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KARLSSON.

—Sí, hola, me preguntaba si puedo permanecer en el anonimato.

La voz pertenecía a una mujer segura de sí misma pero titubeante por la situación.

—¿De qué se trata? —preguntó Karlsson.

—De Ylva Zetterberg —respondió la mujer.

—¿Quién?

—La mujer de Hittarp que desapareció hace cosa de un año.

—Ya le sigo —dijo Karlsson—. ¿Por qué quiere ser anónima?

—Porque lo que tengo que decirte es un poco delicado.

—Oigámoslo.

—El marido de Ylva está saliendo con otra mujer.

Karlsson guardó silencio a la espera de una continuación que no llegaba.

—¿Sí…? —preguntó al fin.

—Se relaciona con la compañera de trabajo de Ylva.

—Ah.

—O sea, relacionarse…, no sé si me entiende.

—¿Que están juntos? —preguntó Karlsson.

—Se muestran públicamente, sin reparos. Es una chica extranjera.

—Hay que ver.

—Lo primero que me viene a la cabeza es que lo han hecho juntos.

—¿Hecho el qué? —preguntó Karlsson.

—Quitar a Ylva de en medio.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Es lo que me viene a la mente, nada más. Tal vez a usted no le parece importante que el marido de una mujer que ha desaparecido sin dejar rastro tenga una relación con una compañera de trabajo de la mujer.

—Todas las observaciones son interesantes —dijo Karlsson poniendo los ojos en blanco de cara a Gerda, quien había aparecido en la puerta con cara interrogante—. Lo que ocurre es que no entiendo por qué sospecha que están detrás de la desaparición de Ylva.

—El móvil —dijo la mujer.

—¿Móvil? —repitió Karlsson, y acto seguido dejó de escuchar las tonterías de la mujer.

—Ella era un obstáculo para su amor.

—Parece una historia emocionante —dijo Karlsson—. ¿Tiene un número donde pueda localizarla?

—Por supuesto, cero siete tres… No, quiero ser anónima, ya lo he dicho.

—Muchas gracias por llamar. Le prometo que estudiaremos el asunto.

Karlsson colgó el teléfono y miró a su compañero.

—El marido homicida de Hittarp —informó Karlsson—. El de la mujer que desapareció.

—¿Qué quería? —preguntó Gerda.

—No, no, era una vieja; una vecina, supongo. Por lo visto el tipo se está cepillando a la compañera del curro de la mujer.

—¿Algo que debamos comprobar?

—¿Cómo?

—No sé.

—Exacto. ¿Hay café hecho?

• • •

Virginia miró por la ventana a la calle Tennisvägen. Se llevó la taza de té a la boca y sopló. Había hecho lo correcto. El error habría sido no decir nada. Quedarse callada. Mike no se saldría con la suya sin ser castigado.

• • •

Habían pasado tres meses desde que Nour había ido a cenar por primera vez, dos meses desde el primer beso y hasta la fecha sólo habían logrado tener sexo un puñado de veces. La primera, con manoseos patosos, mientras Sanna dormía intranquila en la habitación de al lado. Las demás, durante la hora del almuerzo, en el piso de Nour en Bomgränden.

Ésa era la primera noche que pasaban a solas, Sanna estaba en casa de la abuela.

Al día siguiente tomaron un desayuno copioso antes de volver al dormitorio para robarse el uno al otro las pocas fuerzas que les quedaran. Mike estaba febril y sus músculos le dolían por los desacostumbrados ejercicios. No podía recordar la última vez que se había sentido tan feliz. Hacía años de eso.

Mike llamó a su madre y habló con Sanna. Oficialmente había hecho un viaje de trabajo. Todo había ido bien, a juzgar por las ganas de cháchara que tenía su hija. Ella y su abuela habían cocinado juntas y habían comido delante de la tele, y Kristina le había leído un libro entero a la hora de dormir.

—… Y ahora vamos a ir a una tienda en Dinamarca donde lo tienen todo a diez coronas —dijo para concluir.

—O sea, que no quieres que vaya a buscarte.

—Aún no. Más tarde.

—Vale. ¿Me pasas con la abuela un momento?

Mike quedó a una hora con su madre, cortó la llamada y se volvió hacia Nour.

—No quería volver a casa —le informó.

—¿Significa eso que me puedo quedar?

Mike se le acercó y le dio un beso.

—¿Te apetece salir a caminar?

—¿Te refieres a dar un paseo?

Mike asintió, exagerando los movimientos como un niño. Nour dejó caer escéptica la barbilla.

—¿Te parece apropiado? ¿No nos tienen que amonestar primero o algo así?

—Mejor cogemos al toro por los cuernos.

—¿Estás seguro?

Mike la cogió de la mano y la llevó al recibidor.

—Ven.

Caminaban uno al lado del otro sin cogerse de la mano. No vagaban, pero tampoco andaban como haciendo ejercicio. Era un ritmo perfecto para pasear a un perro viejo.

Cuando llegaron al bosque se besaron con tanta pasión que después se les escapó la risa. Se cogieron de la mano, entrelazando los dedos, y continuaron por debajo de las copas casi eclesiásticas de las hayas en dirección a Kulla Gunnarstorp. Después de la caseta roja del guarda forestal se abrían los pastos a ambos lados del sendero y allí volvieron a caminar separados.

—¿Te sientes incómodo? —preguntó Nour.

—¿A qué te refieres?

Ella se encogió de hombros.

—A lo mejor sientes que debes seguir de luto un poco más.

Mike la miró.

—No va a volver —dijo.

Siguieron andando por el sendero. En los prados había caballos pastando y un viento sureño invitaba a los gansos del estrecho a alzar el vuelo.

—En realidad no eres mi tipo —dijo Nour—. Nunca pensé en ti como ahora cuando eras el marido de Ylva. Pero ahora te cargaría al hombro, saltaría la cerca eléctrica esta y tendría sexo contigo en medio del prado. Y aunque tuviéramos a todo el pueblo mirándonos no perdería ni un segundo en pensar en ellos.

Mike le cogió la cara con las dos manos y la besó cálidamente. Dejó que las manos continuaran bajando por su espalda y la retuvo un momento. Estaban en medio del sendero meciendo los cuerpos lentamente. Una pareja mayor se les acercaba desde el norte, pero Mike no se dejó vencer por las prisas. No fue hasta que vio quiénes eran que se separó con delicadeza.

—Ella es Nour —dijo Mike—. Y ellos son Gösta y Marianne, viven enfrente, en la calle Sundsliden.

Se saludaron estrechándose la mano.

—¿Dónde tienes a la pequeña? —preguntó Marianne.

—¿Sanna? —dijo Mike—. Está en Dinamarca con su abuela, se iban a una tienda de diez coronas.

Marianne no entendía nada.

—Todo cuesta diez —explicó Mike—. O veinte. La inflación no perdona.

Marianne asintió, alegre. Como si ir de compras fuera la actividad correcta para una niña de la edad de Sanna. Mike y Nour se despidieron de la pareja y continuaron hacia el castillo.

—Gösta es mi doctor —dijo Mike—. El psiquiatra que te conté. Sin él no estaría donde estoy ahora.