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Traslado, aislamiento social

La mujer es arrancada de su espacio habitual para ser colocada en un ambiente nuevo y desconocido. Esto tiene varias utilidades. La mujer pierde el contacto con la familia y con los amigos, queda desorientada, está geográficamente confundida y se vuelve dependiente de quien para ella es la única persona que conoce: el secuestrador. Manteniendo encerrada a la mujer por un plazo más largo de tiempo se agrava la confusión espacio-temporal. Si el aislamiento es lo bastante largo, la víctima acaba sintiéndose agradecida por cualquier forma de contacto humano, incluso si es obligado.

¿ESTÁS segura? Una copa. Llegas a tiempo para ver las desgracias de la tele.

—Sí, venga.

Ylva rió agradecida por sus intentos.

—No —dijo—, voy a portarme bien.

—¿Tú? —preguntó Nour—. ¿Por qué quieres empezar ahora?

—No sé. ¿Porque los cambios siempre son positivos?

—Sólo una copa.

—No.

—¿Seguro?

Ylva asintió.

—Seguro —dijo.

—Vale, vale, no es propio de ti, pero vale.

—Nos vemos el lunes.

—Sí. Recuerdos a la familia.

Ylva se detuvo y se volvió.

—Hacéis que parezca algo malo —dijo poniéndose una mano inocente en el pecho.

Nour negó con la cabeza.

—Lo que pasa es que estamos celosas.

Ylva sacó su iPod y comenzó a bajar por la cuesta. El cable de los auriculares se había enredado y tuvo que pararse para deshacer el entuerto antes de poder ponérselos y escoger la lista de reproducción. Escuchar música y mantener la mirada fija en el horizonte era la única manera de librarse de la cháchara mundana. Siempre había algún parlanchín que insistía en llamar la atención y cotillear. El eterno problema de las ciudades pequeñas.

Y eso que Ylva había llegado de fuera. Mike, que se había criado allí, no podía dar un paso sin tener que dar cuenta de lo que le había ocurrido en las últimas semanas.

Ylva cruzó el pintoresco callejón vacío y pasó junto a un coche aparcado que tenía las lunas tintadas sin fijarse en el conductor. El volumen en sus oídos era tan alto que tampoco se percató de que el motor se ponía en marcha.

No fue hasta que el vehículo se puso a su altura sin pasar de largo cuando lo vio con el rabillo del ojo y se volvió. La ventanilla comenzó a bajar.

Ylva supuso que necesitarían ayuda con alguna dirección. Paró y dudó entre apagar la música y quitarse los auriculares. Escogió lo segundo y dio un paso hacia el coche, se inclinó y miró dentro. El asiento del copiloto estaba ocupado por una caja de cartón y un bolso de mano. La mujer al volante le sonrió.

—¿Ylva?

Un breve instante después llegó la desagradable sensación en el estómago.

—Ya me había parecido que eras tú —repitió la conductora en tono afable.

Ylva correspondió a la sonrisa.

—Ha pasado mucho tiempo.

La mujer se volvió hacia un hombre que había en el asiento de atrás.

—¿No has visto quién es?

El hombre se inclinó hacia adelante.

—Hola, Ylva.

Ylva metió el brazo por la ventanilla y les dio la mano a los dos.

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Que qué hacemos? Nos acabamos de mudar. ¿Y tú?

Ylva no entendía nada.

—Yo vivo aquí —dijo—. Hace casi seis años.

La conductora retiró la cabeza como si le costara creerlo.

—¿Dónde? —le preguntó.

Ylva la miró.

—Hittarp —respondió.

La mujer se volvió sorprendida hacia el hombre del asiento trasero, después volvió a mirar a Ylva.

—¿Bromeas? Dime que sí. Nos acabamos de comprar una casa allí. ¿Conoces la calle Sundsliden, la que baja hasta el mar?

Ylva asintió en silencio.

—Vivo justo al lado.

—¿Que vives justo al lado? —repitió la mujer al volante—. ¿En serio? ¿Has oído, cariño? Vive justo al lado.

—Sí, ya lo he oído —respondió él.

—Qué curioso —comentó la mujer—. Entonces seremos vecinas, otra vez. Menuda coincidencia. ¿Vas para casa?

—Eh…, sí.

—Sube, te llevamos.

—Pero yo…

—Tú sube. Detrás, que esto está lleno de porquería.

Ylva dudó, pero no parecía adecuado protestar. Se quitó el otro auricular, enrolló el cable alrededor del aparato, abrió la puerta y se metió en el coche.

—Hay que ver… —dijo el hombre—. Así que vives aquí. ¿Te gusta esto?

—Sí —contestó Ylva—. La ciudad es más pequeña, claro, pero el estrecho es estupendo y las playas son fantásticas. Hay mucho cielo. Da la sensación de que todo es posible. Pero sopla mucho el viento. Y los inviernos no son divertidos.

—¿No? ¿A qué te refieres?

—Húmedos y fríos. Sólo aguanieve y barro, nunca se llega a poner blanco.

—¿Oyes eso? —le dijo el hombre a la mujer—. Inviernos de mentira. Sólo agua de fregar.

—Sí —respondió la mujer y miró a Ylva por el retrovisor—. Pero hoy hace un día muy bonito. En esta época del año no nos podemos quejar.

Ylva sonrió y asintió.

—En absoluto.

Intentó parecer positiva y natural, pero su cerebro iba a toda máquina. ¿Qué implicaba el hecho de que se hubieran mudado allí? ¿Cómo podía afectarle eso de ahora en adelante? ¿Cuánto sabían?

No se podía quitar de encima aquella sensación de malestar.

—No está mal —dijo el hombre en el asiento de atrás—, ¿verdad, cariño? No está mal.

—Desde luego —añadió la mujer al volante.

Ylva los miró a los dos. Sus respuestas se repetían y parecían ensayadas. Sonaban algo forzadas. Podía ser por el casual reencuentro y la situación un tanto incómoda. Se dijo a sí misma que el miedo que sentía no era más que una imaginación suya.

—Mira que encontrarnos así después de tantos años —dijo el hombre.

—Sí —respondió Ylva.

Él la miraba, la examinaba sin tratar siquiera de disimular la sonrisita. Ylva no tuvo más remedio que esquivar su mirada.

—¿Qué casa habéis comprado? —dijo, y se percató de que su mano derecha había subido rápidamente a su cara en un gesto nervioso—. ¿Es la que está encima de la cuesta? ¿La blanca?

—Ésa es —contestó el hombre y miró hacia adelante.

Parecía una actitud normal. Ylva quiso tranquilizarse.

—Me estaba preguntando quién la habría comprado. Mi marido y yo lo estuvimos comentando ayer mismo. Dimos por hecho que vendría una familia con hij…

Ylva se interrumpió.

—Aquí casi todo son familias con críos —aclaró—. Hace poco estaba en obras. ¿Habéis reformado toda la casa?

—Sólo el sótano —dijo el hombre.

—Tu marido —añadió la mujer mirando otra vez a Ylva por el retrovisor—. Entonces ¿estás casada?

Parecía como si ya conociera la respuesta.

—Sí.

—¿Hijos?

—Tenemos una hija de siete años, cumple ocho dentro de poco.

—Una hija —repitió la mujer—. ¿Cómo se llama?

Ylva dudó.

—Sanna.

—Sanna, bonito nombre —comentó la mujer.

—Gracias —dijo Ylva.

Miró al hombre, estaba quieto y en silencio. Entonces miró a la mujer. Nadie decía nada. La situación no permitía pausas e Ylva se sintió obligada a llenar el vacío con palabras.

—¿Cómo es que habéis venido a vivir aquí?

Quería parecer natural. Aquélla era una pregunta justificada, pero tenía la garganta seca y la entonación le salió mal.

—Que por qué hemos venido aquí… Cariño, ¿te acuerdas de por qué nos hemos mudado?

—Has encontrado trabajo en el hospital —dijo la mujer.

—Eso es —respondió el hombre—. Me han dado trabajo en el hospital.

—Queríamos empezar de nuevo —añadió la mujer cuando pararon en el semáforo en rojo de la calle Tågagatan.

Treinta metros más adelante había gente haciendo cola en la parada del autobús.

—Escuchad —dijo Ylva—. Muchas gracias por querer llevarme a casa, pero creo que voy a coger el autobús de todos modos.

Se quitó el cinturón y tiró de la manija de la puerta sin obtener resultado.

—El seguro infantil.

Ylva se asomó entre los asientos y puso la mano en el hombro de la mujer.

—¿Te importaría abrirme? Quiero bajar aquí. No me encuentro muy bien.

El hombre metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó una cosa cuadrada, un poco más grande que la palma de la mano.

—¿Sabes qué es esto?

Ylva apartó la mano del hombro de la mujer y miró.

—Vamos —dijo el hombre—. ¿A qué te recuerda?

—¿Una máquina de afeitar? —sugirió Ylva.

—Es verdad. Parece una máquina de afeitar, pero no lo es.

Ylva tiró de nuevo de la manija.

—Abre la puerta, quiero…

La descarga hizo que el cuerpo de Ylva se arqueara por completo. El dolor era paralizante y ni siquiera pudo gritar. Al segundo siguiente su cuerpo se relajó e Ylva se desplomó con la cabeza sobre el regazo del hombre. Se sorprendió de que la respiración continuara sonando a pesar de que ninguna otra parte de su cuerpo respondiera.

El hombre estiró el brazo para coger el bolso de Ylva, lo abrió y hurgó en busca del teléfono móvil. Le quitó la batería y se la metió en su bolsillo interior.

Ylva notó que el coche aceleraba y pasaba por delante de la parada del autobús. El hombre tenía preparada el arma de electroshock.

—La parálisis es temporal —dijo—. Dentro de un momento podrás hablar y moverte con normalidad.

La acarició para consolarla.

—Todo irá bien, ya verás. Todo irá bien.