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YLVA miró la pantalla. Mike, Nour y Sanna se estaban subiendo al coche. Sanna volvía a ir en el asiento de atrás, pero no se la veía disgustada. Sus rutinas se desarrollaban con tan poco dolor como cabía esperar de las rutinas matutinas con una hija que tardaba una eternidad en untar las tostadas, comía más despacio que un caracol y no se rendía hasta que los cordones de los lazos de los zapatos fueran exactamente igual de largos.

Posiblemente era la última vez que Ylva los vería. Lo que era seguro era que sería la última vez que los vería en la pantalla. No le daba pena. Ahora estaba bien consigo misma.

Apagó el televisor, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Repasó el plan una vez más. Si es que se le podía llamar plan, porque no estaba segura. Iba a hacer lo que se había propuesto, saliera como saliese, el resultado ya no dependía de ella.

El vaso con agua, el cable, el tenedor debajo del colchón.

Jamás se había peleado, no sabía cómo se hacía. Sacó el tenedor y lo tocó. No estaba demasiado afilado. Apartó la sábana y apuñaló el colchón. Ni siquiera consiguió perforarlo.

«Los ojos», pensó. Apuntaría a los ojos.

Escondió el tenedor otra vez debajo del colchón, recolocó la sábana y se fue al baño para mirarse en el espejo. Ahora era otra persona, no era la misma que habían bajado a rastras a ese sótano hacía dieciocho meses. Se preguntó si Mike la reconocería.

Ylva fue a la cocina y abrió la nevera. Tenía que comer y descansar.

Independientemente de lo que pasara, aquél iba a ser su último día en cautiverio.

• • •

Mike se inclinó hacia Nour y le dio un beso en la boca.

—Nos vemos esta noche.

—Sí. Adiós.

Nour bajó del coche, cerró la puerta y se despidió de nuevo con la mano desde la acera. Mike metió la primera y arrancó, viendo alejarse a Nour por el retrovisor.

Se sentía reconfortado y feliz por dentro.

La euforia le duró hasta la hora del almuerzo. Después pasó a ser melancolía.

No pasó nada en concreto que le hiciera perder la alegría. Ni notificaciones aburridas, pronósticos lúgubres ni empleados quejumbrosos que le sesgaran la felicidad. Ni tampoco una bajada repentina del nivel de azúcar, flashbacks odiosos ni compromisos pesados que aparecieran de la mano de la tristeza. Era un cambio habitual del humor de Mike y él le daba la bienvenida. Si iba por ahí sintiéndose siempre como por la mañana, pronto lo rechazarían y como alternativa se vería obligado a mudarse a Noruega, donde semejante comportamiento tan sano no se consideraba sospechoso.

Abrió un informe nuevo y empezó a leer. Tres cuartos de hora más tarde apartó el montón de documentos, se frotó la nariz debajo de las gafas y constató que no había ganado ni un miligramo de inteligencia. Era otro de aquellos textos sin enjundia que le costaban una fortuna a la empresa y que se solicitaban para que los jefes de poca monta pudieran tener algo de que quejarse cuando las cosas se torcían.

Mike miró la hora y constató que podía irse a casa sin remordimientos de conciencia. Llamó a Nour desde el coche, pero ella aún tenía trabajo que hacer y pensaba coger el autobús.

—Pues nos vemos en casa —dijo él—. Yo cocino.

Mike se metió por el centro de Laröd y estuvo paseando sin rumbo en busca de inspiración. Carne, ¡uf! Pescado, no, no. Pollo, ¿otra vez? Vegetariano. ¿Qué había además de pastel de brócoli?

Gösta también estaba en la tienda y se saludaron e intercambiaron algunas palabras sobre lo difícil que era ser variado en las comidas.

Espaguetis con salsa de queso azul y beicon crujiente, ése sería el menú. Y ensalada. Mike buscó los productos y compró también algo para desayunar.

Fue a la escuela y entró en la ludoteca. No pudo ver a Sanna y el personal se lo quedó mirando desconcertado. Mike sintió una puñalada en el corazón y por una fracción de segundo se vio arrojado al vacío hasta que recordó que Sanna había empezado clases de música. Sonrió y empezó a caminar hacia la sala desde donde brotaban unas notas desafinadas.

Compra… perritos… calientes. Compra… perritos calientes. Lala lala, lala lala. Compra perritos calientes.

Por el momento, Mike no tendría que reservar la sala de conciertos de Berwaldhallen.

—Bravo —dijo aplaudiendo—. Suena bien.

—Otros días me sale mejor —aseguró Sanna.

—A mí me parece que sonaba muy bien. ¿Habéis terminado?

Miró interrogante al profesor, que asintió, contento.

—Pues gracias —dijo Mike.

—Gracias —repitió Sanna.

—De nada, de nada —respondió el profesor—. Hasta la semana que viene.

Sanna salió brincando de la sala y se fue al coche.

—¿Puedo ir delante?

—Cariño, son doscientos metros. No me apetece cambiar el elevador.

—Vale.

«¿Qué? —pensó Mike—. ¿Sin protestar?» Sanna se subió al asiento de atrás sin soltar una sola queja y siguió soplando la flauta dulce. Mike quería decir algo para animarla, pero no sabía qué.

—¿Te gusta tocar?

—Sí —contestó ella enseguida y continuó.

Compra… perritos calientes. Compra. Perritos. Calientes.

• • •

Ylva se había maquillado y estaba vestida y preparada. El pelo recogido en una coleta. A Gösta le gustaba tirar de ella cuando se corría. Como una expresión de éxtasis animal.

Se había arreglado como él quería. Pero esta vez no se había untado lubricante. No la iba a penetrar, ni ese día ni nunca más.

Oyó los toques en la puerta, respiró hondo y comprobó que todo estaba en su sitio. El vaso de agua pegado a la pared.

Se puso donde siempre, juntó las manos sobre la cabeza, echó los codos hacia atrás para sacar pecho y puso morritos con la boca abierta.

Gösta abrió la puerta. Llevaba una botella de vino espumoso y dos copas en la mano.

Miró automáticamente a la derecha y comprobó que las tijeras, el cuchillo, el hervidor y la plancha estuvieran bien visibles sobre la encimera, que Ylva no se hubiera armado para intentar alguna tontería.

—Pensé que podríamos celebrarlo —dijo él levantando la botella.

Ylva se puso de rodillas y juntó las manos en la espalda. Lo había planeado tanto, lo había repetido tantas, tantas veces… Tantas, que no sabía salirse de él.

Gösta dejó la botella en el suelo, cerró la puerta con llave y la miró.

—¿No puedes aguantarte?

Ylva negó lentamente con la cabeza, todavía con los ojos cerrados y la boca abierta.

—Tranquilízate un poco —dijo él y le quitó el envoltorio dorado a la botella y empezó a desenroscar el alambre.

Ylva seguía de rodillas, viendo cómo Gösta quitaba el tapón con un pof y luego llenaba las copas.

Él se le acercó, miró hacia abajo.

—Eres una auténtica guarra. Toma. —Le ofreció una copa—. Te lo has ganado.

Ylva cogió la copa y se llenó la boca sin tragarse el champán. La dejó en el suelo y empezó a desabrocharle los pantalones. Se metió la polla en la boca y dejó que el gas le hiciera cosquillas en el glande y que el líquido comenzara a correr poco a poco por el miembro de Gösta.

Se llenó la boca con lo que quedaba en la copa y le bajó los pantalones chinos. Él estuvo de acuerdo, no quería mojárselos. Se los quitó del todo, hizo lo mismo con los calzoncillos y dejó que Ylva le quitara también los calcetines.

Ella hizo un montón con la ropa sobre la cama y luego lo tomó de nuevo en su boca. El champán recorría el interior de los muslos de Gösta, mientras ella, sin soltarlo, le levantó ansiosa la copa. Gösta se la llenó de nuevo y continuó vertiendo el líquido sobre la cara de Ylva y en la raíz del pene.

El suelo se estaba mojando y Gösta se encontraba en medio del charco. El plan de Ylva estaba funcionando. El champán le iba igual de bien que el agua. Lo importante era la humedad.

Ylva miró hacia arriba y vio que Gösta la estaba observando como a una puta a la que había pagado y sobre la que tenía derecho a hacer lo que quisiera. Era una expresión que conocía bien y que auguraba una agresión sexual.

Ylva se llenó la boca de nuevo. Dejó la copa en el suelo y juntó las manos a la espalda. Él le agarró la coleta y empujó hasta el fondo. Ylva sintió el reflejo de vomitar pero se lo contuvo fingiendo placer.

Tenía el cable cogido a sus espaldas. En cuanto Gösta le soltara la coleta, en cuanto le soltara la coleta…