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MIKE hirvió los espaguetis y preparó la salsa boloñesa. La receta avanzada consistía en sofreír carne picada pasada dos veces por el molinillo, añadir salsa de tomate Barilla y remover. En la mesa también había kétchup y queso parmesano rallado. Como era viernes, Sanna tomaba un refresco, y Mike, una copa de vino tinto porque le apetecía.

—¿Cómo ha ido el cole?

—Bien.

—¿Qué habéis hecho?

—No sé, de todo.

Sanna se llenó la boca de comida.

—Pero te gusta el cole.

Sanna asintió mientras masticaba con la boca conscientemente cerrada.

—Eso es bueno —dijo Mike—. ¿Verdad que me lo dirías, si no estuvieras bien en el cole?

Se arrepintió al instante. Era una pregunta idiota, orientadora. La preocupación de padre exagerada podía volverse una profecía autocumplida. Por suerte, Sanna parecía estar pensando en otras cosas. Por una vez en la vida masticó deprisa y mecía inquieta el culo en la silla.

—Ya estoy —informó y se levantó.

Dejó el plato en la encimera y volvió a concentrarse en la película.

Mike recogió la cocina pero sintió remordimientos de conciencia por dejar sola a su hija viendo la televisión. Fue al salón y le hizo compañía en el sofá. Estaba viendo un DVD de dibujos animados. Sanna había visto la película infinidad de veces y se la sabía de memoria. Por alguna razón prefería mirar pelis que ya conocía. Era como si lo que más la complaciera fuera saber lo que iba a pasar.

—Esto es buenísimo —dijo anticipándose e inclinándose hacia adelante.

Y luego soltó una carcajada con lo que ya sabía que iba a pasar. Mike sonrió ante el lujo de poder estar al lado de su hija viendo una película estúpida que de otra manera le habría pasado completamente desapercibida.

—¿Quieres que juguemos a algo? —preguntó Sanna en cuanto empezaron a correr los títulos.

—Me encantaría.

Sanna fue a buscar un puñado de productos spin-off que habían nacido de la estela de diversas películas de éxito. Las reglas eran difíciles de entender y el grado de entretenimiento rozaba la nulidad.

—¿No podemos hacer una torre?

—Siempre quieres hacer una torre.

—Me gusta.

—Sí, sí, vale.

Sanna se fue entre suspiros con las cajas y regresó con una bolsa de plástico llena de tacos de madera de diferentes tamaños y formas.

El objetivo era construir una torre lo más alta posible. Por turnos tenían que ir poniendo tacos y quien la hiciera caer perdía. Mike era bueno haciendo ver que perdía de verdad. No lograba entender a esos padres que siempre ganaban a sus hijos.

Había discutido el asunto con algunos compañeros de trabajo. Uno de ellos se negaba a dejar que sus hijos le ganaran. Y así era como debía ser, afirmaba, porque recientemente uno de sus hijos había sido seleccionado para la cantera del equipo nacional de balonmano.

Mike no entendía el razonamiento. No lograba entender el sentido de jugar en la cantera del equipo nacional de balonmano.

Él y Sanna construyeron torres hasta la hora de dormir.

—¿Cuándo vendrá mamá? —preguntó Sanna y se acurrucó debajo del edredón.

—No tardará mucho —contestó Mike.

—¿Cuánto?

—Poco.

—Quiero quedarme despierta hasta que venga.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué no?

—Porque no sé exactamente a qué hora va a volver. Pero cuando te despiertes mañana por la mañana ya estará en la cama, te lo prometo. No puedes hacer mucho ruido porque seguro que mamá estará cansada.

• • •

Ylva se quedó en la cama. No tenía fuerzas para levantarse. Un par de horas antes se había despedido de sus compañeras de trabajo deseándoles un feliz fin de semana y bajó la cuesta en dirección a la parada del autobús. El hombre y la mujer la estaban esperando y se ofrecieron a llevarla. Ylva no había podido negarse. A los vecinos nuevos no se les podía decir que no a algo así.

Todo estaba planeado, incluida la violación. El espacio del sótano en el que se encontraba encerrada había sido reformado especialmente para ella.

Ylva estaba a menos de cien metros de su casa, donde su marido y su hija esperaban su regreso.

Si es que realmente la estaban esperando. Ella había avisado que a lo mejor salía a tomar algo. ¿Se atrevería Mike a llamarla? Seguramente no. Era capaz de cualquier cosa para no mostrarse débil. ¿Cuándo empezaría a preocuparse por su ausencia?

Ylva rodó con dificultad hasta quedarse de lado. Tenía todo el cuerpo entumecido y le costaba moverse. El menor intento le consumía las fuerzas. Se quedó quieta hasta recuperar el aliento.

El televisor estaba encendido.

Fuera estaba oscuro, la luz de la farola se veía como un círculo blanco que ennegrecía la imagen. Era difícil distinguir los contornos de las casas. Ylva vio que aún había luz en el cuarto de Sanna.

¿Cuánto tardaría Mike en llamar a la policía?

¿La habrían liberado antes? No podían retenerla por mucho tiempo.

¿O sí?

La idea era demasiado difícil de asimilar. Estaba claro que lo denunciaría, Ylva iba a denunciarlos a los dos. Le daba igual lo que hubiera pasado veinte años atrás.

¿Acaso no entendían ellos que lo que había ocurrido entonces la perseguía también a ella? No de la misma manera, por supuesto que no. Pero tampoco en menor grado. En cierto modo era casi peor. Ellos no arrastraban la carga, no tenían que pensar en las cosas que podrían haber hecho de otra manera.

No había pasado un solo día en el que Ylva no se hubiese culpado a sí misma. Había pasado por todos los estadios de negación y autodesprecio sin haber llegado a hacer las paces consigo misma. No tenía más remedio que vivir con ello.

Salió de la cama, se acercó a la puerta con piernas temblorosas, apretó la manija y tiró. Estaba cerrada. Había una mirilla; Ylva intentó ver a través de ella pero enseguida se dio cuenta de que estaba instalada para que los de fuera pudieran mirar dentro, observarla a ella.

Le propinó varias patadas a la puerta, pero se hizo daño en los pies y empezó a golpearla con las manos con la esperanza de que algún ruido llegara al otro lado. Hizo una pausa para ver si se oían pasos, pero lo único que rompía el silencio era su propio llanto. Después se puso a golpear histérica al mismo tiempo que gritaba con todas sus fuerzas.

Ylva no sabía cuánto rato había estado, pero ya había perdido la sensibilidad en las manos cuando se volvió de espaldas a la puerta y se dejó caer hasta acurrucarse en el suelo.

Estuvo unos minutos llorando hasta que levantó la mirada y se dio cuenta de que el sótano en el que la habían encerrado estaba decorado como un piso.

Apoyó las manos en el suelo y se levantó con cierta dificultad. Se acercó a la cocinita y abrió la nevera. Estaba vacía, excepto por medio tubo de crema de queso con sabor a gamba.

Enfrente de la cocinita había una puerta. Ylva la abrió. Un cuarto de baño con taza, plato de ducha y lavabo. Sin ventanas, sólo un ventilador en la esquina de arriba.

Ylva cerró la puerta y miró a su alrededor. Las paredes eran muros de hormigón. En total, el espacio no superaba los veinte metros cuadrados, apenas una pequeña parte del sótano.

Recordó los palés con material de construcción que habían estado esperando frente a la casa a que llegaran los nuevos inquilinos. Los escasos esfuerzos que habían hecho los polacos por responder a las preguntas de los vecinos curiosos.

El sótano. Estaban haciendo algo con el sótano. ¿Un estudio de grabación?

• • •

Como de costumbre, después del cuento, Sanna se había quedado un rato siguiendo con el dedo los motivos del empapelado de la pared. Había vuelto a preguntar cuándo regresaría mamá y Mike casi se había ofendido.

—¿Yo no te sirvo?

Lo había dicho en tono de broma, pero había cierto matiz en sus palabras.

—Mamá volverá pronto, sólo ha salido un rato con sus amigos. Los mayores también tenemos que quedar con nuestros amigos de vez en cuando.

Mike pensó que había sonado artificial, pero Sanna no pareció reaccionar.

Un cuarto de hora más tarde Mike se despertó y constató que su hija ya estaba durmiendo. Esperaba que se hubiese dormido antes que él, pero no estaba en absoluto seguro de que hubiera sido así. Clavó el codo en la cama y se incorporó con cuidado. Los débiles muelles del colchón chirriaron y se tensaron con su peso, pero Sanna continuó durmiendo plácidamente.

Mike dejó abierta la puerta de la habitación. Recordaba la desagradable sensación que sentía de pequeño cuando se despertaba sumido en una oscuridad total sin saber dónde estaba. No quería que Sanna tuviera que pasar por la misma experiencia.

Bajó a la cocina, abrió la nevera y paseó la mirada por su contenido sin encontrar nada apetecible. Saltó a la despensa y sintió una oleada de felicidad al descubrir media bolsa de cacahuetes escondida detrás de los cereales. Se dijo a sí mismo que se los merecía por ser un responsable y valiente padre solitario, y luego se sirvió un whisky para acompañarlos.

Mike cargó con las provisiones, se fue al salón, encendió la tele y acabó ante una película que ya había visto. Era más divertida de lo que recordaba y le pareció entender mejor por qué a su hija le gustaba tanto ver una y otra vez las mismas películas. No estaba nada mal eso de librarse del efecto sorpresa.

Cuando la película terminó hizo zapping sin encontrar nada que valiera la pena. En el salón no había cortinas y la luz azul del televisor después de medianoche podía prestarse a confusión. Lo apagó.

Fue a buscar el móvil. No tenía llamadas perdidas ni mensajes de disculpa.

La actitud de Ylva le pareció un poco descuidada. A pesar de eso, no estaba del todo confirmado que fuera a salir con las compañeras del trabajo. Tendría que haber llamado para avisar si cenaba o no en casa.

Al final Mike decidió llamarla por teléfono. Oficialmente, para comprobar que todo iba bien y para decirle que volviera en taxi. Por amor, se dijo a sí mismo, nada más. No la llamaba porque estuviera preocupado lo más mínimo porque Ylva estuviera haciéndole ojitos a alguien ni estuviera haciendo posturitas sexys mordiéndose el labio.

Mike repitió palabra por palabra antes de llamar.

«Sólo estaba un poco preocupado. Creía que llamarías para decir si venías a cenar o no. No, no, ya está durmiendo. Nos lo hemos pasado bien, hemos hecho torres. Por mí no tengas prisa. Me iré a dormir. Intenta no hacer demasiado ruido cuando llegues, así mañana me levanto temprano y voy a comprar panecillos. Pásatelo bien. Y no te olvides de coger un taxi para la vuelta».

Pero en lugar de un montón de tonos que se alargaban hasta que sonara la voz de su mujer en medio de un fondo de música, risas y gritos de alegría, saltó automáticamente el buzón de voz. Una voz mecánica le informó del número al que había llamado y Mike se quedó en blanco.

—Sí, hola, soy yo. Tu marido. Sólo quería saber cómo lo llevas. Supongo que has salido con las del trabajo. Oye, me voy a dormir. Coge un taxi para volver, porfa. He bebido y no puedo ir a recogerte. Sanna está durmiendo. Besos. Adiós.

Colgó y se arrepintió inmediatamente del mensaje que había dejado. Las palabras no fluían con naturalidad y «tu marido» sonó inseguro y autoritario, como un no-hagas-ninguna-tontería.

Se quedó mirando la pantalla del móvil. La imagen de fondo eran Sanan e Ylva en el pantalán de Hamnplan, acabadas de salir del agua, sonriendo felices a la cámara y con la costa danesa en el horizonte.

«Sí, hola, soy yo. Tu marido…»