Llanto de luna

El ánimo de Kui-fa quedó dividido entre la tristeza y el gozo. Cada tarde se sentaba con su hijo junto al paraván que mostraba escenas de la vida de Rúan Yin, protectora de las madres; y cada tarde le rogaba por el regreso de Síu Mend. La diosa flotaba sobre un nenúfar de nácar mientras viajaba hacia la isla maravillosa donde tenía su trono, y Kui-fa sonreía ante esa imagen. Cerca de ella se sentía segura. ¿Cómo iba a ser de otro modo cuando la Diosa de la Misericordia había desdeñado el cielo para regresar a la tierra en busca de los afligidos? A otros inmortales se les temía, a ella se la amaba; muchos mostraban expresiones temibles en sus rostros, pero los rasgos de Kuan Yin despedían una claridad radiante como la luna. Por eso Kui-fa le confiaba sus temores.

Cada cierto tiempo, Weng iba hasta la ciudad a manejar los asuntos legales relacionados con las exportaciones, y a veces traía noticias de Síu Mend. El pequeño Pag Li, a quien su madre había apodado Lou-fu-chai porque tenía el carácter de un tigrillo, crecía mimado y atendido por todos. Mey Ley, la nodriza que criara a Kui-fa, había asumido su cuidado como si se tratara de su propio nieto. Y mientras su madre rezaba y aguardaba por noticias de su marido ausente, el pequeño sólo parecía vivir para escuchar las historias de dioses y reinos celestiales que Mey Ley le narraba cada tarde junto al fogón. Con sus cinco años, ya tenía el vocabulario y la inteligencia de un niño mayor: nada raro en alguien nacido bajo el signo del Tigre.

La historia favorita de Pag Li era la leyenda del intrépido Rey Sol, que se alimentaba de flores.

—Ayíí —pedía el niño casi a diario—, cuéntame de cuando el Rey Sol quiso tener la píldora de la inmortalidad.

Y Mey Ley tosía para aclararse la garganta, mientras revolvía la sopa donde nadaban legumbres y trozos de pescado.

—Pues resulta —empezaba— que la píldora estaba en manos de una diosa que la guardaba con celo. Por nada del mundo quería desprenderse de ella. Aunque el Rey Sol le rogó muchas veces que se la entregara, todo fue en vano. Un día, el rey tuvo una idea. Se fue a la Montaña de la Tortuga de Jade Blanco y allí levantó un hermoso castillo con un techo de cristal. Era tan magnífico y radiante que la diosa quiso poseerlo de inmediato. Así es que el Rey Sol se lo ofreció a cambio de la píldora. Ella aceptó, y el rey se la llevó para su casa muy contento…

—Te faltó que no podía tragársela enseguida —la interrumpió Pag Li.

—¡Ah, sí! La diosa le recomendó que no se la tomara enseguida porque antes debía ayunar doce meses, pero la Reina Luna descubrió el escondite donde…

—¡Ya se te volvió a olvidar! —la interrumpió el niño—. El rey había, salido y dejó la píldora escondida en el techo…

—Sí, sí, claro —dijo Mey Ley, añadiendo más especias al caldo—. La Reina Luna descubrió la píldora por casualidad. El Rey Sol había salido y, mientras ella vagaba por el palacio, observó una claridad que brotaba desde lo más alto. Era la píldora divina. Así fue como la descubrió y se…

—Primero se subió a un mueble.

—En efecto, trepó a un mueble porque el techo del palacio era muy alto. Y apenas se tragó la píldora empezó a flotar…

—Tuvo que agarrarse a las paredes para no chocar contra el techo —apuntó Pag Li, a quien le encantaba este detalle.

—Cuando su esposo regresó y preguntó por la píldora, ella abrió la ventana y escapó volando. El rey trató de perseguirla, pero ella voló y voló hasta llegar a la luna, que está llena de árboles de canela. De pronto, la reina empezó a toser y vomitó parte de la píldora, que se convirtió en un conejo muy blanco. Este conejo es el antepasado del yin, el espíritu de las mujeres.

—Pero el Rey Sol estaba furioso —continuó Pag Li, demasiado emocionado para esperar por el resto del relato—, y juró que no descansaría hasta castigar a la reina. El Dios de los Inmortales, que todo lo oye, escuchó sus amenazas y se le apareció para ordenarle que la perdonara.

—Así fue. Y para tranquilizarlo le regaló el Palacio del Sol y un pastel mágico de zarzaparrilla. «Este pastel te protegerá del calor», le dijo. «Si no lo comes, morirás abrasado por el fuego del palacio». Y por último, le dio un talismán lunar para que pudiera visitar a la reina.

—Pero ella no podría visitar al rey porque no tenía el pastel mágico para protegerse.

—Ajá. Cuando la reina lo vio llegar, quiso huir; pero él la tomó de la mano y, para demostrarle que no le guardaba rencor, echó abajo algunos árboles de canela y con sus troncos olorosos construyó el Palacio del Inmenso Frío y lo adornó con piedras preciosas. Desde entonces, la Reina Luna vive en ese palacio y el Rey Sol la visita el día quince de cada mes. Así es como ocurre en los cielos la unión del yang con el yin.

—Y por eso la luna se pone toda redonda y brillante —gritaba Pag Li—. ¡Porque está tan contenta!

A la tarde siguiente, el niño corría de nuevo a la cocina, después de haberse pasado horas retozando entre los sembrados, para pedir otra narración que él recordaba mejor que la anciana.

Llegaron las lluvias, y Pag Li vio cómo se inundaban los campos. Su madre lo encerró en casa para que empezara a estudiar con un maestro que Weng le buscó. Ya no pudo salir a jugar con sus amigos. Pasaba largas horas entre papeles y con los dedos embarrados de tinta, mientras se afanaba por reproducir los complicados caracteres; pero se consolaba con la promesa de que algún día podría desentrañar por sí mismo las historias ocultas en los libros. Y aún tenía los relatos que Mey Ley seguía regalándole por las tardes, junto al fogón, cuando terminaba sus deberes.

Una fría mañana de otoño, llegó una carta donde Síu Mend anunciaba su regreso. Kui-fa pareció abrirse como la flor de su nombre. No en vano el altar de los Tres Orígenes era el más cuidado de todos. Ella misma se encargaba de atenderlo, pues conservar la buena fortuna no era algo que podía dejarse al azar, y Mey Ley estaba demasiado vieja y olvidaba con facilidad las cosas.

Por primera vez en cinco años, Kui-fa desplegó una actividad febril. Acompañada por una sirvienta fue al pueblo y compró varios paquetes de incienso, un pote de la mejor miel y centenares de velas. También encargó ropa nueva para ella, para Pag Li, para su marido y para Mey Ley.

Mucho antes de que comenzaran los preparativos para el Festival de Invierno, los altares de la familia Wong ya resplandecieron con el brillo de los cirios y las flores. Los rezos de las mujeres se esparcieron en el aire invernal, rogando por otro año de salud y prosperidad. Kui-fa se acercó al altar del Dios del Hogar y untó sus labios con néctar de las colmenas del norte. Ese era el lenguaje que hablaban y entendían los dioses; la miel dulce y las flores olorosas, el humo del incienso y las ropas de colores alegres que los humanos les ofrecían cada año. Mucha miel le regaló al dios que subiría a las regiones celestes llevando sus chismes y peticiones. Con tantos agasajos, estaba segura de que Síu Mend regresaría sano y salvo.

Todo este ajetreo le proporcionó a Pag Li un respiro. Las clases se suspendieron y, por si fuera poco, ningún adulto tenía tiempo para ocuparse de él. Junto con otros amigos, recorría los campos y se dedicaba a lanzar cohetes y admirar los fuegos artificiales que estallaban en las tardes. Para colmo de regocijos, era la época en que Mey Ley preparaba unas galletas azucaradas que los niños robaban al menor descuido, aun cuando sabían que después la anciana se las regalaría; pero la mitad del placer estaba en hurtar las golosinas y comerlas a escondidas.

Cada noche, Kui-fa se acercaba al altar del dios y le untaba más miel en los labios.

—Cuéntale al soberano del Primer Cielo cómo he criado a mi hijo. Estoy sola. Necesito a su padre.

Y entre el humo del incienso que escapaba de los aromados palillos, el dios parecía entrecerrar los ojos y sonreír.

Una noche, Síu Mend apareció inesperadamente. Venía más quemado por el sol, y con un aire relajado que sorprendió a toda la familia. Durante el tiempo que permaneció en la isla, estuvo en contacto diario con su abuelo Yuang y se encargó de distribuir los primeros cargamentos de velas, estatuas, símbolos de prosperidad, incienso y otros objetos de culto que Weng enviara a La Habana.

Deslumbrado por aquella ciudad de luz, casi olvidó su país. Síu Mend pensaba que era culpa del abuelo, en cuya casa había vivido. El anciano recibía una pensión del gobierno republicano por haber sido mambí —como se les llamaba en Cuba a los insurrectos que pelearan contra la metrópoli española—. Su vida cargada de peligros había contribuido a multiplicar el hechizo.

Cada tarde, la familia se sentaba a escuchar los relatos de Síu Mend sobre esa isla que parecía sacada de una leyenda de la dinastía Han, con sus frutos exóticos y pletórica de seres fascinantes en su infinita variedad. Las historias más interesantes eran las del propio abuelo mambí, que había llegado allí cuando era muy joven y que había conocido a un hombre extraordinario, una especie de iluminado que hablaba con tanto convencimiento que Yuang se le unió en su lucha por la libertad de todos. Así se hizo mambí y vivió decenas de aventuras que le fue contando a Síu Mend, mientras fumaba su larga pipa en el umbral de la casa. Cinco años después de su llegada, llegó el momento de regresar y, dividido entre su reticencia a abandonar aquel país y el deseo de retornar a su familia, Síu Mend se hizo nuevamente a la mar.

Pasó mucho tiempo, y Síu Mend no lograba olvidar la atmósfera salada y transparente de la isla; pero su recuerdo quedó atrapado en las redes silenciosas de su memoria, sofocado por deberes más cercanos. Soplaban vientos nuevos, con noticias de una guerra civil que amenazaba con cambiar el país. También se decía que los japoneses avanzaban desde el oriente. Pero eran rumores dispersos que iban y venían como la época de lluvias, y en la comarca nadie les prestó atención.

De ese modo se aprestaron a recibir un nuevo Año de la Rata. Con dos años más, habría transcurrido un ciclo completo desde que naciera Pag Li y vendría nuevamente otro Año del Tigre. Sólo que el pequeño había nacido bajo el elemento fuego y el próximo ciclo sería de tierra. De cualquier modo, Síu Mend pensó que ya podía comenzar a buscarle esposa. Kui-fa protestó, diciendo que era demasiado pronto, pero él no le hizo caso. Tras muchas dudas y algunas consultas secretas con su tío, decidió hablar con el padre de una de las jóvenes candidatas. Hubo intercambio de regalos entre las familias y votos por el futuro enlace, tras lo cual todos regresaron a ocuparse de sus asuntos en espera del acontecimiento.

Y una tarde llegó la guerra.

Las cañas se alzaban verdemente bajo el sol y los campos se movían como un mar azotado por la brisa. Kui-fa bordaba unas zapatillas en su alcoba cuando escuchó los gritos.

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

Por puro instinto se lanzó hacia el escondite donde guardaba las joyas, cogió el envoltorio que le cabía en un puño y lo escondió en su ropa. Antes de que los gritos se repitieran, ya había arrastrado a Pag Li hacia la puerta. Su marido tropezó con ella. Venía sudoroso y con la ropa en desorden.

—¡A los campos! —exclamó con ansiedad.

—¡Ayíí! —llamó Kui-fa en dirección a la cocina—. ¡Ayíí!

—¡Déjala! —dijo su marido, mientras la arrastraba hacia fuera—. Debe de haber huido con los otros.

Los primeros disparos brotaron cuando aún se hallaban a un centenar de pasos de las siembras. Después fueron los gritos… lejanos y terribles. Se sumergieron en las cañas cuyas hojas les arañaban los rostros y les cortaban la piel, pero Síu Mend insistió en seguir andando. Mientras más se alejaran, más seguros estarían. La lluvia de disparos creció tras ellos a medida que se internaban en las cañas. Pag Li protestaba por el escozor, pero su padre no le permitió detenerse. Sólo cuando la artillería se convirtió en un vago rumor, Síu Mend los dejó descansar.

Se acomodaron como pudieron entre los matorrales, pero nadie durmió en toda la noche. A ratos escuchaban algún grito. Kui-fa se retorcía las manos de angustia, imaginando a quién pertenecerían las voces, y el niño gimoteaba dividido entre el pánico y las molestias.

—Por lo menos, estamos vivos —decía Síu Mend, tratando de tranquilizarlos—. Y si eso es así, es posible que los otros también lo estén… Ya los encontraremos.

La luna se alzó sobre sus cabezas; una luna mojada como el rocío que empapaba sus ropas. El frío y la humedad penetraban hasta sus huesos. Abrazando a su hijo, Kui-fa levantó la vista hacia el disco de plata que tanto le recordaba el rostro de Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, y le pareció que todo el cielo lloraba con ella. ¿O era sólo el llanto de la luna lo que anegaba los sembrados? Síu Mend se pegó más a ellos. Así permanecieron los tres hasta que llegó la mañana.

La frecuencia de los disparos había ido menguando hasta desaparecer. Kui-fa respiró con alivio cuando entrevió el disco solar entre las largas y aserradas hojas, pero Síu Mend no les dejó abandonar el refugio. Allí permanecieron todo el día, acosados por los insectos, el hambre y la sed. Sólo cuando el sol descendió de nuevo para ocultarse y las estrellas brillaron en el cielo, Síu Mend decidió que ya era hora.

Llenos de miedo, desandaron sus pasos hasta el borde del sembrado, donde Síu Mend les ordenó que se detuvieran.

—Voy a salir —anunció a su mujer—. Si no regreso, da media vuelta y huye. No te quedes aquí.

Kui-fa esperó con angustia, temiendo escuchar a cada momento el grito agonizante de su marido, pero sólo le llegó el murmullo de los grillos que volvía a adueñarse del silencio. Recordó las joyas que había guardado en sus ropas. Tendría que hallarles un sitio más seguro. La ausencia de su marido le recordó algo. Sí, había un lugar donde nadie las descubriría…

Los insectos acallaron sus voces con la llegada de la brisa que precede al amanecer. El disco de la luna llena se movió un poco. Hubo más frío y humedad. Una niebla interminable y lacrimosa se elevó sobre sus cabezas. Sopló el fantasma del viento y unos pasos se acercaron entre las cañas. La mujer apretó al niño dormido contra su pecho. Era Síu Mend. Pese a la poca luz, la expresión en su rostro era tan elocuente queKui-fano tuvo que preguntar. Cayó de rodillas ante su marido, sin fuerzas para sostener al niño.

—Vámonos —dijo él con los ojos llenos de lágrimas, ayudándola a levantarse—. Ya no hay nada que podamos hacer.

—Pero la casa… —murmuró ella—. Los sembrados…

—La casa no existe. El terreno… es preferible venderlo. Los soldados se han marchado, pero volverán. No quiero quedarme aquí. De todos modos, se lo he prometido a Weng.

—¿Lo viste?

—Antes de que muriera.

—¿Y Mey Ley? ¿Y los otros?

En lugar de contestar, Síu Mend tomó al niño de una mano y a ella de la otra.

—Nos iremos a otro sitio —anunció con voz ahogada.

—¿Adónde?

El hombre la miró un instante, pero ella supo que sus ojos no la veían. Y cuando respondió, su voz tampoco parecía la suya, sino la de un mortal que ansia regresar de nuevo al reino del Emperador de Jade.

—Nos iremos a Cuba.