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EL restaurante había sobrevivido. Eso era lo más sorprendente. La vida de las terrazas normalmente era más bien corta en las ciudades de provincia y el ciclo repetía siempre el mismo patrón: descubrimiento del lugar, invasión del lugar y abandono del lugar.

Por regla general, el dueño de la actividad se emborrachaba con el éxito de la invasión y optaba por reducir el beneficio en un intento de mantener la clientela, pero ésta era un banco de peces que de pronto y sin previo aviso daba media vuelta y se largaba en cualquier otra dirección.

Había tres factores que explicaban por qué el restaurante de Bill Åkerman había conseguido sobrevivir. El primero era que tras una inesperada valoración positiva en la prensa local Helsingborgs Dagblad, Bill había decidido mantener la calidad de la comida y unos precios que rozaban lo indecente, lo cual convertía al restaurante en la elección evidente para las empresas cuando tenían que hacer cenas oficiales y para la gente mundana que una vez al año quería pagarse una buena cena.

El segundo factor era el emplazamiento del restaurante. El local ocupaba la planta baja de una antigua mansión patricia encima del Margaretaplatsen y tenía vistas al estrecho y a la costa danesa.

El tercer factor era Sofía, la esposa de Bill.

Sofía era la que llevaba el restaurante, contrataba al personal, elaboraba el menú, coordinaba las compras y creaba un clima agradable.

Bill sabía que no había podido elegir mejor socia para su negocio. La única pena era que se había puesto unos cuantos kilos de más en las caderas y que la inseguridad que esto le generaba la convertía en una persona exageradamente servicial. Pero como ella ya estaba enterada de su lío con Ylva e, igual que la mayoría de los habitantes de Helsingborg, también sabía que Ylva había desaparecido, Bill no había intentado ocultarle que la policía quería hablar con él. Más bien esto reforzaba la imagen de Ylva como una sugerente seductora contra la que ningún hombre pensante podía luchar. Bill ya les había asegurado por teléfono que no sabía dónde estaba Ylva y había dejado muy claro que ya no mantenían ningún tipo de relación. Aun así, los policías insistieron en que querían citarse con él.

La reunión tuvo lugar en el bar del restaurante, que estaba vacío durante la comida.

—¿Cuándo viste a Ylva por última vez? —preguntó Karlsson después de aceptar un café gratis.

—¿Te refieres a cuándo nos acostamos por última vez o a cuándo la vi?

—Cuándo la viste. Y lo otro también.

—Tuvimos un asunto bastante breve en junio del año pasado. ¿Qué hará de eso, once meses? La última vez que la vi fue en la calle Kullgatan. Creo que fue en abril, no estoy seguro.

—¿Hablasteis?

—Sí. Discretamente.

—¿Qué quieres decir?

—Es una ciudad pequeña, siempre hay alguien que puede verte.

—Ya, ¿y de qué hablasteis?

—De nada en especial. Me preguntó cuándo empezaríamos a follar otra vez.

Karlsson y Gerda dieron un respingo, inseguros de si les estaba tomando el pelo o no.

—Es lo que dijo —afirmó Bill—. Le dije que no lo haríamos nunca más.

—¿Por qué no?

—Porque yo no quería. Pero eso no se lo dije. Si rechazas a una mujer tienes una enemiga para el resto de tu vida. Hay que andarse con cuidado.

—¿Y qué le dijiste?

—Le dije que no quería arriesgar mi matrimonio.

—Pero no era verdad.

—No.

—¿Y por qué no querías?

Bill los miró y se encogió de hombros.

—Tenemos gustos diferentes.

Los policías lo miraban con ojos como platos y la boca seca, como dos jovencitos en edad de la confirmación. Karlsson fue el primero en reaccionar.

—¿A qué te refieres con «gustos diferentes»? —preguntó, y luego se aclaró la garganta para deshacerse del nudo que se le había formado.

—Bueno, a ver cómo te explico…

—Dilo tal y como es —dijo Karlsson inclinándose hacia adelante con interés.

—Le iba el teatro. Tipo… echarse para atrás y decir ¡Atrápame!

—No te entiendo.

—Le gustaba que la dominaran.

—¿Te refieres a atarla y cosas así? —dijo Karlsson con el mismo interés palpitante que el de un adolescente en busca de material masturbatorio.

—No tiene por qué. Y no creo que tenga nada que ver con su desaparición. Sólo digo que le gustaba que la trataran con dureza, que la forzaran. A pesar de que parezca tan dócil. El sexo es lo que tiene, ¿no? El exterior no siempre se corresponde con el interior. Recuperamos en los columpios lo que nos hemos perdido en el tiovivo. Los chicos duros son amantes delicados, los blandos tienen más cosas que demostrar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gerda.

Bill Åkerman probó el café.

—Que tendría que haber elegido a un tipo más blando.

• • •

Karlsson lanzó los papeles con desdén sobre la mesa, se reclinó en la silla y estiró las piernas.

—Vale —dijo entrelazando los dedos detrás de la nuca—. Tenemos a una calentorra infiel y a un marido cornudo. ¿Conclusión?

—¿Llega tarde a casa y la cosa al final se sale de órbita? —sugirió Gerda.

—Sí —continuó Karlsson y suspiró—. Tendremos que hablar con los vecinos. Deben de haberla visto llegar a casa.

—¿En mitad de la noche? —preguntó Gerda.

—Siempre hay alguien despierto.

—He pensado que podríamos hablar con la niña —dijo Gerda mirando el reloj—. A estas horas debe de estar en el colegio, ¿no?

—Si tenemos suerte.

Aparcaron detrás del comedor y le preguntaron a un alumno con el que se cruzaron dónde estaba la sala de profesores. Se toparon con una mujer corpulenta que en su día fue guapa y que ahora se esforzaba en ocultar que ya no lo era. Karlsson y Gerda expusieron el motivo de su visita, la mujer entendió de inmediato de qué se trataba. A semejanza del resto del personal de la escuela, los últimos días ella tampoco había hablado de nada más aparte de la desaparición de Ylva. Les pidió a Karlsson y a Gerda que esperaran en la sala de profesores mientras iba a buscar a Sanna, que estaba en clase.

La mujer volvió con la niña de la mano y no le importó que la policía viera esa muestra de su afecto por los alumnos. Les presentó a Sanna a los dos policías y a la pequeña le dijo que querían hablar un poco con ella, quizá preguntarle algunas cosas.

—No pasa nada —aseguró con su voz más dulce y luego se volvió hacia Karlsson y Gerda—. Creo que sería conveniente que me quedara, si no os importa.

Karlsson asintió y la mujer se sentó en una silla al lado de Sanna sin soltarle la mano.

—Hemos hablado con tu padre —dijo Karlsson con la misma voz que utilizaba siempre, independientemente de quién fuera su interlocutor—. Nos ha contado que tu madre ha desaparecido. ¿Recuerdas cuándo la viste por última vez?

Sanna asintió en silencio.

—¿Cuándo?

Sanna se encogió de hombros. Gerda decidió intentarlo empleando un tono de voz más afable que el de su compañero.

—¿Te acuerdas de dónde viste a tu mamá por última vez?

—Sí —dijo Sanna.

—¿Dónde fue?

—Aquí en el cole.

La mujer completó la respuesta.

—Ylva dejó a Sanna el viernes por la mañana. El personal habló con ella. Mike la vino a buscar.

Gerda asintió agradecido con la cabeza y volvió a mirar a Sanna.

—¿Y no has vuelto a verla desde entonces?

Sanna negó en silencio.

—¿Qué hicisteis tú y tu papá durante el fin de semana?

—Fuimos a Väla y al McDonald’s. Alquilamos una peli.

—Parece divertido.

Sanna asintió.

Trampa para padres —dijo Sanna.

Gerda no lo entendió.

—Es buenísima —añadió Sanna.

—Ah, vale, la película. ¿Tu padre también la vio?

—Hablaba por teléfono.

—¿Cuándo te explicó que tu mamá había desaparecido?

—Cuando llegó la abuela. Después vino la policía.

—Sanna, estos hombres también son policías.

Sanna asintió pero sin estar del todo convencida.

—Pero los otros eran policías de verdad —dijo al final—. Papá dijo que mamá iba a volver mientras yo estuviera durmiendo, pero no volvió. Me dijo que estaría en casa cuando me despertara, pero no estaba.

Gerda se sentó en el canto de la silla y se inclinó hacia Sanna en actitud confidente.

—Tu mamá y tu papá —dijo—, ¿suelen discutir?

• • •

Gerda miraba fijamente por la ventanilla del coche.

—Sólo espero que sea él. Si no, le habremos jodido la vida. Esa vieja chismosa no se dormirá en los laureles.

Se refería a la prominente mujer que había absorbido todas y cada una de las palabras que habían sido pronunciadas en el interrogatorio.

—Eras tú el que quería venir —dijo Karlsson.

—Déjalo —respondió Gerda—. O la tía aparece con el rabo entre las piernas cuando haya acabado de follar o él se la ha cargado. No puede ser de otra forma. Y si no lo ha hecho él, pues habrá contratado a alguien.

Karlsson se mordía nervioso el dedo índice.

—Nos podría caer un puro por una cosa así —aclaró Karlsson—. Si yo fuera él nos pondría una denuncia, está claro.

—Oye —dijo Gerda—. Tiene otras cosas en la cabeza.

Karlsson encendió la radio. Alguien con voz amanerada hablaba a toda prisa y gritando más de la cuenta.

—¡Puta radio de mierda! —exclamó y la apagó.

• • •

Era todo tan extraño, tan difícil de entender…

Kristina llevaba toda la tarde delante del televisor. Había visto lo que había pasado y había oído lo que se había dicho, pero aun así todo le había pasado desapercibido. No lograba asimilar nada. El mundo de su alrededor parecía haberse bloqueado.

Una persona no podía desaparecer así sin más.

Una sola idea le rondaba por la cabeza, un único pensamiento que impedía que todas las imágenes y los sonidos de la tele quedaran registrados en su retina y en sus tímpanos.

Era una idea que ni quería ni podía pensar: una idea desagradable de la que no lograba desprenderse de ninguna manera.

La idea de que su hijo tuviera algo que ver con la desaparición de Ylva.

No le cabía en la cabeza, nunca había considerado a Mike una persona violenta. Al contrario, era de naturaleza muy tranquila.

¿Podría haberse colmado el vaso?

Y si realmente había sido así, ¿qué futuro les esperaba? ¿Quién cuidaría de Sanna? Kristina se imaginaba el rechazo del entorno, el pánico al contacto. Sanna lo tendría muy difícil para hacer amigos en los que pudiera confiar.

Kristina quiso evocar la imagen de un enfermo psicótico apuñalando a su nuera a plena luz del día. Intentó imaginarse a Ylva con una sonrisita irresponsable en la cama de otro hombre. No, no con una sonrisita irresponsable, más bien riéndose a carcajadas. Para que Mike por fin comprendiera qué clase de mujer era y pudiera liberarse de ella.

Pero ninguna de estas fantasías consiguió apartar la idea que bajo ningún concepto parecía querer salir de su cabeza: que Mike sabía más de lo que decía, que estaba implicado de alguna forma en la desaparición de su mujer.

Kristina oyó el teléfono. Ya llevaba un rato así, pero no sabía cuántas veces habría sonado. Al final su cerebro pareció reaccionar y se levantó para cogerlo. Miró la pantalla y vio que era Mike.

Respiró hondo, cerró los ojos y dijo:

—¿Has descubierto algo?

Su hijo lloraba al otro lado de la línea.

—No tengo a nadie con quien hablar —dijo entre sollozos.

Kristina contuvo la respiración, estaba preparada. Fuera lo que fuese. Le daba igual. Mike era su hijo, nada podía cambiar eso.

—Explícamelo —dijo ella—. Te escucho.

Ella esperó a que Mike se calmara lo bastante para entender de qué le estaba hablando.

—Han ido a la escuela —explicó al final.

—¿Quiénes?

—La policía. Han hablado con Sanna.

Kristina no dijo nada.

—¿No lo entiendes? —dijo Mike—. Creen que he sido yo. Creen que yo la he matado. ¿Cómo se les puede siquiera pasar por la cabeza?

Su voz era resignada y desesperada, pero no ocultaba ninguna mentira. Kristina sintió que los calambres de sus músculos desaparecían.