado. Puede que ya ande tras de mí un ejército de sus esbirros además de toda la Policía de Tokio.

—Eso no puede ser —su amigo intentó tranquilizarlo—, has cumplido con el encargo, estarán satisfechos.

—Ojalá no te equivoques.

Miya voló a su encuentro entre el enloquecedor tráfico, sorteando infinitos atascos. No tardó mucho en llegar. Allí estaba su hermano, esperándolo. Se abrazaron sin decir palabra, ya hablarían cuando estuvieran en un lugar seguro. Haru se enfundó el casco, subió a la moto y salieron de allí disparados. Descartaron la idea de ir al aeropuerto, ya habían perdido el vuelo previsto, despegó de madrugada. Cambiar los pasajes o conseguir otros era algo ya impensable.

Irían a ver a su oyabun, se presentarían ante el jefe supremo, él sabría qué hacer, les daría cobijo, tal vez los ayudaría a salir del país, le propuso Miya mientras aceleraba saltándose un semáforo. Y eso hicieron, aunque a Haru no le pareciera la mejor idea. No era el momento de ponerse a divagar o a discutir. Tardaron poco más de una hora en salir de las calles de Tokio y otra más en llegar hasta una gigantesca finca que estaba a las afueras de Oarai, entre la costa y el lago Hinuma. Los guardias que protegían el portón de una enorme verja enseguida los encañonaron. Tras identificarse, hicieron algunas comprobaciones, avisaron y los dejaron entrar. Escoltados por dos coches, uno delante de ellos y otro detrás, recorrieron unos tres kilómetros por un camino asfaltado que serpenteaba entre bellísimos jardines y arboledas magníficas. Llegaron hasta una impresionante y ostentosa mansión que se alzaba sobre una colina, en la puerta esperaba otro grupo de escoltas armados. Después de cachearlos y retirarles las armas, uno de ellos los invitó a seguirlo.

Llegar hasta él nunca hubiera sido tan sencillo en condiciones normales. Miyano comentó a Haru en un susurro que estuviera alerta, era muy sospechosa tanta facilidad para acceder hasta «el padre». El oyabun atesoraba todo el poder en esa zona, un incuestionable control sobre cualquier miembro del clan, y ya tenía decidida la suerte que correrían los hermanos Hirosi, aunque ellos no pudieran siquiera imaginarlo. La palabra yakuza se compone de tres números, el ocho, el nueve y el tres, que en total suman veinte, un número perdedor en el juego, el mismo que ese día acababa de tocarles a Haru y a Miyano.

Después de una tensa espera en una preciosa sala, los recibió finalmente. Nada más verlo se arrodillaron ante él y se tendieron con los brazos abiertos y la frente pegada al suelo en señal de total sumisión. A un gesto suyo se incorporaron para quedarse de rodillas y con la cabeza gacha. No osaron mirarlo ni un instante más. Les preguntó por las razones de su inesperada y osada visita. Haru habló muy despacio y midiendo mucho sus palabras…

—Oh, señor, hace más de quince años que le sirvo con total entrega. He sacrificado a muchos traidores en su nombre —le dijo con exquisita solemnidad—, pero siento que mi valor y mis fuerzas flaquean, que ya no puedo serviros como merecéis. Mi última acción puede haber comprometido a la yakuza —continuó diciendo Haru—, ya que por primera vez he actuado con arrebatamiento, indiscreción y torpeza. Temo que las muertes que causé anoche puedan tener consecuencias inesperadas y negativas para la organización, por eso le suplico que sepa perdonarme y que tenga a bien alejarme del servicio activo, apartarme, ya que seguramente ya no soy digno de su confianza; le suplico también, puesto que he sido yo el que ha mezclado a mi hermano en este asunto, que no lo juzgue como a mí y sepa perdonarlo y mantenerlo en su puesto, como el buen siervo que es, o bien dejar que corra mi misma suerte, que permanezca a mi lado en el exilio.

El oyabun preguntó a Haru con cierta impaciencia si había terminado de hablar y él asintió con la cabeza todavía sin mirarlo.

—Podéis erguiros —le dijo—, poneos en pie.

Los dos obedecieron y se pusieron firmes ante él. Se quedó mirándolos un buen rato en silencio y con gesto aparentemente amable, aunque luego habló con enfado, con tono muy severo.

—Es cierto, Haru Hirosi, que has servido bien a la yakuza, tus frutos son inigualables, pocas veces un kobun dio tantos. También tu hermano es un buen servidor, aunque sus méritos sean incomparables a los tuyos. Pero anoche cometiste un tremendo error, no necesitábamos un escándalo, no es bueno tanto estrépito en este momento, no queremos que los periodistas hablen de nosotros, que se especule, que se nos ponga en cuestión, que nuestra sagrada organización corra peligro. No es bueno enojar a ciertos poderes ni dejar en evidencia a los mandos policiales. La muerte de ese miserable debía haber pasado completamente desapercibida como tantas otras que diste —le susurró a Haru en el oído—, no ha sido oportuno ejecutarlo así, habría sido mejor esperar otro momento, tendría que haber parecido una muerte natural, ¿entiendes?…

»Has fallado y eso puede traernos muchos problemas. ¿En qué estabas pensando? Eso podía haberlo hecho cualquiera, fue un acto estúpido y suicida, es extraño que no te hayan matado. Tu mayor valor era tu sigilo, tu habilidad para ejecutar sin dejar rastro, de forma impecable e imperceptible, pero parece que ya no vales nada. Te precipitaste de forma absurda anoche. Pero es cierto, has sido un fiel y eficaz servidor hasta ahora, y por eso voy a ser clemente contigo y con tu hermano. Lamento que después de tanto tiempo el regusto que quede tras de ti sea tan amargo. Os voy a perdonar. Aunque deberéis retiraros durante una buena temporada, especialmente tú, Haru Hirosi, debes apartarte de la organización y vivir lejos de todo y de forma muy discreta. Todo esto pasará y podrás volver a incorporarte a tus tareas. Eres un soldado muy valioso y eso hay que tenerlo en cuenta, no hay muchos como tú. Te ocultarás un tiempo en Gunkanjima, allí nadie podrá encontrarte, esa es mi decisión. Tu amado hermano te acompañará y vivirá a tu lado en la isla. Deberéis estar allí recluidos al menos un par de años, después volveremos a hablar. Este es mi veredicto y se ha de cumplir de inmediato. Todo está ya dispuesto para llevaros hasta allí. Espero que esto os sirva de lección y meditéis sobre todo cuanto os he dicho…

Se inclinaron ante el «padre» con respeto y gratitud, aceptando con esa reverencia un destino tan amargo como inevitable. El rito del yubitsume también era ineludible, lo sabían, era la única forma de compensar al oyabun en ese momento por sus errores. A cada uno le pusieron delante la tabla y la guillotina y los dos tuvieron que cortarse ante él el quinto dedo de la mano derecha. Los dos lo hicieron de un tajo decidido y preciso, con arrojo y dignidad, impávidos, sin gestos de dolor o lamentos. Les dieron alcohol para regar la herida y vendajes para contener la hemorragia, que anudaron en torno a los muñones. El oyabun observó satisfecho, envolvió los apéndices ensangrentados en un pañuelo de seda y se retiró llevándose sus restos.

Cuando hubo desaparecido de la escena, sus hombres indicaron a Haru y a Miya que debían seguirlos. A pesar del sacrificio ante él, de su vehemente y magnánima oratoria, nada iba a enmendar aquella afrenta, sabían que sus palabras tenían un significado muy distinto. No los conducirían a su retiro en el remoto islote abandonado donde tantos yakuza habían terminado sus días, pobres desgraciados. Herir el perverso orgullo del gran jefe tenía un precio, un altísimo precio, se habían convertido en miembros incómodos y eso solo significaba una cosa: la muerte. Si no hacían algo, los matarían seguro.

Nada más salir del edificio los matones los llevaron a empellones, burlándose de ellos, hasta donde estaban aparcados los coches. Haru y Miya comprendieron rápido que si entraban en ellos no habría escapatoria. A pesar de que sus adversarios eran al menos diez o doce, Haru no se lo pensó dos veces y la emprendió a golpes con ellos. Miya lo imitó de inmediato. Golpes certeros y mortales que en un instante acabaron con la vida de al menos cinco de los esbirros. Estos reaccionaron con extrema violencia sacando sus armas, el primero que abrió fuego acabó con la vida de Miyano volándole literalmente la cabeza. Haru arrebató a uno de ellos un sable y despedazó en segundos el vientre de otros tres bellacos, entre ellos el que había matado a su hermano. Hubo más disparos, pero ninguno lo alcanzó y él siguió desplegando todas sus habilidades en la lucha frente a aquellos indeseables e indignos rivales. Consiguió arrebatar una pistola a uno de ellos y así, a tiros, acabó con todos. Asaeteado por el dolor y la rabia, su furia fue absolutamente letal ante sus toscos y torpes ataques. Nunca antes peleó con tal decisión y exactitud, con un total desprecio por la muerte, y aquella actitud suicida amedrentó aún más a sus desorientados y aturdidos oponentes. Como una fiera imparable fue desarmándolos, repartiendo puñetazos y patadas como rayos que acabaron con todos ellos en apenas unos minutos.

Sobre el suelo yacían doce cadáveres, trece con el de su malogrado hermano Miya. No hubo tiempo para el duelo, vendrían más y sus fuerzas acabarían flojeando, era imposible mantener ese nivel de fiereza, había que escapar de inmediato. Las llaves seguían en el contacto de la moto, nadie se había molestado en quitarlas. Cogió del suelo una ametralladora corta, arrancó y aceleró a tope derrapando en la grava, dejando un surco de polvo, arena y piedrecillas tras de sí. Recorrió el camino por el que habían llegado en un santiamén, a una velocidad imposible. Cuando llegó al portón de la entrada este estaba abierto, la mayoría de los guardianes debían de haber corrido hacia la casa descuidando su vigilancia, y estarían entre los muertos. A los dos que quedaban y lo apuntaban los acribilló disparando certeras ráfagas con la mano izquierda mientras aceleraba aún más con la derecha. En contra de lo que imaginaba, no encontró más obstáculo ni resistencia y pudo salir, traspasar el portón, escapar a toda prisa de la residencia del oyabun. Lanzó a un lado el arma con el cargador ya vacío. Ahora sí que estaba sentenciado, pensó mientras aceleraba más y más, adelantando a todos los vehículos que circulaban por la carretera costera que conducía hacia el norte, a cerca de doscientos kilómetros por hora. No tuvo tiempo de ponerse el casco, iba sin protección, a cara descubierta, pero aquel era solo un pequeño inconveniente comparado con el tsunami de amenazas que ya se cernían sobre él. Por mucho que corriera, iba a ser muy difícil dejarlas atrás…

Una vez entró en la autopista pudo ir aún más veloz, saltándose cualquier límite, aterrorizando y alarmando a todos los conductores que adelantaba como una exhalación, jugándosela a cada metro que avanzaba, en cada curva; no podía seguir así, atraería a todas las patrullas de la Rikuzenhama highway, no tardarían en salir a su encuentro decenas de policías, le cortarían el paso en cualquier momento. Seguro que más de uno había llamado ya a los servicios de emergencia para denunciar que un demente circulaba de forma suicida hacia el norte. Llegó en poco tiempo a Iwaki, y desde allí a Sendai, donde tuvo que parar en una gasolinera. Necesitaba llenar el depósito y no tenía encima un yen. Pensó que lo mejor sería cambiar de vehículo y de apariencia, conseguir un casco y una cazadora, otra moto. Esperó a que alguien con una de gran cilindrada parara a repostar. No tardó en llegar su víctima, un incauto motociclista a lomos de una potente Suzuki. Sería él. Una vez hubo llenado el depósito, pagó, arrancó y volvió a la autopista; Haru lo siguió de inmediato.

Unos kilómetros más adelante lo alcanzó, se puso a su altura y lo sacó del asfalto embistiéndolo lateralmente y dándole una fuerte patada. El tipo intentó hacerse con la moto, pero cayó aparatosamente y se arrastró por el arcén hasta detenerse unos metros más adelante. Cuando, todavía aturdido, iba a incorporarse, Haru frenó junto a él y le propinó un tremendo golpe en el estómago; el hombre quedó en el suelo retorciéndose. Le quitó el casco, su rostro descompuesto reflejaba dolor y pánico ante el inesperado ataque. También le arrebató el chaquetón y la cartera. Luego, mientras el pobre hombre vomitaba y gritaba horrorizado, Haru le dio el golpe de gracia. No se paró a comprobar si había muerto o quedado solo sin sentido. Luego levantó del suelo la Suzuki de aquel desgraciado, había quedado un tanto maltrecha tras el accidente, pero aún funcionaba bien y la arrancó sin problema. El casco le quedaba algo grande, tampoco la cazadora era de su talla, pero eso daba igual. Arrastró el cuerpo inerte y lo ocultó entre la maleza, luego lanzó su propia moto por la ladera más allá del borde de la calzada.

Enmascarado con aquella ropa y a lomos de otra moto se sintió algo más tranquilo y siguió con su enloquecida huida a ninguna parte; no era su día, desde luego. Esta vez se lo tomó con más calma, circuló mucho más despacio, respetando las normas, pensando por el camino qué hacer, a dónde ir, siempre vigilante, pues no descartaba que en cualquier momento intentaran detenerlo. Decidió seguir hasta Aomori, allí tomaría un ferry hacia Hokkaido, cuanto más al norte pudiera llegar mucho mejor. Si conseguía cruzar el estrecho, podría esconderse en las montañas de la isla, donde nadie pudiera encontrarlo. Allí intentaría ganar algo de tiempo, meditar con calma qué hacer, cómo salir del país para siempre. Tardó algo más de tres horas en llegar a su destino. Recorrió unos cuatrocientos kilómetros sin problema, aunque le parecía imposible que nadie le hubiera salido al paso. Una vez entró en Aomori buscó un parking subterráneo y abandonó la moto dentro, bien aparcada. También se deshizo del casco. Con lo que había en la cartera robada pudo comprar algo para comer, estaba hambriento. Miró el noticiero en la televisión del bar, lo tenían sin sonido, aparentemente no decían nada nuevo, seguían a vueltas con la muerte del político, con la consternación, el duelo, pero nada del loco asesino de la autopista.

Después de comer se acercó dando un paseo hasta el puerto, allí se informó de los horarios de los barcos a Hakodate, salían cada dos horas, el último a medianoche. Sacó un pasaje, el más barato, y esperó a que anocheciera sentado en un muelle cercano a la zona de embarque, deseando subir de una vez por aquella pasarela, acostarse en una de las colchonetas de segunda clase o en una hamaca de cubierta y poder descansar unas horas, dormir un rato mecido por el vaivén de las olas del mar, rumbo a una nueva vida. Pensó por primera vez en Miya desde que lo viera caer al suelo abatido, con el rostro destrozado por las postas, y sintió una profunda tristeza. Le hubiera encantado tenerlo ahí a su lado, subir a ese barco con él, continuar juntos la arriesgada aventura de seguir burlando a las huestes de la yakuza y a toda la Policía. Pero Miya estaba muerto. Ya no podía pensar más en eso.

A la hora prevista abrieron la barrera que daba acceso a la rampa del buque. Pasó por delante de unos policías que miraban con desgana a los que subían. Entregó su billete al revisor y ascendió por ella como un oscuro y anónimo pasajero más. Una vez en el barco buscó el rincón más solitario y recóndito en uno de los compartimientos en el que algunos ya se habían sentado o tumbado; era una galería estrecha y llena de ventanucos que daban a la zona donde aún se estacionaban coches y camiones. Olía mucho a gasoil y el suelo estaba sucio y mojado, tal vez por eso allí había poca gente, mucho mejor. Se acurrucó al fondo en la penumbra, lejos de los demás viajeros. Media hora después el barco zarpó lentamente dejando atrás el puerto de Aomori, la costa de la isla de Honshu, muchos de los problemas que le acechaban y que muy probablemente lo perseguirían allá donde fuera. El mar estaba muy agitado, empezó a llover con fuerza, las olas golpeaban el casco del ferry con violencia y lo zarandeaban arriba y abajo, a un lado y a otro; la travesía sería muy turbulenta. Mecido por la fuerza de la tempestad y arrullado por el zumbido de las máquinas, Haru no tardó en quedarse dormido, necesitaba descansar unas horas, ya decidiría los próximos pasos que dar una vez hubieran atracado en el puerto de Hakodate. Tal vez allí le esperara una nueva vida o una muerte digna…