Fiebre de ti

Esta niña está aojada.

En el centro de la habitación, la Obispa observaba diluirse y desaparecer las tres gotas de aceite en el plato lleno de agua: señal inequívoca del maleficio.

—Jesús! —susurró doña Clara, persignándose—. ¿Y ahora qué haremos?

—Tranquila, mujer —murmuró la Obispa, haciendo una señal a una ayudante—. Ya me trajiste a tu hija, que es lo principal.

Ángela asistía con indiferencia al ritual de su diagnóstico, demasiado inmersa en el fogaje que borboteaba por todos los recovecos de su cuerpo. Era un escalofrío que la bañaba en sudor, un infierno que la deshacía en suspiros, una vorágine confusa que la dejaba clavada en cualquier sitio, imposibilitada de hablar o moverse. Ajena al vaticinio sobre su mal de ojo, siguió sosteniendo el plato con agua como le había indicado la mujer. Encima de su cabeza, un candil oscilante vomitaba sombras por doquier, atrayendo quizás a más espectros de los que la vieja se aprestaba a conjurar.

La ayudante, que había salido momentos antes, entró ahora con un cazo que destilaba vapores casi apetitosos: ruda y culantro hervidos en vino.

Dos te han aojado, tres te han de sanar,

la Virgen María y la Santísima Trinidad…

La Obispa fue haciendo la señal de la cruz sobre Ángela, siguiendo las indicaciones del rezo.

Si lo tienes en la cabeza, santa Elena,

si lo tienes en la frente, san Vicente,

si lo tienes en los ojos, san Ambrosio,

si lo tienes en la boca, santa Polonia,

si lo tienes en las manos, san Urbano,

si lo tienes en el cuerpo, dulcísimo Sacramento,

si lo tienes en los pies, san Andrés,

con sus ángeles treinta y tres.

Y al decir esto le arrebató el plato de las manos y lo arrojó contra un rincón. El agua dejó un rastro de oscuridad en la madera.

—Ya está, hija. Vete con Dios.

Ángela se levantó, ayudada por su madre.

—¡No! Por ahí, no —la atajó la Obispa—. No debes pisar esa agua o el maleficio regresará.

Ya era noche cerrada cuando abandonaron la casa. Don Pedro las había esperado sobre la piedra que se alzaba a una treintena de pasos, en los límites de la aldea que descansaba junto a la sierra helada de Cuenca.

—¿Qué? —susurró con ansiedad.

Doña Clara hizo un leve gesto. Muchos años viviendo junto a la misma mujer lo ayudaron a comprender: «Todo está resuelto, pero hablemos más tarde». Hacía meses que ni él ni Clara lograban dormir tranquilos. Su hija, esa niña que hasta hace poco corría feliz a campo traviesa, persiguiendo toda clase de bichos y pájaros, se había transformado en otra persona.

Primero fueron las visiones. Aunque don Pedro estaba avisado, no por eso dejó de sorprenderse. Su propia mujer se lo había advertido la tarde en que él le propuso matrimonio: todas las mujeres de su familia, desde tiempos inmemoriales, andaban acompañadas de un duende Martinico.

—Yo comencé a verlo de moza —le contó Clara—. Y mi madre también, y mi abuela, y todas las mujeres de mi familia.

—¿Y si no nacen hembras? —preguntó él, con escepticismo.

—Lo hereda la esposa del primogénito. Eso le pasó a mi bisabuela, que había nacido en Puertollano y se casó con el hijo único de mi tatarabuela. Ella misma quiso mudarse a Priego para no tener que dar explicaciones a su familia.

El hombre no supo si reír o enfadarse, pero el semblante de su novia le indicó la gravedad del asunto.

—No importa —dijo él finalmente, cuando se convenció de que la cosa iba en serio—. Con Martinico o sin Martinico, tú y yo nos casamos.

Aunque su mujer acostumbraba a quejarse de la invisible presencia, siempre creyó que todo surgía de su imaginación. Sospechaba que aquella historia, tan arraigada en su familia, la inducía a ver lo inexistente. Y para evitar lo que llamaba «el contagio», le hizo jurar que jamás le hablaría a la niña de esa tradición visionaria y que mucho menos le contaría historias de duendes ni de seres sobrenaturales. Por eso casi se murió del susto el día en que Angelita, con apenas doce años, se quedó mirando el estante donde él colocaba sus vasijas a secar y susurró con aire de sorpresa:

—¿Qué hace ese enano allí?

—¿Cuál enano? —repuso su padre, tras echar una rápida ojeada a la repisa.

—Hay un hombrecito vestido de cura, sentado sobre esa pila de platos —respondió la niña, bajando aún más la voz; y al notar la expresión de su padre, agregó—: ¿No lo ves?

Pedro sintió que se le erizaban todos los pelos del cuerpo. Ésa fue la confirmación de que, pese a sus precauciones, la sangre de su hija estaba contaminada con aquella epidemia sobrenatural. Espantado, la agarró por un brazo y la arrastró fuera del taller.

—Lo ha visto —susurró al oído de su mujer.

Pero Clara recibió la noticia con regocijo.

—La niña ya es una moza —murmuró.

No fue sencillo convivir con dos mujeres que veían y escuchaban lo que él no podía percibir, por mucho que se esforzara. Sobre todo, le resultaba difícil aceptar el cambio en su hija. A su mujer ya la había conocido con esa manía. En cambio, Ángela siempre había sido una niña normal que prefería corretear tras las gallinas o treparse a los árboles. Jamás había prestado atención a las historias de aparecidos o de moras encantadas que a veces circulaban por el pueblo. ¡Y ahora aquello!

Clara tuvo una larga conversación con Ángela para explicarle quién era el visitante y por qué sólo ambas lo veían. No fue necesario pedirle que mantuviera la boca cerrada. Su hija siempre fue una niña juiciosa.

Sólo Pedro se veía abatido. Su hija lo sorprendió varias veces mirándola con aire consternado. Instintivamente comprendió lo que ocurría y trató de ser más cariñosa con él para demostrar que seguía siendo la misma. Poco a poco, el hombre comenzó a olvidar su ansiedad. Casi se había acostumbrado a la idea del Martinico cuando ocurrió lo otro.

Un buen día, cuando ya Ángela estaba por cumplir dieciséis años, la joven amaneció pálida y llorosa. Se negó a hablar y a comer. Permaneció quieta como una estatua, indiferente al mundo, y sintiendo que su pecho podría estallar como una fruta madura al caer del árbol.

Sus padres la mimaron, la tentaron con golosinas, y terminaron por gritarle y encerrarla en un cuarto. Pero no estaban furiosos, sólo asustados; y no sabían cómo hacerla reaccionar. Cuando agotaron todos los recursos, Clara decidió llevarla a la Obispa, una mujer sabia y emparentada con los poderes del cielo porque su hermano era obispo en Toledo. Él curaba las almas con la palabra de Dios y ella curaba los cuerpos con la ayuda de los santos.

Los oficios de la aojadora confirmaron lo que Clara ya sospechaba: su hija era víctima del mal de ojo; pero la Obispa tenía remedios para cualquier eventualidad y después del exorcismo la madre se sintió más tranquila, segura de que las oraciones ayudarían. Pedro hubiera deseado tener la misma confianza. Mientras regresaban observó con disimulo a su hija, tratando de advertir alguna señal de mejoría. La joven caminaba cabizbaja, mirando el suelo como si tanteara por primera vez los senderos húmedos y fríos de la sierra que, en aquel plácido año de 1886, parecían más desolados que de costumbre.

«Habrá que esperar», se dijo.

El viento olía a sangre y las gotas de lluvia se prendían en su piel como dedos espinosos. Cada rayo de sol era un dardo que le perforaba las pupilas. Cada destello de luna era una lengua que lamía sus hombros. Tres meses después del exorcismo, Ángela se quejaba de esas y otras monstruosidades.

—No está aojada —sentenció la Obispa, cuando Clara volvió a llamarla—. Tu hija tiene el mal de madre.

—¿Qué es eso? —preguntó desde su susto doña Clara.

—El útero, el sitio de la paridera, se ha desprendido de su lugar y ahora está vagando por todo el cuerpo. Eso causa dolores de alma en las mujeres. Esta, al menos, anda callada. A otras les da por chillar como lamias en celo.

—¿Y qué hacemos?

—Es un caso grave. Lo único que puedo recomendar son rezos… Ven aquí, Ángela.

Las tres mujeres se arrodillaron en torno a una vela:

En el nombre de la Trinidad,

de la misa de cada día,

y el evangelio de San Juan,

Madre Dolorida,

vuélvete a tu lugar.

Pero el rezo no sirvió de nada. Amanecía, y Ángela lloraba por los rincones. Llegaba el sol al cénit, y Ángela contemplaba la comida sin tocarla. Atardecía, y Ángela se quedaba junto a la puerta de su casa, después de haber vagado durante horas, mientras el Martinico hacía de las suyas… Y eso fue lo más terrible: el mal de madre atontó a Ángela, pero empeoró la conducta del duende.

Todas las tardes, cuando la joven se sentaba a contemplar las crecientes sombras, las piedras volaban sobre los caminantes que traían sus ganados de pastar o de beber, o atacaban a los comerciantes que regresaban de vender sus mercancías. Los aldeanos se quejaron ante Pedro, quien no tuvo más remedio que revelarles el secreto del Martinico.

—Sea duende o espectro, sólo queremos que no nos rompa la crisma. —Era la súplica común, después de conocer la novedad.

—Hablaré con Ángela —decía el padre con un nudo en la garganta, sabiendo de antemano que la conducta del duende dependía del ánimo de su hija y que, al mismo tiempo, lo que el Martinico hacía era independiente de la voluntad de la muchacha.

—Ángela, tienes que convencerlo. Ese duende no puede seguir molestando a la gente o nos echarán de aquí.

—Díselo tú, padre —respondía ella—. Tal vez a ti te escuche.

—¿Crees que no se lo he pedido antes? Pero no parece oírme. Sospecho que nunca está presente cuando le hablo.

—Hoy sí.

—¿Está cerca?

—Ahí mismo.

Pedro casi volcó un tarro de mermelada.

—No lo veo.

—Si le hablas, te oirá.

—Caballero Martinico…

Empezó su respetuoso discurso como ya había hecho otras veces, a lo cual siguió una parrafada donde le explicaba los problemas que podía ocasionar su conducta a la propia Angelita. No se lo rogaba por él, que era un indigno y mísero alfarero, sino por su esposa y por su niña, gracias a las cuales el respetable duende podía vivir entre los humanos.

Era evidente que el Martinico lo escuchaba. Durante la charla, los alrededores permanecieron tranquilos. Dos vecinos pasaron de largo y oyeron la perorata del hombre, que parecía dirigirse al aire, pero como ya estaban al tanto de la existencia del duende, sospecharon lo que ocurría y se apresuraron a seguir antes de que los alcanzara algún proyectil.

Pedro terminó su discurso y, satisfecho de su gestión, dio media vuelta para regresar a sus labores. De inmediato las piedras volvieron a llover en todas direcciones hasta que una de ellas le dio en la cabeza. Ángela fue a socorrerlo y recibió un garrotazo en plenas posaderas. Ambos tuvieron que esconderse en el taller, pero las piedras siguieron sacudiendo la casucha y amenazaron con desplomarla. Por primera vez en muchos meses, Ángela pareció salir de su estupor.

—¡Eres un duende horrible! —le gritó, mientras limpiaba el rostro ensangrentado de su padre—. Te odio. ¡No quiero verte más!

Como por ensalmo, todo se calmó. Aún se escucharon los graznidos de algunas aves, asustadas por la ruidosa tempestad de piedras, pero Ángela estaba tan furiosa que no atendió a los ruegos de su padre para que no saliera del refugio.

—¡Si vuelves a golpear a mi padre, a mi madre, o a mí, te juro que te echaré para siempre de nosotras! —vociferó ella con toda la fuerza de sus pulmones.

Hasta el viento pareció detenerse. Pedro sintió la oleada de miedo que penetraba por sus cabellos y sospechó que ese terror eran las emociones del duende.

La familia se acostó temprano después de colocar emplastos en la cabeza de Pedro, quien juró que jamás volvería a hablar con el Martinico; prefería que fueran otros los que recibieran las pedradas. Además, no sabía si las palabras de su hija tendrían un efecto permanente y no deseaba exponerse de nuevo. De todos modos, debía descansar. Llevaba dos días trabajando en un pedido de vasijas que pensaba decorar a la mañana siguiente.

En medio de la noche los despertó un estruendo espantoso, como si un trozo de luna se hubiera desplomado sobre la tierra. Pedro encendió un cirio y salió de la casa tiritando, seguido por su mujer e hija. La campiña semejaba una gruta ciega.

En el taller de alfarería reinaba el pandemónium: las vasijas volaban en todas direcciones, estallando en mil fragmentos al chocar contra las paredes; las mesas temblaban sobre sus patas; el torno daba vueltas como un molino indetenible… Pedro contempló el desastre, ciego de desesperación. Con aquel duende impenitente, su oficio de alfarero estaba condenado a la ruina.

—Mujer, empieza a recoger las cosas —murmuró—. Nos vamos a Torrelila.

—¿Cómo?

—Que nos vamos con el tío Paco. Se acabó la alfarería. Clara empezó a llorar. —Con lo que has trabajado…

—Mañana venderé lo que pueda. Con ese dinero nos iremos a lo del tío, que ya me lo ha pedido muchas veces. —Y confiado en que el duende no lo oiría mientras siguiera destrozando cosas, agregó—: A partir de ahora, este Martinico comerá azafrán.