MIKE se sentía febril y mareado. Las ideas se le arremolinaban en la cabeza, eran demasiadas y no querían estarse quietas. No se dejaban analizar, no esperaban comprensión, se estaban burlando de él como una clase entera rodeando al marginado del grupo. Daba igual cuántas vueltas diera Mike, las ideas y las preguntas estaban esperando el momento adecuado para volver a empujarlo al centro.
Otro tarado, no cabía duda. En connivencia con el reportero de la revista semanal que lo había vejado en su propia casa la semana anterior. Una persona gravemente trastornada que encontraba placer en ir soltando tonterías para poder sentir por un momento la significativa proximidad de la muerte. La muerte atraía, no cabía la menor duda. Era azúcar para los locos. Como aquella gente que después del tsunami llamaba a la familia afirmando que la persona desaparecida estaba con vida y que pronto volvería a casa.
Pero al mismo tiempo… Gösta había tenido una hija que había muerto muy joven. Él no quería hablar de ello. Lo cual era perfectamente comprensible. En especial teniendo en cuenta los respectivos roles que tenían él y Mike.
«¿Qué te dijo Ylva de Gösta y Marianne Lundin?».
¿A qué se refería con eso? ¿Por qué mezclar a Ylva con Gösta y Marianne? No vivían aquí cuando ella desapareció, se mudaron un poco más tarde. O más o menos al mismo tiempo. Fue justo entonces.
En cualquier caso, Ylva no había mencionado que se había cruzado con unos vecinos nuevos.
¿Y por qué aquel tarado sacaba a relucir a Gösta y a Marianne Lundin? ¿Cómo sabía él quiénes eran?
Mike no entendía nada. Pero después lo vio claro como el agua.
Un paciente.
Por supuesto. El que llamaba era uno de los pacientes de Gösta. De alguna forma había oído hablar a Gösta y a Mike, y en su cerebro enfermo había creado una realidad paralela.
Eso era. No había otra explicación.
Mike soltó el aire con un suspiro sonoro. Todavía estaba alterado, casi temblando y parpadeaba deprisa con los ojos húmedos. Aun así, la calma comenzó a esparcirse por su cuerpo como una copa del viernes por la noche.
Poco a poco fue integrando el mundo que lo rodeaba, dejándose llenar por las visiones y los sonidos, esto último en forma de notas de flauta dulce que llegaban desde el salón.
Compra perritos calientes, compra penitos calientes… lala lala, lala lala. Compra perritos calientes.
La versión para flauta de Für Elise para piano.
La versión para flauta de Smoke on the water para guitarra…
Mike recordó la primera vez que visitó a Gösta, cuando se dieron cuenta de que eran vecinos. Gösta se había instalado en la casa de la calle Sundsliden, la del sótano reformado para montar un estudio de grabación. Gösta había simulado tocar una guitarra eléctrica y había tarareado la intro del hit de Deep Purple Smoke on the water.
Obviamente, era una ironía, pero ¿tanta ironía?
Comenzó a afectarle de nuevo. Le costaba tragar saliva.
Mike le había explicado a Gösta lo del mariquita de la revista semanal que le había estado hablando de tres muertos. Gösta le había contestado que no entendía cuál era el tema. «Tres muertos», había dicho. No era nada del otro mundo. Tres muertos antes de tiempo que habían ido al mismo instituto.
Tres…
Pero no eran tres, con Ylva sumaban cuatro. Mike y Gösta siempre hablaban de Ylva como si estuviera muerta. Ninguno de los dos pensaba que fuera a volver jamás. Pero Gösta no dijo cuatro muertos, dijo tres.
Seguramente, un simple malentendido. Pero aun así.
Mike negó con la cabeza para desprenderse del malestar, abrió el grifo y, cuando el agua salió fría, bebió directamente del chorro.
Además, era tan fácil de comprobar.
Abrió la puerta del salón.
—Hola, cariño, qué bien tocas. ¿Sabes qué estaba pensando?
Ella negó con la cabeza.
—Estaba pensando que podríamos pasarnos por casa de Gösta y Marianne, ya sabes, los que viven en la casa blanca de Sundsliden. Tienen un estudio de música muy bonito. A lo mejor podríamos grabar lo que tocas. Así podrás comparar cuando hayas aprendido un poco más. ¿Te gustaría?
• • •
Ylva giró la llave y abrió la primera puerta. Fue tan fácil…, no le entraba en la cabeza que no lo hubiese hecho antes. Buscó la siguiente llave del manojo y notó algo frío en la espalda. Después volvió a notarlo.
Respiró hondo, pero sólo se le llenó la mitad del tórax. Exhaló y la boca se le llenó de sangre. Uno de sus pulmones había pinchado. Le sorprendió la sensación de que fuera como un globo roto. Nunca se había imaginado los pulmones como dos globos. Los pulmones eran pedazos de carne, flácidos y asquerosos como la mayoría de las cosas que había dentro del cuerpo, no como globos.
Giró la llave y abrió la segunda puerta. Una tenue luz bajaba por la escalera hasta entrar en el sótano. Gösta estaba en el suelo justo detrás de ella, incapaz de levantarse otra vez. El tenedor seguía clavado en su mejilla, por debajo del ojo. En la mano tenía el cuchillo de cocina.
A Ylva le sorprendió que el odio de Gösta fuera tan fuerte que había logrado sacarse el cuchillo de su propio cuerpo, ponerse de pie y apuñalarla dos veces por la espalda. No se sentía afectada, ni asustada ni enfadada, simplemente la llenaba un sentimiento de sorpresa.
—Éramos unos críos —dijo con la boca llena de sangre—. Unos críos.
Se tambaleó hacia la escalera. La sangre brotaba de sus labios, le caía por la barbilla, por encima del sujetador negro y continuaba por el vientre, las bragas y los muslos. Buscó apoyo en el pasamanos y venció el desafío de la escalera juntando todas sus fuerzas, paso a paso.
Oyó unas voces, notó una brisa fresca llena de aromas fantásticos. Quería llenarse los pulmones, los dos, pero enseguida se puso a toser. La luz se hizo más fuerte. Era auténtica luz del día, la luz cegadora del sol.
Sólo unos peldaños más.