A Mei le sorprendió no sentir frío al bajar del tren, la temperatura era suave y agradable. Los desmesurados labios de la primavera se entreabrieron para besarla, exhalando un aliento cálido lleno de aromas de monte. Los ciruelos hacía tiempo que habían florecido anunciando que, de tanto en tanto, también las flores cabían en la fría Sapporo. Según los meteorólogos, el tiempo sería especialmente cálido y soleado esos días. Su camino y su búsqueda resultarían más agradables así. El calor se había llevado pronto la nieve, y ya no era tiempo de nevadas. Aunque en ocasiones, en las montañas del norte, aún se pueda esquiar en un gélido marzo, incluso en un frío abril, mientras en el sur del país ya se toma el sol en las playas.
Sin embargo, al salir de la estación central, aún al abrigo de los soportales y las galerías llenas de tiendas y de gente, le pareció que nevaba. No podía ser. No eran copos, sino millones de pétalos robados por el viento a los cerezos, que el aire hacía volar como locas mariposas por las calles de la ciudad. Era una imagen completamente surrealista, inusual, como en una película de fantasía o ciencia ficción. Debía buscar una pensión donde pasar la noche, algo económico, no quería gastar mucho dinero. Pero la invadió una enorme pereza. Justo encima de la estación central se levantaba un inmenso hotel, el JR Tower, era evidente que estaba muy por encima de sus posibilidades, pero ¡qué demonios! Apenas había gastado unos yenes en los últimos meses y bien podía darse un capricho. Muy pocas veces o nunca se lo había dado. Lo último que le apetecía era caminar, deambular buscando alojamiento por las calles de una inmensa ciudad desconocida. Entró en el edificio. El hall le pareció absolutamente suntuoso, completamente desproporcionado, tan majestuoso e imponente como la entrada al templo de algún dios ostentador y caprichoso. Se acercó al inmenso mostrador de la recepción y pidió habitación para una persona y una sola noche. Se sintió extraña y feliz jugando a hacer cosas que nunca antes había hecho. Como en el guion de una película que iba escribiéndose sobre la marcha con ella como improvisada protagonista. Los empleados eran extraordinariamente amables, incluso un tanto empalagosos. Una vez cumplimentados los datos del registro, uno de ellos la acompañó enseguida a su estancia en el cielo, en la planta veintinueve. Quiso llevar su mochila, pero ella no se lo permitió. El ascensor voló directo a su planta y el estómago se le encogió, como en una de esas montañas rusas en las que jamás había montado ni montaría. El muchacho le mostró la habitación y tras recibir su propina se marchó haciendo reverencias. A la mañana siguiente, a las ocho, la despertarían con un buen desayuno, le prometió el chico.
Mei no daba crédito a cuanto veía, a cuanto la rodeaba, a cuanto sentía. Desde esa altura la vista era impresionante. Mirando a través del ventanal le pareció volar, flotar, divisando toda la ciudad. Solo la cama era casi tan grande como su altillo. También pensó que jamás había dormido en otro lecho que no fuera una esterilla extendida en el suelo o sobre un futón. La estancia tenía enormes armarios, tan grandes que se podría guardar la ropa de toda una familia. Todo estaba limpio e impecable, decorado al más puro estilo tradicional japonés. Lujoso y sobrio a la vez. En el aseo, una enorme bañera le recordó lo agotada que estaba después de tantas emociones y tantas horas de tren, a pesar de haber dormido tanto. Soñaba con darse un baño de agua muy caliente. Se desnudó frente a un enorme espejo mirando con curiosidad aquel cuerpo delgado en el que habitaba, ¿era hermoso? Se puso el albornoz y las zapatillas que había sobre la cama junto a unos bombones. Le encantó que en la mesita alguien hubiera dejado un cesto con frutas, entre ellas un pequeño y delicioso melón de Yubari. Sin duda iba a disfrutar de su corta estancia en aquel insólito rincón, a muchos metros de altura sobre el suelo. Pensó que nunca había estado tan alto, nunca más allá de las ramas de los árboles a los que había trepado o las aulas del primer piso en las que estudió. Disfrutó de la fruta viendo una película en la tele, era europea y muy extraña, la protagonista le pareció bellísima. Transcurría en un hotel de Tokio muy similar al suyo. Le pareció una preciosa historia de amor y desamor. Luego tomó un baño largo y maravilloso y se metió en la cama. Siguió leyendo el libro desde donde lo dejó, desde la página sesenta y siete…
Por fin conseguí sacar al profesor fuera de casa. Desde que había empezado a trabajar para él no había salido a la calle, ni siquiera al jardín; por tanto, me pareció que le convendría airearse, aunque solo fuera por su salud…
¡Cuánta razón tenían esas palabras! Siempre entablaba ese tipo de relación con los libros, parecía como si le hablaran, como si en ocasiones lo escrito coincidiera plenamente con su vida y sus circunstancias, de forma misteriosa y certera. Por fin ella había conseguido sacarse a sí misma de casa y eso sería muy conveniente para su salud, mental y física. Tal vez la energía de su cuerpo llevaba demasiado tiempo estancada, como el río que se estrecha y no deja fluir las hojas que flotan en el agua, y estas se acumulan hasta que se pudren.
Arrullada otra vez por las palabras de Owawa, se fue quedando dormida. Cerró el libro y apagó la luz. Antes de cerrar los ojos miró a través de la ventana las infinitas luces que brillaban en Sapporo, como en uno de sus sueños, como si estuviera sobrevolando la ciudad encima de una mullida y cálida nube mágica.
A la mañana siguiente despertó serena, aunque un poco aturdida, desorientada. Al levantarse se sintió fatigada y dolorida. Venció a la soñarrera y la pereza e hizo sus cotidianos ejercicios de taichí. Era lo único que calmaba una de las consecuencias de su mal. Al despertar los dolores de espalda se acentuaban y el cansancio parecía infinito a pesar de haber dormido. A las ocho en punto trajeron el desayuno. Luego se duchó y comió con calma mientras apuntaba en su libreta algunas cosas que necesitaría para las siguientes etapas de su viaje. Una pequeña tienda de campaña fue lo primero que escribió. También un saco de dormir y una esterilla, un infiernillo, provisiones suficientes para un par de semanas, ¿cómo iba a llevar todo eso consigo?, se preguntó. Ya lo pensaría, no quería por nada del mundo caer en el desánimo. Compraría comida deshidratada o envasada al vacío, unas latas, una linterna y un farolillo, unos prismáticos, una cantimplora, un bastón, un buen cuchillo de monte, unas botas cómodas para caminar, un abrigo mejor que el que tenía, un plumífero, necesitaría también algunos medicamentos, y una mochila más grande para llevar todo… Solo de pensarlo se sintió agotada.
Pagó la cuenta en la recepción y después bajó de nuevo a la estación para informarse sobre los horarios de los trenes a Yubari. Fue un acierto dormir allí. El siguiente saldría en poco más de un par de horas y tardaría otra en llegar a su destino, según le dijo un operario poco convencido. Sacó un billete solo de ida. Después, hizo tiempo comprando todo lo anotado en la lista en las inmensas galerías comerciales que se extendían bajo el hotel. Gastó con precaución, pero al final bastante más de lo calculado, casi un tercio del presupuesto y la aventura no había hecho más que empezar.
Dispuso todo dentro de su nueva y enorme mochila, se la echó a la espalda y sintió un inquietante crujido. Bajó hasta el andén con tiempo de sobra. Se sentó a esperar y a comer algo de fruta. Acarrear aquel peso iba a ser una tortura para su maltrecha columna, sin duda iba a necesitar un animal de carga. Lo conseguiría como fuera. Una vez llegara al final del trayecto, pensó, tendría que caminar, seguramente caminar mucho. Lo ideal sería conseguir un burro o un asno y unas alforjas, así podría llevar todo sin esfuerzo. Recordó a la extraña mujer con la que compartió mesa en el café de la estación de Amori, y también el nombre de su hermano el guardabosques, el tal señor Hayao. Debía encontrarlo, decidió, lo primero sería ir hasta allí y buscarlo. Era un comienzo, un buen impulso para seguir. Tuvo el presentimiento de que aquel hombre sabría ayudarla. Tal vez.
El tren tardó poco más de una hora en llegar a Yubari. Ella bajó en Shimizuwaza, un pequeño apeadero al pie de una de las pistas de esquí, ahora intensamente verdes, desiertas. Como le había asegurado el revisor, no quedaba lejos de la parada del autobús que llevaba hasta uno de los accesos al parque natural. El autocar iba casi vacío, solo dos o tres personas subieron antes que ella. Durante unos kilómetros ascendieron por una carretera nacional, luego circularon por la ciento treinta y seis, una comarcal estrecha y sinuosa, al final por una pista de limo llena de baches y charcos, un camino forestal que se adentraba más y más en los bosques. En la sierra Yubari solo algunas crestas conservaban un manto de nieve, las más altas. Llegaron a la orilla de un lago inmenso de aguas clarísimas, completamente rodeado de montañas. Allí se alzaba un edificio pequeño que servía de punto de encuentro e información para los pocos turistas que se acercaban, la mayoría prefería acceder a la reserva por Furano, muchos kilómetros al otro lado. Alrededor del pabellón había algunas cabañas de madera de diferentes colores. El lugar le pareció bello y solitario. Demasiado remoto y de una belleza extraordinaria. Preguntó a una diminuta y lacónica recepcionista por el señor Hayao sin demasiado convencimiento ni esperanza, pero lo conocía. Claro que lo conocía. Le indicó de inmediato y muy amablemente cómo llegar a su casa. Estaba arriba, en la falda de un repecho alto y muy inclinado.
La cuesta empezó a hacerse eterna a los pocos pasos, estaba cansada y el petate le pesaba cada vez más. Creyó distinguir al viejo sentado a la puerta de la casa. La subida se le hizo interminable. Cuando estaba más o menos a mitad del camino, vio cómo se levantaba y salía a su encuentro. Eso parecía. El viejo se acercó a buen paso descendiendo la colina, sonriente, saludándola de lejos como si la conociera y la estuviera esperando. Posiblemente la confundía con alguien.
—Pero, bueno…, ¿a quién tenemos aquí?…
—Creo que se confunde —dijo Mei soltando el lastre—, no nos conocemos y…
—Claro que no nos conocemos —dijo el hombre soltando una carcajada un tanto exagerada—. ¿Y qué importancia tiene eso?, hace mucho que nadie sube a visitarme, es todo un placer recibirla, ¿señorita?…
—Mei, me llamo Mei Tanaka y usted debe de ser el señor Hayao…
—Jajaja…, claro que soy el señor Hayao… ¿Quién si no podría ser?…
—Conocí fugazmente a su hermana… Ashitaka… Ella me habló de usted…
—¡Oh! Ashitaka —pronunció el nombre alargando el sonido y con cierta devoción—, mi amada hermana… Qué curioso… ¿Así que conoce a Ashitaka?…
—Compartimos mesa en la estación de Aomori por casualidad y durante apenas media hora, no se puede decir que la conozca. Pero me habló de usted… Dijo que tal vez podría ayudarme. Verá…
—Claro, claro, seguro que podré serle de utilidad, señorita Mei, seguro, pero venga, antes de contarme déjeme que coja su mochila y subamos, arriba en la cabaña charlaremos tranquilamente tomando un tazón de caldo o, mejor aún, un poco de sake, y ya me cuenta…
—No imagina cómo se lo agradezco, pero es pesada y usted no debería…
—¡Paparruchadas!, ¿acaso cree que este viejo ya no tiene fuerzas para cargar con eso?… ¡Traiga aquí! —ordenó con dulzura mientras se echaba encima el bulto como si fuera mucho más ligero—. ¡Aún tengo mucho vigor, jovencita!, y no solo para acarrear como un burro —añadió guiñándole un ojo con picardía.
De improviso empezó a llover, cada vez con más fuerza…
—Vamos, corra, rápido, sígame o se empapará.
—Claro, claro… —dijo Mei bastante aturdida.
Fue incapaz de seguir el paso del anciano cuesta arriba. El viejo ascendió lo que quedaba de pendiente dando veloces zancadas, a buen ritmo con sus piernas un poco zambas pero muy ágiles. Llegó arriba mucho antes que ella y regresó aún más rápido con un enorme paraguas en la mano para protegerla del aguacero. Todo esto sin perder un instante el aliento ni la sonrisa. Realmente era un hombre enérgico…
El cabello largo y blanco le colgaba sobre los hombros, también tenía una abundante y canosa barba. Vestía una especie de túnica grisácea anudada a la cintura con una cuerda, por debajo asomaban unos pantalones negros demasiado largos o caídos, los bajos deshilachados le arrastraban y le cubrían en parte las sandalias. De su cuello colgaba un cordel con una enorme uña de oso, eso le pareció a Mei, era algo muy similar a una garra. Su rostro emanaba bondad y simpatía, era de piel morena y tenía las mejillas sonrosadas, como si se hubiera puesto colorete. A Mei le impactó su mirada limpia, clara y profunda, como las aguas del lago que ya quedaba abajo, mucho más abajo de lo que cabía imaginar.
La cabaña dominaba el idílico paisaje desde lo alto. Nada más llegar arriba la invitó a entrar en su choza mientras cerraba el paraguas. Dentro, justo en el centro de la estancia, sobre un enorme brasero de hierro rectangular, ardía un buen fuego. Alrededor había varias banquetas bajas. La luz de la hoguera iluminaba apenas la penumbra de la habitación. Los inesperados nubarrones habían oscurecido el día y casi no entraba luz por las dos minúsculas ventanas que había a cada lado de la puerta. El lugar resultaba tan acogedor y sereno como el hombre que la moraba. Mei se sintió insólitamente segura y reconfortada, algo que muy pocas veces le había sucedido a lo largo de su vida, salvo en su casa. Tomó asiento cerca del fuego mientras el señor Hayao preparaba unas tazas de té y servía sake en dos cuenquecillos.
—Y bien, niña, cuénteme, ¿qué la trae por estos parajes? ¿En qué puedo ayudarla?…
—Es una larga historia, señor, una historia sin demasiado sentido…
—Me encanta escuchar historias, y las que más suelen gustarme son las que menos sentido tienen…
—Es extraño estar aquí sentada hablando con usted, ¿cómo contarle algo tan íntimo a alguien a quien no conozco en absoluto? —susurró Mei algo turbada—. Aunque, si le digo la verdad, me siento como si hubiera llegado a mi hogar… Tal vez sea que no estoy habituada a viajar y me encuentro cansada…
—¿De dónde viene la joven Mei?…
—Vengo de Tokorozawa…, de Tokio…
—¿Y a dónde va?, porque usted no tiene pinta de ser una de esas turistas que de tanto en tanto vienen por aquí a extasiarse con estos paisajes…
—Busco un lugar perdido entre los montes Yubari, eso creo, quién sabe si más allá. Y necesito conseguir un burro.
—Entonces ya no está muy lejos de su destino —dijo el hombre soltando una estruendosa carcajada—. Así que quiere un burro para entrar con él en estos montes. Ya le digo que son como un infinito laberinto. Son mucho más frondosos e impenetrables de lo que cabe imaginar…
—Lo imagino, lo imagino —dijo Mei casi en un lamento.
—Intuyo que su viaje comenzó hace mucho tiempo y que aún le queda un buen trecho por delante.
—Posiblemente…
—¿Qué lugar es ese que busca?, seguro que puedo orientarla, conozco bien estos bosques…
—¿Ha oído hablar alguna vez de un lugar llamado Yonsú?…
El talante y el rostro del viejo cambiaron al escuchar ese nombre. Dejó su taza en el suelo y acariciándose lentamente la barba se aproximó a ella mirándola a los ojos…
—Yonsú… Yonsú… ¿Qué sabe usted de Yonsú, jovencita?…
—Poca cosa, créame. De hecho, apenas nada…
—Yonsú es solo una leyenda muy antigua…
—¿Solo eso?, ¿nada más que una leyenda?…
—Eso creen todos —dijo casi en un susurro—, o casi todos…
—Mi difunta madre estaba convencida de su existencia, aunque no tuviera una sola prueba de ello…
—A lo mejor su madre no andaba tan errada…
—Sus palabras me llenan de alegría y esperanza.
—De existir, ¿para qué querría ir a Yonsú?… ¿Por qué?…
—Para esparcir o enterrar las cenizas de mi madre, aún no lo he decidido, las llevo conmigo dentro de la mochila…
—Mira que he escuchado cosas extrañas, pero lo suyo…
—Ya le he dicho que es una rara historia. Mi madre creía en ello. Su sueño era llegar allí, conocer ese lugar.
—¿Cómo supo su madre de su existencia?…
—Una señora que supuestamente estuvo allí y que regresó a la ciudad, meses o años después, quién sabe, dibujó un mapa que más tarde llegó a sus manos. —Mei acercó la mochila, buscó en uno de los bolsillos laterales y sacó el pedazo de tela—. Mire, mírelo bien. —Se lo acercó al viejo—. La mujer también contaba algunas historias prodigiosas… En fin…
El anciano observó con detenimiento la tela y murmuró apenas un nombre: Hachimori…, Hachimori…
—¿Cómo dice?…
—Hachimori…, el monte Hachimori… Entre el Yubari y el Ashibetsu… Eso parece señalar este bello e ingenuo plano… Pero está equivocado. De existir, la aldea no estaría en las laderas del Hachimori, sino mucho más allá, en otros valles aún más inaccesibles.
—Señor Hayao, vengo de lejos en todos los sentidos. Estoy muy cansada y no me sobra el tiempo. No estoy para adivinanzas. No me lo tome a mal, no crea que es descortesía, pero necesito saber. Sé que no tiene ningún sentido que usted y yo estemos aquí charlando sobre Yonsú, acabo de bajar de un autobús después de recorrer muchos kilómetros en tren, y no es lógico siquiera que esté sucediendo esto. No ha sido fácil para mí tomar esta decisión, me refiero a emprender este viaje; tampoco decidir llegar hasta aquí en busca de su ayuda. Me he sentido muy confusa a medida que me alejaba de Tokio, confusa y asustada, realmente no sé cómo he podido hacerlo. Nunca en mi vida me había alejado de allí. Este es mi primer viaje, el primero de mi vida. Mi madre acaba de morir y… —sollozó—, le suplico que si sabe algo, si conoce, aunque sea de forma muy remota, algo de ese lugar me lo cuente, necesito que me ayude a encontrarlo. Que me guíe de algún modo hasta él…
El viejo atizó el fuego con la mirada perdida en las llamas y las chispas que ascendieron revoloteando.
—Preciosa señorita Mei, se ve a la legua que no ha sido sencillo para usted llegar hasta aquí, que tampoco lo está siendo hablar conmigo. Pero los dioses, los kodamas o el destino, quién sabe, la están guiando bien. Eso parece. No sé con total certeza si Yonsú existe o no. Nunca estuve allí. Yo creo que sí, quiero pensar que sí, aunque también imagino que no es un lugar al que los mortales puedan llegar fácilmente. No. Creo que no. Pocas veces he hablado de esto. De existir, señorita, ese lugar está oculto en un paraje muy remoto, demasiado remoto. Dicen que muchos metros bajo tierra, en una enorme cueva a cielo abierto… Esta es tierra de volcanes y de gigantescas grutas secretas. En cualquier caso le sería imposible llegar hasta allí. No lo digo por desanimarla, pero así es. Usted no tendría ninguna posibilidad, y aún menos yendo sola. Solo para intentarlo sería necesario preparar una buena expedición, porteadores, algunos hombres curtidos y bien armados, algunas bestias, provisiones para al menos un mes… No veo que ande usted sobrada de fuerzas y las condiciones de esa travesía serían extremadamente duras, incluso para los más avezados y duros soldados del ejército nipón…
—No voy a desistir… No siga por ahí… Se lo suplico. No me desanime más. Estoy agotada en este instante y no imagina cuánto le agradezco su hospitalidad. Se ve que es usted un buen hombre, un hombre humilde, sensato y generoso. Una buena persona. Sus consejos están dictados por el sentido común y la mejor intención. Pero, créame, no voy a cejar en mi empeño.
—Debería usted ser más sensata, señorita, es usted demasiado joven y hermosa para arriesgar todo en semejante afán…
—No soy tan joven como cree, ni me considero hermosa. Por favor, no me diga eso, me siento avergonzada. Deje de decir esas cosas, se lo ruego. Soy flaca y fea, lo sé bien, deje usted de burlarse de mí, aunque lo haga con tanta amabilidad… Es cierto que no estoy sobrada de fuerzas. No ando muy bien de salud. Lo sé. También eso me empuja a intentarlo…
—Créame, señorita, no lo conseguiría…
—Es posible… Pero eso no importa…
—¿Acaso quiere morir? —el viejo le habló esta vez con cierto enojo, con un paternal tono de regañina. Mei guardó silencio y pensó bien antes de responder…
—Señor Hayao, puede ser que no me quede ya mucha vida…
—¿Pero qué dice, insensata?, es usted tan joven y tan radiante, aunque quiera creer lo contrario. Pero si parece usted una niña, una jovencita un tanto desvalida, ¿pero cómo va a quedarle poca vida?… ¡Usted está llena de vida!, solo tiene que dejarse de paparruchadas y pararse a vivirla…
—No lo digo yo, lo dice un médico… Lo dice mi cuerpo, mis maltrechos huesos.
—¡Qué sabrán los médicos!… Esos no tienen ni idea…, siempre con sus aires de sabelotodo, siempre sentenciando tristezas, siempre amedrentando a la gente…
—Estoy muy enferma, señor Hayao. Lo dicen los análisis de sangre…
—Eso es imposible, no puede ser, yo lo vería en sus ojos. Deje que le tome el pulso, veamos. Sentiría la muerte en sus latidos, la vería en sus ojos si anduviera rondándola, crea lo que le digo. No creo que tenga nada que no se cure con sopa y descanso, tiene que pasar aquí la noche. Le prepararé una buena cena y un lecho junto a la hoguera. Mañana seguiremos hablando de esto y verá que todo le parecerá diferente cuando descanse. Aquí se duerme bien. Y si hay que buscar la forma de llegar hasta Yonsú, exista o no, mañana la encontraremos juntos. Venga, ¡anímese, señorita Tanaka!…
—¡Qué amable es usted, señor Hayao!, no imagina cuánto le agradezco esto. Y ojalá tuviera usted razón, estuviera en lo cierto, pero me temo que… A lo mejor la muerte no está todavía cerca de mí, a mi alrededor, pero dice el doctor que ya está en camino… Y es un buen doctor. No suele equivocarse.
—Para todos es así. También para mí, ¿qué cree que hago cada día aquí arriba, ya jubilado y solo?, esperarla. No le tengo ningún miedo. Tendría que haber llegado hace años, hace mucho tiempo, y aquí me tiene. Los próximos que cumpla serán noventa y siete, ¿qué le parece?…
—No me lo puedo creer, no parece usted tener más de sesenta.
—Nunca me he rendido a la enfermedad y menos aún a la muerte. No he dejado que me pillara y cerca estuvo muchas veces. Llegará cuando menos me lo espere, claro, pero tendrá que cogerme dormido si quiere llevarme… No tiene mala intención, pero me gusta estar aquí, aún disfruto de todo esto, de los días y las noches, de la vida. ¡Ah! Señorita Tanaka, ¡qué bella es la vida!, ¿no lo siente?… ¡Siéntalo! Y verá como entonces no hay muerte que valga.
—Es increíble que a su edad tenga tanta energía, usted sí que es una persona llena de vida. Tendrá que decirme cuál es su secreto…
—Hummm… Es lo que le estoy diciendo. No hay ningún secreto…
—Señor Hayao, diga lo que diga, haga lo que haga, para intentar convencerme de lo contrario, no lo conseguirá. Acepto encantada su hospitalidad, su cama y su cuenco de arroz, pero en cuanto recupere algo de fuerza y de ánimo partiré en busca de Yonsú. Si a usted no le incomoda y si puede ser, descansaré aquí un par de días, me avergüenza otra vez mi audacia, tanta insolencia, al proponerle de este modo que me dé cobijo. Yo le pagaré el alojamiento. Descansaré un poco y después retomaré mi camino. Caminaré un poco más cada mañana para ir preparándome. Debo entrenarme. Sé lo que me espera…
—No tiene que pagarme nada, no diga paparruchadas. Esta es ya su casa, lo sabe desde que cruzó el umbral de la puerta. Así lo ha sentido. Pero le ruego que no sea usted ingenua… Alcanzar Yonsú no será sencillo…
—Da igual. Lo sabré a medida que avance…
—No llegará muy lejos…
—Tanto cuanto pueda…
—Es usted una joven muy terca, y muy valiente. Pero terca como una de mis mulas…
—¡Eso es justo lo que necesito! —Mei rio como hacía tiempo no reía—. Una mula tan cabezota como yo, pero que cargue con este fardo —dijo señalando su mochila—, y si fuera necesario, conmigo, peso muy poco.
—Seguro que menos que una mariposa —añadió Hayao con cariñoso tono de burla—, y eso hay que arreglarlo, voy a preparar algo de comer.
—¿Sabe qué me impulsó a encontrarle? Eso precisamente. Quería que me indicara dónde conseguir un animal…, y mira por dónde usted… Pagaré por él, no tengo mucho dinero, pero…
—Deje de hablar de pagar, ¡diablos! No es cuestión de dinero. Adoro a mis mulas, son mi verdadera compañía, y perderé una de mis queridas bestias si se la alquilo. Y este mundo perderá un ser extraordinario si colaboro en alentar su insensatez…
—Señor Hayao, se lo suplico una vez más, no intente disuadirme… Si realmente quiere usted serme de ayuda. Por cierto, necesitaré también un mapa más preciso…
—Es usted incansable, ¿verdad?…
—¡Oh, no!, pero puedo serlo cuando algo se me mete en la cabeza. ¿Seguro que no voy a ser una molestia para usted? Tal vez podría alquilar una de esas preciosas cabañas que he visto allí abajo. Llevo conmigo una pequeña tienda de campaña, pero sería mejor…
—Señorita Mei Tanaka, deje ya ese discurso, definitivamente es usted mucho más cabezota que un animal… Las cabañas solo se alquilan en verano y son para turistas. No estamos aún en verano ni usted es una turista. Así que déjelo ya, puede quedarse aquí. Tiene que quedarse aquí, déjese de tiendas de campaña. Mi casa no es gran cosa, como puede ver, pero es confortable y acogedora. Y no voy a cobrarle un solo yen, así que ni se le ocurra volver a proponérmelo, eso sí me ofendería.
—Un millón de gracias, señor Hayao —dijo Mei haciéndole una respetuosa y prolongada reverencia.
—No hay de qué, no hay de qué. Y lo de la mula —dijo sonriendo con picardía mientras corría a los fogones— tengo que pensármelo. —Mientras cocinaba siguió hablando en tono burlón—. ¿Cómo voy a dejar que se lleve una? Solo es usted una chiquilla obstinada y loca. ¡La reventaría o la perdería! ¡Ay! Tal vez Ashitaka nunca debería haberle hablado de mí…, pero lo hizo… En fin, por algo será que se topó con ella, por algo está usted aquí… Intentaré ayudarla, pero ahora debe dejar de pensar en todo eso y descansar. No tardaré mucho en preparar esto. Acomódese, siéntase como si estuviera en su casa, puede asearse si lo desea, al fondo hay un baño y tengo agua caliente, solo hay que abrir el grifo, la caldera está encendida.
—Así me siento ya, señor Hayao —respondió Mei casi en un susurro, y con lágrimas en los ojos, habló tan suavemente que él casi no llegó a oír su voz—, es usted un hombre maravilloso, absolutamente lleno de bondad, una de las mejores personas que he conocido jamás…
—¿Cómo dice? —respondió el viejo.
—Que le agradezco infinitamente todo lo que está haciendo por mí. Y agradezco a los dioses que hayan puesto en mi camino a su hermana Ashitaka y que me hayan traído hasta usted…
Mei se lavó y se cambió de ropa. Cenaron casi en silencio al calor del fuego, todo le pareció delicioso. Realmente era un milagro haber encontrado a ese hombre. Después Mei se acostó en el placentero camastro que le preparó Hayao. El anciano la arropó con mimo, casi como lo hacía su madre, y también con extrema delicadeza besó y acarició su frente.
—Buenas noches, señorita Tanaka, duerma tranquila, descanse, ya pensaremos en el modo de llegar a Yonsú mañana, no tema. Que tenga dulces sueños…
Mei se sintió absolutamente feliz, segura, protegida, y cayó derretida en el sueño más largo y reparador que se pueda imaginar.
—Hasta mañana, señor Hayao, gracias por todo…
Al día siguiente Mei se levantó por primera vez en muchas semanas sin el cuerpo dolorido, sin esa fatiga insoportable que la invadía al despertar, desmoralizándola. Se sentía bien. Estaba sola en la casa. Se asomó a la ventana y se desperezó generosamente. Sus labios y su corazón sonrieron a la mañana. Salió e hizo sus ejercicios matinales mirando el paisaje, el cielo era de un azul asombroso, todo el valle se veía de un color azulado, de un añil algo plomizo. Una melodía bucólica y lejana se podía escuchar apenas, alguna mujer cantaba al pie de la ladera rompiendo el silencio impecable de aquel lugar. Inspiró y aspiró oxigenándose lentamente, llenando sus pulmones y su vientre una y otra vez. Sentía cómo todo su organismo se purificaba con aquel aire repleto de aromas penetrantes. Luego se aseó de los pies a la cabeza con una toalla húmeda.
Estaba cepillándose el pelo frente al espejo cuando escuchó afuera un prolongado silbido. Hayao anunciaba así su regreso. Salió al umbral de la puerta y lo vio subir la cuesta a toda máquina con aire jocoso, muy alegre. Sonreía de oreja a oreja con un recipiente humeante en cada mano y con una cesta en equilibrio sobre la cabeza. Traía el desayuno. Colocó sobre la mesa palillos de sauce, unos cuencos llenos de arroz humeante cubiertos por hojas y de los cestos salieron panecillos y otras muchas delicias. Le dio los buenos días lleno de entusiasmo y preparó y sirvió té verde siguiendo un remoto ritual. Antes de comer Hayao agradeció el alimento a los dioses y rezó especialmente a Huchi, una deidad del fuego que aleja las enfermedades.
—Verá que la suya se la lleva pronto —le dijo convencido.
Mei se deleitó casi en silencio frente a la hoguera que el viejo acababa de avivar, estaba hambrienta.
—Está todo buenísimo, no sé cómo agradecerle tantas atenciones.
—No hay nada que agradecer, ¿ha dormido bien?…
—De maravilla, como hacía tiempo…
—Volviendo a nuestra conversación de anoche y ya que parece usted dispuesta a adentrarse en los bosques sin que yo pueda convencerla de lo contrario —dijo el anciano con cierto tono de misterio—, tendré que contarle algunas cosas. Darle algunos detalles que le serán de utilidad y que tal vez le hagan recapacitar. Incluso llegado el momento, dar la vuelta, regresar antes de que su osada pretensión acabe mal. Así que escúcheme con atención porque esto podría salvarle la vida.
—Le escucho, nada me interesa más que todo lo que usted pueda contarme sobre Yonsú.
—A pesar de que la gente venga por aquí a hacer senderismo, la verdad es que buena parte del territorio es bastante inaccesible y muchas de esas montañas siguen inexploradas. Suben miles hasta el Everest y, ya ve, muy pocos se aventuran a adentrarse en estas cumbres volcánicas. Por increíble que parezca es así. Por algo será. El miedo ayuda, créame. Muy pocos se han atrevido a adentrarse en las tierras sagradas de los ainu más allá de los serenos y sinuosos senderos turísticos. Y algunos de los que lo han hecho han vuelto contando historias terroríficas, o no han regresado —añadió en un susurro—. Estas son frondas bellísimas, pero también tortuosas, maléficas, créame.
»Los ainu tienen creencias animistas, ¿sabe? Para ellos, y a estas alturas también para mí, todo en la naturaleza posee en su interior un espíritu, desde la flor más insignificante hasta el árbol más colosal de cuantos nos rodean. A esos espíritus los llaman kamuis y todos ellos habitan en el alma de la abuela Tierra. Todo, esas crepitantes llamas, estas hojas aún cubiertas de rocío, cada una de estas gotitas, las cordilleras, todas las aves, los insectos y los animales que las pueblan, cada pez del río, del lago y del mar, todo, créame, tiene su propio kamui. Ellos lo creen y yo también, he podido comprobarlo mil veces. Como usted y como yo. Creo que no hay otro lugar en el mundo donde eso se aprecie con tanta claridad y certeza como en este rincón perdido del Japón.
»Hace muchos años los ainu habitaron un extenso territorio, una región enorme que empezaba en el norte de la isla de Honshu, abarcaba toda la isla de Hokkaido y llegaba mucho más al norte, hasta la isla de Sajalín y el sur de la península de Kamcatcha. Toda esa extensión era su paraíso, su hogar. Vivían en paz, eran y son gente pacífica, nada belicosa. No hacían daño a nadie, ni siquiera a los osos, a los que adoraban, en contra de lo que cuentan las leyendas.
»A principios del siglo XX casi habían acabado con el pueblo ainu. Ahora su decadencia es más que evidente, los pocos que quedan malviven en reservas como las de los indios americanos, sobreviviendo gracias a las limosnas de los turistas y a las cicateras ayudas del gobierno de Tokio, luchando por subsistir… Apenas queda casi nada de su cultura, de sus costumbres, de su propia lengua…; la mayoría ha olvidado su idioma… Todo ese territorio es el paraíso de sus espíritus, la tierra de los dioses kamui, y ellos están predispuestos a la venganza, preparados para mandar al infierno a todos los descendientes de aquellos que expulsaron y casi extinguieron a su pueblo. Son espíritus poderosos y muy peligrosos que anhelan constantemente el desagravio. Hay que tener mucho cuidado con ellos. Usted tal vez no tenga nada que temer, el suyo es un corazón puro, pero… hace muchos años que vivo aquí y hay todavía algo que no alcanzo a comprender en este entorno, alrededor de este lago, dentro de esos bosques y esas montañas. Si se fija bien, son arboledas de una siniestra belleza. Un gigantesco laberinto verde y despiadado. Meterse en él es tentar al miedo y a la muerte, créame.
»Está bien hacer lo que hacen los visitantes, recorrer algunos senderos o dar un paseo en uno de los camiones todoterreno que recorren la ruta del parque natural. Eso debería hacer usted mañana. Son buenos vehículos, muy seguros y potentes, y no demasiado incómodos. Hay varias rutas, la más larga, de unas tres horas. Haga eso. Si quiere yo la acompañaré. Iremos en el coche de Pazu, buen conductor y buen amigo. Eche un vistazo antes, mire bien a su alrededor, así se convencerá de que no debe ir mucho más allá, estoy seguro, créame…
Mei escuchaba embriagada, algo irritada e impaciente. El viejo hablaba muy despacio, a veces con demasiada dureza, otras con excesiva condescendencia, siempre de forma solemne, alargando dramáticamente el final de cada frase, enfatizando algunas sílabas que resonaban como agudos soplidos de flauta. Sacó de su bolsillo una ristra de cascabeles que llevaba envueltos en un roído pañuelo de rayas rojas y los hizo sonar lenta y ceremoniosamente ante sus ojos…
—Una de las amenazas que encontrará allí dentro serán las bestias, allí habitan muchas, buenas y malas. Ciervos, mapaches, ardillas, cerdos y cabras, pero también insectos temibles, serpientes muy venenosas, fieros jabalíes, lobos y osos. Estos son los peores, los más peligrosos, y el peor de todos es Kesagake, el devorador, una fiera enorme, un asesino desmedido. Debe usted llevar siempre esto consigo, los cascabeles tienen su magia y mantendrán alejados a los osos y a otras muchas bestias. Estos son para los tobillos, ¿ve? Los hará sonar a cada paso y así no se acercarán. Estos otros son para las muñecas y este para el cuello o el cayado, porque un buen palo deberá llevar. También de los asnos deben colgar ristras de cintas y cascabeles.
—Claro, de esa forma, sin la más mínima duda, todos los animales del bosque sabrán por dónde vamos —bromeó Mei agitando los sonajeros—. No tendrán problema para localizarnos…
—No lo tome a broma. A mí me ha salvado muchas veces ese sonido. No les gusta, no les gusta nada, especialmente a los osos. No sé por qué, pero así es, créame.
—¿Qué más debo saber?…
—También será temible el frío, créame, sobre todo de noche si no encuentra un buen resguardo. La temperatura puede bajar tanto y de forma tan repentina que llegará a ser insoportable. El viento, el frío y la humedad pueden acabar con su ánimo y su vida. No lo dude. Necesitará ir bien preparada para que las gélidas madrugadas no le hagan caer rendida a los pies de la muerte, buscar refugio cada atardecer. La niebla también será un enemigo escurridizo, aparecerá siempre inesperadamente. Cuando cae la bruma y penetra en el bosque, rodea cada tronco, oculta cada rama, nada puede detenerla y tendrá la sensación de estar viviendo una densa pesadilla. No verá un palmo más allá de sus narices y se sentirá perdida, oprimida, desesperada. Sé bien lo que digo. Las tinieblas pueden ser muy tenaces y prolongarse durante días. Tal vez tenga suerte, en esta época del año suelen ser menos habituales y persistentes.
»Si consigue llegar lo bastante lejos, habrá un momento en que los caminos desaparecerán, se difuminarán hasta esfumarse convertidos en hierba, en enormes raíces, helechos, musgos y piedras. El sol apenas consigue penetrar en muchas zonas de esa espesura. No habrá horizonte, no lo busque; salvo que llegue a lo alto de alguna cima, no avistará más allá de unos metros. Y si consigue alcanzar una cumbre, ¿qué verá desde allí arriba? Se desesperará. Más y más colinas, y todas le parecerán iguales. A lo mejor la mayoría no son muy altas, pero sí lo bastante empinadas y agrestes como para que su ascenso se haga interminable… Esto —dijo después de hacer una prolongada pausa y sacando algo del bolsillo— también le será imprescindible allá adentro. Es una brújula, le prestaré la mía. Nunca falla. Allí dentro no sirve de mucho la tecnología, ni los GPS, ni los teléfonos móviles. No tendrá otra forma segura de orientarse. Yo le marcaré un rumbo y deberá seguirlo siempre si quiere llegar cerca de…
—¿De Yonsú? ¡Entonces existe!, usted sabe dónde está, ¿eso quiere decir?…
—No le he dicho que sea segura su existencia, solo que es posible, es posible…
—Debería contarme todo lo que sabe, siga, se lo suplico…
—Apenas sé nada. Habladurías. Paparruchadas…
—No me importa que lo sean… ¡Quiero saber!
—Las fábulas ainu cuentan que existe esa aldea perdida en las montañas, una aldea en la que solo habitan unos cuantos viejos condenados a no salir ya nunca más de allí. Viejos que enigmáticamente no están muertos, aunque deberían estarlo, pobres ancianos que sobrevivieron misteriosamente a…
—¿Al bosque de los abandonados?…
—Nadie sabe con certeza dónde está la aldea ni tampoco ese bosque que usted llama así…
—Eso no puede ser una leyenda, señor Hayao, incluso hablaron de ello en los periódicos y en la televisión… Suceden cosas terribles en Japón, ¿lo sabe? ¿Acaso no ha oído usted hablar del bosque Aokigahara? ¡Existe! El mar de árboles está muy cerca de Tokio, casi en la falda del Fujiyama. Lo que allí sucede es una atroz realidad y puede que no sea tan distinto de lo que cuentan que sucede en estas arboledas de Sapporo. Allí cada año decenas de personas se quitan la vida sin que las autoridades hagan nada para evitarlo. ¿Puede creerlo? Todos parecen haberlo aceptado y es tan terrible. Tan terrible que no puedo pensar en ello.
»Los bomberos y los policías van de vez en cuando a retirar cadáveres, los que son capaces de encontrar, solo eso, eso es lo único que hacen. ¿No le parece algo inconcebible? Decenas de miles de japoneses se quitan la vida cada año y lo hemos aceptado. Supongo que pasará en otros lugares del mundo, no lo sé. ¿No cree posible que lo que sucede en Aokigahara pueda estar pasando también aquí? Aunque tal vez sea aún peor… Tal vez aquí ni siquiera mueran por su propia voluntad, puede que no se trate de suicidas, sino de personas ya muy mayores, pobres viejos que son abandonados a su suerte por ser un estorbo. Cuesta creerlo, pero me temo que es cierto, que todo es cierto, que algunos seres humanos pueden llegar a ser aún más crueles y despiadados que el oso carnicero del que me hablaba, peores que el fiero Kesagake…
»Mi madre me contó que en la carretera que lleva a Aokigahara hay un enorme cartel que dice “Recuerda que tu vida te fue otorgada por tus padres y es muy valiosa, piensa en ellos, piensa en tus hijos y hermanos, busca ayuda y no te adentres en este lugar solo”… Algo así. ¿Qué clase de civilización es la nuestra, señor Hayao? Si te suicidas tirándote a las vías del metro, hacen pagar a tu familia por ello, si te ocultas en una arboleda y te quitas la vida, a nadie parece importarle lo más mínimo…
—Puede que todo sea verdad, yo mismo he visto cosas terribles en este ribete de bosques que rodea Sapporo. El de la crueldad es un territorio frondoso. He visto cosas, créame, que hubiera preferido no ver. La muerte está ahí dentro. También el sufrimiento se puede palpar, oler, y apesta tanto como las henchidas barrigas de los cadáveres en descomposición. Por todo esto que estamos hablando tal vez nunca debería usted emprender ese viaje… No quiero seguir más con este tema, señorita Tanaka, no me gusta. Mejor, por qué no me habla de usted, cuénteme algo de su vida. —Quería cambiar de asunto—. ¿A qué se dedica, señorita Tanaka?
—No quiero hablar de mi vida. Quiero que siga contándome…
—Y yo necesito saber más de usted antes de seguir adelante —dijo el anciano en tono jocoso.
Mei le sonrió con timidez.
—Antes trabajaba en un hospital, soy enfermera. Hay poco que contar sobre mi vida. Todo es demasiado simple. Nunca ha habido aventuras, ni grandes ni pequeñas, ni fuertes emociones. Mi vida ha sido muy sencilla. Siempre he buscado la calma, siempre he intentado vivir el presente, como los samuráis, solo el eterno presente, día tras día… Así durante cuarenta años, ocupándome con determinación y buen ánimo de las pequeñas cosas, de las rutinas cotidianas del hogar y del cuidado de mi madre, poco más. Nada más. Seguro que la suya ha sido y es mucho más sugestiva.
—Las vidas más sencillas suelen ser las más profundas e interesantes. Y sospecho que la suya lo es.
—Le aseguro que no hay gran cosa. Paseo por la vida con sigilo, nada más, siempre ha sido así. Paso por los días de puntillas para que nada se altere. Para no resbalar, para no caer, intentando siempre pasar desapercibida.
—Veo que tenemos cosas en común.
—Mi vida ha sido una buena vida, no me quejo. No hay motivo. No tengo grandes añoranzas ni anhelos, nunca los tuve, y posiblemente así sea más fácil ser feliz, al menos no ser desgraciada. Sí hay algo que a veces añoro: volver a ser una niña. Volver a vivir ese momento en el que el tiempo importaba poco o nada, en el que jugar y soñar era la principal ocupación, lo más importante… Pero eso es imposible. Soy lo que soy. Somos lo que somos. A veces me siento tan mayor, tan agotada de ser mayor…
—¿Pero qué dice, chiquilla? ¡Es usted aún una flor! Y tiene toda una vida por delante, es usted muy joven.
—Las apariencias engañan…
—Yo sí que soy demasiado viejo para casi todo, para pensar en el futuro, pero usted…
—Nunca se sabe cuánto durará la vida.
—Es cierto. Pero ha de confiar en que la suya será larga y serena. Si lo desea con la suficiente determinación, estará más cerca de conseguirlo.
—No cuando la enfermedad se interpone en nuestro camino. Mis días pueden estar contados, señor Hayao, no sé con certeza si viviré dos o tres años más, tal vez diez…
—¿De qué está hablando? No parece usted estar tan enferma, no lo parece…
—No hace mucho que lo sé. Tampoco debe de hacer mucho que estoy enferma, pero parece que será imparable. Empecé a sentirme mal justo el día después del terremoto y el tsunami del año pasado. El doce de marzo empezó todo esto. Al principio achaqué el creciente malestar y la angustia a la pena, al tremendo disgusto que me llevé. La hermana más amada de mi madre y mi tía más querida, Masako, vivía junto a su marido Ofunato en la prefectura de Iwate, ya ve, una de las más afectadas. Mi tío era marino, vivían en una casita de pescadores en la costa. La gigantesca ola se los llevó. No quedó rastro ni de ellos ni de su humilde hogar. Nunca encontraron sus cuerpos. No quedó nada salvo una escombrera llena de cadáveres.
»Cuando un familiar muere a la vez que otras veinte mil personas, no caben siquiera los lamentos, ¿sabe? Aquel dolor, el de cada uno de los que sufrieron alguna pérdida se transformó en uno solo, en un gigantesco aliento de desesperación, en un inmenso sollozo contenido que también devastó todo a su paso, como la mortífera marea. En fin. Aquello me punzó en lo más profundo del alma. Mi médico, el doctor Akira, me dijo que a veces sucede, que en ocasiones un gran disgusto puede desencadenar este tipo de males. ¿No es extraño? Al fin todos morimos a causa de una u otra calamidad, ¿no?
»Desde ese día espero que llegue mi propio tsunami. A veces me parece oír su rugido cercano, a veces veo cómo las aguas de mi costa se retiran, otras me parece mentira que algo así pueda llegar a suceder, que esta enfermedad absurda pueda ser una verdadera amenaza. Pero no han parado de hacerme pruebas y análisis desde entonces y los médicos, uno tras otro, han coincidido en su diagnóstico. Todos han dicho lo mismo a lo largo de este último año. Tarde o temprano el monstruo dará la cara y acabará conmigo. Tiene algo de denigrante, ¿no le parece? Saberlo, quiero decir. Saber que vas a morir más pronto que tarde, que el mal poco a poco me irá consumiendo hasta hacerme desaparecer. Es triste. Es horrible. ¡Yo deseo vivir, señor Hayao! ¡Lo deseo con todas mis fuerzas! Y no imagina cuánto me arrepiento de haber menospreciado la existencia alguna vez, si es que lo hice en alguna ocasión. Es tan hermoso sentirse vivo, poder apreciar cada día todos los pequeños detalles, el suave y levísimo tacto de la vida. No quiero perderla, señor Hayao, todavía no…
—¿Por eso quiere llegar a Yonsú? ¿Cree que allí sanará?
—Oh, no, ni siquiera he pensado en eso. Créame, como dice usted. Mi madre sí, ella tenía extrañas certezas al respecto. «No son cosas de viejas», me decía enfadada. Creía en ello y lo deseaba con fuerza. Vivió muchos años obsesionada con la idea de Yonsú, una idea, por otra parte, muy abstracta. Lo mío es distinto. Nunca antes había salido de Tokio. Sentí un extraño impulso después de su muerte. Quiero llegar a Yonsú. Quiero que ella descanse allí para siempre. Nada más.
—Dicen que allí la vida es larga, tal vez eterna. ¿No ha oído hablar de esas cosas?…
—No pienso en nada de eso, créame usted. Sería maravilloso que fuera cierto, ¡claro! Pero por desgracia eso sí que suena a fábula, a leyenda. ¡Qué quimeras las de la vida y la muerte! ¿No le parece? No quiero morir, por nada del mundo, pero tampoco estoy segura de si me gustaría eso de vivir eternamente. ¿Y a usted, señor Hayao? ¿Le gustaría?
—La verdad es que no me importaría demasiado, niña —respondió el anciano soltando una risotada.
—No se ría de mí. Apenas sé nada de Yonsú, señor Hayao, ese era el sueño de mi madre. Yo lo he hecho mío porque posiblemente no sepa qué hacer con mi vida, con lo que me quede de vida. Tal vez haya estado y esté completamente vacía y no pueda soportar darme cuenta de ello. Hay algo en el fondo de todo esto… Dudo incluso que Yonsú exista realmente a pesar de mi empeño por llegar. Pensará usted que estoy mal de la cabeza…
—No pienso que esté usted loca, todo lo contrario. Es usted una mujer muy sensata. Su madre estaría muy orgullosa de haber alumbrado una hija como usted. Señorita Tanaka, Yonsú puede existir, creo que es muy posible, y de existir estaría más allá del bosque de las tinieblas… Ese es el problema.
—¿El bosque de los abandonados? ¿A eso se refiere?
—Sí, algunos lo llaman así. Aquí se le llama el bosque de las tinieblas, o el verde mar de las tinieblas, y realmente hace honor a su nombre. Una densa niebla suele cubrir por completo esas tenebrosas arboledas. Solo por eso debería usted desistir. Entrar en ellas es arriesgarse a no salir jamás. La aldea de Yonsú, si es que existe, estará oculta tras las brumas y será casi inaccesible. Muy pocos habrán conseguido llegar al otro lado, créame…
—¿Qué más sabe, señor Hayao?, se lo suplico, no ande con más rodeos…
—Dicen que allí viven un puñado de viejos locos rodeados de bestias y espíritus. Tal vez ellos mismos no sean más que eso, espíritus errantes, muertos vivientes. Vivos o muertos, cuentan que pasan los días apartados de todo como leprosos. Otros piensan que son víctimas de una maldición anui, que los kamuis los mantienen retenidos, que juegan con ellos aterrorizándolos día y noche. Llegar allí no se trataría pues de una bendición, sino de un castigo. No sería un lugar bendito, sino maldito. Los que alcanzaron Yonsú, dice una canción popular, ya nunca podrán regresar, ¿la conoce?, no si es que quieren seguir vivos. —El anciano canturreó un instante de forma ininteligible intentando recordar la melodía—. Y cuanto más viejo se es —añadió con pesar—, peor es el escarmiento. La venganza. ¿Recuerda de lo que le hablaba? Cuentan que nuestra muerte no puede entrar en ese limitado territorio. Los perversos espíritus anui se lo impiden y se vengan así de nuestros antepasados, condenando a malvivir eternamente a esos pobres ancianos. Es triste e injusto, créame. Pagan el escarnio en forma de desalmada eternidad. Quien se aleja de allí muere, eso aseguran algunos… No sé qué pensar.
—Eso debió de sucederle a la mujer que le contó la historia a mi madre, la que le dio la tela con el mapa dibujado. La pobre murió pocas semanas después de tornar. Su deterioro, me contaron, fue macabro e imparable.
—Bueno, bueno, lo más seguro es que todo esto no sea más que una leyenda, paparruchas, no lo olvide, no debe creer del todo en estas cosas.
—Usted las cuenta como si creyera, como si no fueran simples locuras… Como si en el fondo creyera en ello.
—A mi edad, como le digo, no sabe uno ya en qué creer… Puedo indicarle dónde empieza el sendero, el rumbo que más o menos debe tomar, poco más. Al menos por ahí puede comenzar su búsqueda. Realmente me ha puesto usted en un aprieto. Quiero ayudarla y a la vez no quiero, no debo. No deseo decepcionarla ni esperanzarla. No quisiera animarla y tampoco creo tener derecho a disuadirla. Aunque en el fondo de mi corazón siento que usted debería desistir. Volver a casa y esparcir las cenizas de su madre en otro lugar. Volver a casa antes que emprender el camino de la adversidad…
Mei se levantó y paseó despacio y pensativa recorriendo la penumbra de la estancia.
—¿Toca usted el koto? —preguntó acariciando el instrumento que el señor Hayao tenía apoyado en una esquina contra la pared.
—De tanto en tanto.
—¿Le importa?
—En absoluto. ¿Sabe usted tocarlo?
Sin contestar, Mei tomó el koto, lo colocó con cuidado en el suelo y se arrodilló junto a él. Sus manos acariciaron las cuerdas para comprobar si estaban afinadas, rasgó con suavidad un par de veces y tras guardar un breve silencio empezó a tocar una bella y lenta melodía, Daigo No Hanamy, la favorita de su madre. Permitió que las manos y el alma penetraran en el arpa japonesa y se dejó llevar. Oculta en la semioscuridad tocó y cantó para el señor Hayao durante varios minutos. El hombre escuchó extasiado. Afuera el viento empezó a soplar con fuerza y a empujar la puerta y las ventanas, como queriendo entrar para llevarse con él aquellas deliciosas notas. Hayao quedó fascinado con la perfección de la improvisada interpretación. Aquella visita, pensó, era un inesperado y maravilloso regalo. Todo un regalo.
—Ha sido extraordinario. Toca usted con verdadero virtuosismo.
—Muchas gracias, señor Hayao, es usted muy amable y muy exagerado, solo es una afición de la infancia. Pero es tan hermoso su sonido, ¿verdad?
—Bellísimo. Me ha transportado usted muchos años atrás, hasta un amor de juventud aún añorado.
—¿Estuvo usted casado?
—Durante más de tres décadas, pero no con esa mujer, sino con otra. Mi esposa falleció hace unos años. Aquel amor solo fue un sueño, un íntimo secreto. Amé profundamente a mi mujer, una buena mujer. Lo mejor de mi vida fue ella y los hijos que me dio.
—¿Tuvo hijos?
—Sí, cuatro, los cuatro siguen vivos y sanos y a todos amó por igual. Nada hay mejor que eso, que tener hijos y vivir por ellos, créame. Los cuatro andan por ahí llevando adelante sus vidas con salud y diligencia. De tanto en tanto vienen a verme. Debería usted tener un hijo, no hay nada mejor que eso, nada mejor. Créame, créame…
—¿Cómo se llaman?, si no es indiscreción.
—Oh, no, no lo es. El mayor, Takashi, debe de haber cumplido ya sesenta y siete; el siguiente en nacer, dos años después, se llamó Daisuke; luego vino Minuro, que ahora andará por los sesenta; y el más pequeño se llama Yoshio, es aún muy joven, pronto va a cumplir cincuenta y uno…
—¿Qué se siente al estar enamorado?
—¿Pero qué pregunta es esa? ¿Acaso no lo sabe usted?
—No, no estoy segura. Creo que nunca he estado enamorada.
—Eso es muy triste, señorita Tanaka. Muy triste. Es algo que todos los seres humanos deberían experimentar al menos una vez en la vida. ¿Nunca lo ha sentido?
—Creo que no. A veces sueño que vivo romances con un hombre moreno de ojos muy verdes, siempre es la misma persona. Es muy agradable conciliar el sueño así, imaginando escenas llenas de romanticismo, pero nada más. Con el despertar y la luz del día llega el desengaño y todo eso me avergüenza, me parece algo sin sentido en la vida real. Esto que le cuento no se lo he contado a nadie excepto a mi hermana Misha, y nunca le di muchos detalles. De niña ya fantaseaba con ese hombre, un apuesto y misterioso samurái, que ha ido haciéndose viejo a mi lado, en mis sueños. Nada más. ¿Es raro, no? Sin embargo, no he conseguido sentir eso por nadie. Bueno, hubo un muchacho en la escuela…
—¡Ya decía yo!
—No, no fue nada demasiado especial. Estábamos bien juntos, pero no sentía esas cosas que le digo, todo eso que cuentan los libros o las canciones… Todas esas… ¿bobadas?
—¡Nada de bobadas! Mei… Jajaja… Es usted muy graciosa. Paparruchadas, ¿no?, como digo yo… El día que le suceda cambiará de opinión, ya no le parecerá que puedan ser bobadas. Es bello amar y sentirse amado.
—Eso ya no va a suceder. Míreme, soy demasiado mayor, tengo asumido que seré una solterona. No me importa. Y no quiero hablar más de esto. Cuénteme más de Yonsú. Por favor —dijo Mei un tanto abochornada, entre caprichosa e impaciente.
—Ya le he dicho que estas tierras no nos pertenecen, no son de los japoneses como usted o como yo, son de los árboles, de los animales, de los insectos, de las ánimas del bosque, de los ainu. Ellos ya no están, apenas quedan unos pocos. Los echamos. Pero el territorio sigue siendo suyo y de sus poderosos espíritus. Toda esta gigantesca isla lo es. Y esos bosques en los que usted quiere adentrarse también lo son. Sus espíritus mandan, ellos son permisivos con algunas personas, por ejemplo admiten que los monjes accedan a sus templos, vayan o vengan, y vivan allí sin molestarlos. Saben que los monjes los respetan y los temen profundamente. También dejan que los grupos de turistas deambulen de acá para allá, de mirador en mirador, de sendero en sendero, pero sin adentrarse demasiado, sin apartarse demasiado de los caminos. Si lo hacen intervienen y a más de uno le han dado un buen susto. No toleran a la gente que intuyen no ama la naturaleza, a los que no la respetan y la veneran. Nos dejan estar aquí, en torno a estos lagos que guardan sus leyendas, sin fastidiarnos, siempre que seamos respetuosos con ellos. De tanto en tanto se divierten con nosotros, a nuestra costa, nos gastan bromas o llegado el caso nos inquietan un poco. Así nos mantienen a raya. No les gustamos, no aceptan a nadie que ellos no quieran en sus bosques. Por eso Yonsú es todo un misterio. Le contaré una historia curiosa.
»Dicen que el emperador Go-Nara, en la era de los señores feudales, sobre el año 1550, ya mencionaba en sus escritos la existencia de un lugar prodigioso en estos parajes, un valle en el que se refugiaba un grupo de samuráis invencibles. En aquellos tiempos se reclutaban guerreros de entre los campesinos, algunos se sublevaron y huyeron a las montañas. Conservaban la juventud y el brío de forma inexplicable y curaban de manera inconcebible sus más graves heridas, se convirtieron en guerreros muy temidos. Decían de aquel grupo de soldados que eran inmortales y que el secreto de su inmortalidad quedaba oculto en estos montes. ¿Qué le parece? Es extraño, créame.
»¿Y si tras ese misterio se ocultara el origen de la legendaria Yonsú? Imagine que algunos pobres viejos hubieran descubierto el secreto que tan bien ocultaron los famosos e invencibles samuráis del general Toyotomi. Hay quien piensa que son los espectros ainu los que cuidan de los ancianos, que conviven y juegan con ellos, que ellos les dan la posibilidad de una vida eterna. Si entra ahí, si no cambia de opinión, ha de saber que ellos estarán a su alrededor y que muy posiblemente intentarán hacerle dar la vuelta, puede que no paren hasta que regrese por donde ha venido. ¿Cómo?, no sé decirlo. Tal vez la asedien convertidos en mapaches o en pumas, tal vez como cuervos dispuestos a comer sus ojos, como hormigas o pequeñas esferas de luz. O no se dejarán ver de ninguna manera y simplemente la acompañarán observándola con curiosidad, indagando en su espíritu hasta saber exactamente cómo es usted, quién es realmente. Tal vez le hagan ver visiones, o le hagan creer que su madre camina a su lado mientras le pide que regrese a su hogar con ella. Intentarán hechizarla, desmoralizarla, asustarla, cansarla, es muy posible, créame.
»Por las noches, muchas veces se los ve entre los árboles, ¿sabe?, de lejos se ven lucecillas que van de acá para allá, dejando estelas blancas, verdes o rojizas, volando a veces a ras del suelo, otras rozando las copas más altas. Al parecer no entran en el bosque de las tinieblas, el que usted llama de los abandonados. Allí no. Nadie ha visto sus luciérnagas en esos parajes. Y, ¿sabe por qué creo que es? Porque en el fondo temen nuestra crueldad, no soportan verla, detestan encontrar a la muerte detenida en el rostro de los humanos. No les gusta vernos morir ni tampoco contemplar lo que queda de nosotros tras fallecer. Posiblemente algún día fueron seres humanos, tal vez tuvieron un cuerpo y vagaron vivos por este planeta. Es posible que ninguno de ellos quisiera morir cuando le llegó la hora, no les gusta recordar lo que fueron o ser conscientes de lo que son. No lo sé, pero tengo claro que existen, que están ahí dentro, que nos esperan, que podrían estar ya esperándola a usted…
Charlaron y charlaron sin medir el tiempo. Hayao era un buen conversador y Mei disfrutaba oyéndolo hablar. Se deleitaba al oír su voz prolongada y profunda, sus palabras serenas y alargadas que lentamente iban dando forma y sentido a un asunto que poco antes no parecía más que una improbable locura. Lo que apenas iban a ser unas horas junto al viejo, un par de días a lo sumo, se convirtieron en tres gozosas semanas que pasaron lentas como los días junto al mar. Mei se sentía reconfortada y segura junto a él y durante ese tiempo Hayao y su casa se convirtieron en padre y hogar para ella. Ojalá hubiera tenido ella un padre así.
El bueno de Hayao pronto dejó de intentar hacerla desistir; al contrario, la fortaleza, la determinación y la energía de la joven Mei le hicieron cambiar de actitud. Ahora era él quien casi la empujaba a emprender esa aventura que, por otro lado, también formaba parte de sus sueños incumplidos. A él le hubiera gustado tener ese denuedo, ese empeño, y haberse atrevido. Hablaron mucho y meditaron juntos cada día al atardecer y antes del amanecer, y compartieron prolongadas sesiones de chi kung. Mei también salía a correr y a caminar para fortalecer sus músculos. El ejercicio y la meditación la ayudaban cada día, desarrollaban su resistencia y hacían fluir su espíritu, su sangre, su energía vital. De esa forma conseguía que su mal casi se le olvidara. El estricto entrenamiento y el control sobre su respiración apartaban el desánimo y estimulaban su vitalidad incitándola a seguir, dándole salud y bienestar, expandiendo su mente, cultivando su alma, preparándola para la compleja travesía y la aventura que estaba a punto de emprender. Ya no podía demorar mucho más la partida, no si quería respetar el ritual y esparcir las cenizas de su madre justo a tiempo. Por nada del mundo quería que su tránsito al paraíso pudiera verse alterado por su culpa. Ese tiempo junto a Hayao había sido beneficioso en todos los sentidos. También que los días fueran poco a poco adentrándose en la primavera hacía que su meta fuera más asequible. Era fundamental que durante su marcha la acompañara el buen tiempo, que los cielos estuvieran despejados y que las temperaturas fueran más suaves y llevaderas. Según Hayao, si todo iba bien, si no le fallaban las fuerzas y lograba caminar entre seis y ocho horas cada día, en unas tres semanas bien podría llegar a las inmediaciones del lugar donde se suponía estaba Yonsú.
Poco a poco, pero de forma muy intensa, se fueron conociendo, desvelándose el uno al otro, dándose cuenta de hasta qué punto sus vidas estaban destinadas a encontrarse. Tenía que ser así y así había sido. Hayao se sentía feliz al lado de Mei, daba gracias a los dioses por su inesperada visita, por ese encuentro que le había dado la vida, que lo había rejuvenecido, llenado de energía y vigor, mucho más del que él ya atesoraba a pesar de la edad.
—Pienso vivir al menos hasta los ciento veinte años, señorita Mei, créame —le soltaba socarrón, pero muy convencido de lo que decía. Y recordaba en voz alta las sagradas palabras de su maestro—: «Si el chi kung da forma a tu existencia, Hayao, vivirás más de cien años sin esfuerzo». No crea en la enfermedad, señorita Tanaka, échela de su cuerpo, exhálela, sáquela de sus huesos con cada exhalación, no se deje vencer por ella. Usted es mucho más fuerte —le decía con pasión.
Hayao era un hombre sabio, humilde y maravilloso. Un ser lleno de virtudes y generosidad.
Las semanas que pasaron juntos fueron fructíferas, muy provechosas, y no solo por todo cuanto Hayao había hecho por ella al convertir su loca pretensión en una realidad, también por cuanto aquel hombre había enriquecido su alma en un momento tan complicado. Durante aquellos días, Hayao y Mei hablaron de muchas cosas, de la enfermedad, de la muerte y de la soledad, pero también del amor, de la familia, de los padres y de los hijos. Compartieron su pasión por la naturaleza, la música, la lectura o las artes marciales. Debatieron acerca de las leyes de los hombres y las de los caprichosos dioses. Hablaron, pasearon, se ejercitaron, pensaron, comieron, durmieron. Rieron mucho juntos. Hicieron todo aquello que dos almas necesitan para sentirse a gusto estando juntas, disfrutando del placentero discurrir del tiempo sin dar pábulo a las preocupaciones. Pasaron los días conociéndose, sorprendiéndose, beneficiándose mutuamente. Un hombre anciano y una mujer aún joven, dos desconocidos que sin embargo parecían conocerse desde antes de nacer, desde antes de llegar a este mundo que ninguno de los dos, a su manera, terminaba de comprender.
No solo le proporcionó dos de sus mejores mulas bien pertrechadas, también completó con mimo sus provisiones, cuidó cada uno de los detalles del colosal viaje. Reunió los utensilios necesarios para que la travesía, por larga que fuera, resultara más segura y llevadera. Pero lo más importante, mucho más que todo eso, fue conseguir que un buen amigo y uno de los mejores guías del parque accediera a acompañar a Mei. Oboshi sería de gran ayuda, era fuerte como un oso, ágil, astuto y muy diligente. Cuidaría bien de ella. Eso cambiaba por completo la perspectiva, le dijo a Mei con entusiasmo cuando se lo propuso. A pesar de que la idea era absolutamente sensata, le costó convencer a la tozuda Mei. En principio rechazó rotundamente esa posibilidad, quería ir sola, necesitaba ir sola, ese era el reto, ese era su camino y debía hacerlo en solitario. Su resistencia se derrumbó cuando conoció a Oboshi. Mei cambió de opinión de inmediato.
El propio Hayao hubiera deseado acompañarla, nada le hubiera gustado más que vivir a su lado esa experiencia, pero era consciente de sus limitaciones. A su edad, por mucha energía que tuviera, más que una ayuda podría haber terminado siendo un estorbo. Para aquel viaje se necesitaba un hombre aún joven y atlético como Oboshi, que a pesar de tener cerca de cincuenta años gozaba del empuje y la audacia de un joven de veinte. Oboshi era un tipo silencioso y extraño. Había en él algo singular y alentador, tranquilizador y reconfortante. Inspiraba seguridad y confianza de inmediato. Tenía fuerza y presencia animal, era como un gran perro fiel e inofensivo, pero capaz de convertirse, llegado el caso, en el más fiero aliado, en el mejor defensor.
Mei quedó inmediatamente fascinada por Oboshi, aunque no intercambiara con él una sola palabra. Lejos de parecerle un posible fastidio, una compañía indeseable, rápido entendió que caminar junto a aquel ser extraordinario sería lo más sensato. Su protección podría ser la clave, la llave que definitivamente le abriera las puertas a la posibilidad de llegar a Yonsú. Hayao rogó a Oboshi que estuviera siempre a su lado, muy cerca, velando por ella día y noche, y él aceptó, estaba dispuesto a hacerlo de forma suave e imperceptible. Sería su sombra. Oboshi tenía un extraño aspecto, era bajito, enjuto y peludo aunque llevaba la cabeza casi rapada al cero. De piel parda y ojos muy redondos y oscuros, con enormes pupilas negras, impenetrables. Si te fijabas, en su mirada se podían ver reflejadas las estrellas, como en dos bóvedas celestes. Vivaracha, profunda y limpia como la de algún animal, como la de un oso o un alce. Tenía la nariz ancha y los labios gruesos, robusto el cuello, brazos largos y piernas cortas, con músculos de acero, aunque sus movimientos resultaran tan armoniosos y livianos como los de un bailarín. Era capaz de trepar como un mono o correr como un corzo. Las manos grandes y duras, ásperas, como poderosas garras, delicadas y hermosas. Vestía un kimono de tela gruesa y oscura, una especie de judogi muy desgastado, ajustado a la cintura por un también descolorido cinturón del que colgaban algunos jirones de raso azul y la funda de su wakizashi, una katana corta maravillosamente forjada y bien afilada.
Por su estatura, apenas un metro sesenta y vestido así, podía parecer un insignificante pordiosero, pero no cabía duda de que, de proponérselo, sería capaz de enfrentarse a diez hombres y derrotarlos, podría levantar rocas o troncos sin demasiado esfuerzo, incluso cargar con una de las mulas y andar con ella a cuestas. En algo era un ser titánico y no parecía japonés, más bien su apariencia era caucásica. Luego Hayao le contó que por sus venas corría la sangre ainu de su progenitor. Poseía algo salvaje, tan noble y turbador que enseguida conquistó el alma de Mei.
Hayao confiaba plenamente en él y en sus capacidades. Eran amigos desde hacía años, buenos camaradas. Se entendían bien mediante signos. Una mirada entre ellos valía más que cualquier frase. Oboshi era mudo aunque no sordo. A pesar de su aparente discapacidad, poseía un agudo sentido del oído.
Los dos hombres pasaron muchas horas junto a Mei preparando el viaje, trazando el mejor itinerario a través de los bosques en sus viejos mapas. De tanto en tanto, compartían con ella algunos pormenores de la posible ruta, le señalaban las zonas más inhóspitas o desconocidas, las que podrían encerrar mayores peligros, las más enigmáticas o misteriosas. Visto así, sobre las cartas, a Mei el territorio para recorrer no le pareció demasiado vasto o inaccesible.
—Pero una cosa es recorrer un plano con un dedo y otra muy distinta hacerlo a pie durante largas jornadas —sentenció Hayao.
Una tarde concluyeron que todo estaba listo, que estaban preparados para partir. A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, emprenderían camino hacia la aldea de Yonsú. De existir, ¡la encontrarían!, se dijo Mei emocionada e infundiéndose ánimos, como quien se dispone a emprender un viaje a la Luna. Los días de asueto en la montaña la habían llenado de un brío que ya creía olvidado desde los días de infancia. A pesar de que los síntomas de la enfermedad seguían ahí, latiendo de tanto en tanto por sus venas, enmascarados en el torrente de su sangre, molestando en sus huesos, importunando a veces su ánimo, sentía con firmeza el empuje de la vida incitándola a partir, a vivir aquella extraordinaria e insólita empresa que un día soñara su madre. Pensó en ella, le costó creer que estuviera muerta, que viajara a su lado convertida en pavesas. La imaginó esperando en casa su regreso.
—Te llevaré a Yonsú, mamá, no temas, presiento que descansarás en un lugar maravilloso, y tal vez yo pronto te acompañe en tu reposo eterno —le dijo.
En ese instante sintió que el miedo a la muerte había quedado atrás, en su habitación, en su casa, en las calles de Tokorozawa. Sintió que la mayor parte de sus temores se habían ido desdibujando, difuminando, en el trayecto entre su hogar y el del señor Hayao. Inclinándose, respiró profunda y serenamente y dio gracias a la providencia y a los dioses una vez más por haberla llevado hasta allí…
Como habían previsto, Oboshi tuvo todo dispuesto antes del amanecer, los fardos cargados en las mulas, las mochilas bien pertrechadas, la tienda de campaña, las mantas, los sacos, las armas y las provisiones, todo bien repartido y ordenado en cuatro alforjas. En la penumbra que precede al amanecer, justo antes de emprender camino, Mei se aproximó a Hayao, lo miró largamente y lo abrazó con fuerza con los ojos llenos de lágrimas. Sin decir una sola palabra le agradeció una vez más y muy profundamente todo cuanto le había dado a cambio de nada, por nada. Era sin duda un buen hombre, tal vez el mejor que había conocido en su vida además de su abuelo Gigoro. Hayao sonrió satisfecho, orgulloso, y con su voz grave les dijo solo tres palabras: «llevad mucho cuidado». La voz salió de muy adentro, de su vientre, no de su garganta. Durante un breve instante a Mei le pareció adivinar un leve gesto de preocupación en su rostro, en su mirada.
—El buen Oboshi y los espíritus sabrán cuidar de mí —le dijo—, no se preocupe, señor Hayao, nos veremos en unas semanas. Hasta pronto…
Dicho esto, comenzaron a descender lentamente el camino que salía de la casa de Hayao. Al final de la ladera, ya cerca del sendero que rodeaba el lago, Mei giró la cabeza y miró hacia la cabaña. Quedaba ya muy lejana y no consiguió distinguir su figura. Aun así hizo un gesto de despedida con la mano. «Adiós y gracias por todo, querido señor Hayao», susurró. Mei solo miró atrás esa vez. Al emprender por el sendero que pronto se adentraría en los bosques, sintió un pellizco en el estómago. Alejarse de la seguridad y la hospitalidad del señor Hayao le hizo por un instante experimentar una sensación de miedo y desamparo, una extraña turbación, ganas de dar media vuelta y abandonar esa locura, pero duró poco. Siguió adelante apartando a cada paso ese tipo de pensamientos. Oboshi, como un silencioso y decidido sherpa, abría camino tirando suavemente de las riendas de las dóciles mulas. Ella caminaba tras los animales. Bordearon el lago y una hora más tarde ya se alzaba ante ellos la primera línea de gigantes de la imponente arboleda. El camino de arena y limo que debían seguir se perdía más adelante en esa espesura. Se detuvieron un instante y dejaron que los animales abrevaran en la ribera aún cercana. Mei se refrescó el rostro y también bebió un buen trago. El sol ascendía imparable y empezaba a calentar. El día había amanecido precioso y seguía avanzando espectacular. La misma luz que embellecía aquel paisaje idílico no era capaz de penetrar en la foresta. Le pareció aterradora la penumbra que se adivinaba más allá de los senderos, pero también desechó pronto esa idea. Miró al cielo que refulgía azul, magnífico, como si la primavera fuera ya invencible frente a la gélida amenaza de un invierno que aún andaba por ahí, agazapado.
Poco a poco fueron penetrando en el bosque, más y más. A cada lado del camino, que lentamente se iba estrechando, se alzaba un muro de vegetación de aspecto infranqueable, árboles formidables aferrados a la tierra por colosales raíces, enredaderas infinitas, helechos gigantescos, lianas que se perdían en las alturas cubiertas de musgo. Allá donde mirara la naturaleza había tejido una madeja de vegetación impenetrable. Los tentáculos de leño se hundían en el suelo o trepaban por los troncos como gigantescas serpientes de piel rugosa. Desde algún lugar allí adentro, rompiendo el silencio, surgió el estruendoso graznido de algún ave, tal vez un temible yatagarasu, un cuervo de la jungla. Su graznido sonó para Mei como una inquietante bienvenida, como una alarmante advertencia. No sabría decirlo. Para bien o para mal, aunque aún le pareciera increíble, sus pasos la conducían ya hacia la improbable aldea de Yonsú, eso si no se perdían en aquel laberinto.
Como leyendo su pensamiento, Oboshi se detuvo un momento y sacó de un bolsillo papel y lápiz, escribió algo en él y se lo pasó a Mei:
Señorita Tanaka, si en algún momento se extravía, si por alguna razón nos separáramos, mantenga la calma y camine hacia el sur, busque la orilla del lago y rodéela, así siempre llegará al complejo del parque…
Mei lo miró un instante y lo tranquilizó con un gesto, no tenía intención de separarse un solo instante de él. Por nada del mundo.
Caminaron y caminaron alejándose cada vez más del poblado y el refugio de Hayao. Cualquier signo de humanidad fue quedando atrás, la vida allí adentro era otra cosa. A pesar del malestar y los dolores que de tanto en tanto la asediaban, de lo fatigoso que en algunos tramos le resultaba avanzar, Mei resistía con estoicismo, sin emitir apenas un lamento. Oboshi iba siempre delante, muy atento a su rémora, cada poco giraba la cabeza y le hacía un gesto, como preguntándole «¿todo bien?». Ella intentaba sonreír y asentía, aunque luego se mordiera los labios de dolor, aunque a veces las lágrimas le emborronaran la mirada. Cuando no lo soportaba más tomaba una pastilla. Por fortuna eran eficaces. Lo que más le dolía de todo eran los pies y eso tenía mal remedio.
Las primeras jornadas transcurrieron pesadas, serenas y monótonas, sin ningún sobresalto, aunque agotadoras. Se alzaban antes del alba, desayunaban, rehacían los petates y apagaban bien los restos de la hoguera. El agua no escaseaba precisamente, todo el territorio que recorrían estaba constantemente surcado por riachuelos, lleno de manantiales y lagunillas de agua purísima y cristalina. Cada mañana Oboshi llenaba las cantimploras, también su jarra de aluminio, y vertía con ella agua sobre los rescoldos levantando una nube de vapor y cenizas. Entonces se arrodillaba, agachaba la cabeza y rezaba uniendo las palmas de las manos. A veces a Mei le pareció que el mudo susurraba incomprensibles palabras. Luego emprendían de nuevo el camino.
Avanzaban con lentitud pero con firmeza adentrándose más y más kilómetros en esa tierra ignota de colinas salvajes y volcanes apagados. Caminaban durante las horas en que los acompañaba la luz del día, parando de vez en cuando a reponer fuerzas. Justo poco antes de que se pusiera el sol buscaban un buen lugar y montaban el campamento. Recogían hojas y ramas secas y con extremo cuidado encendían una hoguera. Ese instante, el del reposo junto al fuego tras la penosa caminata, se convirtió en el mayor placer cotidiano para Mei. Soltar lastre, quitarse las botas, masajear los pies, refrescarse, lavarse y cenar era algo maravilloso. Qué bello era sentir algo así, experimentar un placer tan simple y primitivo. Una vez saciadas la sed y el hambre, y ¡qué hambre!, nunca había tenido un apetito tan acuciante ni tan sano, se dejaba caer, desplomada, derribada. Era delicioso tumbarse, desperezarse, estirarse bien y bostezar con ganas, recolocar sus maltrechos huesos, sentir cómo cada músculo se iba relajando. Meterse en el saco, reposar la cabeza sobre el pequeño cojín que robó del tren, posar su exhausto cuerpo sobre la delgada colchoneta, dejarse ir. Mirar el jugueteo de las llamas mientras los ojos se iban entornando, reflexionar tras leer unas páginas o simplemente perder la vista en el cielo, dejar volar el pensamiento sintiendo el reconfortante calor del fuego, oyendo el crepitar de las brasas, los infinitos sonidos que resonaban en el follaje.
Algunas noches dormía junto a Oboshi así, al raso, y era extraordinario, pero cuando el frío y la humedad del amanecer apretaban, Mei usaba la pequeña tienda de campaña. Oboshi siempre descansaba fuera y siempre cerca de su puerta de tela. Su guardián parecía dormir con un ojo abierto y otro cerrado, siempre alerta, vigilante en todo momento, abrazado a su vieja escopeta de dos cañones y junto a su espada. A Mei aquella actitud le parecía un tanto exagerada, pero tranquilizadora. Se sentía segura con Oboshi a su lado. En cualquier caso aquel paraje no le resultaba hostil ni inquietante, mucho menos que las aceras de las calles y callejones de Tokio.
Que Oboshi fuera mudo, lejos de incomodar a Mei, casi le reconfortaba, se sentía feliz acompañada por sus rotundos silencios. Ni una palabra enturbiaba esa paz, la sinfonía de los sonidos cotidianos del bosque. No sentía para nada que estuvieran incomunicados por ello. Se entendían bien a base de gestos y miradas. Algunas veces, ya oscurecido, mientras intentaba conciliar el sueño, Mei le hablaba, recordaba y recitaba para él algún poema, le leía algunas páginas del libro de Ogawa, del que ya quedaba poco para acabar, o le canturreaba alguna canción. El rostro de Oboshi irradiaba entonces una completa felicidad, escuchaba sonriente sin poder evitar ese gesto de complacencia, casi extasiado, incluso, en alguna ocasión, a Mei le pareció distinguir el brillo de una lágrima recorriendo su rostro, dibujando una plateada estela de melancolía en su mejilla. ¿Qué añoranzas tendría aquel hombre tan puro? ¿Qué aflicciones guardaría en su corazón? Oboshi era un verdadero misterio. El ser humano más singular que había conocido.
Una mañana Mei despertó muy sobresaltada tras un extraño sueño, o una pesadilla, no era sencillo distinguir en el agridulce sabor que había dejado la ensoñación. Gritó y despertó a Oboshi, que se incorporó de un respingo, dando un salto como una fiera, con una mano ya en el guardamonte del arma, la culata en el hombro y el dedo acariciando el gatillo presto a abrir fuego, mirando alrededor con ojos diferentes, furiosos, taimados y muy abiertos.
—No pasa nada, señor Oboshi —le dijo Mei intentando serenar el susto y su alerta—, ha sido solo un sueño.
Oboshi soltó una risotada y bajó el fusil. Lo dejó en el suelo y se puso como si tal cosa a calentar agua para el té y unos panecillos de arroz para el desayuno. «¿Qué ha soñado, señorita Mei?», le preguntó con los labios, las manos y la mirada. Cogió la libreta y escribió:
¿Acaso se le ha aparecido en el sueño un kappa, algún duende pájaro, una mujer oso…?
—No, nada de eso —le respondió Mei aún un poco turbada—, soñaba con mi hermana y con mi padre. Es muy complicado describir lo que se siente en los sueños, ¿no le parece, señor Oboshi? Son tan extraños y se esfuman con tanta facilidad. Ya apenas recuerdo con exactitud lo que sucedía hace un minuto. El cartero me devolvía una carta que le escribí a Misha, así se llama mi hermana. En el sobre ponía «dirección desconocida, devolver al remitente» o algo así. Pero parecía su letra, como si ella misma lo hubiera escrito buscando un burdo pretexto para devolverla, como si no hubiera querido abrirla, y… rasgué el sobre y de dentro salió una especie de humo azulado, un hálito denso y fosforescente, que ascendía convirtiéndose en algo aterrador, una especie de monstruo que tenía la cara de mi padre, aunque no se pareciera demasiado a él, aunque no pareciera humano y… No quiero cansarle más con mis bobadas.
Oboshi escuchaba atentamente mientras recogía el campamento y le hizo un gesto para que continuara contando, pero Mei ya no quiso seguir.
Caminaban unas ocho horas cada día y hacían de media unos diez kilómetros; no era mucho, pero el terreno resultaba extremadamente complicado, muy empinado a veces. Eso cuando todo iba bien, cuando Mei tenía fuerzas suficientes y los riscos no frenaban aún más su caminar. Una semana después de su partida habían avanzado algo más de cincuenta kilómetros. Oboshi hizo cuentas y trazó sus cálculos con un palito sobre la arena, a Mei le pareció una cifra desorbitada, como si se tratara de años luz, tenía la sensación de no avanzar, no podía creerlo. Sintió cierto orgullo y también desazón. ¿Realmente habían avanzado tanto? ¡Qué lejos se sentía de todo! Aunque de haber ido solo, hubiera duplicado esa distancia, Oboshi le confesó que no estaba nada mal. La zona donde se suponía podía estar Yonsú quedaba ya cerca, no tardarían en llegar, debía prepararse. Le escribió:
A partir de ahora todo será distinto.
Mei miró a los ojos de Oboshi intentando averiguar a qué se refería con aquella inquietante frase, pero este apartó la mirada. Las montañas cada vez eran más empinadas, más altas y amenazantes, algunas cimas aún conservaban penachos de nieve. Oboshi movió los labios diciendo «por allí está, tras esa montaña».
La última sería una dura etapa, atardecía y debían descansar. Esa noche fue la primera en que Mei sintió un incómodo desasosiego desde que se despidieran de Hayao hacía algo más de siete días. Apenas cenó, tenía un nudo en el estómago. Se sentía inquieta, insomne. A media noche salió de la tienda y extendió la esterilla y el saco al lado de su custodio. Se acurrucó pegada a su enorme espalda bajo las estrellas. Oboshi abrió los ojos, pero no dijo nada, no movió un solo músculo.
—Tengo miedo —le susurró Mei—, estaré mucho más tranquila aquí a su lado.
Oboshi respiró profundamente y se incorporó un poco girándose hacia ella, puso una de sus manos sobre la cabeza de Mei y le dio unas suaves y tranquilizadoras palmaditas. No había nada que temer…
«Tal vez no», pensó Mei, pero se tapó la cabeza con el morral de plumas y cayó en un febril duermevela. Todos los sonidos resultaban inquietantes esa madrugada. Cada dos por tres le parecía oír susurros, pasos que se acercaban, extraños y exagerados silencios, respiraciones cercanas. Las mulas, siempre tranquilas, golpeaban con las pezuñas y resoplaban inquietas esa noche. Le pareció como si una araña enorme o una sinuosa serpiente se deslizara sobre la tela azul del saco. De tanto en tanto despertaba atenazada por el terror asomando solo los ojos y la nariz, temiendo que sus temores fueran ciertos, que aquel irreverente pánico estuviera justificado. Una de esas veces se quedó boquiabierta ante lo que pudo contemplar, quedó paralizada, tan muda como Oboshi. Decenas de esferas de luz revoloteaban como insectos a su alrededor, entre los arbustos y las patas de los animales, que parecían no inmutarse por eso. Unas eran más brillantes que otras, unas más grandes y otras más pequeñas, unas blancas y otras azuladas o verdosas. No atinaba a hablar, así que dio un sutil codazo a Oboshi. Él también vio aquello, Mei no estaba soñando.
—¿Qué es eso, señor Oboshi? —le preguntó.
Pero nada más escuchar su voz las lucecillas se esfumaron, huyeron veloces en todas direcciones, unas elevándose al cielo, otras a ras del suelo, dejando breves estelas luminosas, zigzagueando hasta perderse.
Oboshi se levantó, encendió la linterna y buscó un palito. Iluminó el suelo cerca del rostro de Mei y escribió:
Son solo kodamas, no la molestarán, no volverán, duerma tranquila.
—Entonces, ¿los espíritus del bosque existen de verdad? —dijo Mei—. ¿No se trata de leyendas?
Oboshi asintió ceremonioso, aquellos bosques eran realmente sobrenaturales, en ellos habitaban espíritus, fantasmas, demonios, espectros, tal vez monstruos…
Mei lo miró con los ojos muy abiertos y sacando la lengua con gesto cómico fingiendo estar aterrorizada.
—Me deja usted mucho más tranquila, señor Oboshi —ironizó burlona.
El hombre soltó una risotada y gesticulando con ternura recordó a Mei que debían dormir, que aún quedaba un largo camino hasta Yonsú. Se arrodilló junto a ella, la arropó y besó su frente con delicadeza. Mei sintió cómo una especie de corriente recorría su piel, una insólita energía, un fluido sobrenatural que penetró hasta su cerebro y la serenó por completo. Experimentó una pasmosa sensación de paz y se quedó dormida como si el roce de aquellos labios la hubiera anestesiado dulcemente.
Como le advirtiera Oboshi, estaban a las puertas de parajes en los que todo podría cambiar. Los totoros y kodamas nunca suponían una amenaza, pero se adentraban en el territorio de Kesagake, el gigantesco oso pardo devorador de hombres, la bestia que más miedo infundía a Oboshi, pues sabía que ni siquiera las postas habían sido capaces de acabar con su vida. Eso contaban los que acertaron a disparar sobre él. Pocos de los que tuvieron la desgracia de encontrarse con Kesagake en las montañas de Hokkaido sobrevivieron, algunos cuerpos aparecieron desmembrados, terriblemente mutilados. Hacía años, Kesagake bajó desde las montañas hasta algunas granjas y aldeas de las que se llevó animales, hombres, mujeres y niños, incluso algún bebé. Siempre está furioso, lleno de rabia, y guarda un profundo rencor hacia los seres humanos porque los ainu, durante uno de sus más ancestrales ritos, robaron algunos oseznos mientras las madres osas hibernaban. Allá por donde iba, Kesagake dejaba a su paso largos regueros de sangre. Algunos de los cazadores que, en contadas ocasiones, se encontraron con la bestia y se enfrentaron a ella juraban que, a pesar de acribillarlo a balazos, no consiguieron derribarlo, como si el plomo no le causara ningún daño, y al final siempre escapó. Lo describieron como un ser terrorífico de unos cuatro metros de altura y una tonelada de peso, con garras y colmillos desproporcionados. Su mirada, su aliento y sus gruñidos resultaban insoportables. No era un oso común, más bien una gigantesca y horripilante alimaña, un muerto viviente mucho más monstruoso y sanguinario que el peor de los kashas, los espíritus vampíricos que roban cadáveres recientes para devorar su carne y beber su sangre.
Mei despertó bien descansada aunque aturdida tras el breve, profundo y reparador sueño inducido por el misterioso beso de Oboshi. Tenía la sensación de haber dormido largas horas, aunque apenas fueron cuatro o cinco. Tras la agitada madrugada, Oboshi debió de alzarse muy temprano, estaba amaneciendo, aunque era difícil decirlo, la mañana estaba gris, muy nublada, amenazaba lluvia. Su guía había recogido prácticamente todo y cargado las mulas que seguían algo inquietas. En sus pezuñas ya tenían amarradas las pulseras de cascabeles que tintineaban de forma melodiosa. Oboshi también había atado a sus tobillos unas campanillas. Le sonrió haciéndolas sonar, silbando y bailando graciosamente, a la vez que le acercaba unos cuencos. Uno con sopa de miso, otro con arroz y unas tiras de pescado seco, también un buen tazón de té humeante. Quería animarla, aunque algo en su rostro y en sus ojos resultaba sombrío. Parecía preocupado. Debía desayunar bien, reponer fuerzas. Apagó el fuego y repitió su ceremonial ante el volar del vapor de agua y las cenizas. Tal vez fue un error haber encendido el fuego aquella noche, pensó Oboshi, estaban llamando demasiado la atención, tentando a la suerte.
Recogieron todo y caminaron de nuevo durante buena parte de la jornada. Pero algo había cambiado. Mei lo notó enseguida y su rostro empezó a reflejar aquella preocupación, también lo notaron sus pulmones. Le costaba respirar por la ansiedad. Su aliento agitado e incoherente iba fatigándola en exceso. El bosque gemía de tanto en tanto de una forma turbadora. Era un quejido indescriptible, humano e inhumano a la vez. El viento parecía susurrar entre los árboles palabras magnéticas, advertencias, las silbaba con desasosiego como subyugantes siseos de serpiente. Los animales, como si también pudieran intuirlo, se mostraban más y más tercos, más reticentes a seguir caminando, ascendiendo por el desdibujado sendero de piedras. El terreno iba haciéndose más escarpado, avanzar se hacía más y más duro, muy complicado. La marcha por las empinadas laderas se hizo pesada y penosa para Mei, y no solo por el cansancio acumulado después de tan intensas caminatas. Algo inquietante iba enturbiando lentamente el aire y pesaba en el ambiente. Eso le parecía. El cielo se cubrió por completo de nubes bajas y oscuras que amenazaban tempestad. De hecho, el cabello de Mei se erizaba alzándose al cielo cargado de electricidad. Vieron un grupo de jabalíes pasar a toda prisa cuesta abajo, algunos ciervos huir ladera arriba, mapaches, ratones y topos corrían a esconderse en sus madrigueras, las serpientes zigzagueaban veloces, arañas enormes trepaban con urgencia por las sedas, pero no era nada de eso lo que la inquietaba. Comenzó a notar una presencia cercana que se hacía más evidente a cada paso. Tuvo la sensación de que algo o alguien los seguía con extremo sigilo, era algo casi imperceptible pero evidente. Un demonio, un mal espíritu. No quiso precipitarse y confesar a Oboshi sus temores, solo apretó los dientes y siguió caminando, vigilante, pero empeñada en serenarse. La mente a veces se ofusca, se dijo, y nos hace ver y sentir lo que no existe. Pero aquellos parajes que antes le parecieron mansos y bellísimos iban tornándose a sus ojos en una tierra tenebrosa e impura.
Pasaron el día subiendo y bajando interminables e inclinadas colinas, una tras otra. Al llegar cerca de la cima de la más alta, Mei ya estaba completamente agotada, al borde de la extenuación. Iba a rogar a Oboshi que pararan cuando este, como adelantándose a su pensamiento y sus deseos, levantó la mano haciéndole un ostentoso y tajante gesto para que se detuviera y guardara silencio. Oboshi se deshizo con sigilo de su carga y descolgó el arma con rapidez, la montó con gesto certero y trepó veloz con ella en la mano, saltando de roca en roca por los enormes riscos que coronaban la cumbre algo más arriba. Oteó detenidamente desde allí, apuntando alrededor mientras giraba. Miró y olfateó las inmediaciones como lo hubiera hecho un animal. Mei dejó caer la mochila también con cuidado de no hacer ruido, subió trepando hasta donde estaba él y se acercó despacio, agazapada.
—¿Qué sucede? ¿Qué ha visto, señor Oboshi? —le preguntó casi en un susurro—. He tenido la sensación de que algo nos perseguía, ¿es así? ¿Estamos en peligro por alguna razón?
Oboshi intentó calmarla con la mirada.
—No es nada —acertó a decirle con los labios—, tranquila.
Pero no lo estaba. Después Oboshi bajó lentamente las bocas de los cañones y apartó el dedo del gatillo. El peligro había pasado. Al menos de momento. Apoyó la escopeta contra una roca, ató bien las mulas a una rama y las liberó del peso de las alforjas para que reposaran sus cuellos, sus patas y sus lomos. Las bestias se pusieron a pastar, era una buena señal. Parecían menos inquietas. Empezó a soplar una brisa agradable, húmeda y llena de aromas. Olía a tierra mojada, a flores y a musgo. Lloviznaba. El agua pareció limpiar el aire y llevarse los malos augurios. También llevados por el viento, como pequeñas mariposas, volaban algunos pétalos azules. Una imagen insólita que infundió a Mei serenidad. Fuera lo que fuera lo que la inquietara, parecía haberse esfumado hacía rato, al menos ella dejó de percibirlo.
Oboshi, algo abatido, se sentó en un pedrusco, sacó una bolsita de tela de debajo de los faldones y llenó su pipa con unas hebras de tabaco. La encendió pensativo, como si le rondara la cabeza alguna importante decisión que tomar. Dio unas largas y profundas caladas y le ofreció a Mei. Ella lo rechazó con un gesto. Nunca había fumado, pero el aroma del tabaco le resultaba agradable, le recordaba a su madre, a la que le encantaba liar y fumar cigarrillos. Pensaba esto cuando sucedió algo completamente desconcertante. El mudo Oboshi le habló con voz profunda…
—Montaremos aquí el campamento. No se asuste, señorita Mei. Puedo hablar, sí. No suelo hacerlo, no me gusta demasiado hacerlo, pero tengo voz y palabras para usarlas cuando es necesario. Y creo que ahora lo es. Un día muy lejano, por razones que no vienen al caso, juré que no volvería a decir nada en vano. Fue un solemne juramento, es una larga, complicada y triste historia. Pasé muchos años encerrado en un convento perdido. Cumplí con lo pactado y terminé acostumbrándome. Todos piensan que soy mudo. Sucedió cuando era solo un muchacho, casi un niño, un joven aprendiz de monje en un monasterio budista de Koyasan, en la montaña sagrada. Hasta me suena raro oírme. Allí, en aquel tiempo tan lejano, hice votos de humildad y silencio, pero los dioses saben perdonarme cuando los rompo. Ahora es necesario que le hable a usted con claridad…
Tenía una voz bonita.
—No sé qué decir, señor Oboshi. Soy yo la que ahora se ha quedado sin palabras —le dijo Mei completamente anonadada.
—Lamento que se sienta usted engañada y entiendo que se sienta usted contrariada…
—Oh, no, no, por favor. No crea que me siento ofendida, no le juzgo, hasta puedo entenderle, aunque no lo crea. Yo de pequeña también elegí muchas veces no hablar, hacerlo solo en secreto, cuando no había adultos delante. Aunque eso me acarreó muchos problemas y dejé de hacerlo.
—Creo que se cierne sobre nosotros algo malo, siento su amenaza. Tal vez mañana mismo deberíamos dar media vuelta, señorita Tanaka, empezar a descender…
—No, no diga eso, señor Oboshi, hemos llegado ya demasiado lejos, no podemos abandonar ahora. No podemos rendirnos. ¿Cuánto falta? Dígame. Muy poco, ¿verdad?, ¿usted lo sabe? Hemos caminado tanto…
—No queda mucho. Atravesar esas arboledas al pie de aquella ladera. Yonsú está un poco más allá, en algún lugar ahí enfrente, cerca de las cascadas de la galaxia azul. Ya no queda lejos, pero no creo que debamos seguir. Nuestras vidas pueden estar en serio peligro. He presentido que algo va a sucedernos, señorita Tanaka, y debo atender a mis presagios. Si se trata del fiero Kesagake, puede que ya estemos muertos, sin remedio. Temo que el oso haya seguido nuestra pista y esté al acecho. Retirarse ahora sería peligroso. Pero creo que mañana mismo, al amanecer, deberíamos regresar por donde hemos venido y a toda prisa. No me mire así, señorita Tanaka —le suplicó—. Mataremos a uno de los mulos para que la bestia se sienta atraída por su sangre y se entretenga devorándolo. Aunque prefiere la carne humana, no resistirá la tentación. No quiero asustarla, pero aún menos que le suceda algo y que eso recaiga sobre mi conciencia eternamente. Ya es tarde para volver, aunque quisiéramos ya no podríamos escapar, estamos agotados, hambrientos y pronto empezará a anochecer. Nos queda instalarnos y rezar para que llegue pronto y en paz el nuevo día. El cielo está cada vez más amenazante, puede que baje la cegadora niebla o nos caiga un buen chaparrón. Lo mejor será permanecer en este alto, pernoctar al refugio de estas rocas. Desde aquí se domina todo alrededor, si se acerca lo veré, así podré dispararle y acertar con seguridad. Aunque cuentan que las balas no pueden con él…
—Es curioso, el señor Hayao me habló del oso devorador de hombres. Entonces, ¿es cierto? ¿Tampoco es un cuento para asustar a los niños? De pequeña, mi madre nos contaba a mi hermana y a mí una historia en la que aparecía el terrible oso y nos moríamos de miedo. Yo también he notado una presencia inquietante, ¿sabe? ¿Era eso? ¿Es Kesagake?
—No lo sé, ojalá que no. Ahora poco podemos hacer salvo parapetarnos lo mejor posible, montar el fortín. Pasaremos aquí la noche. No tardará en ponerse a llover con fuerza, así que debemos encender el fuego cuanto antes. Buscaré leña seca y la pondremos en ese hueco al resguardo de la lluvia, ahí montaremos la tienda para que usted pueda dormir seca. Detrás de la hoguera, entre esas dos piedras. Vigilaré mientras descansa unas horas.
—¿Y usted? También debe descansar. Enséñeme cómo se dispara ese trasto y así yo podré también hacer guardia.
—Esta vieja escopeta la tiraría hacia atrás nada más apretar el gatillo, señorita, tiene demasiado retroceso para alguien tan ligero como usted…
—No se confunda, soy fuerte, creo que se lo he demostrado durante estos días.
—No es cuestión solo de fuerza, sino de peso, y usted es ligera como un kodama.
—Muéstreme cómo se hace, señor Oboshi —insistió Mei.
Le explicó cómo agarrar y encarar el arma, cómo centrar la mirilla para apuntar, cómo colocar los pies y cómo respirar antes de apretar el gatillo. Mei se sintió poderosa empuñando la escopeta y también más tranquila, si fuera necesario no dudaría en disparar, sabría hacerlo. Montaron el campamento como dijo Oboshi. Sujetaron el doble techo de la tienda de campaña con un montón de pesadas piedras y rezaron por que no soplara viento. Encendieron un buen fuego. Cenaron unas tiras de atún, tomates secos y arroz con almendras. Echaron en el té un chorrito de shochu, un aguardiente que les devolvió el alma al cuerpo. Aunque el peso de las nubes seguía ahí, sobre sus cabezas, no descargaron demasiada agua.
Escampó y Mei se sintió reconfortada después de cenar al calor del fuego. El trago de alcohol también ayudó a que se sintiera mejor, un poco embriagada, pero algo más serena. El sorprendente hecho de que Oboshi pudiera hablar también era algo muy tranquilizador. Durante unos minutos los nubarrones se abrieron dejando pasar la luz de la luna, que brillaba alta, muy por encima de las nubes, a salvo en la oscuridad y las alturas. Aquel instante de absoluta belleza extasió y conmovió a Mei. Sollozó emocionada. Nada malo podía sucederles, rogó a sus dioses…
Empezó de nuevo a chispear y Oboshi le pidió que se cobijara en la tienda y descansara. Al alba decidirían qué hacer, si seguir adelante o regresar. Oboshi echó más leña al fuego para avivarlo, como se descuidara terminaría apagándose bajo la lluvia. Comprobó una vez más que el arma estaba bien cargada, montada y a punto para disparar, también que su espada estaba a mano, pronta para ser desenfundada. El chaparrón se hizo más intenso. El hombre se enfundó su chubasquero azul y se cobijó bajo un enorme paraguas a la puerta de la tienda. Las mulas relincharon inquietas, un relámpago iluminó por completo la noche y al poco un trueno rompió el silencio. A Mei le aterrorizaban las tormentas, aunque le fascinara contemplarlas a través de la ventana de su cuarto. Por espantar al miedo empezó a pensar en cosas hermosas, en su madre y en su casa, en los maravillosos días junto a ella en su hogar, en cuando se acurrucaban abrazadas sobre el colchón bajo la ventana a escuchar música y ver pasar las nubes o el caer de la lluvia. Recordó cómo le acariciaba la espalda, el pelo, las orejas y la frente mientras se quedaba dormida cada noche. Aquellos recuerdos la hicieron llorar amarga y quedamente dentro de su saco. Empezó a canturrear una vieja canción infantil. La letra, que ya apenas recordaba, brotaba de su boca como por arte de magia. Era un triste ondo que de pequeña solía cantarle su madre para arrullar sus sueños. Hablaba del desespero de una golondrina en busca de la primavera, volando perdida en mitad de una tempestad de nieve. A Oboshi le pareció la melodía más bella y melancólica que había oído en toda su vida. Sacó de debajo de su ropa su shakuhachi, una flauta de bambú que su padre había elaborado con sus propias manos y que siempre llevaba consigo. Encajó las dos partes del instrumento, llevó a sus labios la embocadura y empezó a soplar suavemente. Cerró los ojos y, dejándose llevar por la armoniosa voz de Mei, la acompañó en su canto. Aquella noche entre los dos improvisaron una preciosa canción. Su sonido era delicado como el rumor de la hierba que crece y recorrió las arboledas dócilmente, acallando el bullicio nocturno de los insectos, de todos los seres invisibles que poblaban aquel lugar. El chasquido de los leños entre las llamas y el gotear de la lluvia pusieron el resto. Las notas penetraron en el alma de la noche con intensidad, también en las suyas serenando el temor que aún abrigaban, adormeciéndolas, tal vez intentando en vano ahuyentar a la muerte. Aunque ella, siempre perversa, ya tenía todo dispuesto…
Ya acostados, Mei habló a Oboshi con entrega y sinceridad.
—Tengo que agradecerle todo lo que está haciendo por mí, señor Oboshi. No entiendo cómo aceptó usted acompañarme en esta loca empresa, sin conocerme, sin recibir nada a cambio…
—No tenía nada mejor que hacer y me lo pidió mi buen amigo Hayao. Esa es suficiente razón. Además creo que es una noble causa la que la empuja a hacer esto. Hayao me contó que quiere que su madre descanse en esa tierra soñada por ella. Eso la honra, señorita Tanaka…
—Sí, ahí va mi pobre mamá, en esa mochila. ¿Cree que llegaremos?, ¿que podré esparcir sus cenizas?
—Creo que deberíamos regresar…
—Yo creo que deberíamos seguir adelante, ya no estamos lejos, ¿no es así?
—Es usted terca como esas buenas mulas. Y también muy valiente.
—Sí, soy muy cabezota. Valiente solo lo justo. Más que valor tal vez sea la inconsciencia lo que me empuja a seguir adelante —rio Mei al reconocerlo.
—Buenas noches, señorita Mei, descanse. No tardará en llegar el amanecer.
—Buenas noches, Oboshi…
Durmió algo inquieta, y la noche, efectivamente, pasó muy veloz.
Mei despertó con unas terribles ganas de orinar. Tiró con urgencia de la cremallera del saco que estaba atascada y la bajó con dificultad. El día amaneció moteado de nubes que de tanto en tanto descargaban. Lloviznaba mientras Oboshi, acuclillado junto al fuego, preparaba el primer té de la jornada. Mei salió de la tienda y corrió tras unos arbustos para aliviarse. Le pareció ver sombrías caras dibujadas en la lluvia y se asustó. Acabó cuanto antes y regresó al lado de Oboshi.
—Buenos días, señorita Tanaka, está usted bellísima esta mañana —le dijo él sonriendo cándidamente y con voz grave.
La dejó completamente desconcertada. Aún no se había hecho a la idea de que Oboshi hablara, aún no se esperaba oír su voz y menos todavía que pronunciase palabras tan amables y cautivadoras. Ningún hombre le había dedicado nunca ese tipo de cumplidos. Le devolvió el saludo algo sonrojada, desperezándose mientras intentaba contener un generoso bostezo. Había dormido regular y le dolía todo el cuerpo. Le resultó extraño no escuchar la algarabía habitual de los pájaros, como cada mañana. Era un silencio abrumador que la pellizcó en el estómago.
—¿Sucede algo? —le preguntó en voz baja a Oboshi.
Este se puso en pie negando con la cabeza y le pasó una taza humeante, parecía relajado.
—Cuando termine de desayunar le mostraré algo, señorita Tanaka.
Una vez apuró su té y una bola de arroz, siguió a su guía en silencio.
Oboshi cogió sus armas y descendieron un trecho por los riscos, luego caminaron unos doscientos metros hasta donde la montaña quedaba cortada en un profundo abismo. Se acercaron al borde del acantilado reptando y desde allí contemplaron un prodigioso panorama. Unos cientos de metros más abajo se extendía un suave valle completamente cubierto de árboles en flor, había miles de ellos, de todas las formas y tamaños posibles, algunos gigantescos y absolutamente repletos de florecillas blancas, todos rodeando un pequeño lago. Del centro de aquellas oscuras aguas emergía una pequeña isla cubierta de frondosa hierba. Alrededor, la superficie de la laguna estaba completamente quieta y reflejaba el cielo y las nubes como un inmenso espejo circular. Era algo bellísimo. Sobre la pradera del islote se movían unas cuantas figuras refulgentes. Parecían guerreros ejercitándose en el arte del kendo, cortando el aire con sus katanas. Las inquietantes figuras de luz parecían no tocar la hierba, flotaban y luchaban entre ellos haciendo elegantes siluetas con sus espadas. Cada movimiento dejaba una estela púrpura, una bruma azulada y evanescente.
—Son espectros —le dijo Oboshi en un susurro.
—¡Espectros! —Mei no podía creerlo, había visto cosas sorprendentes, pero nada igual a eso.
En torno a ellos revoloteaban miles de luciérnagas brillantes, eso parecían. Se quedó boquiabierta, jamás había contemplado algo similar. Era una escena de ensueño, absolutamente irreal, fantasmagórica e hipnótica.
Permanecieron extasiados durante un rato hasta que, a un gesto de Oboshi, se retiraron con mucho cuidado de no ser vistos. Luego regresaron arriba, a su refugio entre las rocas, y buscaron de nuevo el cobijo y el calor del fuego. Hacía frío. Mei sintió miedo otra vez, pero no lo confesó.
—¿Qué eran, señor Oboshi? ¿Fantasmas?
—Sí… Los espíritus de un grupo de guerreros perdidos, exiliados, que ya no militaban en ningún ejército ni servían a ningún señor. Así llaman a esa isla en su honor, la isla de los últimos samuráis. Ahí pasaron sus últimos días. Libraron una cruenta batalla en estos montes, eran muchos menos que sus enemigos, apenas un puñado en comparación. Se vieron completamente desbordados, asediados. Lucharon con fiereza, pero terminaron cruzando a caballo el lago hasta llegar al islote en el que intentaron hacerse fuertes, resistir. Pero les llovían las lanzas y las flechas desde las orillas cercanas. Además cayó sobre ellos una gran nevada. Se parapetaron entre los cadáveres de los animales y buscaron calor y abrigo abriéndolos en canal, metiéndose entre sus entrañas. Así aguantaron un tiempo, alimentándose de su sangre y de su carne. Pero tras unas semanas de asedio el frío y el hambre estaban matándolos. Débiles y enfermos, entendieron que la situación era irreversible, desesperada y humillante para aquellos guerreros acostumbrados a luchar con nobleza y cuerpo a cuerpo. No había escapatoria. Aquella forma de morir no cabía en su estricto código del honor. No era una muerte aceptable para tan valerosos espadachines. Todos optaron finalmente por el seppuku, el ritual del suicidio. Mejor que rendirse o ser definitivamente derrotados, uno tras otro se inmolaron haciéndose el haraquiri ante la mirada atónita de los soldados que los asediaban. Luego, a la vista de todos, sus almas se elevaron y se desvanecieron como nubes de rocío. Desde entonces siguen ahí. Eso sucedió sobre el año 1860, cuando empezó el declive de los señores de la guerra y muchos fueron perseguidos y expulsados de la isla de Honshu. Algunos huyeron al norte buscando refugio aquí, en Hokkaido, en las tierras ainu…
—Recuerdo un poema muy antiguo —le dijo Mei—: «las vidas de los samuráis eran bellas y breves como las de las flores de los ciruelos y los cerezos», tal vez por eso sus espíritus sembraron esos árboles en las laderas que rodean el lago. Siempre admiré a los samuráis, desde muy niña. Las vidas de esos guerreros medievales eran fascinantes. De pequeña quería ser como Musashi, pero en versión femenina…
—Morir para ellos fue la puerta a una nueva existencia honorable y espectral, más acorde con los mandatos del bushido. Esas flores decoran y veneran la tumba de los héroes. Desde entonces vagan por el islote y nadie se ha atrevido a acercarse a sus dominios. Sobre la hierba están aún sus esqueletos, sus armaduras, las katanas y las wakizashis con las que se dieron muerte. Son espadas muy valiosas, a cualquiera podrían hacerle rico, pero son sagradas. Nadie ha osado intentar hacerse con una de ellas. Tocarlas supondría una insufrible y pavorosa muerte, seguramente. Una de ellas, que aún sigue clavada en la hierba, perteneció a Tokugawa Ieyasu, un legendario jefe samurái, uno de los más importantes de los tiempos antiguos. Está en todos los libros de historia. Por todo lo que le cuento, este recóndito lago, estas remotas laderas cubiertas de cerezos son seguramente de las más bellas y misteriosas de todo el Japón. Cuentan que esos árboles prodigiosos nunca pierden sus flores, las conservan incluso durante los más crudos inviernos…
Aquella triste historia fascinó a Mei.
Oboshi se acercó hasta las alforjas que estaban unos pasos más allá cubiertas por un plástico. Rebuscó en una de ellas y sacó algo que le dijo iba a enseñarle, parecía un cuaderno o un libro. Nada más incorporarse sucedió lo inesperado. Veloz como una centella, una colosal bestia apareció de la nada justo detrás de él. Era una especie de oso gigantesco, negro como la noche y de dimensiones desproporcionadas. Sin darle tiempo siquiera a girarse para verlo, el monstruo lanzó su enorme pata izquierda como un látigo y arrancó la cabeza de Oboshi de un certero zarpazo. La testa salió volando y pareció girar a cámara lenta hasta llegar muy lejos, cayó al suelo y rodó aún unos cuantos metros dejando sobre la hierba un reguero intensamente rojo; luego se precipitó al vacío por el despeñadero. Mei se quedó petrificada durante los eternos segundos en que sucedió todo eso. El animal había clavado la otra garra en el cuerpo, entre las costillas, profundamente, y lo mecía en el aire a un par de metros del suelo. Las piernas y los brazos de Oboshi se balanceaban inertes como péndulos, parecía un muñeco de trapo, y de su cuello seccionado brotaba un chorro de sangre que el carnicero bebía con ansia mientras clavaba sus ojos amarillos en Mei, desafiante.
Buscó con la mirada la escopeta, pero estaba demasiado lejos de ella y demasiado cerca de su enemigo. No pudo más, agarró su mochila y echó a correr ladera abajo, tal y como estaba, descalza y sin ropa de mucho abrigo. Completamente horrorizada, como si la persiguiera el mismísimo diablo, pálida como un cadáver y en completo estado de shock. Mientras se alejaba de la pavorosa escena oyó a su espalda los brutales rugidos del animal, tan poderosos que hacían temblar las ramas y las hojas de todos los árboles. Nunca había oído nada igual. Eran gruñidos escalofriantes, como de ultratumba, que atronaron en todo el valle.
Mei corrió y corrió desesperada, desesperanzada, despavorida, con el corazón desbocado y sin mirar dónde ponía los pies, esperando sentir en cualquier momento el retumbar de sus pasos al acercarse a la carrera, su aliento en su espalda o en sus tobillos, oler su fétida presencia, notar cómo su cuerpo se abría en canal, cómo sus afiladas y sanguinolentas uñas desgarraban su carne. Mei no imaginó que la hambrienta fiera no tenía ninguna prisa por devorar su escuálido cuerpecillo, estaba deleitándose, entretenida engullendo el robusto cuerpo del hombre que acababa de matar.
Ella trotó y siguió trotando de forma enloquecida, dando enormes zancadas, saltando como una gacela por encima de piedras y matojos, esquivando raíces, troncos y ramajes, resbalando una y otra vez en los charcos y en la hierba húmeda, tropezando y levantándose cada pocos pasos por lo abrupto del terreno y lo empinado del descenso. No miró atrás ni una sola vez. Así recorrió un buen trecho de ladera hasta que se topó con el borde de un pequeño desfiladero de piedras. Cuando vio el vacío delante de ella y quiso frenar ya no tuvo tiempo ni espacio suficientes, la caída era inevitable. Resbaló y se desplomó por un barranco de unos seis metros. Tras golpearse en la cabeza, ya sin sentido, siguió rodando como una muñeca rota hasta el fondo de la hondonada mientras su cuerpo inerte iba magullándose un poco más con cada roca. Un enorme macizo de mirtos en flor frenó su caída. Mei quedó tendida bocabajo sobre los arbustos, ensangrentada, completamente desvanecida, con la ropa hecha jirones y el espíritu a punto de escapar de su cuerpo. Casi a punto de exhalar su último aliento. Más arriba, en los riscos desde los que había emprendido su carrera, aún se oían los rezongos de la alimaña masticando la carne de su presa, un lejano y espantoso crujir de huesos que Mei ya no pudo escuchar. Cuando la bestia hubiera acabado su festín no sería raro que siguiera su rastro y la encontrara.
Aquello podía ser el fin. Estaba realmente perdida…