«LA Pandilla de los Cuatro», pensó Calle Collin y soltó un suspiro.
Jörgen Petersson tenía demasiado dinero, eso estaba claro. Demasiado dinero, demasiado tiempo y demasiado poco que hacer. ¿Era Ylva el equivalente a la vieja viuda de Mao? ¿Era así como la veía?
Calle estaba irritado. ¿Por qué todos los chalados venían a él? Tenía un radar para los tarados. ¿Acaso irradiaba tolerancia? ¿Era demasiado bueno? ¿Pensaban que por su condición de homosexual conocía el dolor de la marginación y por ello recibía al mundo con los brazos abiertos?
Probablemente ocurría esto último. Los buenos prejuicios eran igual de difíciles de combatir que los malos. Jörgen lo había llamado marica bonachón. Calle le había preguntado si eso lo convertía a él en una mariliendre.
La Pandilla de los Cuatro. Menuda chorrada.
¿Qué coño tenía Jörgen en la cabeza?
Calle se quedó en la cama. Le dolía la cabeza y se sentía demasiado cansado para masturbarse. Pero al mismo tiempo estaba inquieto por el alcohol que estaba saliendo de su cuerpo. Se tensó la piel de todos modos. Para reducir la angustia de la resaca y para cambiar de humor. Se corrió sobre la barriga y se levantó de la cama recogiendo el esperma con la mano para no mojar el suelo. Se metió en el cuarto de baño, se secó, hizo pis y volvió a meterse en la cama.
La Pandilla de los Cuatro. Como si fueran una entidad, una panda de pastores de la Iglesia independiente que llevaban cogulla, con don de lenguas y que hacían intercambios de sangre.
Tampoco era eso. A mitad de noveno curso el grupo se disolvió y crearon nuevas constelaciones.
Qué típico de Jörgen ponerles nombre. La Pandilla de los Cuatro.
Dramatizaba el mundo como un crío. Aunque quizá ése era el secreto de sus éxitos: no se dejaba cegar por los detalles, seguía viendo el bosque a pesar de todos los árboles.
Ésa fue la última idea que pasó por la cabeza de Calle antes de quedarse plácidamente dormido otra vez.