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UN hombre capaz de conseguir doscientos cincuenta millones de coronas ¿y en qué gastaba el tiempo? En bajar al sótano en calzoncillos y hurgar entre viejas cajas de mudanza en busca de un antiguo álbum de fotos del instituto. Otra forma de matar las horas.

Jörgen Petersson llegó a abrir más de la mitad de las cajas antes de encontrar lo que andaba buscando. Teniendo en cuenta que el tesoro normalmente estaba oculto en el último cofre, lo consideró todo un éxito.

Fue pasando las páginas, paseó la mirada por las fotos de las distintas clases, buscó entre los nombres. Ah, sí. Él. Y él. ¿Ésta no era hermana de…? La hija de la profesora, con cara de tierra trágame. El que le prendió fuego a la ludoteca municipal. La que se suicidó. Y ese pobre que tenía que cuidar de sus hermanos y siempre se quedaba dormido.

Infancia en estado puro.

Por fin llegó su clase. Jörgen dio un respingo. No eran más que unos críos con peinados y ropa que daban fe de un tiempo pasado, pero aun así Jörgen se sintió invadido por una sensación de malestar.

Paseó la mirada, escrutando cada fila.

Los antiguos compañeros de clase lo miraban fijamente. Jörgen casi podía oír los ruidos del pasillo: los comentarios, los gritos, los empujones, las risas. Se fijó en las posiciones. Constantes intentos de marcar en qué peldaño de la escalera estaba cada uno. Las chicas a su manera, siguiendo unas reglas más libres, y los chicos a la suya, con reglas más fijas.

Los cuatro matones en la última fila. Con los brazos cruzados y una mirada desafiante al objetivo de la cámara irradiando hegemonía mundial. A juzgar por sus caras de satisfacción, era imposible que se pudieran imaginar otro mundo u otro tiempo que no fueran aquellos en los que se encontraban en ese momento.

Uno de ellos, Morgan, había fallecido de cáncer un año atrás. Jörgen se preguntó si alguien lo echaría de menos. Él no, desde luego.

Continuó escudriñando las filas de nombres. Algunos los había borrado de la memoria y tuvo que subir la mirada hasta la foto para recuperar los datos de las reservas de su cerebro. Ah, sí, claro.

Sin embargo, había dos o tres compañeros de los que no se acordaba. La cara y el nombre no eran suficiente información. Los había eliminado por completo, igual que el cuadro sin rostro de Lasse Åberg.

Jörgen se miró a sí mismo, apretujado en la primera fila, apenas visible y con una cara que suplicaba salir de allí.

Calle Collin parecía contento. Un poco ausente, despreocupado de su imagen exterior, fuerte por dentro y seguro de sí mismo.

La profesora. Por Dios, en la foto aquella vieja urraca era más joven de lo que era ahora Jörgen.

Volvió a poner las cajas en su sitio y subió a la casa con el álbum en la mano. Quería mirar las fotos hasta que ya no le dieran miedo.

Jörgen entró en la cocina y llamó a su amigo.

—¿Te apuntas a una cerveza?

—¿Una? —preguntó Calle Collin.

—Dos, tres, bebe todo lo que quieras —dijo Jörgen—. He encontrado el álbum de fotos del instituto, lo llevaré.

—¿Por qué cojones quieres hacerme eso?