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EL timbre del teléfono fue una interrupción más que bienvenida. Las notas de la flauta dulce se sucedían en una ristra eterna por todo el salón y Mike no tenía corazón para pedirle a su hija que parara.

La pantalla indicaba que era un número oculto. Mike dio por hecho que sería Nour, que le llamaba desde el trabajo. Cerró la puerta del salón y cogió la llamada.

—Hola —saludó con voz dulce.

—¡Eh, hola! —contestó un hombre con voz desconcertada—. Me llamo Jörgen Petersson, estoy buscando a Michael Zetterberg.

—Soy yo —dijo Mike, ahora en un tono más serio.

—¿Llamo en mal momento?

—No, no, no hay problema, pero no compro nada por vía telefónica.

—No llamo por eso —le aclaró Jörgen.

Mike sintió de inmediato que se le formaba un nudo en el estómago.

—Quiero que me escuches —continuó Jörgen—, y te pido que no cuelgues hasta que hayas oído lo que tengo que decirte.

Mike se dejó caer en una silla de la cocina.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Fui al instituto Breviksskolan en la misma época que tu mujer —dijo Jörgen.

—Mi mujer está desaparecida —explicó Mike con voz estridente—. ¿Por qué no me dejáis en paz?

—Una pregunta —dijo Jörgen—. ¿Qué te dijo Ylva de Gösta y Marianne Lundin?

Mike no entendía nada.

—Gösta y Marianne Lundin tenían una hija, Annika, también iba al mismo instituto. Se quitó la vida. Los chicos del grupo de Ylva están muertos. Creo que hay una conexión en todo esto. Estoy convencido de que de alguna manera tu mujer tuvo algo que ver con el suicidio de Annika, por lo menos tengo la idea de que Gösta y Marianne la responsabilizan de la muerte de su hija. Michael, ¿estás ahí? ¿Michael…?

• • •

Gösta soltó la coleta. Ylva apartó la cabeza hacia atrás y sacó el cable de su escondite. Puso los extremos pelados sobre la piel brillante de su miembro y apretó el interruptor.

Saltó una llamarada, se oyó un pof y de repente todo quedó a oscuras.

Ylva desconocía lo que iba a suceder, pero no había pensado en la posibilidad de que saltaran los fusibles.

—¡Ay, mierda! ¡Hostia puta!

La voz indicaba dolor e Ylva oyó cómo Gösta se desplomaba con la espalda pegada a la pared. Respiraba con dificultad y había un olor a piel quemada en el ambiente.

—Te voy a matar, puta.

Ylva tanteó debajo del colchón en busca del tenedor, lo rodeó con la mano y trató de clavárselo en la cara. Gösta logró parar el primer golpe, pero, en el segundo, el tenedor se hundió en el cartílago de su mejilla.

Ylva subió a la cama de un salto, se hizo con los pantalones y comenzó a hurgar en los bolsillos en busca de las llaves.

—No soy una puta —gritó, soltando una coz en el aire en el sitio donde intuía que podía estar Gösta—. Soy la madre que salta desde el pantalán. ¿Me oyes, viejo perturbado? Soy la madre que salta desde el pantalán.

Sacó las llaves y se abalanzó sobre la puerta. Las manos le temblaban y no lograba encontrar el agujero. Oía cómo Gösta se esforzaba por levantarse. No iba a darle tiempo.

—Voy a romperte el cuello, ¿te enteras?

Gösta se le acercó arrastrando los pies. En la cocina había un cuchillo y unas tijeras. Ella dudó. La puerta o el cuchillo.

Dio dos pasos hacia la cocinita, cogió el cuchillo y lo sostuvo en ristre en la oscuridad. Las llaves en la mano derecha, el cuchillo en la izquierda. No estaba cómoda. El cuchillo debería estar en la derecha. En la izquierda no tenía ni fuerza ni coordinación.

Podía oír la respiración de Gösta, su risa carrasposa. Ylva no tenía ninguna posibilidad de alcanzar la puerta. Él estaba de pie y era más fuerte que ella.

—Me estoy acercando —dijo él—. Acabarás como siempre. No puedes esconderte.

Ylva estaba en la cocinita, intentaba respirar sin hacer ruido. Gösta estaba a tan sólo un par de metros de distancia. Se había detenido y estaba aguzando el oído, igual que ella.

—Te escondes en la cocina, ¿eh? No es un buen escondite. Esa cocinita tan pequeña y estrecha. Apenas hay sitio.

Dio un paso adelante.

—¿Te he follado en la cocina alguna vez? Creo que voy a hacerlo ahora, follarte en la cocina. Con una botella rota pienso follarte en la cocina, ¡¿me oyes?!

Los separaban menos de dos metros. Ella esperaba aguantando el aliento. Tenía que cambiar de mano, pasarse el cuchillo a la derecha. Sólo tendría una oportunidad, era importante que el cuchillo penetrara del todo en su cuerpo para que no pudiera perseguirla.

Ylva se agachó. Se oyó un levísimo chasquido de sus articulaciones.

—Vaya, vaya, vaya —dijo él—. Crequetecrec, así que estás en la cocina, tal como sospechaba. Estás esperando a que vaya a por ti. Que te coja como a ti te gusta.

Se acercó un poco más. Ylva podía sentir su presencia justo delante. Algo pasó por encima de su cabeza y de pronto la botella de champán estalló en mil pedazos contra la pared que tenía detrás.

Ylva lanzó el manojo de llaves hacia la puerta para hacer un ruido de distracción, cogió el cuchillo con la mano derecha y se impulsó con las piernas. El cuchillo penetró en el abdomen de Gösta. Ylva lo sacó y volvió a apuñalarlo.

—¡Hasta el fondo! —gritó—. ¿Cómo lo sientes, eh? ¡Hasta el fondo!

Le clavó el cuchillo por tercera vez y lo dejó allí. Gösta se desplomó sobre el suelo.

Ylva se puso en pie, se acercó a trompicones a la puerta, tanteó y encontró las llaves. Sus manos parecían firmes. Metió la llave correcta en la cerradura y la giró.