EL fluorescente del techo parpadeó hasta encenderse e Ylva se despertó con la repentina luz. Tenía los ojos pegajosos y se sentía febril.
No sabía cuánto tiempo le habían cortado la luz, pero calculaba que unas cuarenta y ocho horas. La leche de la nevera se había cortado y lo único que tenía para comer era una barra de pan de centeno seca y una lata de atún barato.
Desconocía el motivo del castigo. Más aún, había esperado una recompensa por sus favores sexuales. Había hecho más de lo que se esperaba de ella y había actuado especialmente bien. Gösta no había tenido ningún motivo de queja.
Ylva miró la pantalla. Fuera había luz y el coche de Mike estaba en la rampa del garaje. Supuso que era entre semana.
Se oyeron dos golpes fuertes en la puerta. Ylva se levantó con piernas temblorosas y puso las manos sobre la cabeza. Estaba mareada y notaba que todo su cuerpo se tambaleaba. Durante las jornadas de oscuridad que había pasado había estado acurrucada debajo de la manta tarareando nanas, había contado varias veces hasta diez mil, en ascendente y descendente, y sólo había dejado la cama para ir al baño.
Suelo, paredes, techo.
Ahora que había vuelto la luz y podía seguir la vida del exterior estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa con tal de no estar a oscuras otra vez.
Oyó la llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y Marianne entró en la habitación. Llevaba un ovillo de cuerda en la mano; Ylva retrocedió de forma automática.
Marianne fue directa hacia ella e Ylva se hizo una bola en la cama, agachó la cabeza y levantó los hombros todo lo que pudo.
Marianne estaba encima de ella, mirando hacia abajo, observándola.
—¿Te crees que no me doy cuenta de lo que pretendes?
Ylva la miró insegura, sin responder. Las únicas palabras que podía decir sin pedir permiso previo eran gracias y perdón. Y tenía que decirlas con convicción. Si Marianne intuía una falta de sinceridad podía castigarla.
—Es ridículo —dijo Marianne—. Eres una puta que no vale nada y te crees que puedes crear discordia entre mi marido y yo. ¿Qué pasa, que no tienes sentido de la realidad? ¿De verdad te crees que él quiere estar contigo?
Hizo una pausa y observó a Ylva con la misma resignación con la que un profesor mira a un alumno poco dotado.
—¿Crees que alguien te quiere? Si abriéramos la puerta y te dejáramos salir, ¿qué crees que pasaría? ¿Crees que Mike te acogería, cuando se enterara de lo guarra que has sido?
Casi parecía que Marianne se estuviera divirtiendo. Su desprecio era total y soltaba su discurso apoyándose en la fuerza de su convencimiento. Ylva no tenía ninguna posibilidad de replicarle. Cualquier intento de objeción sería completamente en vano.
Marianne levantó la mano; Ylva se agachó por acto reflejo.
La mujer soltó una carcajada.
—¿Por qué te iba a pegar? —dijo—. No mereces el esfuerzo.
Tiró la cuerda sobre la cama y se dirigió hacia la puerta. Cuando metió la llave en la cerradura se volvió.
—Ha venido tu hija, ¿te lo he dicho? Le he comprado una flor de mayo. Le he dado una buena propina. Se podría decir que ahora somos amigas.
Abrió la puerta y se marchó.
• • •
—Por debajo de la calle Trädgårdsgatan —constató Mike mirando a su alrededor con los ojos de par en par.
—¿Muy terrible? —preguntó Nour y probó el café.
—Un poco.
—Me imagino. Yo me crié aquí mismo.
—Imposible —replicó Mike—. Nadie vive por debajo de la calle Trädgårdsgatan, simplemente, no se hace.
—¿Y tú dónde te has criado? A ver —dijo Nour—. ¿Tågaborg?
—Hittarp.
—¿En serio?
Mike asintió sonriente.
—De vuelta a la escena del crimen —añadió Nour, arrepintiéndose inmediatamente de sus palabras.
—Más o menos —respondió Mike sin tomárselo a pecho.
—¿La misma casa?
—Tampoco exageres.
—¿Calle arriba, calle abajo?
Mike no pudo reprimir la risa. Le salió por la nariz.
—Casi —dijo.
Nour asintió en silencio.
—Tuve una amiga —dijo ella— que decía que hay dos maneras de medir el éxito de las personas. La primera no recuerdo cuál era, pero la segunda era la distancia geográfica entre al sitio en el que te has criado y el sitio en el que acabas. Cuanto más grande, mayor es el éxito.
—Entonces soy un auténtico fracasado —afirmó Mike—. Aunque en realidad viví unos años en Estocolmo, y nací en Estados Unidos.
—Aplausos —dijo Nour—. ¿Y en cuanto tuvisteis a Sanna os volvisteis a casa?
—No para Ylva. Ella era de Estocolmo.
Era…
El tiempo verbal se quedó suspendido en el aire.
Nour miró extrañada a Mike, que tragó saliva nervioso. Al final ella le sonrió afable.
—¿Piensas mucho en ella?
Mike empujó la taza al centro de la mesa.
—No sé qué pienso —respondió—. No sé si pienso en palabras. ¿Tú cómo piensas? ¿En palabras o en imágenes?
Nour no contestó.
—De repente se me aparece —explicó Mike—. A veces con opiniones. Se me pone al lado y me dice que baje el fuego para no quemar la comida, se pone las manos en la cintura y pone los ojos en blanco cuando Sanna se pone la ropa que no toca. ¿Cómo se le llama a eso?
—¿Que vela por vosotros?
Mike respiró hondo y soltó todo el aire en un suspiro.
—O algo así. Un infierno, eso es lo que es. ¿Te apetece venir a cenar?
—¿Cenar?
Nour dio un respingo. La pregunta la había cogido por sorpresa.
—Si tienes novio puedes traértelo, sin problemas —dijo Mike.
—Sí.
—Vale. Genial. ¿El viernes?
—O sea, quiero decir que iré encantada. Pero sola. No tengo novio.
—¿O prefieres el sábado? Si hace buen tiempo podemos hacer una barbacoa.
Nour se rió, Mike no entendía por qué.
—¿Qué?
—Barbacoa.
—¿No comes carne?
—Sí, sí, desde luego. Es la actividad en sí. Me parece…, no sé, dulce.
—¿Dulce?
—Sí, dulce, tierna.
—¿Qué tiene de tierno hacer una barbacoa? —preguntó Mike.
—Porque es conmovedor —dijo Nour—. Hombres que creen saber hacer cosas. Como niños omnipotentes. Pueden solos.