Breaking in violence
Casi todas las mujeres que han sido obligadas a prostituirse sufren violencia inicial y violaciones por parte del chulo. Con la violencia se establece una evidente relación de poder y el perpetrador logra atajar de forma efectiva la resistencia inicial de la víctima. Todas las personas que han sufrido agresiones o amenazas de agresión conocen las consecuencias psicológicas que acarrea a largo plazo. La violencia es el lenguaje más claro del poder.
LA mujer abrió las esposas que sujetaban la mano izquierda de Ylva al cabezal de la cama. Ylva se masajeó la muñeca y dobló las rodillas.
El hombre y la mujer estaban uno a cada lado de la cama; Ylva no sabía a cuál de los dos mirar.
—Escuchad —intentó decir—, tenemos que…
La mujer inclinó interesada la cabeza.
—¿Tenemos que qué?
—Que hablar —añadió Ylva volviéndose suplicante hacia el hombre.
Él tenía la mano dentro del pantalón. ¿Qué estaba haciendo?
Ylva miró a la mujer, que ahora sonreía.
—Eso puede hacerse, desde luego. Tú puedes hablar y nosotros escucharte. Podemos sentarnos aquí y hacer un esfuerzo por entender. Es una manera de hacerlo, no cabe duda.
El hombre se acariciaba el miembro forzando la erección.
—¿Me das las manos? —le dijo la mujer a Ylva.
El hombre se desabrochó el pantalón, se lo quitó y luego se bajó los calzoncillos. La erección se evidenciaba debajo de la camisa.
—Las manos —repitió la mujer.
Ylva saltó de la cama y se abalanzó sobre la puerta cerrada. El hombre se le echó encima en cuestión de segundos. La agarró del brazo, le dio la vuelta y le soltó otra bofetada en la mejilla con la mano abierta. Le retorció el brazo por detrás de la espalda y la arrojó hacia la cama.
Ylva se resistía y gritaba, aunque no sólo parecía aumentar la decisión de la pareja. La mujer le bajó los pantalones por debajo de las rodillas. El hombre la empujó de frente sobre el colchón. La mujer rodeó la cama y levantó a Ylva tirándole del pelo.
—Yo no hice nada —dijo Ylva.
—No —dijo la mujer—, tú no hiciste nada.
En el mismo instante, Ylva notó cómo el hombre la penetraba con fuerza.
Las lágrimas le brotaron en los ojos por el dolor y se le enturbió la vista. Pero pudo ver perfectamente a la mujer mirándola con una sonrisa.
• • •
—¿Cuándo viene mamá?
—No lo sé, cariño. A lo mejor ha salido con sus compañeras de trabajo.
—¿Otra vez?
—No es seguro.
—Siempre sale.
—No, cariño, no sale siempre.
—Siempre, todo el rato —dijo Sanna y puso rumbo al salón.
Se detuvo en el umbral de la puerta y miró a su padre.
—¿Qué hay para comer?
—Espaguetis con salsa boloñesa.
—¿Roja?
—Roja.
Por algún motivo que desconocía, su hija prefería el apaño rápido con tomate frito antes que la variante más sabrosa de Ylva. Cuando servían esta última modalidad, Sanna se veía obligada a hacer un trabajo de precisión quirúrgica para apartar todas las amenazantes partículas de cebolla y pimiento antes de poder comer. Por lo demás mostraba una curiosidad ejemplar por cualquier cosa que se pusiera sobre la mesa. Si había algo que objetar era la lentitud con la que la comida desaparecía del plato. Un monje tibetano no podía preocuparse menos por el tiempo.
Mike miró a la calle y pensó en si debería llamarla, a pesar de todo. Consultar si Ylva había pensado llegar para la cena o no. Pero decidió abstenerse. Por razones tácticas. No era cuestión de orgullo.
Un año atrás, Ylva había tenido una aventura con un cliente, el dueño de un restaurante sin más cualidades que una sonrisa maliciosa de la que ella nunca tenía suficiente.
Mike había puesto el grito en el cielo. Fue puro teatro desde el principio hasta el final, una maniobra exagerada. Mike sentía dependencia por su mujer y habría preferido seguir el resto de su vida traicionado antes que verse forzado a vivir sin ella.
Pero, aun así, el odio surgía de vez en cuando, lo roía por dentro y nunca lo abandonaba. Era algo que siempre estaba presente, dándole empujoncitos en el hombro para recordarle que debía exigir atención y ser fuerte.
«Haz algo —le incitaba la voz—. Haz algo».
En esos momentos el mundo parecía encogerse. El cielo descendía y se quedaba a un palmo de la cabeza de Mike como el techo de un sótano.
Una vez leyó que la parte que traicionaba era a menudo la que se sentía peor, que era una cuestión de autoestima y de desprecio por uno mismo y todo ese rollo psicológico que sólo los traidores podían entender e invocar.
En cierta medida, Mike disfrutaba del papel de víctima. Evidentemente, como hombre traicionado no contaba con el reconocimiento de su entorno, pero entre las cuatro paredes de su casa tenía vía libre para la autocompasión y las miradas acusadoras.
Al final la cosa terminó por descarrilarse e Ylva puso un ultimátum.
—Las cosas son como son. O lo dejamos atrás y seguimos… —Estaba de pie pelando patatas en el fregadero cuando lo dijo. Hizo una pausa, se volvió con el pelador en una mano y una patata a medio pelar en la otra—: O tendremos que buscar otra solución.
Después de aquello, Mike no había vuelto a pronunciar el nombre del amante.
• • •
La mujer agarraba fuerte el pelo de Ylva y la obligaba a mirarla a la cara.
—¿Cómo la sientes? —le preguntó a su marido.
No alzó la voz, a pesar de que Ylva gritaba, lloraba y decía cosas sin sentido sobre lo que había pasado.
La mujer no quería perderse ni un segundo de la humillación, la redención que habían anhelado durante tanto tiempo.
—¿Como meter la polla en un cubo de agua caliente? Estará dilatada, con tantos tíos que se ha pasado por la piedra.
La mujer le estiró del pelo.
—¿Es eso cierto? ¿Tan dilatada estás?
Ylva lloraba a lágrima viva y los mocos le colgaban de la nariz. Su cabeza se balanceaba al compás de los empujones que le asestaba el hombre. Hacía muecas de dolor.
—Creo que le gusta —dijo la mujer—. Se ve que le gusta. Tendrás que hacerlo más veces, cariño.
Ylva suplicaba.
—Por favor.
La mujer acercó la cara a Ylva.
—Yo no hago nada —susurró—. Sólo miro.
Los movimientos se fueron acelerando hasta que de repente cesaron. El hombre se levantó y se puso los calzoncillos y los pantalones mientras recuperaba el aliento.
La mujer soltó a Ylva y se puso de pie. Se acercó a la puerta antes que el hombre y abrió con llave. Dejó pasar a su marido antes de salir ella también.
—Alégrate de que sólo fuera uno —dijo, y cerró la puerta.