SANNA insistió en darse otro chapuzón hasta que su padre se lo consintió. Quería pillar las olas de las seis y media del ferri de Oslo. El barco partía a las cinco de la tarde de Copenhague y pasaba por delante de Hittarp a las seis y veinte. Diez minutos más tarde el oleaje alcanzaba la costa. No eran unas olas salvajes, pero sí fiables en su regularidad.
Mike no era difícil de convencer. Sabía que con un poco de insistencia Sanna se saldría con la suya. ¿Qué otros recursos tenían los niños para hacerse valer? Además, él también se había bañado en las olas de las seis y media cuando era pequeño, y era una tradición que estaba encantado de transmitir.
Llegaron con tiempo de sobras y Sanna saltó directamente al agua. No tenía ningunas ganas de esperar en el pantalán. Lo que de verdad le apetecía era bañarse, las olas eran un añadido. Nour se quedó sentada en el banco.
—Ya vienen —dijo Mike, señalando al mar.
Sanna nadó a toda prisa hacia la escalera y subió. Se puso en posición y miró a su padre.
—¿Tú no te bañas?
—Sí, claro. Por supuesto.
Estiró los cordones del bañador.
—¿Estás preparado? —preguntó Sanna.
—Sí.
—A ver esos saltos —dijo Nour.
Sanna tenía la mirada fija en el oleaje, que poco a poco se iba acercando. Le dio una palmada a su padre en la barriga.
—Cogemos la más grande, ¿vale?
—Hecho —respondió Mike.
—Ahora.
Salieron corriendo hacia el borde del pantalán y saltaron al agua.