YLVA respiraba de forma entrecortada mientras intentaba pensar con claridad. El coche entró en el garaje y la bajaron por la escalera, que daba un giro de noventa grados a la derecha, en sentido oeste, hacia el agua. Cruzaron un pasillo de unos dos o tres metros de largo y luego abrieron dos puertas antes de llegar al espacio en el que ahora se encontraba.
Lo comparó con el recuerdo que tenía de la casa. Nunca había entrado allí, sólo la había visto desde fuera, pero sabía que la base era prácticamente cuadrada.
Ylva dedujo enseguida que habían mandado construir aquella habitación en el centro del sótano, lo más lejos posible de las paredes exteriores de la casa. Los bloques de hormigón que la separaban del resto del sótano tenían más de diez centímetros de grosor y detrás de ellos podrían haber hecho un segundo aislamiento.
Habían construido un estudio de grabación, una sala insonorizada en la que podían hacer todo el ruido que quisieran sin que se oyera nada desde fuera. La conclusión era desalentadora: no importaba cuánto gritara, nadie la oiría jamás.
Pero la habitación no podía estar completamente sellada. Tenía que haber una entrada de aire y algún tipo de ventilación. Cierto que el oxígeno podía penetrar por los resquicios de puertas y a través de alguna junta, pero la salida de aire tendría que ser más grande.
Dio una vuelta rápida por el pisito, abrió las puertas de los armaritos, inspeccionó las paredes y el techo, se sentó de rodillas y miró debajo de la cama.
Había un ventilador en el baño y otro en la esquina del dormitorio. Ylva cogió la silla que estaba junto a la cama y la colocó debajo del ventilador. Se subió, pegó la boca en la abertura y gritó pidiendo auxilio. Empezó a dolerle el cuello por la postura y le costaba mantener el equilibrio. En un par de ocasiones estuvo a punto de caerse de la silla, pero logró salvarse flexionando las rodillas. Se desgañitó pidiendo ayuda, desesperada y presa del pánico.
Cuando por fin se rindió, las lágrimas le corrían por las mejillas, se bajó de la silla y se acurrucó en la cama sin saber cuánto tiempo había pasado. Miró la imagen de la pantalla. El círculo blanco de la farola se había agrandado y su propia casa estaba sumida en la oscuridad. Era de noche.
Ylva se preguntó si Mike la habría llamado. No estaba segura. A lo mejor tenía ganas de hacerlo pero no se había atrevido. Mike tenía miedo de que ella se enfadara, que sintiera que la estaba persiguiendo y limitando. ¿Cuántas veces había aguantado la respiración para controlarse cuando había notado que él la había estado tanteando? Siempre lisonjeándola y siendo servicial, pero también temeroso y vigilante.
Y aunque Ylva no se lo hubiese dicho abiertamente, la respuesta estaba más que clara.
—No puedes encerrarme, Mike. No puedes.
• • •
Mike se quedó dormido, pero al cabo de un rato se despertó. Comprobó que Ylva todavía no había vuelto a casa, fue al baño y se metió de nuevo en la cama. Ni siquiera había encendido la luz del lavabo y se había sentado para orinar, todo para aumentar las probabilidades de dormirse enseguida, pero en cuanto terminó de ponerse el edredón encima se dio cuenta de que estaba completamente despejado. El vino tinto tenía ese efecto sobre él. Primero le entraba la modorra, después se despertaba con el corazón palpitando como el de un hámster. El cerebro no tardó en coger el ritmo y empezó a dar los mismos bandazos de montaña rusa. Las conexiones que hacía eran todas de lo más negativas y oscuras.
Ylva en ese mismo instante. Se la imaginaba delante, dejándose caer de espaldas sobre una cama en algún lugar, seguida de cerca de un amante ambicioso que la besaba apasionado en la boca y luego seguía bajando por su cuello. Le abría la blusa de un tirón, de forma exagerada y casi parodiando una película, pero para los dos actores la escena era de lo más verídica.
Las manos fervorosas del amante acariciándole la vulva, la respiración excitada de Ylva y su jadeo ahogado cuando él la penetraba.
Mike abrió los ojos para cambiar las imágenes de su cabeza por lo que la visión le ofrecía: la ventana, el despertador, la silla cubierta de ropa, el vestidor y el espejo. Todo cuanto existía en el mundo real.
Encendió la lamparita de noche, dejó que sus ojos se acostumbraran a la luz. Las 02:31. No era exageradamente tarde.
Ylva había salido con sus compañeras de trabajo. Estarían tomando vino y hablando un poco forzadas de asuntos relacionados con el trabajo, jefes autosuficientes e incomprensivos, ascensos y descuidos. O se centraban en sus propios hombres. Las cosas buenas y las cosas malas que tenían. Las que arrastraran los mayores problemas obtendrían comprensión y consuelo y, cuando hubiesen zanjado el tema, brindarían y se pondrían a hacer rotundas afirmaciones.
«Estoy segura de que…»
Y lo que fuera que viniera después de ese principio de frase.
No, eran los hombres los que estaban realmente seguros. Hombres sin voz. Hombres entre cerveza barata de barril en un bar cualquiera. Probablemente, el equivalente femenino diría: «A ver, yo lo que veo…»
Ylva y sus compañeras de trabajo pronto regresarían a sus respectivas vidas, de mejor humor que al principio de la noche después de haberse desahogado.
Mike se preguntó si él también saldría mencionado en las conversaciones en concepto de jefe de equipo. ¿Qué diría el personal sobre él? ¿Que era un blando? Seguramente no, no en el trabajo. ¿Poco claro? No. ¿Cuáles podían ser sus aspectos negativos? Que era frío como un robot. Los peores lo llamarían psicópata y con eso querrían decir que no tenía miramientos. Lo cual no era cierto, se dijo, porque un psicópata era más bien sensible a las señales del entorno y procuraba actuar en consecuencia. A pesar de que al final las pasara por alto y estuviera dispuesto a dejar un rastro de cadáveres para ver cumplidos sus objetivos.
Mike apartó la idea de su mente y se sintió casi conmovido por el interés que se imaginaba que sus subordinados mostraban por él.
Se quedó dormido abrazado a la agradable idea de que cobraba casi cuatro veces más que Ylva y que el estilo de vida que llevaban no sería posible sin su sueldo.