Habana de mi amor

¿A quién podía contarle lo que había descubierto? Lisa ya sospechaba que los fantasmas habían regresado porque estaban encariñados con alguien; Gaia le había aconsejado averiguar más sobre los habitantes de la casa, porque intuía que las fechas significaban algo para ellos; y Claudia le había dicho que andaba con muertos. ¡No en balde! Si estaba metida hasta el cuello investigando la casa donde viajaban su abuela Delfina, el viejo Demetrio y sus padres. Su propia tía abuela había sugerido que las fechas aludían a algo que tuvo su origen en Cuba y que ahora se hallaba en Miami. Todas las teorías contenían un pedazo de verdad.

De pronto Cecilia dejó de pasearse: había una pieza suelta en el rompecabezas. La casa y sus habitantes no podían estar relacionados con ella porque nunca conoció al viejo Demetrio, pese a que la anciana asegurara que se lo había presentado. Quizás aquellos fantasmas no estaban allí por ella sino por Loló, la única vinculada con los cuatro. Sintió un profundo desconsuelo. Había llegado a creer que sus padres intentaban acercarse, pero al parecer su tía abuela… Un momento. ¿Por qué iría su padre en busca de Loló, la hermana de su suegra, en lugar de seguir a su propia hija? Tuvo otra idea desconcertante. ¿Y si los espectros se reunían en familias? ¿Y si existían colectividades de fantasmas? ¿Y si su presencia se hacía más potente debido a esa unión?

Quedó en suspenso ante otra posibilidad. Sacó el mapa y volvió a mirar las fechas. Aunque Loló llevaba treinta años en Miami, las visiones de la casa sólo habían comenzado después que Cecilia llegara a esa ciudad. ¿Era casualidad? Buscó el punto de la primera aparición y marcó la primera dirección donde ella viviera. Después rastreó la segunda. En lugar de contar las calles, decidió medir las distancias en el mapa. Sería más fácil. Fue comparando el espacio entre las sucesivas visiones y los sitios donde había vivido. Cuando acabó, no tuvo dudas. Era la primera vez que hallaba una variante sin excepciones. La casa siempre se acercaba un poco más al lugar donde ella vivía. Repitió la operación con el vecindario de Loló durante los últimos veinte años, pero el patrón no funcionó. La casa estaba relacionada con Cecilia. La estaba buscando a ella.

Ahora, más que nunca, se alegró de no habérselo contado a nadie. Era una locura. Seguía sin entender qué tenía que ver el difunto Demetrio con ella. Suspiró. ¿No acabarían nunca los enigmas de la maldita casa?

Otra vez sentía la punzada de un dolor donde se mezclaban las voces de sus padres con las playas de su niñez. Aquellos muertos que vagaban por todo Miami le traían el aroma de una ciudad que había llegado a aborrecer más que ninguna. Ella era una mujer de ninguna parte, alguien que no pertenecía a ningún sitio. Se sintió más desamparada que nunca. Su mirada tropezó con los videos que Freddy le había traído. No le interesaba verlos, pero su jefe le había pedido que hiciera un artículo sobre la visita papal a Cuba. Con la esperanza de olvidar sus fantasmas, tomó los casetes y se fue a la sala.

El blanco vehículo recorría La Habana. Por primera vez en la historia, un Papa visitaba la mayor isla del Caribe. Y mientras Cecilia escudriñaba la multitud, testigo del milagro, iba rescatando del olvido las aceras por las que deambulara tantas veces. «¿Te acuerdas del Teatro Nacional?», se preguntó a sí misma. «¿Y del Café Cantante? ¿Y de la parada frente a la estatua de Martí? ¿Y del frío que escapaba del restaurante Rancho Luna cuando se abría la puerta en el momento en que uno pasaba?». Continuó enumerando recuerdos, absorta en la visión soleada de las calles. Casi sentía el rumor de los árboles y de la brisa que subía desde el malecón, remontándose por la Avenida Paseo hasta la plaza, y la calidez de esa luz que reavivaba los colores del agreste paisaje urbano. Por primera vez vio su ciudad con otros ojos. Le pareció que su isla era un vergel rústico y salvaje, de una belleza que resplandecía pese al polvo de sus edificios y al cansancio que se adivinaba en los rostros famélicos de sus habitantes.

«La belleza es el comienzo del terror que somos capaces de soportar», recordó. Sí, la verdadera belleza aterra y nos deja en una actitud de absoluto desamparo. Hipnotiza a través de los sentidos. A veces un aroma mínimo —como la fragancia que brota del sexo de una flor— puede obligarnos a cerrar los ojos y dejarnos sin respiración. En ese instante, la voluntad queda atrapada en un estímulo tan intenso que no logra escapar de él sino hasta después de varios segundos. Y si la belleza llega a través de la música o de una imagen… ¡Ah! Entonces la vida queda en suspenso, detenida ante esos sonidos sobrenaturales o ante la potencia infinita de una visión. Sentimos el inicio de ese terror. Sólo que a veces pasa tan fugazmente que no nos percatamos. La mente borra de inmediato el suceso traumático y sólo nos deja una sensación de ineludible poder frente a lo que pudo arrastrarnos y hacernos traicionar el raciocinio. La belleza es un golpe que paraliza. Es la certeza de hallarse ante un hecho que, pese a su aparente temporalidad, va a trascendernos… como aquel paisaje que Cecilia contemplaba ahora.

Allí estaba su ciudad, vista desde el helicóptero que navegaba sobre la curva voluptuosa del malecón. Pese a la altura, era posible distinguir las avenidas sombreadas; los jardines de las añejas mansiones republicanas con sus vitrales y sus pisos de mármol; el diseño perfecto de las avenidas que desembocaban en el mar; la fortaleza colonial que otrora llamaran Santa Dorotea de Luna; la majestuosa entrada del túnel que se sumergía a un costado del río Almendares para emerger en la Quinta Avenida… Las imágenes comenzaron a malograrse y la magia se esfumó. El locutor anunció que la televisión cubana acababa de cortar la transmisión. «Lo mismo de siempre», pensó ella. «Interrumpen la señal porque no les conviene mostrar las casas donde se esconden los terroristas y los narcotraficantes».

Apenas se dio cuenta de que había sacado el videocasete y buscaba otro. Por su mente seguían desfilando las estatuas ecuestres de los parques, las fuentes secas y las azoteas destrozadas de los edificios. ¿Por qué las ruinas eran siempre hermosas? ¿Y por qué las ruinas de una ciudad, otrora bella, lo eran aún más? Su corazón se debatía entre dos sentimientos: el amor y el horror. No supo qué debía sentir hacia su ciudad. Sospechó que había sido bueno alejarse para vislumbrar con mayor claridad un paisaje que nunca logró percibir debido a su cercanía. Un país es como una pintura. De lejos, se distingue mejor. Y la distancia le había permitido conocer muchas cosas.

De pronto reconoció cuánto le debía a Miami. Allí había aprendido historias y decires, costumbres y sabores, formas de hablar y trabajar: tesoros de una tradición perdida en su isla. Miami podía ser una ciudad incomprensible hasta para quienes la habitaban, porque mostraba la imagen racional y potente del mundo anglosajón mientras su espíritu bullía con la huracanada pasión latina; pero en aquel sitio febril y contradictorio, los cubanos guardaban su cultura como si se tratara de las joyas de la corona británica. Desde allí, la isla era tan palpable como los gritos de la gente que clamaba desde la pantalla: «Cuba para Cristo, Cuba para Cristo…». En la isla flotaba un espectro, o quizás una mística, que ella no había notado antes, algo que sólo había descubierto en Miami.

Estaba furiosa. Odiaba y amaba su país. ¿Por qué se sentía tan confusa? Tal vez por esa ambivalencia que le provocaban las imágenes. El Papa celebraba una misa en Santiago de Cuba y el mundo se viraba al revés, como si aquello fuera una demostración de las teorías de Einstein que finalmente iban a probarse en esa isla alucinante. Huecos negros y huecos blancos. Todo lo que absorben los primeros puede reaparecer en los otros, a miles de años luz. ¿Aquello que veía era Miami o Santiago?

En pleno corazón de la isla, la multitud se congregaba ante una réplica de la Ermita de La Caridad de Miami, el santuario más amado de los cubanos en el destierro. Frente a esa capilla, las aguas oscuras traían y llevaban vegetación, fragmentos de botellas y mensajes de todo tipo. El mar era el beso de ambas costas, y los cubanos de uno y otro lado se asomaban a él como si buscaran las huellas de quienes vivían en la otra orilla.

La ermita original, situada en la región oriental de la isla, poseía una arquitectura muy diferente. Por eso, ver aquella copia del templo miamense en suelo cubano resultaba una visión extraña. Aunque, si se pensaba bien, era la conclusión de un ciclo. La efigie primitiva de la virgen se conservaba en su hermosa basílica de la sierra de El Cobre, cerca de Santiago de Cuba. La ermita de Miami había sido construida imitando la forma de su manto. El escenario cubano donde se hallaba el Papa, al duplicar dicho manto, remedaba también —sin querer o a propósito— la silueta del templo en el exilio. Todo era como uno de esos juegos con espejos que repiten una imagen ad infinítum. Y bajo ese entramado que parecía simbolizar la unión de todos, el Papa coronaría a la madre espiritual de los cubanos.

La diminuta corona de la virgen mestiza fue retirada de la imagen, y los dedos temblorosos del polaco colocaron otra más espléndida sobre el manto cobrizo. La Virgen de La Caridad fue proclamada Reina y Patrona de la República de Cuba. La gente deliró de entusiasmo y comenzaron las congas: «Juan Pablo, hermano, quédate conmigo aquí en Santiago». Y otras más audaces: «Juan Pablo, hermano, llévame contigo al Vaticano».

Cecilia suspiró mientras la cámara recorría el paisaje. A lo lejos se alzaban las cordilleras azules, envueltas en nubes eternas, y la visión del santuario de El Cobre, próximo al lugar donde se decía que el arzobispo visionario Antonio María Claret predijera en el siglo XIX el terrible desastre que se avecinaba para la isla. Cecilia recordaba fragmentos de la profecía: «A esta Sierra Maestra vendrá un joven de la ciudad y pasará un corto tiempo cometiendo hechos muy lejanos a los mandamientos de Cristo. Habrá inquietud, desolación y sangre. Vestirá un uniforme no tradicional que nadie ha visto en este país y muchos de sus seguidores tendrán rosarios y crucifijos colgados del cuello e imágenes de muchos santos junto a armas y municiones». Más de cien años antes de que ella naciera, el santo había visto imágenes que lo aterraron: «El joven gobernará por unas cuatro décadas, cercanas al medio siglo, y en ese tiempo habrá sangre, mucha sangre. El país quedará devastado…». Y Cecilia imaginaba cuánto se habrían alarmado los compañeros del arzobispo al verlo caer en trance, mientras viajaba por las montañas sobre su muía: «Cuando se cumpla este tiempo ese joven, que ya será viejo, caerá muerto y entonces el cielo se tornará limpio, azul, sin esta oscuridad que ahora me rodea… Se levantarán columnas de polvo y otra vez la sangre anegará el suelo cubano por pocos días. Habrá venganzas y revanchas entre grupos dolidos y otros codiciosos que, por un corto tiempo, empañarán de lágrimas los ojos. Después de estos días tormentosos, Cuba será la admiración de toda América, incluyendo la del Norte… Cuando esto ocurra, vendrá un estado de alegría, paz y unión entre los cubanos, y la República florecerá como nadie podrá imaginar. Habrá un tan gran movimiento de barcos en las aguas que, de lejos, las grandes bahías de Cuba parecerán ciudades enclavadas en el mar…». Cecilia no dudaba que si el arzobispo había vislumbrado con tanta claridad la primera parte de la historia, no existía razón para que se equivocara en su conclusión… a menos que Dios hubiera decidido cambiar el video celestial para confundir al santo con el final de otra película; pero ella confiaba en que no hubiera sido así.

La muchacha bebió las imágenes que se revelaban con una luminosidad nueva desde la pantalla del televisor: las cimas brumosas de la sierra, pletóricas de leyendas; el mítico santuario de El Cobre, lleno de exvotos de todos los siglos; la tierra roja y sagrada de Oriente, anegada en minerales y sangre. «La belleza es el comienzo del terror…». Cecilia cerró los ojos, incapaz de soportarla.

Hacía casi tres semanas que no iba al bar, temerosa de buscar exagerado refugio en el relato de Amalia que se había ido convirtiendo en una historia más angustiosa que la suya. Aunque tal vez por eso regresaba a ella. Mientras la escuchaba, se daba cuenta de que su propia vida no era tan mala. Cuando llegó, la oscuridad latía como un ente vivo en medio de los efluvios humanos. Se dirigió al rincón de siempre, tropezando con las mesas, y mucho antes de llegar distinguió el brillo del azabache en la oscuridad. Casi a tientas continuó su avance hasta que se sentó frente a la mujer.

—Te he estado esperando —le dijo la anciana.

Su mirada lanzaba destellos que parecían iluminarlo todo. ¿O acaso esa luz sólo era un reflejo de las imágenes que mostraba la pantalla? Allí estaba el malecón con sus estatuas y sus amantes, sus fuentes y sus palmeras. Ay, su Habana perdida… Cecilia evocó los recuerdos enterrados en su memoria y tuvo una idea delirante. ¿No se decía que la isla estaba rodeada de ruinas sumergidas? ¿Y no afirmaban muchos que esas piedras ciclópeas pertenecían al legendario continente descrito por Platón? Quizás La Habana hubiera heredado el karma de la Atlántida que yacía junto a sus costas… y probablemente su maldición. Si la gente reencarnaba, las ciudades también debían hacerlo. ¿Acaso no sabía que las ciudades tenían alma? Ahí estaba la casa fantasma para demostrarlo. Y si es así, ¿no arrastraban también karmas ajenos? La Habana era como el resto de las tierras míticas: Avalon, Shambhala, Lemuria… Por eso dejaba una impresión indeleble en quienes la visitaban o habían vivido en ella.

—«Habana de mi amor…».

El bolero retozó en sus oídos como una premonición. Observó de nuevo a Amalia. Cada vez que se encontraba con esa mujer le sucedían cosas raras. Pero ahora no quería pensar, sino conocer el final de aquella historia que, por ratos, le hacía olvidar la suya propia.

—¿Qué ocurrió después que los esbirros se llevaron a Pablo? —preguntó.

—Fue liberado al poco tiempo, cuando los guerrilleros tomaron la capital —murmuró la mujer, jugueteando con los eslabones de su cadena.

—«… si el alma te entregué, Habana de mi amor…».

Escucharon la melodía durante unos segundos.

—Y después que lo soltaron, ¿qué pasó?

Amalia dejó escapar un suspiro.

—Ocurrió que mi Tigrillo siguió siendo el mismo rebelde de siempre.