Debí llorar

La gente se aglomeraba frente a las puertas del hotel Capri, deseosa de entrar al cabaret donde cantaría Freddy, esa intérprete descomunal en voz y en talla. Dos funciones daría ese viernes: una al anochecer y otra cerca de la medianoche. Pero la conmoción no era provocada sólo por la expectativa de escuchar a la cantante, sino por ese estado de excitación que se renovaba a cada segundo desde que el ejército de hombres barbudos se volcara sobre las calles y las haciendas, avanzando como una marea indetenible por la isla.

Varios meses después que tomaran el poder, ya circulaban rumores sobre juicios sumarios, ejecuciones secretas, deserciones de altos funcionarios… Y ya se había anunciado la intervención de grandes compañías. Intervenir: un concepto tan violento que era usado para esquivar frases más explícitas como «despojarlo de sus bienes» o «quitarle el negocio». Tras los pejes gordos vendrán los pequeños, corría el rumor. Algunos empezaban a conspirar por temor a que eso ocurriera, pero sus voces eran aplastadas por la efervescencia con que vivía la mayoría, arrastrada por el vendaval de himnos y consignas.

Con el mismo fervor con que aplaudía cada acto del nuevo gobierno, así entraba la multitud enjoyada al Salón Rojo donde todos esperaban escuchar a la popular contralto… Pero la antigua cocinera no se mostraba feliz.

—Esta gente no respeta, Amalita —le había dicho confidencialmente a su amiga en el camerino—. Y sin respeto, no hay derechos.

Amalia, feliz por haber recuperado a su marido cuando los rebeldes abrieron las cárceles a los antiguos opositores, no le daba importancia a esas quejas. Tras meses de separación agónica, habían vuelto a reunirse. Pablo estaba libre: era su único pensamiento. Y —lo más importante— ya no se metería en asuntos de conspiradera.

—Son rumores inventados por el enemigo —le aseguraba.

Desde hacía algunas semanas, la cantante se mostraba cada vez más inquieta, y en secreto daba rienda suelta a su angustia cuando cantaba:

—«Debí llorar y, ya ves, casi siento placer. Debí llorar de dolor, de vergüenza tal vez…».

Sentada frente a su mesa, Amalia apretó la mano de Pablo. Ah, la fortuna de saborear un bolero cantado con sabiduría, el placer de un cóctel donde el ron se mezcla con las guindas borrachas, el privilegio de morder las frutas de pulpa relajada como el trópico…

Un rumor la sacó de su embeleso. Alguien discutía con el portero, intentando penetrar al cabaret.

—Es tu padre.

La advertencia de Pablo la sobresaltó. Oh, Dios: Isabelita. La había dejado con ellos. Nunca supo cómo llegó hasta él, pero de pronto ya estaba en la acera preguntándole qué le había pasado a su niña.

—Isa está bien —dijo José, cuando logró calmarla—. No estoy aquí por ella, sino por Manuel.

—¿Mi padre?

Pablo se había quedado de una pieza. Después de aquella «traición» con la que deshonrara a su familia, su padre nunca había vuelto a hablarle; sólo Rosa se comunicaba en secreto con ellos.

—Tu mamá llamó —le dijo José—. Los rebeldes están en el restaurante.

—¿Los rebeldes? ¿Por qué?

—Manuel estaba ayudando a unos conspiradores.

—Eso es imposible. Mi padre nunca se metió en política.

—Parece que escondió a un amigo en la trastienda por unos días. El hombre ya se fue, pero están registrando el negocio con la idea de encontrar algo.

Sin pedir más explicaciones, Pablo y Amalia se subieron al auto de José. Nadie habló durante el trayecto que los llevó a la parte antigua de la ciudad. Cuando llegaron, el vecindario parecía desierto: nada inusual en el Barrio Chino donde los inquilinos preferían observar los acontecimientos detrás de las persianas. El temor flotaba en el ambiente como una niebla palpable, quizás porque muchos recordaban escenas similares en su patria de antaño, de la cual huyeran una vida atrás. Ahora, como si algún pertinaz demonio los persiguiera, de nuevo se enfrentaban a la misma pesadilla en aquella ciudad que los acogiera con aire despreocupado y alegre.

Pablo saltó del auto antes de que José frenara del todo. Había visto la caja contadora destrozada en plena acera, las puertas del local abiertas de par en par, la oscuridad de su interior… Rosa corrió hacia su hijo.

—Se lo llevaron —le dijo en cantones, con la voz quebrada de angustia.

Y siguió hablando de una manera demasiado atropellada para que Pablo pudiera entendería. Por fin se enteró de que Manuel se hallaba en una camioneta arrimada a la acera, dentro de una cabina con cristales ahumados que impedían ver su interior.

Pablo se enfrentó al hombre de uniforme verde olivo que salía del restaurante con un montón de papeles en la mano.

—Compañero, ¿puedo preguntar qué ocurre?

El miliciano lo miró de arriba abajo.

—¿Y tú quién eres?

—El hijo del dueño. ¿Qué pasó?

—Tenemos informes de que aquí se conspiraba.

—Para nosotros, el tiempo de conspirar ya pasó —explicó Pablo, tratando de parecer afable—. Mi padre es un anciano pacífico. Ese restaurante es el trabajo de toda su vida.

—Sí, eso dicen todos.

Pablo se preguntó si podría mantener la calma.

—No pueden destruir el negocio de una persona inocente.

—Si es inocente, tendrá que probarlo. Por ahora, vendrá con nosotros.

Rosa se echó a los pies del hombre, hablándole en una jerigonza confusa donde se mezclaban el cantones y el español. El miliciano intentó zafarse, pero ella se aferró a sus rodillas. Otro hombre que salía del restaurante apartó a la mujer con violencia.

Pablo arremetió contra él. Con un rápido gesto lo envió de cabeza contra la acera y enseguida inmovilizó al segundo, que ya lo agarraba por detrás. Su ataque tomó por sorpresa a los milicianos, que jamás habían visto nada semejante. Aún tendrían que pasar dos décadas para que Occidente se familiarizara con ese arte guerrero que los chinos llaman wushu.

Los milicianos se levantaron del suelo mientras José y Amalia trataban de contener a Pablo. Uno de ellos se llevó la mano al revólver, pero fue atajado por el otro.

—Deja eso —susurró, señalando con un gesto los alrededores.

Comprendiendo la cantidad de testigos que habría del incidente, optaron por cerrar el restaurante, colocar el sello para indicar que había sido intervenido por el gobierno revolucionario y subieron a la camioneta.

—¿Adonde se lo llevan?

—Por ahora, a la tercera estación —dijeron—, pero no te molestes en ir hoy ni mañana. Va a ser difícil que lo soltemos pronto. Antes habrá que ver si no es un contrarrevolucionario.

—Yo conspiré contra Batista —gritó Pablo mientras el vehículo arrancaba—. ¡Y estuve preso!

—Entonces sabrás que todo esto es por el bien del pueblo.

—¡Mi padre es el pueblo, estúpido! Y las revoluciones no se defienden destrozando sus bienes.

—Tu padre dormirá en la cárcel para que le sirva de escarmiento —gritó el chofer, poniendo el vehículo en marcha—. ¡Y no será el único! En estos momentos hay órdenes de registro en los negocios de muchos conspiradores.

Pablo se lanzó contra la camioneta, pero José lo sujetó.

—¡Voy a reclamar en los tribunales! —bramó, rojo de rabia.

Le pareció escuchar las carcajadas de los hombres, mientras la camioneta se perdía en medio de una nube oscura y pestilente.

—Yo no luché para esta mierda —dijo Pablo, sintiendo que una furia nueva crecía en su pecho.

Amalia se mordió los labios, como si presintiera lo que se avecinaba tras aquella frase.

—Tengo que ir al estudio —susurró José, palideciendo.

—Usted no tiene por qué preocuparse… —comenzó a decir Pablo, pero se detuvo al ver la mirada de su suegro—. ¿Qué ocurre?

—Yo… guardé unos papeles —tartamudeó José.

—¡Papá!

—Sólo por una noche, para hacerle un favor a la señora de los altos. Se habían llevado preso al marido y temía un registro. Ya lo quemé todo, pero si el hombre habló y a ella la amenazaron…

Subieron al auto, tras convencer a Rosa que sería más seguro dormir esa noche en casa de su hijo y su nuera.

Los diez minutos de viaje hasta «El duende» fueron agónicos y difíciles. Varias calles aledañas estaban bloqueadas por los escombros. Vitrolas, cajas contadoras, mesas y otros accesorios formaban lomas de basura en el asfalto. Cuando llegaron al estudio de grabaciones, la puerta había sido tapiada con unos tablones y el temible sello de la intervención revolucionaria cruzaba la cerradura. Desde la acera, Pablo, José, Amalia y Rosa vieron las vitrinas revueltas, los estantes destruidos, las partituras regadas por el suelo.

—Dios mío —exclamó José, a punto de desplomarse.

¿Cómo habían podido? Aquél era el universo que creara su padre. Allí estaban los pasos del Benny, la sonrisa de La Única, las danzas del maestro Lecuona, las guitarras de los Matamoros, las zarzuelas de Roig… Cuarenta años de la mejor música de su isla se desvanecían frente a una violencia incomprensible. Rozó con sus dedos las tablas claveteadas y sospechó que jamás podría recuperar los tesoros de aquel local que su hijita y su nieta llenaran de gorjeos. Le habían robado su vida.

Amalia miró a su padre, que tenía una palidez nueva en el rostro.

—Papá.

Pero él no la oyó; su corazón le dolía como si un puño se lo apretara.

Cerró los ojos para no ver más aquel destrozo.

Cerró los ojos para no ver más aquel país.

Cerró los ojos para no ver más.

Cerró los ojos.

Cada mañana Mercedes creía descubrir un ramo de rosas ante su puerta. O una caja con bombones rellenos de licor de fresas. O una cesta de frutas sellada con un lazo rojo. O una carta que alguien tenía que leerle después, porque ella aún no sabía hacerlo. Y no sólo una carta de amor, sino el recuento de atardeceres que palidecían ante el resplandor de su piel, siempre firmadas por un mismo nombre, el único importante para ella… Porque Mercedes no podía recordar que José estaba muerto. Su mente vagaba ahora por aquella época en que su enamorado la rondara mientras ella, sumida en una bruma diferente, apenas percibía sus esfuerzos para llegar hasta su corazón nublado de embrujos.

También recordaba otras cosas: había vivido en un lupanar, se había dejado poseer por incontables hombres, su madre había muerto en un incendio que casi destruyó el negocio de doña Ceci, su padre había sido asesinado por un negociante rival… Pero ya no era necesario ocultarlo porque nadie sabía lo que se escondía en su cabeza. El único conocedor de su secreto había muerto… ¡No! ¿Qué estaba pensando? José vendría a verla como cada mediodía mientras doña Ceci regañaba a la mujer de la limpieza. Le cantaría alguna serenata y ella atisbaría de reojo hacia la esquina, temiendo que los matones de Onolorio llegaran más temprano.

Pero José no venía. Ella se levantaba de la cama y se asomaba con impaciencia a la calle por donde pasaban a toda hora unos transeúntes sospechosos: hombres con armas largas que blandían incluso ante el rostro de los niños. Sólo ella se daba cuenta de que eran los matones de Onolorio, aunque ahora se vistieran diferente. Tenía que hacer algo para avisar a José o lo matarían apenas se asomara por la esquina. Sintió que el pánico se apoderaba de ella.

«¡Asesinos!».

La palabra se agazapó en su pecho, asomándose poco a poco detrás de cada latido. Deseaba decirla, aunque fuera en susurros, pero la pesadilla la había dejado sin voz.

«¡Asesinos!».

Hubo una conmoción cerca de la esquina. El miedo anuló esa parálisis que no la dejaba gritar. «¡Asesinos!», murmuró.

El tumulto creció en la esquina. Varias personas corrían detrás de un individuo. Mercedes no pudo distinguir su rostro, pero no necesitaba verlo para saber quién era.

Como un fantasma desolado, como una banshee que clamara por la muerte del próximo condenado, salió a la calle dando alaridos.

—¡Asesinos! ¡Asesinos!

Y sus reclamos se sumaron a los de la muchedumbre, que también acusaba de algún crimen al hombre que huía.

Pero Mercedes no vio ni supo nada de esto. Se abalanzó sobre los perseguidores que intentaban detener a su José. En la confusión oyó un disparo y sintió de nuevo aquel adormecimiento en su costado, en el mismo sitio donde Onolorio le clavara un puñal siglos atrás. Esta vez la sangre manaba a raudales, mucho más caliente y abundante. Movió un poco la cabeza para observar a quienes se acercaban y pedían a gritos un médico o una ambulancia. Hubiera querido tranquilizarlos, advertirles que José andaba cerca.

Buscó entre todos los rostros el único que sonreía, el único que podría reconfortarla.

«¿Lo ven?», trató de decir. «Les dije que vendría».

Pero no pudo hablar, sólo suspirar cuando él le tendió los brazos y la levantó. ¡Cuánta ternura había en su mirada! Como en aquellos atardeceres de antaño…

Se alejaron de la multitud, todavía aglomerada en plena calle. Atrás quedaron los clamores y la voz adolorida de una sirena que buscaba el sitio donde yacía una mujer agonizante. Pero Mercedes no se volvió para mirar atrás. José había venido a cuidar de ella, y esta vez sería para siempre.

Cómo había cambiado su mundo. «Nadie está preparado para perder a sus padres», se decía Amalia. ¿Por qué no le habían advertido? ¿Por qué nunca le aconsejaron cómo lidiar con esa pérdida?

Se meció nerviosamente frente al televisor. Por fuera intentaba ser la misma de siempre, por su hija y por esa otra criatura que pronto estaría allí, pero algo se había roto para siempre en su pecho. Ya nunca más sería «la hija de», ya nunca más diría «mamá» o «papá» para llamar a alguien, ya no existirían dos personas que correrían a su lado, ignorando al resto del mundo para abrazarla, para mimarla, para socorrerla.

Por si fuera poco, Pablo también había cambiado. No con ella. A ella la amaba con locura. Pero una nueva amargura parecía roerle el alma después del arresto de su padre, a quien le hicieron un juicio sumario para condenarlo a un año de prisión. Pablo intentó mover influencias. Incluso habló con varios funcionarios que lo conocían desde su época en el clandestinaje; pero cada solicitud suya chocaba contra un muro insalvable. Sólo tras cumplir su sentencia, Síu Mend regresó a casa maltratado y mortalmente enfermo; tanto que muchos creían que no viviría mucho. Amalia sospechaba que Pablo no se quedaría con los brazos cruzados. Ya había visto aquella misma expresión cuando conspiraba contra el gobierno anterior. Y no era el único. Muchos amigos —que antes celebraran el advenimiento del cambio— venían a visitarlo ahora con actitudes igualmente sombrías. Amalia los había visto susurrar cuando ella volvía la espalda y callarse cuando regresaba con el café.

Intentó pensar en otra cosa, por ejemplo, en la masa de refugiados que huía de la incomprensible ola de cambios. Cientos habían escapado. Hasta la gorda Freddy se había marchado a Puerto Rico…

—¡Isabel! —llamó a su hija para alejar aquellos pensamientos—. ¿Por qué no vas a bañarte?

Su vientre pesaba una barbaridad, aunque sólo tenía cinco meses.

—Papi está en la ducha.

—En cuanto salga, te bañas.

Isabel ya tenía diez años, pero actuaba como si tuviera quince, tal vez porque había visto y escuchado demasiadas cosas.

Amalia cambió el canal y se meció en su sillón, casi ahogándose por el esfuerzo. Todo le molestaba, hasta respirar.

—Y ahora… ¡La Lupe! —anunció un presentador invisible, con aquella voz engolada que era habitual a principios de los años sesenta.

Procuró olvidar el dolor de su cintura y se preparó para oír a la cantante de la que tanto se hablaba: una mulata santiaguera, con ojos de fuego y caderas de odalisca, que salió al escenario con andares de potra en celo. Era hermosa, reconoció Amalia. Aunque pensándolo bien, las mulatas feas eran una excepción en su isla.

—«Igual que en un escenario, finges tu dolor barato. Tu drama no es necesario. Ya conozco ese teatro…».

Demasiado histriónica, decidió Amalia. O histérica. No quedaba nada de la gracia zalamera de Rita en esa nueva generación… ¡Qué estaba pensando! El olmo nunca daría peras. Jamás habría otra como ella.

—«Mintiendo: qué bien te queda el papel. Después de todo, parece que ésa es tu forma de ser».

Hubo un leve cambio en el tono de la música, que súbitamente se hizo más dramática. Y de pronto, La Lupe pareció enloquecer: se zafó el moño, sus cabellos se desparramaron sobre el rostro, comenzó a arañarse el pecho y a darse puñetazos en el vientre.

—«Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…».

Amalia no pudo creer lo que veía cuando la mujer se quitó un zapato y atacó el piano con el afilado estilete de su tacón. Tres segundos después pareció cambiar de idea, arrojó el zapato fuera de escena y se dedicó a golpear con los puños la espalda del pianista, que siguió tocando como si nada.

Aguantó la respiración, esperando que alguien entrara con una camisa de fuerza para llevarse a la cantante, pero no ocurrió nada. Por el contrario, cada vez que La Lupe iniciaba otro de aquellos desatinos el público gritaba y aplaudía al borde del paroxismo.

«Este país se ha vuelto loco», pensó Amalia.

Casi se alegró de que su padre no estuviera allí. José, que se había codeado con los artistas más exquisitos, se hubiera muerto de nuevo ante aquel desbarro.

—¿Puedes cambiar el canal? —gritó Pablo desde el cuarto.

—¿La has visto? —preguntó Amalia—. Parece una leona enjaulada.

¿Hasta dónde llegaría el delirio? ¿Tanto habían cambiado los tiempos? ¿Se estaba poniendo vieja? Se levantó para apagar el televisor, pero no llegó a hacerlo. Un agudo timbrazo la hizo saltar.

—¿Qué desean…?

Apenas entreabrió la puerta, cuatro hombres la empujaron. Isabel chilló espantada y corrió a refugiarse en el regazo de su madre.

Desbaratando muebles y adornos a su paso, los hombres registraron el apartamento y descubrieron unas octavillas aplastadas entre el colchón y el bastidor de la cama. Dos de ellos trataron de sacar por la fuerza a Pablo, que se resistió fieramente. En medio de los gritos de madre e hija, lo sacaron del cuarto sangrando y medio inconsciente. Amalia se interpuso entre la puerta y los hombres, y recibió una patada en pleno vientre que la hizo vomitar allí mismo.

Los gritos habían alertado a los vecinos, pero sólo una pareja de ancianos se atrevió a acercarse cuando los hombres se fueron.

—Señora Amalia, ¿está bien?

—Isabel —susurró a la niña, mientras sentía el líquido espeso que se escurría entre sus piernas—, llama a abuelita Rosa y dile que venga enseguida.

A sus pies crecía la sangre, mezclándose con el agua que debía proteger a su bebé. Por primera vez notó que el Martinico la miraba espantado y supo entonces que los duendes pueden palidecer. Además, titilaba con una luz verdosa cuyo significado no logró identificar.

Amalia hubiera querido insultar, gritar, morderse los brazos, desgarrarse la ropa como La Lupe. Hubiera hecho un dúo con ella para escupirle el rostro a aquel que los había engañado, prometiendo villas y castillas con esa expresión de monje franciscano donde sin duda se ocultaba —ay, Delfina— un demonio rojo.

—«Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…».

Trató de levantarse, pero se sentía cada vez más débil. Casi al borde del desmayo, entendió por qué La Lupe le gustaba tanto a la gente.

Rosa revolvió el caldo de pescado y le echó un puñado de sal antes de probarlo. En otra época lo hubiera condimentado con trozos de jengibre, salsa de ostras y verduras, y su aroma hubiera ascendido hasta las nubes como el de las sopas que su nodriza preparaba. Echó parte del caldo en un recipiente y salió a la calle.

Desde que Síu Mend muriera, ya no hallaba gusto en cocinar; y menos ahora que no podía dar rienda suelta a esos momentos de inspiración en los que añadir algunas semillas de ajonjolí tostado o un chorrito de salsa dulce determinaban la diferencia entre un plato común y otro digno de dioses. Pese a todo, cada tarde preparaba un poco de alimento que llevaba al doctor Loreto, padre de Bertica y Luis, antiguos condiscípulos de su hijo.

El médico se había mudado cerca, después que su familia se marchara a California. El gobierno le había negado la salida sin explicación alguna, pero él sospechaba que la causa era cierto sujeto con influencias: un antiguo capitán de los guerrilleros que, recién llegado de las montañas, había intentado propasarse con su esposa. La pareja había sufrido un hostigamiento atroz que duró años, hasta que Irene murió de cáncer. Ya el doctor había olvidado el asunto cuando volvió a tropezarse con el hombre, cara a cara, el día en que fue a solicitar el permiso para salir del país. Sus hijos no querían abandonarlo, pero él insistió en que se fueran. Ahora parecía la sombra del rozagante médico que siempre bebía una copa de Calvados tras esas opíparas cenas que ordenaba en El dragón rojo. Le habían prohibido trabajar por «gusano», es decir, por desear irse tras los lujos del imperio, y las ropas colgaban de su cuerpo como trapos mojados.

Rosa lo encontró en el umbral de su vivienda, y recordó con nostalgia la figura del mambí que también se había sentado en un quicio a esperar por Tigrillo, siempre dispuesto a escuchar algún relato de aquellos tiempos en que los hombres luchaban con honor para que el mundo fuera un sitio más justo… Ahora el anciano había muerto y su Tigrillo languidecía en una prisión.

Veinte años. Eso era lo que había decretado el tribunal por su vínculo con una facción que organizaba sabotajes contra el gobierno. Veinte años. Ella no viviría tanto. Le consolaba saber que existía Amalia. La idea de ocupar un segundo lugar en el corazón de su hijo, frente a esa mujer que veía el mundo a través de sus ojos, era reconfortante.

Saludó al doctor y le tendió el plato. El hombre parecía un anciano, y la impresión de decrepitud aumentaba con sus gestos temblorosos y la ansiedad con que sorbía la sopa. Un perro se acercó a olfatear, pero él lo espantó de una patada.

Rosa apartó la vista, incapaz de soportar aquella imagen. ¿Qué le aguardaba a ella, sola y sin más recursos que una mísera pensión?

Regresó a su casa, cerró la puerta y apagó la única lámpara que iluminaba la sala, pero el resplandor no se marchó. Allí, en la penumbra de un rincón, estaba su madre: la hermosísima Lingao-fa, con sus ojos de almendra y aquel cutis de seda.

Kui-fa —llamó la muerta, tendiéndole los brazos.

—Ma —murmuró en su lengua de niña y se abrazó a ella.

—He venido a hacerte compañía —susurró el espíritu en un cantones que sonaba a música.

—Lo sé —asintió ella—. Me he sentido muy sola.

Abrazada a ella, disfrutó aquel aroma de infancia —el olor de su madre que le recordaba tantas cosas—. Luego se apartó y fue hasta la puerta de su habitación. Desde el umbral se volvió hacia ella.

—¿Te quedarás conmigo?

—Para siempre.

Entró en su cuarto, se subió a la cama que había compartido con Síu Mend y tomó la soga que había colgado de la viga más alta. Pronto vería a su marido, al tío Weng, al mambí Yuang, a Mey Ley… En adelante viviría con ellos, escucharía su propio idioma y comería pasteles de luna a toda hora. Sólo lo sentía por el doctor Loreto, tan flaco y tan cansado, que nunca más recibiría su plato de sopa al atardecer.

Amalia observó de reojo a su hija, que caminaba junto a ella con un ramo de flores. En aquel Día de los Difuntos, ambas cumplirían los deseos del hombre encarcelado desde hacía siete años. Hubieran podido ir al cementerio, pero en su última visita Pablo les había rogado que llevaran las flores al monumento erigido en honor a los mambises chinos. Pensaba que era un sitio más apropiado para honrar a su familia. El bisabuelo Yuang iniciaba la lista de antepasados rebeldes. Su padre Síu Mend, que muriera exigiendo lo que le quitaran, le seguía. Y su madre Kui-fa, que había renunciado a la vida abrumada por la tristeza, merecía igual respeto.

La brisa que barría hojas y pétalos arrastró también una música familiar: una ronda infantil que Amalia no escuchaba desde hacía años:

Un chino cayó en un pozo,

las tripas se hicieron agua.

Arre, pote pote pote,

arre, pote pote pá…

Había una chinita sentada en un café

con los dos zapatos claros

y las medias al revés.

Arre, pote pote pote,

arre, pote pote pá…

La mujer miró en todas direcciones, pero la calle estaba desierta. Alzó la vista al cielo, pero sólo vio nubes. La letra, cantada por una vocecita traviesa, evocaba un método de suicidio común entre los culíes que intentaban escapar de la esclavitud lanzándose de cabeza a un pozo. Se lo había contado Pablo, quien lo supo de su bisabuelo.

La música siguió cayendo del cielo durante varios segundos. Quizás lo estaba imaginando. Observó a su hija, una adolescente de cabellos ondulados como su abuela Mercedes, piel rosada como su bisabuela española y ojos rasgados como su abuela china; pero la joven se veía ensimismada. Acababa de detenerse frente a la inscripción grabada en el monumento y, sin que nadie se lo dijera, había comprendido que ninguna otra nacionalidad —entre las decenas que poblaban la isla— podía proclamar algo semejante a lo que revelaba aquella frase.

Su madre la tocó levemente en el codo. La joven despertó de su ensueño y depositó las flores al pie de la columna. Amalia recordó que pronto se cumpliría otro aniversario de la muerte de Rita. Nunca olvidaría la fecha porque, en medio del velorio más concurrido en Cuba —¿o había sido el de Chibas?—, se tropezó con Delfina.

—Este 17 de abril no será el único desgraciado de nuestra historia —le aseguró la vidente—. Habrá otro peor.

—No lo creo —sollozó Amalia, que no podía imaginar nada más terrible que esa tragedia.

—Dentro de tres años, en esta misma fecha, habrá una invasión.

—¿Una guerra?

—Una invasión —insistió la mujer—. Y si logramos detenerla, será la mayor desgracia de nuestra historia.

—Querrás decir «si no logramos detenerla».

—Dije lo que dije.

Amalia suspiró. ¿Dónde estaría ahora la dulce Delfina? Pensó en el maestro Lecuona, muerto en las islas Canarias; en la gorda Freddy, enterrada en Puerto Rico; en tantos emblemas musicales de su isla que se habían refugiado en tierras ajenas tras la derrota de aquella invasión… Al final se había quedado sola con su hija, mientras Pablo cumplía una prisión de veinte años.

La última criatura que llevara en su vientre había muerto de una patada. Hubiera sido su tercer hijo, de no haber sido por las inclemencias de una historia manipulada por los hombres. La vida era como un juego de azar donde no todos lograban nacer y donde otros morían antes de tiempo. Nada de lo que uno hiciera aseguraba un mejor o peor final.

Resultaba demasiado injusto. Aunque quizás no fuera una cuestión de justicia, como siempre había creído, sino de otras reglas que necesitaba aprender. Tal vez la vida era sólo un aprendizaje. Pero ¿para qué, si después de la muerte sólo había una recompensa o un castigo? ¿O sería verdad lo que decía Delfina, que existían más vidas después de la muerte? Ojalá que no fuera cierto. Ella no quería regresar, si eso significaba comenzar otra charada que se regía por leyes tan ilógicas. Hubiera dado cualquier cosa por preguntar a Dios por qué había decretado aquella suerte para su Pablo, un hombre tan amoroso, tan honesto…

—Mami —susurró la muchacha, señalando al policía que las observaba a cierta distancia.

Debían irse. No estaban haciendo nada prohibido, pero uno nunca sabía.

Isabel leyó de nuevo la frase grabada en el mármol negro; una frase para ser mostrada a los hijos que algún día tendría, cuando ella les contara las hazañas de su tatarabuelo Yuang, la tenacidad de sus abuelos Síu Mend y Kui-fa, y la rebeldía de su padre Pag Li. El recuerdo de su padre le llenó los ojos de lágrimas. Furiosa ante su propia debilidad, arrojó una mirada de desprecio al policía que seguía observándolas y que no pudo entender su gesto. Después echó a andar junto a su madre con la cabeza más alta que nunca, repitiendo como un mantra, con la intención de grabarla en sus genes, la frase del monumento que su futuro hijo jamás debería olvidar: «No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor».