Tú me acostumbraste

Y fue como si el mensaje lluvioso de Yuang hubiera renovado ese espíritu rebelde y aventurero que era la marca de su signo. La lluvia fortaleció el ánimo que nunca perdiera. Su llanto al salir de la cárcel no había sido una señal de derrota, como pensó Amalia, sino de rabia. Apenas volvió a ponerse en contacto con la vida, recobró el tono de su voz interior: esa que le exigía clamar justicia por encima de todo. Siguió diciendo lo que pensaba, como si no tuviera conciencia de que aquello podía costarle una paliza o el regreso a la cárcel. En el fondo seguía siendo un tigre, viejo y enjaulado en esa isla, pero tigre al fin y al cabo.

Amalia, en cambio, temía por él y por el resto de su familia en un sitio donde la justicia se había vuelto draconiana. Por eso comenzó a gestionar —papeles van, papeles vienen; certificados y matasellos, entrevistas y documentos— la única posibilidad de que todos continuaran con sus vidas.

Un día llegó de la calle y se detuvo en el umbral, tratando de recuperar el aliento. Miró a Pablo, a su hija y a su nieto, que coloreaba los barcos de papel que su abuelo iba colocando sobre la mesa.

—Nos vamos —anunció.

—¿Adónde? —preguntó Isabel.

Amalia resopló con impaciencia. ¡Como si hubiera algún otro sitio al cual se pudiera ir!

—Al norte. Le dieron la visa a Pablo.

El niño dejó de atender sus barcos. Había estado oyendo hablar de esa visa durante meses. Sabía que tenía que ver con su abuelo, que era un ex preso político, aunque no entendía muy bien lo que significaba eso. Sólo sabía que no debía comentarlo en la escuela, sobre todo después que aquella especie de estigma provocara el divorcio de sus padres.

—¿Cuándo se van? —preguntó Isabel.

—Querrás decir cuándo nos vamos. Tú y el niño también tienen visa.

—Arturo nunca me dará permiso para sacarlo.

—Pensé que ya habías hablado con él.

—A él le da igual, pero no puede autorizarlo. Perdería su trabajo.

—Ese… —comenzó a decir Amalia, pero se contuvo al notar la mirada del nieto— sólo piensa en él.

—No podré hacer nada hasta que el niño sea mayor.

—Sí, y cuando cumpla los quince años ya estará en la edad del Servicio Militar y entonces no lo dejarán salir.

Isabel suspiró.

—Váyanse ustedes. Papá y tú han sufrido mucho; no tienen nada que hacer en este país.

El niño escuchaba, casi asustado, aquel duelo entre su madre y su abuela.

—No he esperado veinte años a tu padre para perder a mi hija y mi nieto ahora.

—No nos perderás, ya nos reuniremos —le aseguró observando de reojo a su padre, que no había abierto la boca, sumido en quién sabe cuáles pensamientos—. Son ustedes quienes no deben esperar.

—Por lo menos trata de hablar con Arturo. ¿O prefieres que lo haga yo?

—Ya veremos —susurró sin mucho convencimiento—. Es tarde, mejor nos vamos… Despídete, corazón.

El niño besó a sus abuelos y salió brincando a la acera. Allí permaneció saltando sobre un pie hasta que su madre lo tomó de la mano y se alejó con él.

Amalia se asomó para verlos marchar y sintió que el corazón le dolía tanto como el día en que vio morir a su padre.

¿Cómo podía dejarlos atrás? No ver crecer a su nieto, dejar de abrazar a su hija: ésa era la mitad de su miedo. La otra mitad era perder nuevamente a Pablo, y eso era lo que ocurriría si no lo sacaba de allí.

Por eso esperaba con ansiedad el permiso de salida que debía otorgarle el gobierno: la famosa tarjeta blanca. O la «carta de libertad», como le llamaban los cubanos tras el éxito de cierta telenovela donde una esclava se pasaba más de cien episodios esperando ese documento. Todos aquellos con visado para viajar debían pasar por una telenovela semejante: a menos que llegara esa tarjeta, nunca podrían salir.

Los primeros meses estuvieron llenos de esperanza. Cuando pasó el primer año, la esperanza se transformó en ansiedad. Después del tercer año, la ansiedad se convirtió en angustia. Y después del cuarto, Amalia se convenció de que jamás los dejarían irse. Quizás veinte años de cárcel les habían parecido insuficientes.

Se consolaba viendo crecer a su nieto: un muchacho hermoso y dulce como su Pablo en la lejana época en que se conocieron. Amalia notaba cómo se esmeraba en complacer a su abuelo. Siempre se las arreglaba para estar cerca de él, como si la amenaza de su separación hubiera hecho que atesorara cada minuto que pasaban juntos: temor que cada vez parecía más irreal, porque el tiempo pasaba y Pablo continuaba viviendo en esa prisión que era la isla.

Aunque seguía asustando a la gente con sus frases temerarias, nunca regresó a la cárcel. Quizás, después de todo, la policía secreta hubiera decidido que era un anciano inofensivo. De cualquier manera, dijera lo que dijera, nada podría hacer.

La escasez es el arma más eficaz para controlar las rebeliones. Con la excepción de algunos letreros que aparecían en los muros y los baños de ciertos lugares públicos, nada parecía ocurrir… Tampoco había con quién conspirar. La culpa era de esa epidemia que se había adherido como un parásito a la piel de todos: el miedo. Nadie se atrevía a hacer algo. Bueno, sólo algunos; pero ésos ya estaban en la cárcel. Entraban y salían regularmente de ella, y jamás lograban otra cosa que no fuera denunciar o protestar. Eran hombres y mujeres más jóvenes que Pablo, de un valor semejante al suyo, aunque sin los medios para conseguir más de lo que el propio Pablo había podido lograr.

A Pablo no le quedó otro remedio que observar; observar y tratar de entender ese país que cada vez se volvía más extraño. Un día, por ejemplo, había salido muy temprano a dar una vuelta y se detuvo frente a la antigua fonda de los Meng, que ahora era un local donde se almacenaban folletos de la Unión de Jóvenes Comunistas. Alzó el rostro al cielo enlodado de nubes, deseando que lloviera un poco para recibir las bendiciones de su bisabuelo. Junto a él pasó un perro sarnoso y lampiño, de esa especie que allí llamaban «perros chinos» porque apenas tienen pelos. El animal lo miró con miedo y esperanza. Pablo se agachó para acariciarlo y recordó aquella tonada de su niñez:

Cuando salí de La Habana

de nadie me despedí,

sólo de un perrito chino

que venía tras de mí.

Como el perrito era chino

un señor me lo compró

por un poco de dinero

y unas botas de charol.

Las botas se me rompieron,

el dinero se acabó.

¡Ay, perrito de mi vida!

¡Ay, perrito de mi amor!

Miró a su alrededor, como si esperara escuchar las campanillas del chino Julián anunciando sus helados de coco, guanábana y mantecado: los mejores del barrio; pero en la calle sólo jugaban tres chiquillos medio desnudos, que pronto se aburrieron y entraron a una casa.

A punto de marcharse, notó la expresión con que una niñita contemplaba algo que ocurría al doblar de la esquina, fuera del campo de su visión. Se asomó un poco, sin delatar su presencia, y vio a dos muchachas que conversaban animadamente junto a unos latones de basura. Comprendió de inmediato que una de ellas era prostituta. Su vestimenta y maquillaje la delataban; una pena, porque era bonita, de rasgos delicados y con un aire muy distinguido. La otra era monja, pero no parecía estarle dando ningún sermón a la descarriada. Por el contrario, ambas parecían charlar como si fueran viejas amigas.

La prostituta tenía una risa dulce y traviesa.

—Me imagino la cara que pondría tu confesor si le dijeras que hablas con el espíritu de una negra conga —se mofó.

—No digas eso, Claudia —respondió la monja—. No sabes lo mal que me hace sentir.

¿De qué hablaban aquellas mujeres? Miró en torno. No había nadie más a la vista, excepto la niñita, que permanecía sentada en el quicio de la puerta.

Los tres muchachos que antes jugaran en la acera volvieron a salir, dando alaridos y batiéndose a machetazos contra los colonizadores españoles. Pablo no pudo escuchar el resto de la conversación. Sólo vio que la monja se guardaba un papelito que le diera la prostituta antes de marcharse; después hizo algo más extraño todavía: miró hacia un montón de basura y se persignó. Enseguida pareció ruborizarse y, casi con furia, hizo la señal de la cruz en dirección a los latones, antes de seguir su camino.

Dios, qué país tan raro se había vuelto la isla.

Llegaron noches de lluvia y días de calor. Se inventaron nuevas consignas y se prohibieron otras. Hubo manifestaciones convocadas por el gobierno y protestas silenciosas en las casas. Corrieron rumores de atentados y se hicieron discursos que los negaban. Con el tiempo, Pablo lo fue olvidando todo. Olvidó sus primeros años en la isla, sus angustias por comprender su idioma, las interminables tardes de llevar y traer ropa; olvidó sus años universitarios cuando se debatía entre tres existencias: estudiar medicina, verse con Amalia a escondidas y luchar en el clandestinaje; olvidó que alguna vez quiso irse de un país al que había llegado a amar; olvidó los documentos que se enmohecían en una gaveta… Pero no olvidó su rabia.

En las noches más oscuras, su pecho gemía con un dolor antiguo. Huracanes, sequías, inundaciones: de todo fue testigo durante aquellos años en los que su vida tenía cada vez menos sentido. Ahora el país atravesaba una nueva etapa que, a diferencia de otras, parecía planificada porque hasta tenía un nombre oficial: Período Especial de Guerra en Tiempo de Paz. Un nombre estúpido y pedante, pensó Pablo, intentando acallar sus entrañas que chillaban de soledad. Nunca antes había sentido un hambre tan atroz, tan dominante, tan omnipresente. ¿Sería por eso que nunca le dejaron abandonar el país? ¿Para matarlo lentamente?

Abrió la puerta y se sentó en el umbral. El vecindario permanecía en tinieblas, inmerso nuevamente en uno de sus interminables apagones. Una ligera brisa recorría la calle, trayendo el vago rumor de las palmeras que cuchicheaban en el Parque Central. Sombras luminosas cubrían a medias el disco de la luna y se transformaban en volutas tiznadas. Por alguna razón recordó a Yuang. Últimamente pensaba mucho en él, quizás porque los años le habían hecho valorar más su sabiduría.

«Es una lástima que yo no la haya aprovechado más cuando él estaba vivo», se dijo, «pero debe pasarle a mucha gente. Demasiado tarde nos damos cuenta de cuánto quisimos a nuestros abuelos, de cuánto pudieron darnos y de lo que no supimos tomar en nuestra inocente ignorancia. Pero la huella de esa experiencia es imperecedera y de algún modo permanece en nosotros…».

Le gustaba mantener aquellos monólogos. Era como conversar de nuevo con el viejo mambí.

El viento silbó con voz de espectro. Por instinto alzó la vista: las estrellas hacían cabriolas entre las nubes. Miró con más atención. Los puntos de luz se adelantaban o retrocedían, se unían en grupos y parecían bailar en rueda; después se juntaban hasta formar un solo cuerpo y de pronto salían disparados en todas direcciones como fuegos artificiales… Pero no eran fuegos artificiales.

—Akún —llamó en silencio.

La calle se hallaba desierta, aunque en la oquedad de otra puerta Pablo creyó percibir una silueta. ¿Era real?

—Akún —repitió suavemente.

Las estrellas se movieron, formando figuras caprichosas: un animal… tal vez un caballo. Y montado encima, un hombre: un guerrero.

—Akún.

Y escuchó la susurrante respuesta:

—Pag Li… Lou-fu-chai…

La visión blanquecina se movió en las tinieblas. Pablo sonrió.

—Akún…

Un párpado de nubes dejó entrever la luna, cuya luz se derramó sobre los espíritus que deambulaban entre los vivos. De la tierra brotó aquel olor a hogar: era un aroma parecido a las sopas que hacía su madre, al talco con que su padre se cubría después del baño, a las manos arrugadas de su bisabuelo… La noche desfallecía como el ánimo de un condenado a muerte, pero Pag Li sintió una felicidad nueva y extática.

La silueta se acercó y, durante unos instantes, lo miró con aquella ternura infinita que sus años de muerto no habían extinguido. Con sus manos heladas le tocó las mejillas. Se inclinó y le dio un beso en la frente.

—Akún —sollozó Pag Li, sintiéndose de pronto el ser más desamparado del universo—. No te vayas, no me dejes solo.

Y se apretó al regazo de su bisabuelo.

—No llores, pequeño. Aquí estoy.

Lo meció con suavidad, acunándolo dulcemente contra él.

—Tengo miedo, abuelo. No sé por qué tengo tanto miedo.

El anciano se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo, como cuando Pag Li era niño y se reclinaba en su pecho a escuchar las hazañas de aquellos héroes legendarios.

—¿Recuerdas cómo conocí al apak Martí? —le preguntó.

—Me acuerdo —contestó enjugándose las lágrimas—, pero cuéntamelo otra vez…

Y Pag Li cerró los ojos, dejando que su memoria se fuera llenando con las imágenes y los gritos de batallas olvidadas. Y poco a poco, abrazado a la sombra de su bisabuelo, dejó de sentir hambre.