Como cada sábado, Cecilia se había ido a caminar por el embarcadero. Contempló el parque lleno de patinadores, parejas con niños, ciclistas y corredores. Era una imagen bucólica y a la vez desoladora. Tantos rostros felices, lejos de animarla, la dejaban con una sensación de aislamiento. Pero no era sólo aquel parque lo que le producía tanta angustia, sino el mundo; todo lo que llamaban civilización. Sospechaba que hubiera sido más feliz en algún sitio salvaje e inhóspito, libre de compromisos sociales que sólo servían para provocarle más ansiedad. Pero había nacido en una ciudad cálida, marina y latina, y ahora vivía en otra ciudad cálida, marina y anglosajona. Lo suyo era karmático.
Siempre se había sentido una extranjera de su tiempo y de su mundo, y aquella percepción había aumentado en los últimos años. Quizás por eso regresaba una y otra vez al bar donde podía olvidar su presente a través de las historias de Amalia.
Toda su vida le interesaron los personajes lejanos en la geografía, contrario a su madre que amaba cuanto tenía que ver con su isla. Por eso le había puesto Cecilia, en homenaje a la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Vaides, un clásico de obligada referencia. Pero ella no había heredado ni sombra de esa pasión. Su pasado la tenía sin cuidado. En la escuela no se cansaban de repetir que en la isla siempre hubo hambrientos o poderosos, unos con mucho y otros con poco, en diferentes estadios de la historia: el mismo cuento de explotadores y explotados ad infinitum… hasta que llegó La Pelona, como lo bautizó enseguida su abuela clarividente para gran escándalo de los vecinos que vitoreaban su entrada triunfal.
Lo ocurrido después fue peor que todo lo anterior, aunque de eso no se hablaba en clases. Blandiendo su guadaña, La Pelona arrasó con propiedades y vidas humanas; y en menos de cinco años, el país era la antesala del infierno. Una vez más, Delfina había visto lo que nadie pudo prever y, desde entonces, quienes habían dudado de ella reconocieron que por su boca hablaba alguien cercano a Dios. Se convirtió en el oráculo oficial del pueblo, que más tarde se declaró en duelo cuando la familia se trasladó a Sagua.
Pero su abuela no se dedicó a decir la buenaventura. Después de casarse, se mudó a La Habana para criar a su hija y cultivar flores. Tenía tanta pericia en lograr rosas y claveles que muchos vecinos querían comprárselos, pero ella siempre se negó a mutilar sus matas. Sólo de vez en cuando, en alguna ocasión especial, regalaba ramitos que eran recibidos como joyas.
Cecilia echó a andar por el sendero que serpenteaba entre la hierba, salpicada a ratos por mazos de campanillas silvestres y adelfas. La casa de su abuela también era un jardín. Su vajilla de porcelana, sus muebles, sus copas de bacará, incluso sus ropas, tenían motivos florales. Ahora, en medio de tanta naturaleza fastuosa, no podía dejar de evocarla.
El timbre del celular la sacó de su ensueño. Era Freddy.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Paseo un poco.
—¿Tienes algo para esta noche?
Ella abandonó el sendero y se dirigió a la costa.
—Quiero ver un programa sobre pirámides que anunciaron en el Discovery.
—¿Por qué no vamos al bar?
Ella caminó un poco más antes de responder.
—No sé si tenga ganas de salir.
Comenzó a quitarse los zapatos.
—Pero, mi china, tienes que espabilarte. El año pasado te quedaste encerrada en las vacaciones.
—Ya sabes cómo soy.
—Una antisocial.
—Una ermitaña —lo corrigió.
—Con vocación de monja —añadió él—. Y con la desgracia de que, como no eres católica, no puedes meterte en un convento. Y la verdad es que eso te vendría de maravillas, porque no haces nada por buscarte un hombre.
—Ni tengo intenciones de hacerlo. Prefiero quedarme para vestir santos.
—¿Lo ves? Santa Cecilia de La Habana en Ruinas. Cuando se muera Barba Azul, levantarán una ermita en tu honor, en el monte Barreto que quedaba por tu casa, y la gente irá en peregrinación hasta allí, lanzándose en carriolas y chivichanas loma abajo desde Tropicana, todos borrachos y con lentejuelas. Me imagino que hasta darán un premio: el que llegue vivo y sin destarrarse será proclamado santo o santa del mes…
Dejó de escuchar a Freddy, absorta en el mar que golpeaba las rocas. Era una ermitaña en aquel lugar. Allí no tenía pasado. Su biografía había quedado en otra ciudad que se esforzaba en olvidar aunque era parte de su infancia feliz, de su adolescencia perdida, de sus padres muertos… O quizás por eso mismo. No quería recordar que estaba irremediablemente sola.
De pronto pensó en su tía abuela, la única hermana de su abuela vidente. Vivía en Miami desde hacía treinta años, tras marcharse de Cuba siguiendo los consejos de Delfina. Cecilia sólo la había visitado en una ocasión y después no había vuelto a verla.
—¿Me estás oyendo? —chilló Freddy.
—Sí.
—Entonces, ¿vienes o no?
—Déjame pensarlo. Te avisaré más tarde.
La soledad se había espesado en torno a ella como un círculo dantesco. Buscó su agenda para llamar a Lauro. Siempre se proponía pasar los teléfonos al celular, pero olvidaba hacerlo; por eso llevaba consigo aquella libre ti ta descuartizada. Su mirada cayó sobre otro número que aparecía en la misma página… Sí, aún tenía familia: una ancianita que vivía en el centro de la ciudad. ¿Por qué no había regresado a verla? La respuesta estaba en su propio dolor; en el miedo a recordar y a perpetuar lo que, de todos modos, nunca más tendría. Pero ¿no estaría siendo muy egoísta? ¿Qué era peor: evitar el recuerdo o enfrentarlo? Haciendo un esfuerzo, comenzó a marcar aquel teléfono.
Loló vivía en un vecindario con amplias aceras de hierba recién cortada, muy cerca de esos dos emporios de la cocina cubana que eran La Carreta y Versailles, a los cuales acudían los noctámbulos. Mientras casi todos los negocios cerraban antes de la medianoche y perdían dinero a manos llenas (o más bien vacías), esos restaurantes se mantenían abiertos hasta bien entrada la madrugada.
Cecilia intentó guiarse por su memoria, pero todos esos edificios eran idénticos. Tuvo que sacar el papel y mirar los números. Se había equivocado de esquina. Caminó un par de calles más hasta que lo encontró. Tras subir los escalones, tocó un timbre que no sonó. El chillido de una cotorra interrumpió un misterioso zumbido proveniente del interior.
—Pin, pon, fuera… —gritó la cotorra.
Los pasos se arrastraron hasta la puerta. Cecilia vio la sombra a través del cristal de la mirilla.
—¿Quién es?
Cecilia suspiró. ¿Por qué los viejos hacían esas cosas? ¿No estaba viendo que era ella?
—Soy yo, tía… Ceci.
¿Se sentían tan inseguros que querían comprobar que la persona que veían era la misma que parecía ser? ¿O es que no se acordaba de ella?
La puerta se abrió.
—Pasa, m’hijita.
La cotorra seguía alborotando.
—Que se vayan, que se vayan…
—¡Cállate, Fidelina! Si sigues así, voy a echarte perejil. Los chillidos cesaron.
—Ya no sé qué hacer. Los vecinos están a punto de hacerme un consejo de guerra. Si no fuera porque me la dejó el difunto Demetrio, ya la hubiera regalado.
—¿Demetrio?
—Mi pareja de jugar al bingo durante nueve años. Estaba aquí el día que viniste a verme. Cecilia no se acordaba.
—Me dejó de herencia la puñetera cotorra, que no para de chacharear en todo el santo día.
El pajarraco chilló de nuevo.
—Pin, pon, fuera… Abajo la gusanera.
—¡¡Fidelina!!
El grito sacudió el apartamento.
—El día menos pensado también me acusan de comunista.
—¿Quién le enseñó a decir eso?
Cecilia recordaba aquella frase, coreada en la isla contra miles de refugiados que buscaran asilo en la embajada de Perú, poco antes del éxodo del Mariel.
—Ese demonio lo aprendió de un video que trajeron de La Habana. Cada vez que viene alguien de visita, repite la cantaleta.
—Pin, pon, fuera…
—Ay, los vecinos me van a quemar viva.
—¿No tienes un trapo?
—¿Para qué?
—¿Lo tienes?
—Sí.
—Tráelo.
La anciana se fue al cuarto y regresó con una sábana doblada y perfumada. Cecilia desplegó la tela y la arrojó sobre la jaula. Los chillidos cesaron.
—No me gusta hacer eso —dijo la mujer, frunciendo el ceño—. Es cruel.
—Más cruel es lo que esa cotorra le hace a los tímpanos de los humanos.
La mujer suspiró.
—¿Quieres café?
Fueron a la cocina.
—No sé por qué no te deshaces de ella.
—Me la dejó Demetrio —repitió la anciana con obstinación.
—No veo qué tiene de malo que la regales.
—Bueno, le preguntaré. Pero tendré que esperar a que a él le dé la gana de venir porque yo no soy Delfina.
Aunque Cecilia había estado absorta en la cafetera, la última frase la obligó a levantar la vista.
—¿Cómo?
—Que si fuera Delfina podría llamarlo ahora mismo para saber qué hacer, pero voy a tener que esperar.
Cecilia se quedó mirando a la anciana. Nunca dudó de la mediumnidad de su abuela Delfina; las anécdotas que circulaban en su familia eran demasiadas. Pero ahora no pudo determinar si lo que su tía abuela decía era real o producto de la vejez.
—No estoy loca —le dijo la mujer, sin inmutarse—. A veces siento que él anda por aquí cerca.
—¿Tú también ves cosas?
—Ya te dije que no soy como mi hermana. Ella era un oráculo, como el de Delfos. Creo que mamá tuvo una premonición cuando la bautizó así. Delfina podía conversar con los muertos cuando se le antojaba. Ella los llamaba, y venían en tropel. Yo también puedo hablarles, pero tengo que esperar a que se presenten.
—¿Puedes hablar con mi madre?
—No, sólo con mi hermana y con Demetrio.
Cecilia empezó a endulzar su café. Aún no podía decidir si todo eso era cierto. ¿Cómo averiguarlo sin ofender a su tía abuela?
—¿Cuándo te empezó lo de hablar con los muertos?
—Desde niña, cuando conversé con mi abuela en el jardín pensando que había venido a visitarnos. Al otro día me enteré que, a esa misma hora, estaba agonizando en una cama de la clínica Covadonga. Sólo se lo conté a Delfina, que me consoló y me dijo que no me preocupara, que a ella le habían pasado cosas peores. Ahí fue cuando me enteré de lo suyo.
—Pero ella no presintió esa muerte. ¡Y nadie en la familia me habló nunca de tus visiones!
—Lo mío no tuvo importancia. A Delfina le sucedían cosas más extraordinarias. Siempre conocía de antemano las buenas y las malas noticias: algún avión que se iba a caer, quién se casaría con quién, cuántos hijos tendría una pareja de novios, desastres naturales que matarían a miles de gentes en cualquier sitio del mundo… Cosas así. Delfina supo que tu madre estaba embarazada de ti antes que ella misma, porque tu abuelo, que en paz descanse, se lo confirmó desde el más allá. Desde que tenía cuatro o cinco años, conversaba con personas de la familia que habían vivido mucho antes. Al principio creyó que se trataba de visitas. Y como nadie le comentaba al respecto, presumía que no debía darse por enterada. Pero cuando creció y empezó a preguntar, se dio cuenta de que había estado hablando con personas que no eran reales… O más bien, que no estaban vivas.
—¿Y no se asustó?
—Quienes se asustaron fueron mamá y papá cuando ella mencionó a «los visitantes». Pensaron que estaba loca o que inventaba cosas. Mi hermana quiso convencerles de lo contrario y les contó lo que los bisabuelos le habían revelado sobre sus infancias… Secretos imposibles de saber por Delfina. Eso los espantó aún más.
Cecilia puso su taza en el fregadero.
—No sé por qué estamos hablando de esas cosas —masculló Loló—. Vamos a la sala.
Abandonaron la cocina y fueron hasta la otra habitación, donde se sentaron junto a la puerta abierta.
—Cuéntame de ti —pidió la anciana.
—No tengo nada que contar.
—Eso es imposible. Una muchacha tan joven y tan bonita debe tener enamorados.
—El trabajo no me deja tiempo.
—El tiempo se lo hace uno. No puedo creer que no vayas a ninguna parte.
—A veces voy a la playa.
No se atrevió a mencionar el bar, imaginando que no le gustaría saber que la nieta de su hermana andaba por esos antros.
—A tu edad, yo tenía un par de rinconcitos que eran mis preferidos.
—En esta ciudad no hay adonde ir. Es lo más aburrido del mundo.
—Aquí hay lugares muy bonitos.
—¿Como cuáles?
—El Palacio de Vizcaya, por ejemplo. O el Castillo de Coral.
—No los conozco.
—Pues ya te llamaré algún fin de semana para ir a verlos. Y que conste —la amenazó con el dedo—, que no voy a echar esta frase en saco roto.
Media hora más tarde, mientras bajaba las escaleras, Cecilia volvió a escuchar el chillido de la cotorra, al parecer liberada de su prisión.
Su tía abuela tenía razón. No había motivos para que permaneciera encerrada como si fuera un adefesio. Recordó el bar, donde había estado varias veces y nunca había bailado; y eso que estaba tan oscuro que nadie se daría cuenta de que no sabía dónde ponía los pies. Además, con todos aquellos suecos y alemanes que no tenían ni idea de lo que era un guaguancó, casi podía ser la reina del solar. Pero la historia de Amalia era tan fascinante que lo olvidaba todo apenas llegaba.
Arrancó su auto.
Todavía le quedaba tiempo para cambiarse de ropa y refugiarse en una mesa con su Martini en la mano. Sintió un cosquilleo en el corazón. En verdad, ¿qué importancia tenía su soledad cuando todo el pasado aguardaba por ella en el recuerdo de una anciana?