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MIKE iba de camino al hospital para una de sus sesiones con Gösta. Le apetecía. Sabía de antemano que cuando saliera de allí, una hora más tarde, se sentiría animado. Gösta le hacía recuperar la fe en la vida, creer que todo era posible.

Ciertamente, era un sentimiento fugaz que enseguida perdía fuerza y era borrado de un plumazo por la gris y aburrida vida cotidiana, pero, aun así, era como si en cada visita Mike bajase un peldaño en la profunda oscuridad.

Los avances ya no eran tan evidentes. Gösta insinuaba que había otras personas que requerían más de sus servicios.

—Teniendo en cuenta lo que has pasado estás sorprendentemente bien —le había dicho antes de tachar la siguiente cita semanal en su agenda. Desde entonces se habían visto cada quince días.

Ahora ya pasaban tres semanas o incluso cuatro de una cita a otra, y a veces se pasaban toda la sesión charlando en lugar de ahondar en pensamientos adversos.

Mike sentía admiración por Gösta. Al margen de sus habilidades profesionales y de la inteligente distancia que tomaba de las preocupaciones de la vida, era todo un ejemplo. Gösta había perdido a una hija, había sobrevivido a su única descendiente. Annika, que era como se llamaba, habría tenido la misma edad que Ylva si hubiese seguido con vida. Si alguna de ellas hubiese estado viva.

Mike había pensado mucho en ello. No se atrevía a imaginar el dolor que debía de suponer perder a un hijo. No alcanzaba a imaginarse la vida sin Sanna, se negaba a hacerlo y procuraba quitarse la idea de la cabeza antes de que empezara a tomar demasiada fuerza.

Durante veinte años Gösta había seguido adelante, acudido al trabajo, escuchado las penurias de los demás, intentado encontrar soluciones a problemas ajenos. No había intentado ahogar las penas en alcohol ni se había vuelto malvado y odioso. Gösta y su mujer se habían mantenido unidos, apoyándose el uno al otro, y de alguna forma milagrosa habían logrado salir adelante.

Jubilados de Florida.

Mike se preguntó si mudarse de casa era una forma de salir adelante, empezar de nuevo. Parecía un poco extraño que hubiesen tardado veinte años en dar el paso, pero a lo mejor no se habían atrevido a hacerlo antes. Las casas y las calles están cargadas de significado. Seguramente, se quedaron hasta que los recuerdos se desvanecieron lo suficiente como para volverse manejables.

Annika tenía dieciséis años cuando murió. Dieciséis. Tenía toda la vida por delante.

Mike se avergonzó. Pensaba que tenía la exclusividad del sufrimiento, se sentaba allí a machacar el tema, levantando la voz y actuando casi con chulería inspirado en su autocompasión. A pesar de saber que toda persona tiene su tragedia. Bastaba con rascar un poco con la uña para darse cuenta.

La pérdida de Gösta era mayor que la de Mike, a pesar de todo.

—¿Y bien? —preguntó en cuanto Mike se presentó en la consulta—. ¿Quién es ella, la mujer con la que ibas de la mano el otro día?

Mike se ruborizó un poco.

—Nour —dijo—. Una antigua compañera de trabajo de Ylva. Nos cruzamos un día por la calle y fuimos a tomar un café. Después vino a cenar y…, bueno.

—¿Y bueno? —repitió Gösta arqueando las cejas.

Mike respondió con una sonrisa.

—Te felicito —añadió Gösta—. Te lo mereces. Ya lo ves, la vida vuelve.

—Supongo que sí —aceptó Mike.

Gösta apartó una hoja de papel del escritorio y la puso sobre una pila de papeles.

—Bueno —continuó, juntando las manos y sonriendo afable—. ¿De qué quieres hablar hoy? ¿Mariposas en el estómago?

Mike se rió.

—¿Es tan evidente?

—Bastante —dijo Gösta.

—Nunca pensé que volvería a sentir esto.

—La vida es curiosa.

—Casi me da miedo que se termine —dijo Mike—. Porque siempre pasa.

—Puede que se termine porque empieza otra cosa.

—Sí, claro. Y así es como me siento.

—Pues entonces… No hay nada de qué hablar.

—En realidad, creo que ni siquiera sentí esto con Ylva.

—¿No?

—No, por lo menos no este subidón tan natural, el enamoramiento.

—¿Qué dice Sanna de todo esto?

Mike soltó una carcajada y observó a Gösta, admirado.

—Eres increíble —dijo—, siempre sabes dónde poner el dedo. Al principio estaba un poco recelosa. Supongo que es lo que pasa con los cambios. Me pregunto si no será innato en el ser humano, esto de rechazar lo nuevo. Pero ahora va mucho mejor. El otro día, por la noche, vino a la cama y se puso entre Nour y yo. Casi parecíamos una familia otra vez.

• • •

Gösta y Marianne estaban sentados a la mesa de la cocina, tomando café y mirando por la ventana. Ambos habían leído el periódico que había sobre la mesa.

—No sé —dijo él—. Es como…, no sé.

Miró a su mujer.

—¿Te refieres a que vamos a seguir viviendo así? —preguntó ella.

Ahora le tocaba a Gösta permanecer callado. No por cuestiones tácticas sino por impotencia. No estaba cumpliendo las expectativas de Marianne.

—A ti te gusta —le reprochó ella.

—No me gusta.

—Sí, claro que te gusta. Y lo que es peor: a ella le gusta. La muy zorra se cree que ahora sois pareja, tú y ella. No tiene la menor intención de suicidarse. Tienes que forzarla con violencia, no sólo satisfacerte a ti mismo.

Gösta negó con la cabeza.

—Déjalo —dijo.

—¿Que lo deje?

Ella se lo quedó mirando.

—Tiene que acabar como Annika, ¿acaso lo has olvidado? Tiene que quitarse la vida. Si no lo hace ella misma, tendremos que presionarla.

Gösta se quedó en silencio, Marianne miró al techo y respiró hasta recuperar la calma.

—¿Durante cuánto tiempo te has planteado que puede aguantar? —dijo al final—. No es viable, date cuenta. Podemos dar gracias de que haya funcionado tantos meses. No puedes reprocharme que piense que lo estás alargando en beneficio propio.

—¡Déjalo!

Gösta dio un golpe en la mesa con la palma de la mano, un marcaje potente. Marianne prefirió no decírselo y esperó a que se tranquilizara.

—Quiero lo mismo que tú —dijo él—. Lo que pasa es que no sé cómo lo vamos a hacer. Por cuestiones prácticas, quiero decir.

Marianne se encogió de hombros.

—El baño es todo de azulejos —dijo ella.

Gösta respiró hondo y miró por la ventana. Marianne no le quitaba el ojo de encima. Parecía mareado.

—¡Madre mía! —exclamó ella—. Me parece que no es momento para ponerte susceptible.

Se levantó, cogió las tazas de café y las llevó al fregadero.