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TENEMOS que pasar por el súper —dijo Mike.

—¿Puedo ir delante?

—Por supuesto —admitió Mike.

Si era viernes, era viernes.

—¿Por dónde iremos? —preguntó él después de ayudar a su hija a ponerse el cinturón.

—El agua —dijo Sanna.

—El agua —repitió Mike, y asintió como para aceptar la buena elección.

Bajó por la calle Sundsliden, frenando en la bajada con el motor en segunda. El estrecho se estiraba sin reparos, casi con una actitud exhibicionista. Ahora había más espacio abierto que cuando Mike llegó de pequeño, a pesar de que había más casas. A medida que los precios subían, las vistas se convirtieron en objeto de valor y talaron los árboles. Las acogedoras casas que se habían levantado para proteger del frío y el viento habían sido reemplazadas por casas de exposición.

—Dentro de poco ya podremos bañarnos otra vez —dijo Mike.

—¿Qué temperatura hace?

—¿En el agua? No lo sé, quizá quince o dieciséis grados.

—¿Es suficiente para bañarse?

—Por supuesto —dijo Mike—. Pero el agua estará un poco fría.

Giró a la izquierda después de la casa que de pequeño llamaban la de Taxi-Johansson. El propietario del único taxi del pueblo, un Mercedes negro con bastantes años a la espalda, había vivido en esa casa y todos los años llevaba a los niños al dentista hasta Kattarp. Ahora había otros inquilinos, y ya no quedaban demasiados que conocieran el mote de Taxi-Johansson, aunque en el garaje todavía había un viejo cartel en el que ponía Taxi.

Desde que Mike llegó de Estados Unidos habían cambiado muchas cosas. Las mujeres ya no tomaban el sol haciendo topless y había una variedad bastante decente de canales de televisión financiados con publicidad. Los coches de tamaño exagerado se habían abierto paso y ya no era motivo de deshonra ir con vaqueros que no fueran Levi’s 501.

Poco después de su llegada desde el continente americano, su madre abrió una tienda de ropa en la calle Kullgatan. Téjanos y jerséis en los que ponía UCLA y BERKELEY. Casi toda la clase de Mike iba a comprar allí. Sus amigos tenían descuento.

La tienda iba bien y su padre tenía trabajo.

Siendo adulto, Mike intentó recordar en qué momento se había torcido todo. A veces creía saber la respuesta pero, tan pronto intentaba concentrarse y recordar, le venía algo a la cabeza que le sacaba de sus ensoñaciones.

Sin duda, la muerte de su padre era lo más destacado. Se empotró en el contrafuerte de un puente cerca de Malmö cuando Mike tenía trece años. Su madre siempre hablaba de lo sucedido como un trágico e innecesario accidente.

Mike tenía diecisiete años cuando comprendió que lo más seguro era que se hubiese tratado de un suicidio. Había oído cosas. Cuando se lo preguntó a su madre, supo por la vaguedad de la respuesta que llevaba cuatro años viviendo engañado.

Todavía recordaba la sensación de distanciamiento y vacío. La soledad total. El no tener a nadie, vivir con el estómago encogido y el sabor a hierro en los labios.

—Es imposible saber la verdad —dijo su madre—. No dejó ni una carta ni nada. Y estaba tan contento justo antes de que pasara…

Según la experta, ese detalle no era del todo inusual. Como una vela que avivaba la llama una última vez, un breve período de paz podía preceder al fatídico acto de quien había decidido quitarse la vida.

Hacía tiempo que Mike se había reconciliado con la traición de su madre, pero la idea de que en el fondo de todo sólo se tenía a sí mismo y que no podía confiar en nadie estaba marcada a fuego en su pecho para la eternidad.

Aunque parecía un poco ridículo, no se podía negar que nunca le había faltado nada. ¿Y acaso no le iba todo magníficamente a día de hoy? Con esposa e hija y trabajo bien remunerado.

Siendo sinceros, Mike había notado la transformación mucho antes de la muerte de su padre. No, no era una transformación, era una sustitución. De lo bueno por lo malo.

Dos años después de su regreso a Suecia, su padre se había quedado sin empleo. La tienda de vaqueros, que hasta ese momento había sido un mero pasatiempo lucrativo de la madre, se convirtió de repente en la única fuente de ingresos de la familia. Y las cuentas empeoraban a medida que los clientes empezaron a comprar en el centro comercial de Väla en lugar de en las tiendas locales.

En pocas palabras, era difícil mantener el paso firme en una urbanización en la que ya nadie se dejaba impresionar por un reloj sin manecillas.

• • •

—¿Puedes hablar?

El hombre le dio una palmadita a Ylva en la mejilla.

—Agua —balbuceó ella.

—Da sed, ¿eh? —dijo el hombre.

Había sido lo bastante previsor como para haber preparado un vaso. Se lo acercó a los labios y la dejó beber. Parte del líquido se escurrió por la comisura de su boca y el reflejo de Ylva fue intentar llevarse una mano esposada a la boca para secársela.

—Puedes beber tú sola —dijo el hombre.

Sacó una llave y abrió las esposas que mantenían presa la mano derecha de Ylva. Ella se movió hacia atrás hasta incorporarse y se quedó apoyada en el cabezal de la cama. Cogió el vaso y se lo terminó de un trago.

—¿Más? —preguntó el hombre.

Ylva asintió en silencio y le pasó el vaso. Él fue hasta el fregadero y lo llenó de nuevo. Era una minicocina de las que se pueden encontrar en los barracones de la construcción y en los pisos de estudiantes. Cocina eléctrica de dos planchas, fregadero y debajo una nevera con un pequeño congelador incorporado. Ylva creía recordar que se llamaba kitchenette. No estaba segura, ni tampoco de por qué estaba pensando precisamente en eso en la situación tan inverosímil en la que se encontraba.

El hombre volvió, le dio el vaso y se acercó a la tele.

—¿Por qué estoy aquí? —inquirió Ylva.

—Creo que ya lo sabes.

Ylva se volvió y trató de liberar su mano izquierda de las esposas.

—¿Qué te parece la imagen?

El hombre señaló la pantalla.

—No te entiendo —dijo Ylva.

—Un poco borrosa, pero es porque el zoom está al máximo. A lo mejor ahora mismo no te parece gran cosa, pero espérate un par de días, una semana. Lo verás todo diferente. Me apuesto algo a que te guiarás por la tele para hacerte un horario. Quedarte sentada mirando sin posibilidad de intervenir. Aunque para ti eso no supone ningún problema, ¿no? Quedarte al margen mirando, quiero decir.

Ylva lo miró con ojos intranquilos.

—¿De qué estás hablando?

El hombre le soltó una bofetada con el dorso de la mano. El golpe fue repentino y sin previo aviso. La mejilla de Ylva empezó a arder, pero era más la sorpresa por la violencia inesperada que el dolor lo que le cortó la respiración.

—No te hagas la tonta —dijo el hombre—. Sabemos exactamente lo que pasó. Morgan nos lo contó. Se confesó en el lecho de muerte. Con todo lujo de detalles. Hasta ese día nos habíamos echado la culpa a nosotros mismos. Y luego resulta que habíais sido vosotros. Desde el principio habíais sido vosotros.

Ylva estaba temblando. Sentía calor en los ojos y parpadeaba sin cesar, el labio inferior le tiritaba.

—¿Te crees que a mí no me duele? —dijo en voz baja—. No pasa ni un día sin que…

—¿Qué te duele?

La mujer acababa de entrar por la puerta.

—¿Qué te duele… a ti? —repitió mientras se acercaba a la cama y clavaba los ojos en Ylva, que automáticamente bajó la cabeza.

Cuando al fin levantó la mirada lo hizo con ojos suplicantes.

—Si pudiera cambiar algo de mi vida —intentó—, una sola cosa…

—A Morgan no le quedaba más que un puñado de días —explicó el hombre—. Eso me rompió el alma de rabia. Que pudiera librarse tan fácilmente. Pero supongo que leíste sobre Anders.

Ylva no entendía nada.

—El asesinato en la calle Fjällgatan —dijo el hombre—. ¿No? No, supongo que la tendencia es exagerar la importancia de uno mismo cuando formas parte de algo. Pero me gané un sobrenombre: el asesino del martillo. La verdad es que se habló bastante del caso.

• • •

Mike e Ylva se conocieron en el trabajo. Por supuesto. Por norma era así como se conocía la gente, estando sobria y con tareas que cumplir. A Mike lo acababan de contratar en una compañía farmacéutica de Estocolmo, Ylva trabajaba en el departamento de finanzas y le encargaron hacerle una entrevista para la revista interna de la empresa.

Su historia no fue una locura de amor apasionado, pero había atracción y se lo pasaban bien juntos. La infancia de Mike había sido feliz en comparación con la de Ylva. A diferencia de él, ella ni siquiera había llegado a conocer a su padre biológico, y su madre era alcohólica crónica. A los seis años le habían asignado unos padres de acogida a los que, tras varios años de adolescencia atormentada, prefirió dejar atrás y con los que ya no había vuelto a tener contacto.

Mike quería explorar el archipiélago de Estocolmo, del que su padre le había hablado con tanto anhelo, y se compró un barco de fibra de vidrio de seis metros de eslora en el que pasaron tres veranos seguidos. Mike leía las cartas marinas, Ylva llevaba el timón. Hicieron el amor en todos y cada uno de los pantalanes entre Furusund y Nynäshamn.

Cuando Ylva se quedó embarazada se hicieron la sagrada promesa de continuar igual que como hasta entonces. Nada los podría detener, y mucho menos una pequeña criatura a la que se podían llevar a cualquier parte.

Antes de que Sanna cumpliera seis meses ya habían vendido el barco y habían invertido el dinero en una hipoteca.

Un año más tarde a Mike le ofrecieron un puesto mejor en la ciudad de su infancia y, para alegría de su madre, se mudó al sur, a la provincia de Skåne, junto al resto de su nueva familia.

La vida con una cría implicaba cambios, una transición evidente a una nueva fase vital. Del bono de transporte público al coche de empresa, de salir de fiesta a cenar en pareja, del colchón en el suelo a la cama de matrimonio y sin tiempo para hacer el perezoso. Las películas porno que tantas alegrías les habían dado habían acabado en el basurero después de que una mañana Ylva, aún adormecida, había ayudado a Sanna, entonces de tres años, a poner el vídeo. Pero en lugar de mostrar dibujos animados, la pantalla del televisor las había deslumbrado con una mamada en primer plano.

Ylva se había abalanzado sobre el aparato para apagarlo.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó ruborizada.

—¡Helado! —propuso Sanna haciendo una asociación de lo más lógica.

Aquello era una vida distinta, muy lejos de los veranos en el barco de vela. Pero una buena vida al fin y al cabo.