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Culpa

A muchas víctimas se las obliga a trabajar para expiar una culpa. Tienen que pagar el viaje, la vivienda, la cama, los preservativos, la comida, un porcentaje al perpetrador por su protección. Obviamente, esa culpa es una construcción. La víctima jamás podrá comprar su libertad. Su única salida es volverse no rentable, lo cual es inviable en la práctica porque siempre habrá alguna necesidad que precise ser cubierta, algo para lo que ella pueda servir.

EL hombre y la mujer entraron juntos. Abrieron la puerta de golpe, sin preocuparse de cerrarla después. Ylva estaba tumbada en la cama; se había quedado dormida con la ropa puesta. Tardó unos segundos, un instante de desconcierto, antes de comprender que el sueño no era real, a diferencia de la pesadilla en la que se encontraba.

El hombre y la mujer se le acercaron cada uno por un lado de la cama. Ylva intentó huir del hombre, pero acabó al lado de la mujer. Era más pequeña que ella, pero el tamaño no tenía nada que ver. La mujer le soltó una bofetada en la cara, fuerte y con la mano abierta. Al mismo tiempo, el hombre la cogió por los tobillos y tiró de ella. Ylva cayó de bruces en la cama, se agarró y trató de resistirse.

—Yo te enseñaré a huir —dijo la mujer soltándole los dedos.

El hombre se la acercó de un tirón sin mayor dificultad, la puso de rodillas y la sujetó delante de sí en una llave contundente.

La mujer se subió a la cama. Era sorprendentemente ágil para su edad y asustaba verla tan cómoda en aquella situación tan violenta. La mujer se puso de rodillas delante de Ylva, que respiraba nerviosa y paseaba la mirada de un lado a otro.

—Mírame.

Ylva la miró insegura. El pelo le caía por la cara y la mujer se lo apartó con cuidado por detrás de las orejas.

—Deja de resoplar.

La mujer hablaba tranquila, casi susurrando. Ylva hipó un par de veces; la mujer cerró los ojos sonriendo, a la espera.

—¿Podemos hablar ya? —dijo la mujer tan flojito que apenas se la oyó.

Ylva asintió discretamente.

—Bien.

La mujer miró a su marido, que soltó a Ylva.

—Es muy simple —continuó cargada de paciencia, casi en tono instructivo—. Estás aquí y sabes por qué.

Ylva bajó la mirada.

—Mírame.

Ylva volvió a levantar la vista. La mujer sonreía arqueando las cejas.

—Sabes por qué estás aquí.

—Yo…

La mujer puso un dedo sobre los labios de Ylva.

—Chist, no hablemos más del pasado. Pagarás tu culpa. Ahora miremos hacia el futuro.

La mujer dio media vuelta y trazó un arco con el brazo.

—Este es tu mundo —dijo—. Lo que hay en esta habitación es todo lo que tienes en tu vida. A lo mejor te parece poca cosa y crees que puedes pasar sin ello. Te equivocas. Das muchas cosas por sentadas, hay beneficios que ahora no puedes ver.

La mujer se bajó de la cama.

—Te voy a enseñar lo que esperamos de ti. Cuando oigas que vamos a entrar tienes que ponerte aquí para que te veamos por la mirilla. Llamaremos a la puerta, tú te pones en un lugar visible con las manos sobre la cabeza para que las veamos. ¿Lo entiendes?

Ylva la miraba fijamente.

—Te encomendaremos tareas sencillas, como lavar ropa y planchar, pero en primer lugar estarás disponible. Mi marido te tomará cuando le apetezca para que nunca olvides el motivo por el cual estás aquí. Harás tu trabajo con ganas y convencida. En el cuarto de baño hay artículos de higiene personal que queremos que utilices. ¿Lo has entendido?

Ylva miraba a la mujer. El hombre estaba detrás de ella.

—Estáis completamente locos —dijo—. Estáis enfermos de la cabeza. Han pasado veinte años. ¿Creéis que Annika estaría orgullosa de vosotros? ¿Pensáis que sentiría que se ha hecho justicia?

La mujer la golpeó con fuerza en la cara.

—No pronuncies el nombre de Annika con tu sucia bocaza.

Ylva hizo un ademán de abalanzarse sobre la mujer y echarla al suelo. El hombre se interpuso, le dobló el brazo y la obligó a ponerse de rodillas. La mujer se sentó de cuclillas muy cerca de Ylva.

—Si intentas escaparte una vez más, mi marido te romperá los tobillos. A partir de ahora tu vida es un poco como Las mil y una noches, pero sin la parte de los cuentos. Vivirás el tiempo que a nosotros nos parezca.

• • •

Un tal Karlsson de la policía llamó poco después de las ocho de la mañana del lunes. Mike le contestó que Ylva aún no había dado señales de vida y que tampoco había logrado hablar con nadie que le pudiera dar ningún dato sobre el posible paradero de su esposa.

Mike lo dijo con cierta irritación, porque ya había hablado con la policía una docena de veces durante el domingo. Y por su propia cuenta también se había puesto en contacto con el periódico, que había publicado la noticia en las páginas locales. Pero sin mencionar el nombre de Ylva ni publicar ninguna foto suya.

—No tiene por qué ser algo tan malo como lo que puedes haberte imaginado —dijo Karlsson—. En este país entran cada día doscientas denuncias de personas desaparecidas. Seis, siete mil casos al año. De todas ellas son apenas una docena las que desaparecen para siempre. Y normalmente acaba siendo por un accidente en el agua y cosas por el estilo. Gerda y yo habíamos pensado pasarnos por tu casa. ¿Estarás ahí en la próxima hora?

Gerda también era hombre. Se llamaba Gerdin de apellido, pero como el número de mujeres en el departamento era más bien bajo, los compañeros lo habían rebautizado para mantener el equilibrio de género, le explicó Karlsson.

La primera impresión de Mike fue que Gerda era el simpático, por la única razón de que Karlsson era quien hacía las preguntas. Los dos eran unos incompetentes. O no, mejor dicho, estaban resignados. Como si de antemano hubieran decidido que no podían hacer más que tratar de calmar a familiares histéricos y ver el tiempo pasar.

—¿Y tenéis una hija juntos? —preguntó Karlsson.

—Sanna. Mi madre la acaba de llevar al colegio.

—¿Allí arriba, al edificio de ladrillos amarillo?

Karlsson señaló con el pulgar por encima del hombro.

—Sí, la escuela Laröd. Pensé que lo mejor sería continuar con la mayor normalidad posible. No sé qué más puedo hacer.

Miró a los dos agentes a la espera de aprobación. Gerda asintió y cruzó las piernas.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —preguntó.

—Sanna tiene siete, cumple ocho dentro de un par de semanas. Va a segundo.

—Explica con tus propias palabras lo que ha sucedido —dijo Karlsson.

Mike lo miró irritado. «¿Con mis propias palabras? ¿De quién van a ser si no?».

—Ylva no volvió a casa —dijo—. Fui a buscar a Sanna a la ludoteca sobre las cuatro y media. Pasamos por la tienda a comprar comida y después vinimos a casa. Ylva me había dicho que a lo mejor saldría a tomar un vino después del trabajo.

—¿Con sus compañeras?

—Sí. Habían tenido una entrega y…

—¿Una entrega?

—Trabaja en un despacho que diseña revistas de empresa. Una entrega implica que hacen las últimas correcciones y mandan las páginas a imprenta. Normalmente se les alarga la jornada.

—¿El viernes también?

—No demasiado. Terminaron poco después de las seis.

—Y eso lo sabes porque…

—Como ya les he explicado a vuestros compañeros unas cuantas veces, la primera persona a quien llamé fue a Nour, una compañera de trabajo de mi mujer. Me dijo que se habían despedido en la calle sobre las seis y cuarto. Nour y las demás se fueron al restaurante, Ylva dijo que se iba a casa.

Karlsson asentía pensativo.

—O sea, ¿que a ti te dijo que se iba a tomar una copa con la gente del trabajo y a la gente del trabajo le dijo que se iba a casa contigo?

—Dijo que a lo mejor saldría a tomar una copa con ellas. No era seguro.

Karlsson ladeó la cabeza, estaba sonriendo. Mike estuvo a punto de soltarle un guantazo.

—Oye, me importa una mierda lo que pienses. A ti te gustaría que fuera de una forma en concreto, pero no es así, ¿vale?

Karlsson abrió los brazos.

—Sólo me parece un poco extraño que haya un mensaje ambivalente. A ti te dice una cosa, y a los compañeros de trabajo, otra. ¿No estás de acuerdo en que es un poco raro?

—Mi mujer ha desaparecido. No estaba ni deprimida ni tenía tendencia suicida, que yo sepa nunca ha sido expuesta a ningún tipo de violencia. Y si da la casualidad de que tiene un amante ardiente escondido en algún sitio, estoy seguro de que por lo menos se habría dignado a llamar a su hija.

—¿Qué te hace pensar que puede tener un amante ardiente?

Mike miró a los dos agentes, pasando la mirada de uno a otro. Karlsson le sonreía.

—Estáis locos —dijo Mike—. Estáis como una cabra. ¿Os parece divertido? Mi mujer ha desaparecido, ¿acaso no entendéis la gravedad del asunto?

—Sólo nos preguntamos si puede haber una explicación lógica a todo esto.