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CALLE iba en un autobús amarillo hacia el centro de Helsingborg. Le costaba tragar, tenía la cara acalorada y pensó en su adinerado amigo, Jörgen Petersson. ¿Quién era, en realidad? Estaba demostrado que podía ser duro e impasible cuando se trataba de negocios. La gente rica era en gran medida su dinero, el saldo de su cuenta era su identidad, así se definían. Pero de ahí a tomarse el derecho de decidir sobre la vida y la muerte…

Calle se acercó al conductor del autobús.

—Disculpe, sólo una pregunta. ¿Cómo puedo llegar a Hittarp?

—Pues tendrás que coger el doscientos diecinueve —dijo el conductor con un fuerte acento gutural de Skåne.

—¿Y de dónde sale?

—Pues vas en él.

—O sea, que este autobús va a Hittarp.

—Pues es que si no, no es el doscientos diecinueve.

Calle no entendía nada. ¿Le estaba tomando el pelo?

—Entonces, ¿tú vas a Hittarp? —preguntó Calle.

—Pues…

—No lo entiendo —dijo Calle—. ¿Es una broma o algo así?

—Pues sí, estoy bromeando un poco. Supongo que tendréis sentido del humor allí arriba en Estocolmo, ¿o no?

—¿Serías tan amable de avisarme cuando lleguemos a Hittarp?

Calle volvió a su sitio. Pensó que jamás se iría a vivir fuera de los límites del centro.

• • •

—A lo mejor deberíamos ir a hablar con el desconsolado marido —dijo Gerda.

—¿Por qué? —preguntó Karlsson.

Gerda se encogió de hombros.

—A lo mejor ha madurado lo bastante como para explicar lo que pasó de verdad.

—Mucho riesgo —dijo Karlsson—. Se acaba de enamorar y tiene una hija de la que ocuparse. ¿Por qué nunca hay bollos para el café? Siempre esas galletas de mierda que hay que mojar en agua para poder tragarlas.

—Puede que no fuera él —opinó Gerda.

—¿Quién? ¿Qué? —preguntó Karlsson ausente.

—El burguesito. A lo mejor es inocente.

Karlsson soltó una carcajada.

—Seguro. Es Blancanieves en persona. ¿Qué fue lo que dijo?

—¿Quién?

—La actriz.

—No sé de quién hablas.

—Sí —dijo Karlsson—. La rubia que tenía voz de travelo. En blanco y negro.

—¿Rita Hayworth?

—Esa no parecía un travelo. Antes, por lo menos. Manos en la cadera, sin pelos en la lengua.

Gerda negó con la cabeza.

—Sí, sí que lo sabes —dijo Karlsson—. Algo con M.

—¿Marilyn Monroe?

—No, no. He dicho antes. De cuando las primeras pelis con voz, por decir algo.

—Ni idea.

—Mae West.

—¿Qué pasa con ella?

—Ella lo dijo.

—¿El qué?

I used to be Snow White, but I drifted. Buenísima.

—No te sigo —dijo Gerda.

—Solía ser como Blancanieves, pero… O sea, que ya no lo es.

—¿I used to…?

—… be Snow White, but I drifted.

—¿Qué significa drifted?

—O sea, sé lo que significa, pero no lo sé traducir.

Gerda asintió.

—Vale.

• • •

Calle se bajó del autobús. Lo primero que vio fueron dos chicas en sus primeros años de adolescencia que iban al paso montadas cada una en un poni. Después apareció un coche subiendo lentamente la cuesta. Entre las casas se podía vislumbrar de fondo el estrecho de Öresund y la costa danesa.

Calle leyó los carteles: calle Sperlingevägen, calle Sundsliden. Sacó el mapa impreso que había sacado de internet e intentó situarse. Una mujer de mediana edad estaba rastrillando la grava de la rampa de su garaje. Calle la saludó con la cabeza.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó ella con un claro acento de Estocolmo.

—Gracias, estoy bien, creo que me las arreglo solo.

Calle levantó la mano en un gesto de agradecimiento. «Gente de la capital —pensó—. Eso sí que es gente decente». La mujer sonrió de nuevo y a Calle casi le pareció familiar. Era la tendencia general de las caras amables.

—¿Adónde vas? —preguntó ella.

—A la calle Gröntevägen —respondió Calle.

—Sólo tienes que cruzar por allí, es al otro lado del césped. ¿Alguna casa en concreto?

—Michael Zetterberg —dijo Calle.

—Vive en la casa blanca y grande con techo negro.

La mujer le señaló la dirección.

—Gracias —dijo Calle y emprendió la marcha.

Estuvo a punto de dar media vuelta y preguntarle si casualmente se conocían de algo, pero teniendo en cuenta lo que le había contado la jefa de redacción de la Familjejournalen no tenía demasiados ánimos para ponerse a charlar con nadie.

Ylva llevaba desaparecida casi un año y medio. Tres de los cuatro, muertos. La cuarta, esfumada. ¿Qué significaba eso? ¿Podían estar relacionados? ¿O no era más que pura casualidad?

Calle siguió por la acera, frenando el impulso de cruzar el césped. Seguro que estaba mojado y se había puesto sus mejores zapatos para la ocasión, a pesar de que eran demasiado finos para la fría brisa otoñal.

La casa de Zetterberg era grande y el jardín se veía bien cuidado. Cuando Calle se acercó descubrió una cama elástica que parecía haber pasado los últimos inviernos a la intemperie, una pelota de fútbol olvidada y un trineo mal aparcado en la terraza.

«Bien», pensó Calle. Con los meticulosos había que ir con cuidado. Había escrito artículos para varias revistas de decoración y sabía que por norma las casas y los pisos más chulos olían a detergente de pino y divorcio.

La rampa del garaje estaba vacía.

Calle fue hasta la puerta y llamó al timbre. No había nadie en casa. De alguna forma de sintió aliviado. No tenía ni idea de lo que iba a decirle al marido de Ylva.

Calle miró el reloj, las cinco y cuarto. Había reservado billete para el último avión justo para tener tiempo de entrevistar a Ylva. A diferencia de lo que le había dicho a la jefa de redacción, era obvio que había pensado aprovechar el material para escribir un artículo. Una mujer joven y guapa que ha perdido a tres de sus amigos más cercanos de la infancia era un destino excelente que se vendía por sí solo.

Sin embargo, Ylva ya no estaba disponible. Y por eso Calle quería hablar con su marido.

¿Sobre qué?

Se sentía mal. ¿Qué era él, sino un parásito que se alimentaba de la desgracia recaída sobre otras personas? Decidió dar un paseo por el barrio para aclarar las ideas.

Las casas tenían poco espacio de separación. Había muchas antiguas, pero también un número considerable de obra nueva con grandes paredes de cristal.

Bajó en dirección al mar, observó una casa horrible a la izquierda de la cuesta y notó el olor a algas. Cuando llegó al agua constató que los tejados de uralita podían quedar bastante bien, a pesar de todo, y luego giró a la derecha en dirección a los dos pantalanes que se adentraban en el mar. Calle sintió una necesidad imperante de pasear por alguno de los dos.

Se quedó de pie al final del pantalán. A su derecha, en el horizonte, el estrecho de Kattegatt; enfrente, la costa danesa y, a su izquierda, los ferris que cruzaban de Helsingborg a Helsingör. Detrás de los barcos asomaba la isla de Ven.

A pesar de que tan sólo una hora antes se había jurado a sí mismo no mudarse nunca fuera de Estocolmo sopesó ahora un cambio de idea. El cielo era infinito y lleno de promesas. Calle comprendió que la gente que se había criado allí tuviera serias dificultades para cambiar de lugar. Una gaviota se deslizó hábilmente cortando el viento y se burló de él con un ruidoso graznido. Calle dio media vuelta y se marchó.

Continuó hacia el norte siguiendo la costa y después subió por una larga cuesta. Al final encontró el camino de vuelta a la calle Gröntevägen, donde ahora sí que había un coche en la rampa del garaje.

Calle dudó un instante. ¿Qué le iba a preguntar?

Un hombre que lloraba la desaparición de su mujer. Salió a comprar el periódico y ya no volvió…

Puntos suspensivos.

Sólo por dinero, estaba claro.

Sin embargo, era una circunstancia bastante molesta: era la mujer la que había desaparecido, lo cual convertía automáticamente al marido en sospechoso. La maldad era siempre masculina, sin excepción alguna.

¿Cómo iba a planteárselo?

La Pandilla de los Cuatro, por supuesto. Pero sin mencionar el nombre del grupo.

Calle borró las ideas de su mente. No necesitaba ningún plan, era reportero, reportero de un semanario, y no había nada que mintiera más que eso. Era una pena que el resto del planeta no lo comprendiera.

Llamó al timbre y oyó unos pasitos rápidos acercarse al otro lado de la puerta. Una niña abrió expectante y se lo quedó mirando.

—Hola, ¿está tu padre en casa?

—Sí.

Dio media vuelta y se fue corriendo a la cocina.

—¡Papá!

Mike llevaba puesto el delantal y se secó las manos con un paño de cocina. Miró desconcertado a Calle, que enseguida le estrechó la mano y esbozó lo que a él le parecía una sonrisa irresistible.

—Calle Collin, hola.

—Hola —dijo Mike, dudoso.

No estaba seguro de quién tenía delante. ¿Testigos de Jehová?

La niña los miraba con interés.

—Fui al colegio Breviksskolan en Lidingö —dijo Calle—. Al mismo tiempo que Ylva. Me he enterado de que ha desaparecido y me preguntaba si podría entrar a hablar un momento contigo…

Mike, después de unos segundos de duda, volvió en sí.

—Claro, pasa.