32

EL extranjero era un buen sitio para ocultar su alcoholismo. El hombre daba por hecho que ése era el motivo por el que, en el exilio, los hombres occidentales eran tan exageradamente parecidos.

Johan Lind estaba casado con una mujer africana y era un orgulloso padre de dos críos pequeños, pero sus globos oculares estaban enrojecidos y habían adquirido un color amarillo hepático, tenía las mejillas fofas y una barriga cervecera como la de la mayoría de los hombres blancos en el Tercer Mundo.

Johan Lind daba el primer trago a la hora del almuerzo y nunca dejaba escapar la oportunidad de pasarse por el bar después del trabajo. El bar era una barraca de uralita y la oferta de bebidas se limitaba a cerveza local y a un puñado de mujeres jóvenes que se sentaban en el regazo de los hombres a reírles los chistes a cambio de propina o de una copa.

El hombre adivinó que así era cómo Johan Lind justificaba su triste existencia, alegando que en África quizá fueran pobres, pero sabían disfrutar de la vida. Que las cosas no eran tan serias como se decía en Suecia. Allí la gente ya había olvidado la importancia de reír.

O algo parecido.

El hombre no podía estar seguro de que Johan Lind pensara así, porque guardaba las distancias y hacía sus pesquisas desde un coche de alquiler, pero le parecía que su suposición no andaba lejos de ser la correcta. Llevaba en Zimbabue seis días y quería finiquitar cuanto antes el asunto que lo había llevado hasta allí. Disponía de la siguiente información: Johan Lind trabajaba como capataz en una construcción en el centro de Harare. Vivía con su familia en Avondale, un barrio al noroeste del centro urbano. Cada día de trabajo era igual que el anterior.

Al hombre sólo le quedaba esperar el momento oportuno. Y llegó al día siguiente.

Como era viernes, Johan Lind decidió coger la moto para ir al trabajo. Era una moto ágil con amortiguador largo y aceleración furiosa. El hombre lo vio salir de su casa y darle gas en la primera curva como si fuera un veinteañero provocando a la muerte.

Algo más que patético, constató el hombre y lo siguió de lejos hasta su puesto de trabajo en el centro.

Cuando después de la jornada Johan Lind, fiel a sus costumbres, hizo su parada de rigor en el bar, el hombre decidió que había llegado el momento.

Se quedó esperando un poco alejado. Una hora más tarde, cuando Johan Lind pasó por delante a una velocidad notablemente más lenta que la habitual, reducida en gran parte para compensar la ingesta de alcohol, el hombre giró la llave en el contacto del coche de alquiler y salió tras él.

Estaba oscuro y no había muchos coches.

El hombre esperó a una recta sin casas. Empezó a adelantar y volvió a su carril dando un volantazo justo delante de la moto. Johan Lind perdió el control y cayó al suelo. La moto se deslizó unos metros y él quedó tumbado en el asfalto. El hombre detuvo el coche en el arcén y se le acercó corriendo.

You idiot, you fucking drove me off the road —gritó Johan.

El hombre llegó hasta él y echó un vistazo a su alrededor. Johan Lind hizo un esfuerzo por aguantarse el dolor.

—¿Cómo estás? —preguntó el hombre.

Johan Lind se quedó boquiabierto cuando oyó su lengua materna. Miró consternado al terrible conductor que por poco le había robado la vida.

—Deja que te ayude —dijo el hombre—. Soy médico.

Deslizó el brazo por delante del cuello de Johan y cerró la llave.

—¿Te acuerdas de Annika? —preguntó, y le partió la nuca a su compatriota.

• • •

—En otras palabras, no tenéis nada.

El fiscal levantó la vista de los papeles que había leído ostensivamente mientras Karlsson y Gerda repasaban las conclusiones que habían sacado acerca de la desaparición de Ylva Zetterberg, tres meses antes.

Se habían aferrado a la infidelidad de la mujer, a sus informaciones contradictorias de dónde iba a pasar la noche del viernes y, por último, a su supuesta afición a la mano dura en el catre.

Karlsson y Gerda intercambiaron una mirada, ambos con la esperanza de que su compañero, con un locuaz comentario, le diera algo más de empaque a un informe ya de por sí vago, por no decir vacío.

El fiscal continuó ordenando papeles, un gesto claro de lo poco que valoraba el trabajo que le acababan de presentar.

—Ni cuerpo, ni testigos, ni extractos bancarios sospechosos, ni e-mails misteriosos ni llamadas inexplicables. En una palabra: nada.

Se los quedó mirando con gesto interrogante. Ni Karlsson ni Gerda dijeron una sola palabra.

—Pues asunto zanjado —dijo el fiscal y volvió a sus quehaceres sin dedicarles a los dos agentes de policía ni un segundo más de atención—. Eso es todo —añadió en voz baja.