Lágrimas negras

El camino que conducía a la quinta estaba custodiado por todo tipo de árboles. Naranjales y limoneros perfumaban la brisa. Las guayabas maduras estallaban al caer, hartas de esperar por alguien que las recogiera en su rama. En ciertos tramos, los sembrados de maíz arañaban la tarde con sus afiladas hojas.

Aunque no había cesado de llorar, Caridad contemplaba el paisaje con una mezcla de curiosidad y admiración. Ella y varios esclavos más habían recorrido la distancia que separaba Jagüey Grande de esos parajes. Pero la niña no lloraba porque hubiera dejado atrás a su antiguo amo, sino porque en el ingenio habían quedado los restos de su madre.

Dayo —como fuera conocida entre los suyos— había sido secuestrada por unos hombres blancos cuando aún vivía en su lejana costa selvática de Ifé, a la que los blancos llamaban África. Por esa razón Caridad nunca supo quién fue su padre; la propia Dayo no lo sabía. Sirvió como mujer a tres de ellos durante la travesía hacia Cuba. Después fue vendida al dueño de un ingenio en la isla, donde dio a luz a una extraña criatura con piel de tonalidades lácteas.

Poco antes del parto, Dayo fue bautizada como Damiana. Años más tarde le explicó a su hija que su verdadero nombre significaba «la felicidad llega», porque eso había sido ella para sus padres: una gran dicha tras muchas peticiones a Oshún Fumiké, que concede hijos a las mujeres estériles. A Damiana también le hubiera gustado ponerle a su bebé un nombre africano que le recordara su tribu, pero sus amos no se lo permitieron. Sin embargo, la belleza de la niña era tan grande que decidió llamarla en secreto Kamaria, que significa «como la luna», porque así era su bebé de radiante. Pero ese nombre sólo lo usó en la intimidad. Para sus amos, la niña siguió siendo Caridad.

Madre e hija tuvieron suerte: nunca fueron enviadas a la plantación. Como Damiana tenía abundante leche, fue destinada a amamantar a la hija del amo, que acababa de nacer. Y cuando Caridad creció un poco, pasó a servir en las habitaciones de la señora, una mujer sonriente que le daba monedas por cualquier motivo, de manera que madre e hija empezaron a hacer planes para comprar su libertad. Por desgracia, el destino alteró sus planes.

Una epidemia que asoló la zona, durante el verano de 1876, mató a decenas de habitantes de la región, negros y blancos por igual. De nada valieron los cocimientos de hierbas, ni los sahumerios medicinales, ni las ceremonias que los negros hacían a escondidas: amos y esclavos sucumbieron a la fiebre. Caridad perdió a su madre, y el amo a su mujer. Sin ánimo para soportar la visión de la esclavita que le recordaba a su difunta esposa, el hombre decidió regalarla a un primo que vivía en una finca del naciente barrio habanero de El Cerro.

La muchachita se preparó para lo peor. Nunca antes había servido fuera de la casa y no estaba segura de que ahora tuviera iguales privilegios. Se imaginó trabajando de sol a sol, toda mugrienta y quemada, sin más ánimos en la noche que para emborracharse o cantar.

Caridad no sabía que iba a una quinta de recreo, un sitio destinado al reposo y a la contemplación. Observaba con recelo las haciendas junto a las cuales pasaba su carromato: palacetes de ensueño, rodeados de jardines y protegidos por árboles frutales. Por un instante olvidó sus miedos y prestó oídos a la conversación de dos capataces que guiaban el carromato.

—Ahí vivió doña Luisa Herrera antes de casarse con el conde de Jibacoa —decía uno—. Y aquélla es la casa del conde de Fernandina —indicó hacia otra mansión, adornada por un jardín lateral y un poderoso frontón al frente—, famosa por las estatuas de sus dos leones en la entrada.

—¿Qué pasó con ellas?

—El marqués de Pinar del Río las copió para ponerlas a un costado de su casa, así es que el conde se cabreó y mandó a retirar las originales. Mira, ahí están los leones del marqués…

Aunque su vida hubiera dependido de ello, Caridad nunca habría podido describir la majestuosidad de la verja custodiada por aquellos dos animales —uno dormido, con su cabeza descansando entre las patas, y el otro aún soñoliento—; tampoco habría sabido dar una descripción exacta de los vitrales elaborados con rojos sangrientos, azules profundos y verdes míticos, ni de las rejas bordadas que protegían los ventanales, ni de las columnas de esplendor romano que resguardaban el portal. Carecía de vocabulario para eso, pero su aliento se detuvo ante tanta belleza.

—Esa es la finca del conde de Santovenia —dijo el hombre, desviándose un poco para que su acompañante pudiera ver mejor.

Caridad estuvo a punto de lanzar un grito. La mansión era un sueño esculpido en mármol y cristal donde se multiplicaban la luz y los colores del trópico, una maravilla de jardines que se perdían en el horizonte, con sus juegos de agua que murmuraban en las fuentes y sus estatuas blanquísimas que refulgían como perlas bajo el sol. Nunca había visto algo tan hermoso, ni siquiera en esos sueños donde paseaba junto a las murallas de piedra y los laberintos misteriosos, perdidos en la selva donde viviera su madre, quien le contara cómo había vagado entre esas ruinas cuando era niña.

Pronto perdieron de vista la mansión y se dirigieron a otra de fachada más austera. Al igual que muchas familias adineradas, los Melgares-Herrera se habían hecho construir un palacete con la esperanza de escapar a la vida citadina, cada vez más agitada y promiscua, repleta de comercios y vendedores que pregonaban a toda hora sus mercancías, con sus casas de huéspedes que albergaban a viajeros o negociantes provenientes de provincia, y sazonada de delitos y crímenes pasionales que enlutaban la prensa.

La quinta de José Melgares era famosa por sus fiestas, como la celebrada años atrás en honor a la boda de la niña Teresa, fruto de su unión con María Teresa Herrera, hija del segundo marqués de Almendares. El mismísimo gran duque Alejo de Rusia había estado entre los asistentes.

Ahora el carromato entraba a la hacienda con su carga de esclavos. Asustados los unos, resignados los otros, el grupo fue conducido de inmediato ante doña Marité, como llamaban a la señora sus allegados. La mujer salió al umbral mientras los esclavos permanecían a cierta distancia. Después de observarlos unos segundos, avanzó hacia ellos. A cada paso, su vestido crujía con un frufrú inquietante que no apaciguó el nerviosismo de los cautivos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó a la única adolescente del grupo.

—Kamaria.

—¿Eso es un nombre?

—Fue el que me dio mi madre.

Doña Marité estudió a la muchacha, intuyendo algún dolor tras aquella desafiante respuesta.

—¿Dónde está?

—Muerta.

El temblor de su voz no pasó inadvertido para la mujer.

—¿Cómo te llamaban los señores de la otra hacienda?

—Caridad.

—Bueno, Caridad, creo que voy a quedarme contigo. —Y agitando su abanico de encajes, apuntó con él a dos niños que no habían dejado de agarrarse las manos en todo el viaje—. Tomás —se dirigió a uno de los hombres que los había conducido hasta allí—, ¿no hacían falta jardineros y alguien más en la cocina?

—Creo que sí, ama.

—Pues ocúpate de eso. Ustedes —dijo a la jovencita y a los niños—, vengan.

Dio media vuelta y echó a andar. La muchacha tomó de la mano a los pequeños y los condujo tras la señora.

La casa había sido construida en torno a un patio central rodeado de galerías. Pero a diferencia de otros palacetes similares, estas galerías eran corredores cerrados y no pasillos abiertos al patio. Sin embargo, las amplias persianas francesas y los ventanales de diseños geométricos permitían el paso de la luz y la brisa, que iluminaban y refrescaban las habitaciones.

—Josefa —dijo la mujer a una negra—, encárgate de que se bañen y coman.

La vieja esclava los hizo bañar y vestirse de limpio antes de conducirlos a la cocina. Nacidos en la isla, ninguno de ellos entendía bien la lengua de sus padres. Por eso la anciana se vio obligada a amonestarlos en su mal castellano:

—Cuando suena campana, e' hora’e comida pa’l esclavo… Lo amo no guta que su botine tengan la menor suciesa, así qui lo tienen con brillo la mañana —miró a los niños—. Eso le toca a vusé.

Caridad se enteró de que sería una especie de sirvienta de alcoba. Debería planchar, arreglar el tocado de su ama, lustrarle los zapatos, perfumarla, llevarle refrigerios o abanicarla. Josefa se encargaría de adiestrarla en todos los menesteres porque, aunque ya la joven tenía alguna experiencia, la sofisticada vida en La Habana de extramuros requería habilidades más refinadas.

De vez en cuando, la muchacha acompañaba a doña Marité en sus paseos a otras fincas. Había una hacienda especialmente hermosa que visitaban de vez en cuando. Pertenecía a don Carlos de Zaldo y a doña Caridad Lámar, quienes habían heredado la propiedad después que su dueña anterior falleciera.

La primera vez que la muchacha llegó a la quinta con su ama, tres esclavos se ocupaban de regar y podar el jardín, abrumado de rosales y jazmines. Uno de ellos, un mulato de tez parecida a la suya, se quitó el sombrero al verlas pasar, pero Caridad tuvo la impresión de que no lo hacía por respeto al ama blanca. Hubiera jurado que los ojos del sirviente estaban fijos en ella. Fue la primera vez que vio a Florencio, pero no fue hasta tres meses después que él se atrevió a hablarle.

Una tarde, aprovechando que Caridad estaba en la cocina preparando un refresco para las señoras, Florencio se le acercó. Así supo que, al igual que ella, era hijo de un blanco y de una esclava negra.

Su madre había logrado comprar su libertad después que el dueño anterior la vendiera a don Carlos, pero la mujer prefirió seguir viviendo en la nueva hacienda con su hijo. A Caridad le pareció una situación extraña, pero Florencio le aseguró que había casos parecidos. A veces los esclavos domésticos estaban mejor alimentados y vestidos bajo la tutela de un señor que trabajando por cuenta propia, y eso había hecho que algunos negros percibieran la libertad como una responsabilidad que no estaban dispuestos a enfrentar. Preferían al amo que les daba un poco de comida, antes que vagar a 3a buena de Dios sin saber qué hacer. Florencio había recibido una educación esmerada, sabía leer y escribir, y se expresaba con un acento extremadamente educado, producto del afán de sus amos de tener a un esclavo instruido que pudiera realizar tareas de cierta complejidad. Pero a diferencia de su madre, que había muerto dos años atrás, Florencio quería independizarse y emprender un negocio. Ya nada lo ataba a la finca. Además, para él, como para la mayoría de sus hermanos, era mejor una libertad llena de riesgos que aquella esclavitud degradante. Y para lograrla, llevaba bastante tiempo ahorrando… La presencia de otro esclavo interrumpió la conversación. Caridad no pudo decirle que ella también había guardado dinero con el mismo fin.

A veces doña Marité iba a casa de doña Caridad; otras, los Zaldo-Lamar visitaban a sus vecinos. Como calesero, Florencio acompañaba a los señores en esos trasiegos, lo cual le daba ocasión para intercambiar unas frases con la joven cuando ésta salía a brindarle un refresco.

Sin que ambos se dieran cuenta, el tiempo se convirtió en meses. Pasaron dos, tres, cuatro años, en que los amores de la mulata con el elegante esclavo dejaron de ser un secreto para todos, excepto para sus amos.

—¿Cuándo vas a hablar con doña Marité? —preguntó Florencio, una vez que llegaron a la conclusión de que ambos poseían capital suficiente para liberarse.

—La semana que viene —dijo ella—. Dame tiempo para prepararla.

—¿Tiempo?

—Ha sido muy buena. Por lo menos, le debo…

—No le debes nada —se quejó él—. Tal parece que no quisieras vivir conmigo.

Ella se le acercó amorosa.

—No es eso, Flor. Claro que quiero estar contigo.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

Caridad sacudió la cabeza. No quería admitirlo, pero de pronto sentía ese miedo que antes le pareciera tan absurdo. Acostumbrada a tener un techo donde dormir y una cocina bien surtida, le aterraba la idea de verse en la calle, sin más protección que el cielo sobre su cabeza, obligada a ganarse el pan por sus propios medios y expuesta a cualquier desvarío de la vida. Era un reflejo que se había anclado en su pecho, como mismo queda sepulto el espíritu cuando ha vivido mucho tiempo a la sombra de un amo. Así se sentía ella: sin ánimos para valerse por sí sola, aterrada ante la perspectiva de un mundo que no conocía y que nunca le preguntaría si estaba o no preparada para vivir en él, un mundo con leyes que nadie le había enseñado… Pensó en esos pichones que tantas veces había visto balancearse indecisos sobre las ramas, llamados a puro grito por sus padres desde algún árbol cercano, y supo que tendría que hacer como ellos: abrir las alas y lanzarse al abismo. Seguramente se estrellaría contra el suelo.

—Está bien —dijo finalmente—, lo haré mañana.

Pero dejó pasar días y semanas sin decidirse a hablar con doña Marité. Florencio languidecía mientras podaba los rosales, más por el deseo de estar junto a su amada que por su frustrado plan de libertad.

Una tarde sorprendió una conversación que lo alarmó. Don Carlos lo había mandado a llamar. Florencio llegó al portal donde sus amos bebían champola y disfrutaban el fresco de la tarde.

—¡Es el desastre! —decía don Carlos, mientras agitaba un periódico ante el rostro lívido de su mujer—. No podremos seguir viviendo en esta quinta. ¿Sabes que solamente para atender los jardines y la casa tenemos veinte esclavos?

—¿Y qué vamos a hacer?

—No quedará más remedio que vender.

Florencio sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Vender! ¿Vender qué? ¿La casa? ¿La dotación de esclavos? Lo separarían de Caridad. Nunca más volvería a verla… Don Carlos reparó en el mulato que aguardaba al pie de la verja.

—Florencio, prepara el quitrín. Vamos a la finca de don José.

El joven obedeció mientras un torbellino de ideas frustraba el empeño de sus manos por enjaezar los caballos. Después regresó a la casa y se vistió con botines, casaca y guantes. Estuvo a punto de olvidar su sombrero de copa. Don Carlos salió de la mansión como una tromba, periódico en mano, seguido por su atribulada mujer. Ambos cuchichearon durante el breve trayecto hasta la otra finca, pero Florencio no prestó atención a sus murmullos. En su cabeza sólo quedaba espacio para la única decisión posible.

La pareja se bajó del carruaje, sin darle tiempo a nada. Aún sentado en el quitrín, escuchó las voces agitadas y las exclamaciones de don José y de su amo. Aguardó unos segundos antes de entrar. Cuando ya cruzaba el patio, Caridad se interpuso en su camino.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo que acordamos hace tiempo.

—No es un buen momento —susurró ella—. No sé qué ocurre, pero no parece bueno… Tengo miedo.

Florencio siguió andando sin atender a sus ruegos. Su entrada al salón fue tan intempestiva que ambos hacendados detuvieron su discusión para mirarlo. Doña Marité se abanicaba nerviosamente en su asiento y se veía más blanca que el encaje de su abanico.

—¿Qué ocurre? —preguntó don Carlos, con cara de pocos amigos.

—Mi amo… Disculpe su mercé, pero debo decir algo, ahora que están todos reunidos.

—¿No pudiera ser en otro momento?

—Déjalo que hable —le rogó su mujer.

—Bueno —resopló don Carlos, volviendo a hundir su rostro en el periódico como si ya se hubiera desentendido del asunto.

Florencio sintió que el corazón se le salía del pecho.

—Cachita y yo… —calló al darse cuenta de que nunca antes había usado aquel apodo frente a otros—. Caridad y yo queremos casarnos. Tenemos dinero para comprar nuestra libertad.

Don Carlos alzó la vista del periódico.

—Ya es tarde, hijo.

—¿Tarde? —Florencio sintió que las rodillas le temblaban—. ¿Qué quiere decir su mercé? ¿Tarde para qué?

Don Carlos blandió el periódico bajo las narices del esclavo.

—Para comprar la libertad de nadie.

A sus espaldas, Florencio escuchó un roce de sayas almidonadas. Caridad se recostaba a la pared, más pálida aún que su ama. Él fue a socorrerla, mientras doña Marité daba gritos a otra esclava para que acudiera con las sales.

—¿Por qué es tarde, su mercé? —preguntó Florencio con la vista empañada por las lágrimas—. ¿Por qué no podemos comprar nuestra libertad?

—Porque desde hoy sois libres —respondió el hombre, arrojando el periódico a un rincón—. Acaban de abolir la esclavitud.

Caridad y Florencio se mudaron a esa zona de la capital que veinte años atrás fuera de intramuros. Todavía la nobleza criolla ocupaba los grandes palacetes cercanos a la catedral y a sus plazas aledañas, pero ya se iban abriendo paso todo tipo de negocios, pertenecientes a plebeyos emprendedores y sin grandes capitales… muchos de ellos, antiguos esclavos que, como la joven pareja, contaban con algún dinero.

Florencio había buscado mucho por la zona de Monserrat, previendo el paso creciente de transeúntes hacia las nuevas barriadas de extramuros. Cerca de la plazuela, compró un local de dos pisos. La pareja se fue a vivir en la planta alta y convirtió la planta baja en una taberna, que también vendería productos de ultramar.

Nada parecía empañar la tranquilidad, excepto que el tiempo pasaba y Caridad se sentía cada vez más inquieta por la ausencia de un hijo. Año tras año ensayaba cuanto método de preñez le recomendaban, sin resultado alguno. Pero ella no desistía. De cualquier manera fueron años buenos, aunque difíciles; prósperos, pero angustiosos. Nada parecía seguro. Caridad prodigaba paciencia, en espera de su ansiada maternidad, y Florencio tuvo que derrochar encanto y habilidad en su negocio. Muchas veces se sentaba a tomar algún trago con los paisanos.

—Flor, ¿puedes venir un momento? —le llamaba Caridad, mientras fingía buscar algo detrás del mostrador; y cuando él se acercaba, lo alertaba—: Ya vas por el tercer trago.

Algunas veces Florencio atendía a su llamado, pero en otras ocasiones se justificaba.

—Don Herminio es un cliente importante —le decía—. Déjame terminar esta copa y ya vuelvo.

Pero los clientes importantes iban en aumento, y también la cantidad de copas que Florencio consumía a diario. Caridad lo veía, y a veces lo dejaba… hasta un día en que su vientre por fin comenzó a crecer. Ya no podía estar tan pendiente de su marido, absorta en bordar pañales y mantillas para el futuro bebé; y cuando bajaba al salón, nunca podía decir cuántos tragos se había bebido el hombre.

—Flor —lo llamaba ella, acariciándose el vientre.

Él se levantaba de la mesa malhumorado.

—¿No puedes quedarte tranquila? —le chillaba tras la cortina que separaba el almacén del local lleno de clientes.

—Sólo quería decirte que ya has bebido…

—¡Ya lo sé! —gritaba él—. Déjame atender a la gente como es debido.

Y salía con una gran sonrisa a servirse el siguiente trago. Caridad regresaba a su cuarto con aire de pesar, incapaz de entender por qué el buen carácter de su esposo se había agriado si el negocio parecía ir tan bien. La clientela se volvía cada vez más distinguida porque Florencio había sabido atender los reclamos de sus paisanos que muchas veces llegaban preguntando por cosas que él no tenía: medias negras berlinesas, jabones de Helmerich contra la sarna y la tina, piqué crudo de Viena, jarabe de Tolú, arreos para quitrín, elixires dentífricos, agua de Vichy… El nerviosismo que le provocaban sus deberes estaba más allá del entendimiento de su mujer.

—Precisamente está a punto de llegarme un cargamento —mentía con su mejor sonrisa—. ¿Adónde quiere vuestra señoría que le avise?

Anotaba la dirección y dejaba el negocio al cuidado de su mujer para recorrer los comercios de la ciudad en busca de algo semejante. Una vez que hallaba la mercancía, compraba varias muestras para regatear un descuento y, al día siguiente, le avisaba al cliente. A partir de ese día, exhibía el nuevo producto y, si se vendía bien, mandaba a buscar más.

La fama de su establecimiento traspasó los límites del vecindario y se expandió en ambas direcciones, llegando hasta la plazuela de la Catedral —el corazón oriental de intramuros— y más allá de las semiderruidas murallas, en pos de las estancias occidentales. De vez en cuando aparecía por allí alguno que otro conde o marqués, deseoso de obsequiar a su novia unas cuantas varas de telas orientales o algún chal de Manila.

El mal carácter de Florencio aumentaba en proporción al crecimiento de su negocio. Caridad pensaba que quizás el espíritu de su hombre no había estado preparado para tanto trasiego y recordaba con añoranza su vida en la quinta, cuando ella era lo único que le importaba. Ahora apenas la miraba. Todas las noches subía las escaleras arrastrando pesadamente los pies y se dejaba caer sobre la cama, casi siempre borracho. Ella se acariciaba el vientre y sus lágrimas fluían en silencio.

Cierta mañana en que ella regresaba del mercado, decidió entrar a su casa atravesando la taberna, en vez de usar la escalera lateral. Florencio estaba sentado ante una mesa, secundado por la algarabía de varios hombres que le animaban en su empeño por beber vaso tras vaso de aguardiente. A cada nuevo vaso, más monedas se agrupaban frente a él.

—¡Vaya! Se ve que aquí saben divertirse de verdad —comentó una voz agradable a sus espaldas—. Y esto sí que no me lo habían contado.

Caridad se volvió. Una mulata tan clara que hubiera podido pasar por blanca contemplaba el jolgorio desde la calle. Al parecer acababa de bajarse de una volanta, cuyo conductor aguardaba por ella. Caridad sólo tuvo tiempo para echar una breve ojeada a la desconocida. Aunque la madurez había dejado huellas en su rostro, las curvas de su vestido escarlata delataban un cuerpo sorprendentemente joven.

—¿También vienes a divertirte? —preguntó la desconocida.

—Es mi marido —respondió Caridad con un nudo en la garganta, señalando a Florencio.

—¡Ah! Vienes a buscar al palomo que se fue de casa…

—No. Ésta es mi casa. Ésta es nuestra taberna.

La mulata contempló a Caridad y, por primera vez, pareció reparar en su estado.

—¿Te falta mucho? —preguntó haciendo un leve gesto hacia el vientre.

—No creo.

—Bueno, ya que eres la dueña y que tu marido anda tan ocupado, me imagino que puedes atenderme… Necesito jabón de ácido fénico. Me dijeron que aquí tenían.

—No sé. Mi marido es quien se ocupa de la mercancía, pero puedo mirar.

Caridad atravesó el salón y se metió en el almacén posterior. Al cabo de unos instantes, asomó la cabeza tras la cortina de saco y preguntó a la desconocida:

—¿Cuántos necesitas?

—Cinco docenas.

—¿Tantos? —replicó ingenuamente—. Éstos no son para uso diario, sino contra las epidemias.

—Ya lo sé.

Caridad la miró fijamente como si quisiera recordar algo, pero al final volvió a esconderse tras la cortina. Desde la acera, la mujer le hizo señas al conductor para que acercara más el carruaje mientras ella se abanicaba con violencia. Un momento después, Caridad salió del interior arrastrando trabajosamente una caja, pero no pudo avanzar mucho. Sintió una punzada en el bajo vientre que la hizo saltar como si le hubieran dado un latigazo. Miró hacia la calle, pero la mujer parecía ensimismada en la contemplación de algo que ocurría en la esquina. Se volvió a su marido, que seguía ajeno a su presencia. Con dificultad, se abrió paso en medio del grupo.

—Flor, necesito que me ayudes.

El hombre la miró apenas y tomó otro vaso de la mesa.

—Flor…

Había seis vasos vacíos ante él. Uno más ahora. Siete.

—Flor. —Detuvo su brazo en el instante en que se llevaba el octavo a los labios.

De un formidable empujón, la derribó al suelo. Ella gritó de dolor mientras la algarabía de los hombres disminuía al darse cuenta de lo ocurrido. La desconocida fue a socorrerla.

—¿Estás bien?

Caridad sacudió la cabeza. Gruesas lágrimas resbalaban por su rostro. Se levantó, ayudada por la mujer y uno de los hombres.

—Deja —la atajó la desconocida, cuando vio que pretendía volver a arrastrar la caja—. Llamaré al conductor para que lo haga. ¿Cuánto es todo?

La mujer pagó lo que le dijeron y salió, no sin antes echarle una mirada que a Caridad se le antojó de lástima. Los gritos habían disminuido después del altercado y muchos parroquianos se marcharon, pero Caridad no prestó atención a nada más. Se dirigió al piso alto, apoyándose en la baranda.

Esa noche, Florencio subió tambaleándose y penetró en el dormitorio. Un vaho denso y desagradable golpeó su olfato.

—Coño, mujer, ¿no puedes abrir las ventanas?

Un vagido extraño llenó la habitación. Florencio fue hasta el rincón donde apenas alumbraba una vela. Su mujer estaba echada sobre la cama, con un bulto que apretaba contra su pecho. Sólo entonces Florencio supo que el olor que flotaba en la habitación era sangre.

—¿Cachita? —la llamó por primera vez en mucho tiempo.

—Es una niña —murmuró ella con un hilo de voz.

Florencio se acercó a la cama. La vela le temblaba tanto que Caridad se la quitó de las manos y la colocó sobre la mesa de noche. Despacio, el hombre se inclinó sobre la cama y contempló a la criatura dormida, sujeta aún al pecho de su madre. La niebla que anegaba su cerebro se esfumó. Vagamente recordó los términos de una apuesta, los vasos que alguien le llenaba, las bromas, el gemido de una mujer…

—No llamaste. No… —se echó a llorar. Caridad le acarició la cabeza. Y no dejó de hacerlo durante las dos horas que estuvo arrodillado, pidiéndole perdón.

Al día siguiente no quiso probar la bebida, ni al otro, ni siquiera al tercero, aunque varios habituales trajeron a un contrincante dispuesto a derrotar al mascavidrios más famoso de la zona. Pese a su súbita abstención, el apodo que ya le gritaban los muchachos del barrio no decayó. Ninguno quiso aceptar sus propósitos de redención, pero Florencio decidió no hacer caso. Otras ideas ocupaban su mente.

Con la llegada de María de las Mercedes, ahora tendría más bocas que alimentar. Supo que la reputación del negocio había mermado debido a sus continuas borracheras, y decidió recuperarla. Durante los meses siguientes, trabajó más que nunca. Si desde el inicio se había empeñado en que su establecimiento tuviera un buen surtido de mercancías, ahora decidió que sería el mejor. Contrató a un empleado para que atendiera el negocio cuando él iba al puerto en busca de artículos raros o curiosos. La Flor de Monserrat volvió a convertirse en un punto de referencia para viajeros y caminantes que buscaban direcciones. El lugar se hizo tan conocido que pronto se usó como guía.

Pero la ciudad crecía y el número de comercios también. Nuevas familias y nuevos barrios se establecieron en los suburbios de extramuros. Florencio sospechó que no podría competir con los negocios que prosperaban al otro lado de las antiguas murallas. Tras mucho pensar en la forma de llegar a los clientes más alejados, se le ocurrió que su peón llevara mercancías de puerta en puerta, con un gran letrero que indicara el nombre y la dirección de su establecimiento. La idea no era suya, por cierto. Semanas atrás había visto el carromato de Torcuato, un antiguo calesero que tenía fama de pendenciero y al que apodaban Botija Verde, con un letrero que decía:

SIÑÓ TOCUATO,

VINOS FINO, SIDRA I VELMU

Insistió en que su empleado tomara la Calzada del Monte y llegara hasta las alejadas quintas de El Cerro, con muestras de telas y otros artículos semejantes. Pronto comenzó a recibir encargos que a veces él mismo se ocupaba de llevar. Durante los cuatro años siguientes, todo fue un ir y venir por aquellas barriadas que iban creciendo a ojos vistas. La ciudad perdía los restos de sus murallas y se expandía como un monstruo maravilloso y múltiple. Florencio hubiera podido recorrerla con los ojos cerrados y, de paso, recitar a algún viajante los pormenores de su vida social.

—¿A que no sabes quiénes se han mudado a la plaza de la Catedral? —preguntó un día a su mujer.

—¿Quiénes?

—Don José y doña Marité.

—¿Estás seguro?

Su marido asintió sin dejar de comer.

—¿En cuál palacio? —insistió ella, recordando sus días al servicio de los Melgares-Herrera.

—Donde antes vivía el marqués de Aguas Claras —le aclaró después de tragar.

—¿Y la quinta?

—Está en venta.

—¿Por qué habrán hecho eso? Falta de dinero no será, si se han mudado a ese sitio…

—Dicen que el conde de Fernandina quiere comprarles la hacienda.

—¿Y la suya?

—Yo creo que no quiere verle más la jeta a don Leopoldo. Desde que el marqués le copió los leones, lo tiene atravesado en el gaznate como un hueso de gallina.

—Eso fue hace años.

—Hay cosas que los ricos no perdonan.

—Bueno, ahora doña Marité estará más cerca. ¿Crees que nos comprará algo?

—Voy a llevarle una muestra de los piqués franceses.

Fue entonces cuando su único empleado decidió marcharse. En lugar de contratar a otro, Caridad le dijo a su marido que ella se encargaría del local y, pese a la resistencia de Florencio, terminó por convencerlo. La pequeña Meche ya tenía edad suficiente para acompañarla.

—Este sitio siempre me sorprende —dijo una voz desde la puerta, a la semana siguiente de comenzar a trabajar—. Ya veo que ña Caridad decidió ocuparse.

Alzó la vista y vio una figura que le pareció conocida.

—¿Hay jabones de ácido fénico? —preguntó la mujer, avanzando desde la calle.

Pese a que había transcurrido bastante tiempo desde su único encuentro, Caridad recordó a la desconocida que había llegado a la tienda con tan raro encargo, la tarde en que naciera su hija.

—Necesito cinco docenas —dijo la mujer, sin esperar respuesta—. Pero no voy a llevarlos conmigo ahora. Dile a don Floro que los envíe a ña Cecilia, a la dirección de siempre… Le pago cuando despache.

La mujer dio media vuelta para salir, pero tropezó con un negro malencarado que entraba.

—¿Tá Florencio? —preguntó él con voz tan estentórea que la niña lo miró asustada.

—No, tuvo que ir a…

—Pue dale mi recao. Dile que Tocuato ástao aquí, y que no se meta conmigo poqque no será mi primé muettecito.

—¿Qué le ha hecho mi marido? —atinó a musitar Caridad.

—Me tá quitando clientela. Y eso no pué pemmitilo…

—Mi marido no le quita clientes a nadie. Él sólo trabaja…

—Me tá quitando clientela —repitió el negro—. Y a Botija Verde naiden le pone pie alante.

Y salió como mismo había entrado, dejando a Caridad con el corazón en la boca.

—Ándese con cuidado —escuchó—. Ese negro es peligroso.

No había notado que doña Cecilia permanecía junto a la puerta.

—Mi marido no le ha hecho nada a ese hombre.

—Eso no le importa a Botija Verde. Basta que él crea lo contrario.

Le volvió la espalda y sólo se detuvo un momento ante la criatura que la miraba con ojos desmesuradamente abiertos.

—Es muy chula —comentó antes de salir.

Esa noche, cuando Florencio regresó de su recorrido, Caridad ya había dado de comer a la niña y lo aguardaba ansiosa.

—Tengo un recado… —comenzó a decir ella, pero se interrumpió al notar la expresión de su rostro—. ¿Qué pasa?

—El conde de Fernán dina va a dar una fiesta. ¿Sabes dónde?

Su mujer se encogió de hombros.

—En la quinta de los Melgares.

—¿Por fin compró la hacienda?

—¡Ajá! Ahora quiere homenajear a esos príncipes de los que tanto se habla.

—¿Eulalia de Borbón? —preguntó Caridad, que estaba al tanto de los últimos acontecimientos sociales.

—Y su marido, Antonio de Orleáns… El conde quiere hacer un sarao a todo trapo. ¿Y quién crees que le venderá el cargamento de velas y de bebidas que necesita? —Hizo una reverencia—. Servidor.

—No tenemos velas para tanto caserón. Y no creo que los toneles sean…

—Ya lo sé. Mañana me voy al puerto de madrugada.

Caridad empezó a servirle la cena.

—Torcuato vino a buscarte.

—¿Aquí?

—Está furioso.

—¡Ese negro!… Ya me ha mandado varios recaditos. No pensé que se atreviera a venir aquí.

—Debes tener cuidado.

—Es un bocón. No hará nada.

—A mí me da miedo.

—No pienses en eso —dijo él, atragantándose con un pedazo de pan—. ¿Pasó alguien más?

—Sí, una señora que encargó cinco docenas de jabones…

—Ña Ceci. Siempre compra lo mismo.

—¿Para qué quiere tantos jabones? ¿Tendrá una lavandería?

—¿Y Mechita? —la interrumpió Florencio.

Caridad olvidó su pesquisa para concentrarse en los progresos de su hija que ya comenzaba a conocer las letras. No era mucho lo que Caridad podía enseñarle, pero sí lo suficiente para que la niña comenzara a deletrear sus primeras palabras.

***

La fiesta en casa del conde fue uno de los grandes sucesos de la ciudad. La fastuosidad de la vajilla y de los adornos, el ajuar de los asistentes, la magnificencia de los manjares —todos los elementos que contribuyen a dar realce a un evento semejante— habían sido cuidados hasta el último detalle. Y no era para menos. Dos representantes de la corte española serían los homenajeados. La propia princesa de Borbón escribiría más tarde en su diario secreto: «La fiesta que en mi honor dieron los condes de Fernandina me impresionó vivamente por su elegancia, su distinción y su señorío, todo bastante más refinado que en la sociedad madrileña». Y después recordaba cómo los había conocido cuando era niña, en casa de su madre, pues eran frecuentes invitados al palacio de Castilla, impresión especial dejó en la princesa ¡a hermosura de las criollas!. «Había oído ponderar la belleza de las cubanas, su señorío, su elegancia y, sobre todo, su dulzura; pero la realidad superó en mucho a lo que había imaginado».

En medio de tanto lujo, quizás la infanta pasara por alto el brillo de los centenares de velas que iluminaban los salones y los corredores más apartados de la mansión. Pero Florencio observó su efecto antes de partir. Desde la calzada era posible percibir la vaharada multicolor de los vitrales. El portal custodiado por ciclópeas columnas se incendiaba de resplandores, como si la piedra hubiera adquirido una cualidad traslúcida… Y acaso la princesa tampoco reparara en las sidras y los tintos que habían contribuido a encender aún más las sonrosadas mejillas de las habaneras, que los consumían a granel.

Florencio había pasado dos días transportando toneles y cajas de velas. Ahora que en el cielo apenas quedaban algunas franjas violetas de luz solar, emprendió el regreso a su casa. Varios carruajes se cruzaron con el suyo mientras se alejaba, y transcurrió bastante rato antes que dejara de escuchar el sonido de la música. Las monedas le pesaban en el saquito que llevaba dentro de la camisa. Acarició el mango de su machete y azuzó al caballo.

Mientras memorizaba los accidentes del camino, iba pensando en lo que haría con aquel dinero. Hacía tiempo acariciaba una idea y creyó que, por fin, había llegado el momento; vendería su local y compraría otro en un sitio mejor de la ciudad.

Las luces de los faroles callejeros le guiaron en el trayecto final hacia intramuros. Rodeado de un ambiente conocido, tras recorrer aquella calzada inhóspita, comenzó a canturrear mientras se bajaba del carretón y forcejeaba con el caballo para hacerlo entrar al improvisado zaguán lateral de su tienda. Un chirrido inusual captó su atención. Reparó entonces en que la puerta del almacén estaba abierta.

—¿Cacha? —llamó, pero no recibió respuesta.

Dejó el caballo con los arreos puestos y se acercó con sigilo, alzando el farol de su carromato.

Caridad sintió el tropelaje del forcejeo y el ruido de un estante que se desplomaba. Bajó corriendo, vela en mano, sin acordarse de agarrar el machete que Florencio siempre dejaba bajo la cama. Cuando llegó, apenas se dio cuenta del desorden que reinaba en la tienda porque casi enseguida tropezó con un obstáculo que le cerraba el paso. Levantó la vela y se inclinó. El suelo estaba cubierto de cristales rotos, pero sus ojos sólo pudieron ver el charco oscuro que crecía bajo el agonizante cuerpo de Florencio.