YLVA estaba muerta, Mike lo veía cada vez más claro. Ya no abrigaba ninguna esperanza de que de repente lo llamara desde el Mediterráneo, donde estaría recogiendo uva en chanclas y pareo y haciendo de las suyas como una hippie calentorra en su segunda pubertad. Algo había pasado y no le gustaba imaginar alternativas. Cuando pensó en lo terroríficas que podían haber sido las últimas horas de su vida, Mike decidió bloquear las ideas que iban en esa dirección y centrarse en cualquier actividad práctica que tuviera delante.
—¡Papá, te han invitado a una fiesta de disfraces!
—¿Qué?, ¿a mí?
Sanna apareció corriendo con una invitación en la mano. Mike levantó a su hija y la abrazó fuerte. Con un gesto de cabeza saludó a su madre, que estaba en delantal en la cocina mirándolos con una sonrisa.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó Sanna.
—No lo sé. ¿Me enseñas la invitación?
Dejó a Sanna en el suelo y cogió la postal. Se quitó la chaqueta y todavía estaba leyendo cuando entró en la cocina.
—Así que cumple cuarenta —dijo y le dio un beso a su madre en la mejilla—. Mmm, qué bien huele.
—Sólo son albóndigas, nada del otro mundo.
—No hay nada mejor.
—¿De qué te vas a disfrazar? —insistió Sanna.
—No lo sé. Para empezar, ya veremos si voy.
—¿Qué? ¿No piensas ir?
A Sanna no le entraba en la cabeza. Fiesta de disfraces, lo más de lo más.
—Claro que irá —dijo Kristina.
—Ya veremos —respondió Mike robando una albóndiga directamente de la sartén.
Sanna miró desilusionada a su padre.
—Tú nunca quieres hacer nada divertido.
—¿Cómo que no? —dijo Mike.
—No, nunca —contestó Sanna.
—Es que no sé si una fiesta de disfraces me parece tan divertida.
—Papá, a ti nada te parece divertido.
• • •
Calle Collin suspiró en voz alta. Era un texto absurdo que no daba pie a ningún título sugerente. Las citas no decían nada, los datos que se presentaban ya eran conocidos y el punto de vista era menos estimulante que una velada en el pueblo de Nässjö.
Era viernes al mediodía y toda la redacción de Familias con niños estaba almorzando en la cocina. Helen había intentado convencer a Calle para que se uniera, pero éste se negaba a abandonar el escritorio sin haber sacado un título. Era su último día como redactor de apoyo y quería terminar el artículo, a pesar de no lograr comprender cómo se le había ocurrido a Helen siquiera comprar el texto.
Los teléfonos no paraban de sonar a su alrededor, uno tras otro.
—¿Puedes llamar a recepción y decirles que no pasen ninguna llamada? —gritó Helen—. Diles que estamos de reunión hasta las cuatro.
Calle levantó el auricular y llamó.
—Creo que será mejor que cojáis esta llamada de todos modos —dijo la recepcionista—. Y creo que debería cogerla Helen en persona.
—Vale, pásamela.
Calle se presentó a la mujer, que estaba muy alterada y exigía hablar con la redactora jefe.
—¿De qué se trata? —preguntó Calle, que no quería interrumpir el hermoso momento cotidiano de la redacción con otra suscriptora enfurruñada a la que no le había llegado la revista a tiempo.
Calle tardó medio minuto en entender la gravedad del caso.
—Un segundo —dijo—. Voy a buscarla.
Dejó el teléfono sobre la mesa, tragó saliva como pudo y se acercó a la cocina. Por lo visto, la expresión de su cara reflejaba lo que le estaba pasando por la cabeza, porque todo el mundo enmudeció al instante y se lo quedaron mirando desconcertados.
—Hay una mujer al teléfono —dijo Calle—. Tenéis un reportaje en el último número. Algo de África.
Helen asintió.
—Sí, ¿qué pasa con él?
—El chico está muerto —respondió Calle—. Murió en un accidente de tráfico hace casi cuatro meses.
—Dios mío.
Helen se levantó rápidamente.
—¿Tu teléfono? —preguntó.
Calle asintió.
Se quedó en la cocina escuchando, igual que los demás, la réplica sabia y tranquilizadora de Helen. Sus disculpas y lamentos sinceros, su plena participación. Sus explicaciones, irrelevantes por el contexto pero al mismo tiempo francas, justificando el contratiempo.
Uno de los reporteros había sacado el número en cuestión y lo había abierto por el artículo del que hablaban. Lo habían escrito medio año antes, pero estuvo guardado en el cajón hasta ahora. Calle se inclinó sobre la mesa para ver la foto del hombre que había fallecido en un accidente de tráfico hacía cuatro meses. El hombre posaba orgulloso con su familia, una mujer africana y dos hijos en común. Una niña recién nacida, a juzgar por la ropa, y un niño que parecía tener unos dos años.
Calle tardó algunos segundos en reconocerlo. Su corazón empezó a latir más deprisa y sus ojos a pasear por el texto en busca del nombre del fallecido. Correcto. Era él.
El hombre que había muerto en un accidente en África era Johan Lind, uno de los tiranos del patio que perteneció a lo que Jörgen Petersson llamaba la Pandilla de los Cuatro.
• • •
Mike asistió a la fiesta de disfraces, a pesar de que le parecían un crimen contra la dignidad humana, algo que sólo las personas aburridas, sádicas y carentes de imaginación podían proponer.
Fue por hacer feliz a Sanna. Para dar buen ejemplo y no ser de esos que le dicen siempre que no a la vida.
Mike fue también porque le habían asegurado que Virginia estaría en su mesa.
Virginia era una mujer rígida, con boca fruncida, expresión de rechazo en la cara y que emanaba frialdad y distancia. Virginia era también, media copa más tarde, la más loca de la fiesta.
En ocasiones como aquélla, a Mike le gustaba tanto Virginia como le disgustaban las fiestas de disfraces.
El resto de invitados le dieron unas palmadas en el hombro y le dijeron que se alegraban de verlo otra vez entre ellos.
Habían pasado casi diez meses desde que Ylva desapareció y casi medio año desde el artículo en el periódico. Mike respiraba con dificultad, como si tuviera un nudo en la garganta. Respiraba así desde lo de Ylva, una actitud que había hecho mella en su cuerpo.
La cena fue bien, Virginia no decepcionó, Dr. Jekyll and Mrs. Hyde.
Fue más tarde, cuando retiraron las mesas y con la música animando la insensatez juvenil e invitando a hacer bailes de falso erotismo, cuando Virginia se lo acercó de un tirón y le gritó al oído.
—Creo que lo sabes.
Asintió embriagada con la cabeza para sí y le dio unos toquecitos a Mike con el dedo en el pecho. Él tuvo un mal presentimiento, pero era tan desagradable que no lo quiso reconocer.
—¿El qué?
—¿Eh?
Iba muy borracha.
—¿Que sé el qué? —repitió Mike alzando la voz.
Virginia se tambaleó un paso hacia adelante y le hizo un gesto a Mike para que le acercara la cabeza y así poderle gritar al oído.
—Ylva —dijo—. Creo que sabes lo que pasó.
Mike se la quedó mirando boquiabierto y sintió cómo se le iba acelerando el pulso. Virginia se encogió de hombros y señaló al resto de invitados.
—Todos lo creen.