MIKE Zetterberg pasó a recoger a su hija por la ludoteca a las cuatro y media. Sanna estaba sentada a una de las mesas del fondo, absorbida por un viejo juego de magia. Cuando vio a su padre se le iluminó la cara como no ocurría desde los primeros años que iba a buscarla a la guardería.
—Papá, ven.
Sanna tenía una huevera de plástico delante. Una huevera de tres trozos con tapa de plástico. Mike comprendió que la alegría del encuentro era porque su presencia lo convertía automáticamente en público para su función.
—Hola, cariño.
Le dio un beso en la frente.
—Mira —dijo levantando la tapa de la huevera—. Aquí tenemos un huevo.
—Ya lo veo —observó Mike.
—Y ahora lo voy a hacer desaparecer.
—Eso es imposible, ¿no? —preguntó Mike.
—Ya verás.
Sanna puso la tapa y movió la mano en círculos por encima de la huevera.
—Abracadabra.
Levantó la tapa, el huevo ya no estaba.
—¿Qué? ¿Cómo has hecho eso?
—Pero, papá, ya lo sabes.
—No —respondió Mike.
—Sí que lo sabes, te lo he enseñado.
—Ah, ¿sí?
Sanna le mostró la media parte hueca que ahora estaba oculta en la tapa de la huevera.
—Ya lo sabías —insistió Sanna.
Mike negó con la cabeza.
—Pues entonces me había olvidado —admitió.
—No.
—Sí, de verdad. Será porque lo has hecho superbien.
Sanna ya había empezado a colocar todos los artefactos en sus correspondientes huecos del plástico que había en la caja.
—¿Te gusta hacer magia? —preguntó Mike.
Sanna se encogió de hombros.
—A veces.
Cerró la caja con la tapa de colores, que tenía todas las esquinas ajadas por su diligente servicio.
—A lo mejor podrías pedir un juego de magia para tu cumpleaños.
—¿Cuánto falta?
Mike miró el reloj.
—No, en horas no —dijo Sanna.
—Quince días —informó Mike—. En el reloj pone qué día es.
—Ah, ¿sí?
Mike se lo enseñó.
—La cifra del recuadrito dice en qué día nos encontramos. Hoy es 5 de mayo, tu cumpleaños es el 20 —dijo Mike.
Sanna asimiló la información sin dejarse impresionar. Mike constató que los relojes ya no eran el símbolo de estatus de antaño.
Él era poco mayor que su hija cuando volvió a Suecia con sus padres. Ellos decían que regresaban a casa, a pesar de que el único hogar que Mike había tenido estaba en Fresno: una ciudad achicharrante en el centro de California, metida con calzador entre Coast Range y Sierra Nevada. La temperatura oscilaba entre treinta y cuarenta y cinco grados la mayor parte del año. Era demasiado calurosa para vivir allí y la mayoría de la gente saltaba del aire acondicionado de su casa al aire acondicionado del coche para ir al aire acondicionado de la escuela o del trabajo.
Casi nadie estaba moreno en The Big Sauna, como sus padres habían bautizado la ciudad, y fue un shock para Mike cuando en el verano de 1976 llegó a Helsingborg y vio a gente morena chapoteando en el agua a pesar de que el aire fuera helado y sólo estuvieran a veinticinco grados.
Mike conocía el idioma porque sus padres le habían hablado en sueco desde que nació, pero a menudo le recordaban que hablaba como un estadounidense. Para ellos sonaba tierno, y Mike había sentido pánico por tener que mudarse a Suecia y que los niños se burlaran de su forma de hablar.
Los compañeros coetáneos que conoció en la playa la primera tarde eran del parecer contrario. Afirmaban que sonaba como Colombo y McCloud. Mike comprendió de inmediato que eso era bueno.
Los demás chiquillos habían visto al niño extrañamente abrigado merodeando por la zona y al final se le habían acercado para preguntarle si quería jugar a fútbol con ellos. Cuando, media hora más tarde, estaba sudando, se quitó el jersey y sus nuevos amigos descubrieron su reloj sin manecillas pero con cifras cuadradas que decían la hora.
Su admiración no tenía límites. Lo más singular de todo era que el mismo botón tenía varias funciones. Si apretabas una vez pasaba una cosa; si apretabas dos pasaba algo diferente. A pesar de ser el mismo botón. Nadie comprendía cómo podía ser.
—¿Qué dices? —preguntó entonces, treinta años después, mirando a su hija—. ¿Estás lista?
Sanna asintió en silencio.
• • •
Ylva Zetterberg estaba consciente.
Iba tumbada en el asiento de atrás viendo el mundo pasar en forma de copas de árboles y tejados familiares; podía imaginarse la geografía mediante los movimientos del coche; durante todo el trayecto sabía dónde se encontraban.
Estaba a punto de llegar a su casa cuando el coche dejó pasar tranquilamente a otro vehículo antes de meterse en el patio delantero de la casa reformada. La mujer abrió la puerta del garaje con un mando y entró. Esperó hasta que la puerta quedara cerrada a sus espaldas antes de bajar del coche y abrir la puerta de atrás. Con ayuda del hombre, la mujer bajó a Ylva al sótano sin decir ni una palabra.
Tumbaron a Ylva sobre la cama y le esposaron las manos al cabezal.
El hombre cogió un mando a distancia y apuntó a una tele que estaba anclada junto al bajo techo.
—Sabemos que te gusta mirar —dijo, y encendió el aparato.