Cuando Amalia supo que había perdido a su hija —a esa criatura cuyo sexo había predicho Delfina— no lloró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Pablo, sentado en una silla del hospital donde ella naciera y donde su abuela sirviera como esclava cuando la hija del marqués de Almendares habitaba la mansión. Todavía los vitrales derramaban sus colores por las paredes y el suelo. Todavía los helechos del patio murmuraban bajo la lluvia, llenando los salones con un olor fresco que recordaba la campiña cubana.
—Esos hijos de mala madre —murmuró Pablo entre dientes—. Mira lo que nos han hecho.
—Tendremos otro —dijo ella, tragándose las lágrimas.
Pablo, con la mirada húmeda y enrojecida, se inclinó para abrazarla. Y fue como si Delfina la hubiera contagiado de su poder sibilino, porque unos meses después volvió a quedar embarazada.
Durante el tiempo que siguió, Amalia pensó mucho en Delfina, que se había mudado de nuevo no sin antes llenarle la cabeza de vaticinios. Sus profecías continuaban produciéndole pesadillas.
Un día en que comentaban el suicidio de Chibas, le había asegurado:
—Su muerte no probó nada y nos dejó con un destino peor. Dentro de unos años, la isla será la antesala del infierno.
Poco antes de irse, la había visitado para pedirle un poco de arroz.
—Los muertos vendrán después del golpe —le dijo.
Al principio, Amalia pensó que se refería a la golpiza de agua que matara a su criatura… hasta que se produjo el golpe de Estado de 1952, encabezado por el general Fulgencio Batista, todo muy civilizado y sin que se disparara un tiro. Los muertos, en efecto, comenzaron a aparecer después. Aquellos vaticinios no terminaron ahí. Peor sería la llegada de La Pelona, un ente mítico que, apoyado por un ejército de diablos rojos, se convertiría en el Judas, el Herodes y el Anticristo de la isla. Hasta las criaturas pequeñas serían masacradas si intentaban escapar de su feudo, aseguró Delfina.
Deseosa de alejar los malos pensamientos, regresó a las puntadas mientras su mente vagaba por otros rumbos. Muchas cosas habían pasado en los últimos tiempos. Su madre, por ejemplo, se había aparecido en la tienda. ¿Lo sabía su padre? Claro que no, le aseguró Mercedes. De ninguna manera podía enterarse. Aferrado a su negativa de no verla después de su fuga y posterior matrimonio, se había vuelto huraño y ni siquiera reía como antes.
A Amalia no le gustaba pensar en él porque invariablemente terminaba llorando. Tenía un marido que la adoraba y una madre que ahora vivía pendiente de ella, pero le faltaba su mejor amigo. Añoraba su cariño de animal viejo y dulce que era irremplazable.
Pablo se afanaba por aliviar la tristeza de su mujer. Desde la adolescencia había conocido el lazo que unía a padre e hija, dos criaturas tan afines como independientes. Ahora nada parecía animarla. Tras mucho pensar, decidió aplicar una de las estrategias que había descubierto cuando quería que ella dejara de preocuparse: le llevaría algún problema —cuanto más complejo, mejor— que requiriera de su intervención directa.
Esa tarde llegó a casa quejándose del trabajo. Ya no daba abasto con las ventas. Además, la fama del negocio era como una tarjeta de presentación social. Una pena que no pudieran asistir a todos los eventos a los que les invitaban. No se lo había dicho para no abrumarla, pero ¿cómo aceptar tantos agasajos si no tenían cómo reciprocarlos? No podían invitar a nadie… a no ser que decidieran mudarse a un sitio más apropiado. ¿Adónde? No estaba seguro. Quizás un apartamento en El Vedado.
Aunque sólo faltaba un mes para el parto, Amalia abandonó sus conversaciones con la gorda Fredesvinda y, periódico en mano, visitó más de veinte apartamentos en dos semanas. Pablo estaba contento, aunque algo confundido. Nunca antes había visto a su mujer tan ansiosa por ocuparse de un asunto. No sabía si su entusiasmo se debía a que deseaba ayudarlo o a algún otro deseo secreto. Sospechó que era esto último cuando un agente de bienes les entregó las llaves de un apartamento.
El día de la mudanza, Amalia se detuvo en la entrada, como si aún dudara que ése fuera su nuevo hogar. El piso era pequeño, pero limpio y con olor a riqueza cercana. Tenía un balcón que permitía ver un trozo de mar y amplios ventanales por donde penetraba la luz. Le fascinaba el baño, cegador en su blancura, y el espejo gigante donde podía verse de cuerpo entero si se alejaba un poco. Recorrió todo el lugar, sin cansarse de tanta claridad y tanto azul. Después de su antigua casona cercana al Barrio Chino y de la modesta vivienda en Luyanó, aquel apartamento la dejaba sin aliento.
Pronto se hizo evidente que los antiguos muebles eran inservibles allí. El lecho parecía un monstruo medieval entre las paredes claras; y el sofá, un horror desteñido bajo el sol que se filtraba por el balcón.
—Así no podremos recibir a nadie —concluyó Pablo, entre contrariado y satisfecho—. Necesitamos muebles nuevos.
Fue entonces cuando él descubrió que amueblar su casa era la verdadera pasión que se ocultaba tras ese entusiasmo.
Entre préstamos y créditos, la mujer consiguió un sofá de piel crema con dos butacones del mismo color y dos mesitas de madera para la sala. En el comedor situó una mesa de cedro que podía alargarse hasta permitir ocho comensales, y sillas de igual material forradas con una tela color vino. Encima colgó una lámpara de cristal ámbar. Además, compró copas, cubiertos de plata, utensilios de cocina… Poco a poco fue añadiendo más detalles: las cortinas de gasa fina, los platos de porcelana para una pared del comedor, el paisaje marino encima del sofá, una fuente de cerámica llena de polímitas…
En menos de dos semanas, transformó el apartamento en un sitio que pedía a gritos la llegada de visitantes que pudieran admirarlo. ¿No era eso lo que Pablo había insinuado cuando se quejó de los viejos cachivaches? Mientras hablaba, desempacó el estuche que acaba de comprar: dos candelabros de plata que vistió con velas rojas. Era el toque final para su comedor.
Esa noche, después de cenar, Rita los llamaba para avisar que estrenaría La médium.
Había sido una función inquietante, llena de sombras que se movían en el escenario. Pero no eran sombras teatrales; no se trataba de esos falsos espectros que doña Rita, en su papel de madame Flora, hacía revivir ante sus invitados para perpetuar su fama de pitonisa con la ayuda de su hija Ménica y de Toby, el muchacho mudo.
La mujer se llevaba la mano a la garganta, asegurando que unos dedos espectrales habían intentado ahogarla, lo cual no era posible porque ella, más que nadie, sabía que todas esas apariciones fantasmales eran puro cuento… Amalia sintió una contracción. Ahora la médium se quejaba ante los muchachos de que uno de ellos había intentado asustarla. Ninguno —juraron ambos— había hecho semejante cosa. Estaban demasiado ocupados moviendo muñecos e imitando voces para espanto de los invitados.
Amalia trató de ignorar los latidos de su vientre. Se quedaría quietecita para ver si se tranquilizaba. En contra de su costumbre, no salió durante el intermedio. Le pidió a Pablo unos bombones y, llena de zozobra, aguardó en su asiento hasta que las luces se apagaron de nuevo. ¿Era la música o ese universo espectral que se asomaba a escena? Madame Flora se volvió hacia Toby hecha una furia. Tenía que ser él quien había vuelto a tocarla; pero el joven mudo no pudo replicar y, pese a las protestas de su hija, lo echó de su casa.
Ay, su niña muerta por aquel golpe de agua… y los diablos de Delfina… y las perlas chinas rescatadas de la matanza… ¿Qué artes mágicas empleaba esa actriz para convocar a su alrededor tantos espectros? Todo podía ocurrir cuando ella actuaba, y ahora su madame Flora resultaba una experiencia sobrecogedora. La médium había enloquecido de miedo. Y una noche, convencida de que aquel ruido era un espectro que deseaba asesinarla, disparó y mató al infeliz Toby que había regresado para ver a su amada Mónica.
Pero Amalia vio lo que nadie más había visto. La mano que Rita se llevaba a la garganta destilaba una claridad rojiza como una luna en eclipse. Sangre… como si hubiera sido degollada.
El público se puso de pie y estalló en aplausos. Pablo apenas logró evitar que Amalia cayera al suelo, mientras un líquido claro y tibio mojaba la alfombra del pasillo.
Y ahora la niña hacía gorgoritos sobre las losas. El Martinico, cansado o aburrido, se había asomado al balcón y jugaba a arrojar semillas a los autos que transitaban tres pisos más abajo. El ruido de la puerta lo sobresaltó. Por puro reflejo, aunque sólo la niña y su madre podían verlo, se esfumó antes de que apareciera el rostro congestionado de Pablo.
—¡Dios! Qué susto me has dado —se sobresaltó el hombre—. ¿No ibas a las tiendas?
—Estaba cansada. ¿Qué haces aquí?
—Olvidé unos papeles.
Recordó que, dos semanas atrás, lo había sorprendido saliendo del apartamento cuando ella entraba, y que también se había sobresaltado.
—Esta noche se decide el contrato —dijo él—. Debemos estar en casa de Julio a las siete.
La flauta de Pan se había convertido en una cadena de cuatro tiendas que no sólo vendía partituras e instrumentos musicales, sino grabaciones de música extranjera. Julio Serpa, principal importador de discos de la isla, le había pedido que fuera su distribuidor; pero antes tendría que abrir tres tiendas más. Cuando Pablo respondió que no contaba con el dinero suficiente, Julio le propuso convertirse en co-dueño, comprándole el cincuenta por ciento; así Pablo duplicaría su capital y ambos podrían invertir a partes iguales. Pero Pablo no accedió. Eso significaría tener que consultar cada decisión. El empresario aumentó el precio y le ofreció comprar sólo el cuarenta, pero Pablo no quería ser el dueño del sesenta por ciento de su sueño. Le dijo que sólo vendería un veinte. Finalmente el hombre lo invitó a cenar con su asesor, alguien con la suficiente experiencia como para servir de intermediario en casos como el suyo. Deseaba proponerle otro plan que quizás fuese de su agrado.
—Pasaré a buscarte a las siete —dijo Pablo, y besó a su mujer antes de salir.
Amalia acostó a la niña, que se había quedado dormida. Sólo entonces se dio cuenta de que su marido no llevaba consigo los papeles que había venido a buscar.
Amalia quería causar la mejor impresión, pero el lloriqueo de Isabel se había transformado en una rabieta que no la dejaba vestirse.
—¿No se sentirá mal? —preguntó Pablo, meciendo en sus brazos a la niña que gritaba con el rostro congestionado—. Mejor suspendemos la cena.
—De ninguna manera. Si es necesario, ve solo. Yo me encargaré de…
El Martinico asomó su cabeza tras la cortina y la niña sonrió. Mientras el duende y la pequeña jugaban a los escondidos, la mujer terminó de arreglarse. Los pucheros comenzaron otra vez cuando el Martinico agitó las manos en gesto de despedida, arreciaron cuando la familia salió al pasillo y llegaron a su apogeo frente a la puerta de la mansión.
—Adelante —dijo el empresario, que había acudido a abrirles—. ¡Vivían!
Su esposa tenía una piel de blancura teatral, casi refulgente.
—¿Quieren tomar algo?
Isabel aún lloraba en el regazo de su madre y, por un instante, los adultos se miraron sin saber qué hacer.
—Ve con Pablo a la biblioteca —sugirió Vivían a su marido—. Yo me ocupo de Amalia y de la niña.
Desde la puerta, Amalia contempló las estanterías de caoba repletas de volúmenes iluminados por una luz cálida y amarillenta.
—Vamos a la cocina —dijo Vivían—, le daremos algo.
—No creo que sea hambre porque comió antes de salir —comentó Amalia mientras caminaban por el pasillo—; y si lo fuera, no sé si tendrías algo apropiado para ella. Todavía no come muchas cosas.
—No te preocupes. Freddy se encargará de eso.
Amalia pensó en la distancia que separaba a su familia de aquella que se permitía tener un cocinero: algo con lo que ella ni siquiera se atrevía a soñar.
Isabel ya no lloraba, quizás por el apetitoso aroma a panetela que inundaba el pasillo… Amalia se detuvo de golpe al ver al cocinero. O más bien, la cocinera.
—¡Fredesvinda!
La gorda se había quedado pasmada.
—¡Amalita!
—¿Ustedes se conocen? —preguntó Vivían con una inflexión diferente en la voz.
—Claro —comenzó a decir Amalia—. Fuimos…
—Yo trabajaba para los tíos de la señora cuando ella todavía era una chiquilla —la interrumpió la cocinera—. Doña Amalita visitaba la casa a menudo.
Amalia no se atrevió a desmentirla porque descubrió una luz de advertencia en los ojos de la gorda.
—¿Esta es su niña? —preguntó la gorda.
—Sí —contestó Vivían—. ¿Qué podemos darle de comer?
—Acabo de hornear una torta.
—Un poco de leche tibia estará bien —dijo Amalia.
—Haz lo que la señora te pida, Freddy… Quedas en buenas manos, Amalita.
El taconeo se perdió por el pasillo de mármol negro.
—¿Por qué inventaste ese cuento? —susurró Amalia.
—¿Qué querías? —la tuteó Fredesvinda, poniendo a calentar un poco de leche—. ¿Confesar que habíamos sido vecinas?
—¿Por qué no?
—Ay, Amalita, eres demasiado inocente —la regañó su amiga, que ahora cortaba un pedazo de torta—. Si ustedes no hubieran mejorado de situación, don Julio no les habría invitado a cenar. Decir que fuiste vecina de una cocinera no va a ayudarlos a salir adelante y Pablo necesita cerrar ese negocio…
—¿Cómo sabes?
—Los criados oímos muchas cosas.
Mientras Fredesvinda hablaba, la niña hurtó un pedazo de torta y volvió a alargar su manita para tomar otro.
—No, Isa —dijo Amalia—. Eso no es para ti.
La niña empezó a gimotear.
—Prueba un poco de panetela antes de irte —dijo la gorda—. Yo le daré la leche y trataré de que duerma… ¡Ay, pero qué mona es!
Comenzó a pasearse con la niña en brazos, tarareando bajito. Cuando Amalia acabó de comer, se dio cuenta de que su criatura se había dormido, arrullada por Fredesvinda que tarareaba algo con su hermosa voz de contralto.
—No sabía que cantaras tan bien. Deberías dedicarte a eso.
—Tal parece que no tuvieras ojos. ¿Quién va a querer contratar a una cantante que pesa trescientas libras?
—Puedes bajar un poquito.
—¿Crees que no lo he intentando? Es una enfermedad…
El eco de unas voces llegó hasta ellas.
—Acaba de irte —la regañó Fredesvinda—. Una señora no debe quedarse tanto tiempo hablando con los criados. Si la niña se despierta, iré a buscarte.
Amalia caminó por el pasillo, guiándose por las risas. No recordaba si debía doblar a la derecha o a la izquierda. Las voces que retumbaban entre las paredes la fueron guiando hasta el recibidor.
—¿Qué quieres tomar, Amalia?
Antes de que pudiera responder, dos campanillazos sonaron en la entrada.
—Debe ser él —dijo Julio—. Vivian, sírvele algo a Amalia. Yo iré a abrir.
Pablo se inclinó para buscar más hielo y Amalia probó su licor mientras las voces se acercaban por el pasillo. De pronto, la conversación cesó de golpe. Fue la actitud tensa de Pablo, más que el prolongado silencio, lo que hizo que Amalia se volviera hacia la puerta. Su padre estaba allí, con una expresión de pasmo mortal.
—¿Se encuentra bien, don José?
—Sí, no… —susurró Pepe como si le faltara el aire.
Un gemido vago e indefinido se escuchó en el pasillo.
—Podemos hacer la reunión otro día —propuso Julio.
—Con permiso —dijo la gorda Fredesvinda, pugnando por sostener a Isabelita que intentaba bajar hasta el suelo—. Señora Amalia, la niña estaba llamándola.
—Disculpe, don Julio —murmuró José.
Y ante la mirada atónita de sus anfitriones, dio media vuelta y salió al recibidor. Casi a tientas buscó la puerta e intentó abrirla, pero se enredó con la cerradura que era muy complicada.
Algo tiró de sus pantalones.
—Tata.
La niña, casi un bebé, se tambaleaba sobre sus pies y contemplaba a aquel señor que no sabía cómo abrir una puerta. José retrocedió dos pasos para alejarse, pero la pequeña no soltaba su pantalón.
—Tata —lo llamó con rara insistencia.
Era su propia mirada y la mirada de su hija. Vencido, casi sin fuerzas, se agachó, la tomó en sus brazos y se echó a llorar.
Era como si el tiempo no hubiera transcurrido, excepto que ahora su padre tenía más canas y sus ojos se llenaban de un brillo diferente cuando jugaba con su nieta. Porque si José había vivido fascinado con su hija, Isabel ejercía sobre él un efecto casi hipnótico. No se cansaba de alzarla en brazos, ni de contarle historias, ni de enseñarle a abrir los estuches de los instrumentos. Amalia aprovechaba cada oportunidad para dejarle a la niña, mientras ella se ocupaba de otros asuntos. Ahora, en la calurosa tarde de esa ciudad eternamente húmeda, la campanilla anunció su llegada a la tienda donde había jugado tantas veces cuando era niña.
—Hola, papi —saludó al hombre inclinado sobre el mostrador.
José alzó la vista.
—Se nos muere —murmuró el hombre.
Su expresión llena de terror la paralizó.
—¿Quién?
—Doña Rita.
Amalia había dejado a su hija en el suelo.
—¿Cómo? ¿Qué pasó? —preguntó, sintiendo que sus rodillas no podían sostenerla.
—Tiene un tumor. ¡Y en las cuerdas vocales! —dijo su padre con voz ahogada—. ¡Santo cielo! Una mujer que canta como los dioses.
Por la mente de Amalia desfilaron confusamente las imágenes de aquella Rita que la había acompañado desde su infancia, y le pareció que toda su vida se la debía a aquella mujer: una muñeca de bucles dorados, el chal de plata con que la conoció Pablo, las cartas que llevaba y traía para su amado, el refugio que le brindó cuando ambos se fugaron, el préstamo para su primera tienda…
—Es como una venganza del infierno —sollozó su padre—. Como si el demonio sintiera tanta envidia de esa garganta que quisiera cerrársela para siempre.
—No digas esas cosas, papi.
—La voz más privilegiada que ha dado este país… ¡Nunca habrá otra como ella!
Su padre tenía los ojos rojos, pero ella no quería llorar.
—Tengo que ir a verla —decidió.
—Entonces no te vayas; en cualquier momento entra por esa puerta. Me dijo que pasaría por aquí después del ensayo.
—¿Va a cantar? ¿Con ese problema?
—Ya la conoces.
Un estrépito detrás del piano los hizo acudir a la carrera. Isabelita había volcado varios estuches vacíos de violín; no se había hecho daño, pero el ruido la asustó y berreaba a más no poder.
—Buenos días, mi gente… ¿Y qué ha pasado aquí? ¿Se acabó el mundo o qué?
Aquella voz inconfundible: la voz que era como una risa espumosa y fresca.
—Rita.
—Nada de besuqueos ahora. Déjame ver a esa criaturita angelical que grita como los demonios.
Apenas la tomó en sus brazos, Isabel se calló.
—Toma el dinero, Pepe —le dijo, buscando en su bolso—. Cuéntalo a ver si está completo.
—Rita.
—Y dale con tanto «Rita… Rita…». Me van a gastar el nombre.
La actriz mantenía su expresión de siempre.
—Amalita —dijo su padre—, vete a tus asuntos que yo cuido a la niña.
—No, papá. Mejor me la llevo.
—Pero ¿no venías a dejarla?
—Pensaba irme de tiendas, pero ya no tengo ganas.
—¿Por qué no vamos las dos sólitas, como en los buenos tiempos?
Amalia se volvió hacia Rita y notó el pañuelo enrollado en su garganta. Cuando alzó los ojos, supo que Rita había notado su mirada.
—Déjame a la niña —le rogó Pepe—, te la llevaré por la noche.
Amalia comprendió que su padre no clamaba sólo por su nieta, sino por un mundo que se desmoronaba con aquella noticia. Por primera vez notó que su figura comenzaba a encorvarse y descubrió una sombra de susto en sus ojos, una inseguridad que parecía el inicio de un temblor; pero no dijo nada. Le dio un beso a su hija, otro a él y salió con Rita a recorrer La Habana.
Terminaron sentadas en un café del Prado, contemplando a los transeúntes que se paseaban bajo los árboles donde se cobijaban los gorriones y las palomas. Hablaron de mil cosas sin importancia, soslayando el tema que ninguna se atrevía a mencionar. Recordaron sus antiguas escapadas, la primera visita a la cartomántica, el ataque de risa que tuvo Rita cuando se enteró de que su pretendiente era chino… Varias palomas se acercaron a la mesa para picotear las migajas del suelo.
—Ay, mi niña —suspiró la actriz después de un largo silencio—, a veces me parece que todo es una broma de mal gusto, como si alguien hubiera inventado esto para asustarme o hacerme sufrir.
—No diga eso, Rita.
—Es que no me veo encerrada en una caja, calladita y sin decir esta boca es mía. ¿Te imaginas? Yo que nunca me he mordido la lengua para cantarle las verdades a la gente.
—Y se las seguirá cantando, ya verá. Cuando se cure…
—Ojalá, porque yo no creo que vaya a morirme.
—Claro que no, doña Rita. Usted no morirá jamás.
Llegó a su casa tan deprimida que decidió dormir un rato. Su padre le traería a Isabelita más tarde; así es que aprovecharía esa tregua para olvidarse del mundo durante un par de horas.
Aquellos tacones la estaban matando. Entró a su apartamento y se los sacó en la sala. Un estruendo en el dormitorio la detuvo. Por si acaso, calculó el espacio que había entre la puerta del cuarto y la salida. Con el corazón en vilo, avanzó de puntillas hasta la habitación.
—¡Pablo!
Su marido brincó del susto.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando tres paquetes atados con un cordel que su marido había dejado caer al suelo.
—Algunos ejemplares del Gunnun Hushen.
—¿Cómo?
—Del periódico de Huan Tao Pay.
—Me estás hablando en chino —dijo ella, pero enseguida comprendió que la frase era tan literal que resultaba poco afortunada—. ¿A qué te refieres?
—Huan Tao Pay fue un compatriota que murió en la cárcel. Lo torturaron por comunista. Estos son ejemplares de su periódico, reliquias…
Amalia comenzó a recordar aquellas misteriosas reuniones de su esposo, sus regresos a casa en momentos inesperados.
—¿Era amigo tuyo?
—No, eso ocurrió hace años.
—¿No me juraste que nunca volverías a meterte en estos asuntos?
—No quería preocuparte —le dijo y la abrazó—, pero tengo que darte una mala noticia. Es posible que vengan a hacer un registro.
—¿Qué?
—No tenemos tiempo —replicó él—. Hay que esconder los paquetes en otro sitio.
Fue hasta la ventana y se asomó.
—Todavía están ahí —aseguró, volviéndose hacia su mujer—; y no puedo irme de aquí porque ya me vieron subir. No sería bueno que tocaran a la puerta y yo no estuviera. Sospecharían de inmediato.
—¿Adonde los llevo?
—A la azotea —decidió Pablo, después de un titubeo.
Amalia se puso los zapatos. Pablo le acomodó los paquetes en sus brazos y le abrió la puerta. Los números del elevador indicaron que alguien lo había llamado desde el primer piso.
—Ve por la escalera y no te muevas de allí hasta que vaya a buscarte.
Amalia subió los cinco pisos en menos de dos minutos. ¿Dónde podría esconder aquellos panfletos? Recordó la conversación que escuchara entre un vecino y el encargado del edificio. El tanque de agua que surtía al apartamento 34-B, vacío desde el divorcio de sus ocupantes, tenía un salidero y estaba clausurado. Comenzó a levantar las tapas de cemento hasta encontrarlo y lanzó allí los tres bultos antes de colocar la tapa de nuevo.
Aguardó unos minutos por Pablo, paseándose nerviosa por la azotea, hasta que la espera se hizo insoportable. Entonces se peinó con los dedos, se estiró la falda y tomó el elevador para bajar a su piso.
Cuando vio la puerta abierta, sintió que sus piernas temblaban. Le bastó una ojeada para descubrir la lámpara rota, las gavetas vaciadas sobre el suelo, el clóset en desorden… ¿Y Pablo? La vista se le nubló. Había sangre en el suelo. Corrió al balcón, a tiempo para ver cómo lo metían a golpes dentro de un carro patrullero. Quiso gritar, pero sólo lanzó un grito desarticulado como el de un animal que agoniza. El mundo se oscureció; no cayó al suelo porque unas manos invisibles la sostuvieron. Su novio de la adolescencia, el amor de su vida, iba camino de alguna mazmorra.