Cecilia aceleró su auto a través de las callejuelas de Coral Gables, sombreadas por árboles que vertían chubascos de hojas sobre las gentes y las casas. Era un paisaje que le recordaba ciertos recovecos de La Habana… lo cual era inexplicable porque con sus muros rugosos y sus jardines casi góticos, humedecidos de hiedra, Coral Gables se asemejaba más a una aldea encantada que a la ciudad en ruinas que dejara atrás. Quizás la asociación se debiera a la similitud de dos decrepitudes distintas: una fingida con elegancia y otra remanente de glorias pasadas. Paseó su mirada entre los jardines salpicados de flores y sintió un latido de nostalgia. Qué espíritu obsesivo el suyo que aún extrañaba el rugido de las olas contra la costa, el calor del sol sobre las calles destruidas y el aroma que escapaba de un suelo que insistía en ser fértil cuando se empapaba tras algún aguacero tibio.
No podía mentirse a sí misma. Sí le importaba ese país; tanto como su propia vida, o más. ¿Cómo no iba a importarle si era parte de ella? Pensó en lo que sentiría si desapareciera del mapa, si de pronto se esfumara y fuera a parar a otra dimensión: una Tierra donde no existiera Cuba… ¿Qué haría entonces ella misma? Tendría que buscar otro lugar exótico e imposible, una región donde la vida desafiara la lógica. Había leído que las personas eran más saludables si mantenían alguna conexión con el lugar donde habían crecido o si vivían en un sitio semejante. Así es que tendría que hallar un país alucinante y bucólico a la vez, donde pudiera reajustar sus relojes biológicos y mentales. A falta de Cuba, ¿qué lugares le servirían? Por su mente desfilaron los megalitos de Malta, la ciudad abandonada de los anasazi, y la costa tenebrosa y antigua de Tintagel, plagada de recovecos por donde deambularan los personajes de la saga arturiana… Lugares misteriosos donde latía el eco del peligro y, por supuesto, llenos de ruinas. Así era su isla.
Despertó de su ensueño. Cuba seguía en su sitio, casi al alcance de la mano. El resplandor de sus ciudades podía distinguirse desde Key West en las noches más oscuras. Su misión, por el momento, era otra: desentrañar su futuro más cercano. O al menos encontrar una pista que le indicara la ruta hacia ese futuro.
El chillido de la cotorra fue la primera respuesta a su timbrazo. Una sombra cubrió la mirilla.
—¿Quién es?
La tentación fue demasiada.
—Juana la Loca.
—¿Quién?
¡Santísima virgen! ¿Para qué preguntaba si la estaba viendo?
—Soy yo, tía… Ceci.
Hubo un sonido de cerrojos que se deslizaban.
—Vaya, qué sorpresa —dijo la anciana al abrir la puerta, como si sólo entonces acabara de verla.
—El pueblo… unido… jamás será vencido…
—¡Fidelina! Esta cotorra del demonio me va a matar de los nervios.
—La culpa es tuya por no haberte librado de ella.
—No puedo —gimió Loló—. Demetrio me ruega todas las noches que no se la regale a nadie, que sólo puede verla a través de mí.
Cecilia suspiró, resignada a formar parte de una familia que se debatía entre la locura y la bondad.
—¿Quieres café? —preguntó la mujer, entrando en la cocina—. Acabo de colar.
—No, gracias.
La anciana volvió, segundos después, con una tacita en la mano.
—¿Averiguaste algo sobre la casa?
—No —mintió Cecilia, incapaz de enfrentarse nuevamente a lo que había descubierto.
—¿Y tus ejercicios para ver el aura?
Cecilia recordó la niebla blanquecina en torno a la planta.
—Sólo vi espejismos —se quejó—. Nunca seré como mi abuela; no tengo ni gota de visión.
—Puede ser —murmuró la anciana, sorbiendo con cuidado su café—. Ni Delfina ni yo tuvimos necesidad de hacer cosas raras para hablar con los ángeles o los muertos, pero ya nada es como antes.
Cecilia esperó a que la anciana terminara su café.
—Tía, ¿conoces los números de la charada?
La mujer se le quedó mirando con una expresión algo nublada, como si tratara de recordar.
—Hacía años que no oía hablar de eso a nadie, aunque a veces la uso para jugar a la lotería. Y créeme que funciona; me he ganado mis billeticos.
—¿Y juegas con la charada china o la cubana?
—¿Por qué te interesan esas cosas? Nadie de tu edad sabe lo que es la charada. ¿Quién te habló de ella?
—Una señora —respondió con vaguedad—. Me dio varios números para que los jugara, pero me gustaría saber qué significan.
—¿Cuáles números?
Cecilia sacó un papelito de su cartera.
—El 24, el 68 y el 96 de la charada china. El 40, el 62 y el 76 de la cubana.
La anciana estudió a la joven, sopesando si debía poner al descubierto su mentira. La lotería de la Florida no tenía cifras tan altas como el 68 o el 96. Así es que nadie en su sano juicio le pediría jugarlas. Estaba segura de que existía otra razón para el interés de la muchacha por esos números, pero decidió seguirle la corriente.
—Creo que tengo una lista en algún sitio —dijo levantándose para ir a su dormitorio.
Cecilia se quedó en la sala, revisando sus notas. Siempre creyó que los oráculos eran enigmas elaborados y misteriosos, revelaciones capaces de provocar el éxtasis; no un pasatiempo detectivesco. ¿Debería seguir aquel juego?
—Lo encontré —dijo su tía, saliendo del cuarto y colocando sobre la repisa un papel arrugado—. Veamos… 24: paloma… 68: cementerio grande… 96: desafío.
Cecilia apuntó las palabras.
—Ahora sólo faltan las cifras de la charada cubana —le recordó.
—Esa nunca la usé —admitió Loló—. La china era la más famosa.
—¿Dónde podré encontrarla?
La mujer se encogió de hombros.
—A lo mejor… —comenzó a decir, pero quedó en suspenso contemplando el vacío—. ¿En cuál cajón?
Los cabellos de Cecilia se erizaron cuando comprendió que su tía hablaba con la lámpara.
—¿En el clóset? —preguntó la anciana—. Pero yo no recuerdo…
Aunque supo que no vería a nadie, la joven se volvió en busca del invisible interlocutor.
—Bueno, si tú lo dices…
Sin dar ninguna explicación, Loló se levantó del sofá y fue a su cuarto. Después de algunos ruidos indefinidos, salió de la habitación con una cajita entre las manos.
—Vamos a ver si es cierto —comentó la mujer, mientras revolvía el contenido lleno de papeles—. Pues sí, Demetrio tenía razón. Parece que no anda tan desmemoriado como cree.
Se refería a un recorte de periódico que sacó de la cajita. Estaba tan quebradizo que una de sus esquinas se desprendió al tratar de alisarlo. Era una copia de la charada cubana.
—¿Me la prestas? —preguntó Cecilia.
La anciana levantó el rostro y de nuevo su mirada se perdió en otras latitudes.
—Demetrio quiere que te quedes con ella. Dice que si una joven como tú se interesa por esas reliquias, hemos ganado la batalla. Y dice…
Cecilia dobló con cuidado el papel para que no se siguiera rompiendo.
—…que le hubiera gustado conocerte mejor —suspiró la anciana.
La muchacha alzó la vista.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Sólo pudo verte una vez, el primer día que viniste a verme.
—Ya me lo dijiste, pero no me acuerdo.
La anciana suspiró.
—¡Y pensar que fuiste tan importante para él!
—¿Yo?
—Voy a contarte un secreto —le dijo Loló, sentándose en una mecedora—. Después que murió mi esposo, que en paz descanse, Demetrio se convirtió en mi mayor apoyo. Nos conocíamos desde que éramos jóvenes. Siempre estuvo enamorado de mí, pero nunca me lo dijo. Por eso vino para acá, apenas salí de Cuba. Tú fuiste la única nieta de Delfina, y ella no cesaba de enviarnos tus fotos y contarnos de ti. Tus padres estaban planeando venir para acá cuando naciste, aunque al final tu madre nunca se decidió. En realidad, le tenía miedo a los cambios. Delfina murió, pero siguió dándonos noticias tuyas. Demetrio sabía que yo hablaba con mi hermana muerta y lo encontraba muy natural. Así seguimos al tanto de tu vida, especialmente después que murieron tus padres. Yo estaba muy preocupada, sabiéndote tan sola. Fue entonces cuando Demetrio me confesó su amor y me dijo que, si tú venías, entre los dos podríamos cuidarte como la hija que nunca tendríamos. No sabes cómo se obsesionó con la idea. Le hacía mucha ilusión conocerte, ir a tu boda, criar a sus nietos… Porque hablaba de tus hijos como si fueran sus propios nietos. ¡Pobre Demetrio! ¡Hubiera sido tan buen padre!
A medida que Loló hablaba, Cecilia sentía que sus rodillas se volvían de piedra. Aquélla era la conexión que faltaba. Demetrio había deseado protegerla. Para él hubiera sido la hija providencial y su vínculo con Loló, la novia de sus sueños, a la que seguía visitando después de muerto. Por eso también viajaba en la casa junto a sus padres: para protegerla, para cuidarla…
—Tengo que irme, tía —musitó.
—Llámame cuando quieras —le rogó la anciana, sorprendida por su abrupta retirada.
Desde su ventana la vio meterse en el auto y ponerlo en marcha. ¡Qué modales tan raros tenían los jóvenes! ¿Y para qué necesitaba el significado de esos números? Recordó que en su juventud estuvo de moda jugar a las adivinanzas con la charada. Si la muchacha hubiera sido de otra época, habría jurado que andaba enfrascada en algún acertijo. Puso el pestillo y se volvió. Allí estaban Delfina y Demetrio, como cada tarde, meciéndose levemente en sus sillones.
—Debiste decirle… —masculló Delfina.
—Todo a su tiempo —dijo Loló.
—Es cierto —suspiró Demetrio—. Ya se dará cuenta por sí misma. Lo importante es que estamos aquí para ella.
Y así conversaron un rato más hasta que el crepúsculo llenó la casa.
Una hora después, la noche había caído sobre la ciudad. Loló se despidió de sus huéspedes, que ahora acudían a tareas más propias de su actual estado.
El reloj dio las nueve. Cuando la anciana se dirigía a la cocina notó que, desde hacía rato, el apartamento se hallaba sumido en un inquietante silencio. La cotorra parecía dormir en su jaula. ¿Tan temprano? Se dirigió al comedor y metió un dedo entre los barrotes, pero el animalito no se movió. Tuvo un presentimiento y abrió la puerta de la jaula para tocar su plumaje. La carne rígida y aún tibia se iba enfriando rápidamente. Dio un rodeo a la jaula para mirar desde otro ángulo. Fidelina había muerto con los ojos abiertos.
Sintió lástima de la pobre cotorra y estuvo a punto de rezar una oración por su alma… Pero ¡qué demonios! Esa desgraciada le había desquiciado la vida a ella, a sus vecinos y a media humanidad. Por lo menos ya no volvería a gritar aquellas consignas que enloquecían a cualquiera. De rezos, nada. Mejor se ocupaba de hacerla desaparecer; algo que —pensó con arrepentimiento— debió haber hecho tiempo atrás, cuando la bestia aún estaba con vida. ¿Por qué no lo intentó antes? Designios del cielo, algún karma ineludible. ¿Quién sabe? Pero ya no. Se había librado de esa miserable parca y juró que nunca más dejaría que algo así volviera a aparecer en su vida.
—Descansa en el infierno, Fidelina —dijo, y arrojó un trapo sobre el cadáver de la cotorra.
Mientras regresaba a su apartamento con la respuesta del enigma, Cecilia iba recordando su adolescencia. En aquellos tiempos felices, su mayor aventura era explorar las casas clausuradas por el gobierno, como esa mansión de Miramar, a la que llamaban El Castillito, donde ella y sus amigos se reunían a contar historias de fantasmas en la noche de Halloween. Aunque tal fiesta no se celebraba en la isla, todos los años subían a la azotea de la casa embrujada para invocar los espectros de una Habana loca y lujuriosa que, sin embargo, parecía libre de pecados.
El océano, la lluvia y los huracanes eran bautizos naturales que redimían a los hijos de una virgen que, según la leyenda, había llegado por mar en una tabla, deslizándose sobre las olas en el primer surfing de la historia. No era extraño que esa misma virgen, a la que el Papa coronara Reina de Cuba, se pareciera a la diosa del amor que adoraban los esclavos, vistiera de amarillo como la deidad negra, y tuviera su santuario en El Cobre, región de la cual se extraía el metal consagrado a la orisha africana… Oh, su isla alucinante y mezclada, inocente y pura como un Edén.
Evocó la llovizna que despidiera al Papa en el santuario de San Lázaro —una lluvia curativa, delicada como una filigrana, que se derramó sobre la noche de la isla— y recordó la lluvia sin nubes que cayera sobre Pablo frente al monumento de mármol negro. Por algún azar de la memoria, también pensó en Roberto… Ay, su amante imposible. Hermoso y lejano como su isla. Mentalmente le envió un beso y le deseó suerte.