13

¿DÓNDE está mamá?

Mike abrió los ojos y parpadeó para volver en sí. Sanna estaba en pijama junto a la cama. Mike se volvió y vio que el lado de Ylva estaba intacto. Allí no había dormido nadie.

—No lo sé, cariño. ¿Qué hora es?

Estiró el brazo para coger el despertador.

—Las ocho y cero siete —leyó Sanna subiéndose a la cama de un salto—. ¿Mamá no ha vuelto a casa?

—No lo sé, parece que no. Se habrá quedado a dormir en casa de alguna amiga. A lo mejor se les hizo tarde y no pudo conseguir un taxi.

—¿No la vas a llamar?

—Ahora mismo no creo. Si se le hizo tarde lo más probable es que esté durmiendo.

—¿Y si no está durmiendo?

Era justo lo que Mike estaba tratando de no pensar, pero su cerebro no le hacía caso y de pronto vio la imagen de Ylva, vestida con la ropa de fiesta de la noche anterior, caminando desde la parada del autobús con los zapatos de tacón en la mano. Se quedaba de pie en el umbral de la puerta, dejaba caer avergonzada la mirada un segundo y luego reunía valor para decirle: «Mike, tenemos que hablar».

Exactamente así, a pesar de que ni se había puesto ropa de fiesta ni zapatos de tacón.

Mike se incorporó.

—Seguro que está durmiendo. ¿Tienes hambre?

Sanna asintió de forma exagerada al mismo tiempo que bajaba de la cama de un brinco.

—¡Smacks!

—Vale, Smacks. Pero tienes que comerte una tostada también.

Mike encendió la cafetera y salió a buscar el periódico, actuando tal y como cabe esperar de un hombre que no está al borde del ataque de histeria por miedo a que su mujer lo quiera abandonar. La llamó varias veces al móvil. Tenía el teléfono apagado y el buzón de voz saltaba automáticamente. Mike dejó varios mensajes.

—¿Dónde estás? Estoy empezando a preocuparme. Sanna también. Llama, por favor.

La segunda vez:

—¿Cómo coño puedes apagar el teléfono? Vaya cagada. Y me importa una mierda dónde estés.

Ni preparando el desayuno, ni leyendo artículos de una revista, ni echando un vistazo rápido a los titulares de la prensa on-line consiguió acelerar el reloj para que dieran las nueve, hora a la que podía hacer llamadas normales a personas ajenas sin parecer desesperado. Hacerlo a las nueve en punto era desafiar el destino y Mike decidió terminar de leer una crónica con la que no había podido lidiar en un primer intento.

Casi había terminado cuando Sanna le pidió ayuda para encontrar una película extraviada. A las nueve y once minutos la habían localizado y ya estaba en pantalla, así que Mike se metió en la cocina y llamó a Nour.

Nour era la compañera de trabajo con la que Ylva tenía más amistad. Mike sólo la había visto una vez, pero enseguida le había cogido cariño. Tenía ojos rápidos y una sonrisa sincera.

—¿No ha vuelto a casa? —preguntó Nour.

—Me dijo que iba a salir con vosotras —respondió Mike.

Nour tardó un momento en contestar, como si estuviera pensando en lo que iba a decir, y comprendió que no podía mentir.

—A nosotras nos dijo que se iba a casa —añadió al final—. ¿La has llamado al móvil?

—Lo tiene apagado.

Nour percibió la sospecha en la voz de Mike.

—O sea, no tengo ni idea de dónde está —dijo ella cambiando de línea—. No le habrá pasado nada, ¿verdad? ¿Has llamado al hospital?

—Me habrían llamado ellos, supongo.

Nour estaba de acuerdo.

—Pero, a ver, entonces ¿dijo que se iba a casa?

En cuanto terminó de decirlo se arrepintió del «a ver». Sonaba formal y acusador.

—Sí.

—¿Comentó cómo iba a volver?

—En autobús, me imagino. Nos despedimos en la calle, ella empezó a bajar por la cuesta.

—¿Sola?

—Sí. Insistimos en que viniera con nosotras, pero dijo que quería irse a casa.

—Vale, muchas gracias, Nour.

—Dile que me llame cuando aparezca —le pidió ella—. Para saber que está bien.

—Claro —respondió Mike—. Nos vemos. Adiós.

• • •

Ylva vio en la pantalla que Mike salía a buscar la prensa. Vio a su propio esposo salir en bata y recoger el periódico en el buzón como si no hubiese pasado nada.

¿Qué estaría pensando? ¿Que se había liado con alguien o quizá que estaba durmiendo la mona en el sofá de una amiga?

Con toda seguridad había llamado a alguien para preguntar.

Vio un movimiento en la ventana del salón. Mike estaba entrando por la puerta de la casa, así que debía de ser Sanna. La hija de Ylva estaba a un tiro de piedra y ella no podía alcanzarla.

Ylva se incorporó como pudo. Le dolía el cuerpo y olía mal. Se había orinado en la cama después de la violación, se había quedado quieta dejando que saliera todo. No se había duchado, se negaba a hacerlo; no quería contar con la posibilidad de utilizar nada de lo que hubiese en la cárcel en la que la habían metido. Eso sería aceptar la situación, doblegarse. Además, quería que la examinara un médico para que la violación quedara bien documentada.

Se acercó a la puerta, cerró los puños, golpeó y gritó.

El ruido que hacía quedaba amortiguado, como si la puerta estuviera forrada por fuera. «Aun así, al otro lado se tiene que oír», pensó.

Una arma. Tenía que hacerse con una arma.

Ylva hurgó en los cajones de la cocinita. Cubiertos de plástico, pala para la mantequilla, pala de queso, tabla de cortar, un rollo de bolsas de basura. Ni cuchillos ni cubiertos de metal, ni siquiera un abrelatas. El armario encima del fregadero estaba vacío excepto por un paquete abierto de pan duro y una torre de vasos de plástico.

Buscó también por el cuarto de baño y encontró toallas, jabón y champú, detergente, un cepillo para el pelo, lubricante y una lima blanda. Nada que pudiera servir. Salió del baño y miró a su alrededor.

La silla.

Si conseguía romperla, una de las patas podría servirle de arma. Podría usarla como porra cuando entraran a verla.

Agarró la silla por el respaldo y la embistió contra la pared. Repitió el procedimiento hasta que logró partir una de las patas; después la terminó de separar a patadas.

Cogió la pata, se sentó en la cama y contempló el palo de madera. El extremo que se había partido era delgado y puntiagudo.

Un arma.

• • •

Mike quería llamar a su madre. Quería llamarla para que se lo explicara de forma que pudiera entenderlo. Él intentaba ser un buen marido, se esforzaba cada día, apenas pensaba en otra cosa. ¿Podía ser ése el problema? ¿La voluntad exagerada de satisfacer a su mujer?

Mike opinaba que lo ocultaba bastante bien.

¿Era un hombre aburrido? Quizá sí, seguro que sí. Pero al mismo tiempo se lo pasaban bien juntos, se les ocurrían cosas.

¿Por qué, entonces, Ylva le hacía eso? ¿Por qué lo trataba de esa manera? Porque no le había pasado nada, ¿verdad? Podía llamar al hospital, claro que sí, para comprobarlo. Por seguridad. Sólo para poder descartarlo.

Fue al salón, miró a su hija. Sanna estaba absorta en lo que pasaba en la pantalla. Dibujos animados, violentos, acelerados, con voces exhaustas.

Volvió a la cocina y cerró con cuidado la puerta. Llamó al número de información telefónica y pidió que le pusieran en contacto con el hospital. La mujer que lo atendió le pasó con urgencias, donde, después de que expusiera un poco ruborizado su consulta, le aseguraron que no había entrado ninguna paciente de nombre Ylva Zetterberg. Más aún, ninguna mujer de su edad.

La mujer con la que Mike hablaba se percató de su nerviosismo.

—Verás como pronto vuelve a casa —le dijo para darle ánimos—. Seguro que hay una explicación lógica. Apuesto a que está de resaca en casa de alguna amiga.

—Seguramente.

—Al menos no ha sufrido ningún accidente —dijo la enfermera—. Nos habríamos enterado.

—Gracias, muchas gracias.

—No hay de qué. Que tengas un buen día.

Mike marcó el número de Nour. Por lo visto, no le había costado dormirse otra vez después de la primera llamada.

—Soy yo otra vez. Perdona que te moleste.

—No te preocupes —dijo Nour, adormecida—. ¿Ha vuelto ya?

—He llamado al hospital. No está allí.

—Qué bien.

—Sí, claro, pero casi que me estoy empezando a preocupar. ¿Tú no sabes si pudo haber salido con otra gente?

La pausa duró una milésima de más.

—Dijo que se iba a casa.

—Nour, disculpa que sea tan directo, pero seguro que sabes que el año pasado pasamos una mala racha.

—Dijo que se iba a casa —repitió Nour.

—Pero no vino, así que a casa es evidente que no fue.

—No.

—¿No qué? —dijo Mike.

—Que a casa no pudo haber ido —aclaró Nour.

—¿Sabes dónde está? —preguntó Mike—. No hace falta que me digas nada, pero si lo sabes, ¿puedo pedirte que la llames y le digas que se ponga en contacto conmigo? Basta con que me dé un toque, sólo para saber que está bien.

—A ver, dijo que se iba a casa.

—Vale, vale.

—Lo juro —añadió Nour—. No sé nada más. ¿Qué hora es?

—Casi las diez.

—Aún es pronto. Volverá a casa. A lo mejor se cruzó con alguna vieja amiga y se les hizo tarde y se quedó a dormir en el sofá, ya sabes cómo van esas cosas. Seguro que hay una explicación lógica.

—Sí —dijo Mike.

—No puede haberle pasado nada.

—No.

—Porque entonces estaría en el hospital —continuó Nour.

—Sí.

—Dentro de una hora estará en casa, te lo prometo.

Mike no dijo nada. Nour se preguntó si estaba llorando.

—Oye… —empezó con voz amable.

—No tengo fuerzas para esto —dijo él—. No tengo fuerzas.

—Mike, escúchame. No te imagines lo peor, no hay motivo para ello. Lo más probable es que se le hiciera tarde y que no quisiera despertarte, y después se quedó dormida y ahora sigue durmiendo… ¿No te ha mandado ningún mensaje?

—No.

La voz de Mike era tan frágil que Nour apenas la oyó.

—Tiene el teléfono apagado —añadió con voz hiposa.

—Puede que se le haya acabado la batería —dijo Nour—. Seguro que hay mil explicaciones. Puedo hacer una ronda de llamadas para ver. ¿Quieres que lo haga?

—Sería genial.

—Vale, pues hacemos eso. Pero independientemente de la excusa que tenga, tiene que llamarte. Está mal, muy mal. Y tú no tienes por qué sentirte estúpido, ¿me oyes? Es ella la que la ha cagado, no tú. ¿Vale?