SE trataba de meterse en el papel, de actuar de forma verosímil. Ylva estaba convencida de ser buena en su cometido. No le resultaba difícil, casi esperaba con ilusión las visitas. Toda forma de contacto humano era preferible a la soledad y al aislamiento. Lo que le habían dicho era cierto: había aprendido a contentarse con lo que tenía.
Ylva cumplía el rol de amante cambiante. De seductora desafiante a tímida virgencita.
Era de lo más ridículo. Él superaba los sesenta años, un hombre con estudios e inteligente. Debería ser más selectivo. Pero Gösta Lundin no se diferenciaba de los demás hombres. Prefería creerse los jadeos escandalosos de Ylva, prefería creer que curvaba la espalda para alcanzar el éxtasis, prefería creer que se apretaba contra él para sentirse llena de su virilidad.
Cuando él llamaba a la puerta, Ylva se ponía de pie, bien visible, delante de la mirilla con las manos en la cabeza. Se quedaba así hasta que él entraba y comprobaba que en la cocinita el cuchillo, las tijeras, la plancha y el hervidor estuvieran colocados en su sitio, sobre la encimera. Todos esos objetos se consideraban armas potenciales y si el hombre no los veía podía pegar a Ylva o, mucho peor, dar media vuelta para no volver en varios días. Entonces ella tenía que entretenerse con lo que tenía y soportar el olor de la basura acumulada.
A veces, la mujer de Gösta bajaba a buscarlo si consideraba que se estaba quedando demasiado tiempo o si se sentía obligada a informarle de algo. No había nada que le gustara más a Ylva. Si Marianne bajaba a buscar a su marido, Ylva se mostraba contenta, como si estuviera de lo más satisfecha.
Marianne hacía como que no lo veía, pero Ylva sabía que esa actitud hacía mella en ella.
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Mike Zetterberg se detuvo en un semáforo en rojo. Se sentía animado, tranquilo y fuerte. Siempre le pasaba al salir del hospital. Ya había acudido a cinco sesiones y se sentía mucho más estable que la primera vez que había subido a la quinta planta.
Gösta Lundin era un médico inteligente, considerado y de gran corazón. Se llamaba a sí mismo jubilado de Florida. Había emigrado de Estocolmo al sur en busca de más comodidad para el otoño de su vida. Los de Estocolmo solían instalarse por Österlen, la costa sureste de la provincia de Skåne, pero Gösta y su mujer, Marianne, no entendían la gracia de continuar pegados al mismo mar de donde venían y donde las algas florecían en cuanto la temperatura del agua daba pie a bañarse.
Ambos estaban contentos con su elección y ninguno de los dos echaba de menos la capital. Excepto cuando el dialecto sureño se volvía muy fuerte o cuando los comentarios de desprecio hacia los forasteros eran demasiado descarados. En ese aspecto había una diferencia abismal entre Helsingborg y Estocolmo, Mike lo sabía de primera mano.
Los peatones cruzaban la calle al otro lado de su parabrisas. Cuerpos en movimiento, gente yendo y viniendo, un flujo de carne y hueso. Mike se sentía bastante bien. De alguna forma milagrosa, su vida parecía haber resucitado. No se atrevía a pensar que el dolor estaba remitiendo, pero lo cierto es que ya no era tan insoportable como al principio.
Sanna estaba ocupadísima con sus cosas, y vivía en una armonía y despreocupación casi sospechosas. Mike intercambiaba cada día unas pocas palabras con sus profesores, pero las primeras conversaciones después de la desaparición de Ylva se habían visto sustituidas por algo que se parecía bastante a frases vacías de saludo.
—¿Todo bien? —preguntaba Mike.
—Sí, a nuestros ojos, sí —decía el personal—. Es una chica fuerte.
Su madre era un apoyo enorme. Sin ella no habría sido posible. Iba a buscar a Sanna y preparaba la comida varios días a la semana. De vez en cuando se quedaba a dormir en la casa y al día siguiente limpiaba. Mike se sentía como un adolescente mimado, pero sabía que era un intercambio recíproco. El importante rol que se le había otorgado a Kristina parecía haberla revitalizado.
Hablaron bastante del padre de Mike, casi más que de Ylva. Por motivos razonables. Toda conversación sobre Ylva acababa en suposiciones y especulaciones, fantasías que no aportaban nada bueno pero que seguían creciendo en el subconsciente y dos días más tarde resurgían en forma de pesadilla.
Esas noches Mike no lograba dormirse de nuevo. Muchas veces llamaba a su madre y le lloraba por teléfono. Hablaban de la tristeza y la añoranza, de la desagradable sensación en la garganta que impregnaba de mal sabor todas las cosas y que impedía respirar con normalidad.
Su madre y Gösta Lundin. Dos personas sensatas, comprensivas e inteligentes que sabían escuchar y que le daban espacio para desahogarse, volverse pequeño, ser débil. Nada de pastillas que le nublaran la mente y le crearan adicción.
Sanna obligaba a Mike a estar presente y despejado.
Ella era su único objetivo. Era una fuente inagotable de energía. Al no preocuparse por nada más, Mike había desarrollado una nueva autoridad. El trabajo era un medio, no un fin. En las reuniones podía hacer las preguntas evidentes que nadie se atrevía a formular y las objeciones naturales que normalmente sólo los más poderosos y más influyentes podían permitirse hacer.
Alguien lo saludó desde la calle. Uno de los peatones se había detenido delante del coche para captar su atención. Una mujer hermosa esbozando una sonrisa.
«¿Cuál es el problema?», pensó Mike antes de darse cuenta de quién era. Levantó la mano y sonrió de vuelta.
Nour se acercó al coche y Mike abrió la ventanilla del copiloto. Ella asomó la cabeza.
—Hola, ¿cómo te va?
Mike comprendió a qué se refería. No habían vuelto a hablar desde el drama inicial de la desaparición de Ylva. Mike le sonrió.
—Estoy bien, gracias. Todo va mucho mejor, sin duda.
—He pensado en llamarte miles de veces, pero al final nunca lo he hecho —dijo Nour.
El coche de atrás soltó un bocinazo. Mike echó un vistazo por el retrovisor.
—Creo que estoy en medio.
—¿Adónde vas? —preguntó Nour.
—Al trabajo. ¿Tú?
—En la misma dirección. ¿Puedo?
—Claro.
Mike quitó el elevador de Sanna, Nour abrió la puerta y se metió en el coche. Mike puso la primera, pero el conductor del coche de atrás ya había cambiado de carril y lo estaba adelantando, irritado, fulminándolo con la mirada. Mike levantó amablemente la mano para disculparse, pero el otro negó con la cabeza.
—Cosas importantes de la vida —dijo Nour con ironía—. Cosas realmente importantes.