Suspiró mientras encendía el auto. La mañana resplandecía de sueño y ella se moría de cansancio. A lo mejor era la vejez, que llegaba antes de tiempo. Últimamente se le olvidaba todo. Sospechaba que por su sangre navegaban los genes de su abuela Rosa, que había terminado sus días confundiendo a todo el mundo. Si hubiera heredado los de su abuela Delfina, habría sido clarividente y conocería de antemano quién iba a morir, qué avión se iba a caer, quién iba a casarse con quién y qué decían los muertos. Pero Cecilia jamás vio ni oyó nada que los demás no percibieran. Así es que estaba condenada. Su patrimonio sería la vejez prematura, no el oráculo.
El pitazo de un automóvil la sacó de su ensueño. Se había detenido ante la garita de peaje y la lila de vehículos esperaba impaciente a que ella pagara. Arrojó el dinero en la bolsa metálica que se tragó las monedas de inmediato, y la barrera se alzó. Un auto más entre otros cientos, entre otros miles, entre otros millones. Antes de abandonar la autopista y llegar al parqueo, manejó diez minutos más con la inconsciencia de quien ha hecho lo mismo muchas veces. Otra mañana tomando el mismo elevador, recorriendo el largo pasillo hasta la redacción para entregar algún artículo sobre cosas que no le interesaban. Cuando entró en la oficina, notó un revuelo mayor del acostumbrado.
—¿Qué ocurre? —preguntó a Laureano, que se acercó con unos papeles.
—La cosa está en candela.
—¿Qué pasó?
—Qué pasó no, qué va a pasar —dijo el muchacho, mientras ella encendía la computadora—. Dicen que el Papa va a Cuba.
—¿Y?
Su amigo se le quedó mirando atónito.
—Pero ¿no te das cuenta? —contestó al fin—. Allí se va a acabar el mundo.
—Ay, Lauro, no se va a acabar nada.
—¡Niña, que sí! Que cada vez que el Papa pisa un país comunista: ¡Kaput! ¡Arrivederci, Roma! ¡Chao, chao, bambino!
—Sigue durmiendo de ese lado —murmuró Cecilia, que recogió unos viejos apuntes para echarlos a la basura.
—Allá tú si no me crees —dijo Lauro, dejando los papeles sobre su escritorio—. Mira, aquí está lo que querías.
Cecilia le echó una ojeada. Era aquel artículo que había pedido el día antes, cuando alguien le sugirió que retomara aquella historia de la casa fantasma que aparecía y desaparecía por todo Miami. No sabía si a su jefe le gustaría el tema, pero llevaba dos días rompiéndose la cabeza para presentar algo nuevo y eso era lo único que tenía.
—No me gusta mucho —dijo el hombre después de escucharla.
Cecilia fue a replicar, pero él la interrumpió.
—No lo digo por el tema. Pudiera ser interesante si le encontraras un ángulo distinto. Pero mejor ve trabajando en las otras historias. Si consigues datos más interesantes sobre tu casa fantasma, la programamos para cualquiera de los suplementos dominicales, aunque sea dentro de seis meses. Pero hazlo sin apuro, como algo adicional.
Así es que terminó dos reportajes que había comenzado la semana anterior, y después se sumergió en la lectura del artículo sobre la casa, tomando nota de los nombres que luego le servirían de referencia para las entrevistas.
Casi al final de la jornada se detuvo para releer un párrafo. Tal vez fuera una casualidad, pero cuando aún vivía en La Habana había conocido a una muchacha que se llamaba así. ¿Sería la misma? Era la única persona que Cecilia había conocido con ese nombre. El apellido no le aclaró el misterio, porque no recordaba el de aquella muchacha; sólo su nombre, semejante al de una diosa griega.
Gaia vivía en uno de esos chalets ocultos por los árboles que cubren gran parte de Coconut Grove. Cecilia atravesó el jardín hasta la cabañita pintada de un profundo azul marino. La puerta y las ventanas eran de un tono aún más luminoso, casi comestible, como el merengue de una torta de cumpleaños. Un sonajero colgaba a un costado de la entrada, llenando la tarde de tañidos solitarios.
El flamboyán próximo dejó caer una llovizna naranja sobre ella. Cecilia se sacudió la cabeza antes de tocar la puerta, pero sus nudillos apenas lograron arrancar algún sonido de aquella madera espesa y antigua. Finalmente reparó en el tosco cencerro de cobre, semejante a los que suelen llevar las cabras, y agitó el cordel atado al badajo.
Después de un breve silencio, escuchó una voz al otro lado de la puerta.
—¿Quién es?
Alguien la observaba desde una diminuta mirilla en forma de ojo.
—Mi nombre es Cecilia. Soy reportera del… La puerta se abrió sin dejarle terminar la frase.
—¡Hola! —exclamó la misma joven que recordara de sus años universitarios—. ¿Qué haces aquí?
—¿Te acuerdas de mí?
—¡Claro! —respondió la otra con una sonrisa que parecía sincera.
Cecilia sospechó que estaba muy sola.
—Pasa, no te quedes ahí.
Dos gatos se acomodaban sobre el sofá. Uno de ellos, blanco con un lunar dorado en la frente, la estudió entrecerrando los ojos. El otro, multicolor como sólo pueden serlo las hembras de esa especie, salió disparado hacia el interior.
—Circe es muy tímida —se excusó la joven—. Siéntate.
Cecilia se detuvo indecisa ante el sofá.
—¡Fuera, Poli!, —espantó Gaia al animal.
Finalmente se sentó, después que el segundo gato se refugiara debajo de una mesa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gaia, acomodándose en un butacón cercano a la ventana—. Ni siquiera sabía que estabas en Miami.
—Llegué hace cuatro años.
—¡Dios! Y yo hace ocho. ¡Cómo pasa el tiempo!
—Estoy escribiendo una historia para el periódico donde trabajo y encontré tu nombre en un artículo. La reportera aún tenía tu dirección, pero el teléfono ya no es el mismo. Por eso no avisé que vendría.
—¿De qué trata la historia?
—Es sobre aquella casa fantasma…
La expresión de Gaia se ensombreció.
—Sí, me acuerdo. Fue hace dos años, más o menos. Pero no quiero volver a hablar de eso.
—¿Por qué?
Gaia se puso a jugar con el ruedo de su vestido.
—No es la primera vez que veo una mansión fantasma. —Suspiró casi con dolor—. Vi otra en Cuba. O más bien, la visité.
—Eso es interesante.
—No tenía nada que ver con ésta —se apresuró a decir Gaia—. Aquélla era una casa maligna, terrible… Esta es diferente. No sé qué significa.
—Los fantasmas no significan nada. Están ahí o no están. La gente los ve o no. Cree en ellos o se burla de quienes los ven. Nunca he oído que signifiquen algo.
—Porque nadie sabe.
—No te entiendo.
—Las mansiones fantasmas contienen secretos.
—¿Qué tipo de secretos?
—Depende. La que visité en La Habana guardaba los peores males de la isla. La que aparece aquí es distinta. No sé bien qué es, pero no me interesa averiguarlo. Con verla fue suficiente. No quiero saber más de fantasmas.
—Gaia, si no me ayudas con este artículo estoy frita. Mi jefe quiere que hable de algo más interesante que una simple aparición.
—Pregunta a otros.
—Se han mudado de trabajo o de casa. Sólo quedas tú. Y casualmente eres la única que conozco… Si los fantasmas tienen un significado, como dices, entonces este encuentro significa algo.
Gaia recorrió con la vista la alfombra que cubría la habitación.
—No te pido nada del otro mundo —insistió Cecilia—. Sólo quiero que me digas lo que viste.
—Lee el artículo.
—Ya lo hice, pero quiero que me lo cuentes de nuevo. —Y mientras hablaba, sacó de su bolso una grabadora del tamaño de una cajetilla de cigarros—. Hazte la idea de que no sé nada.
Gaia vio la cinta que comenzaba a rodar.
—Bueno —dijo a regañadientes—, la primera vez que la vi fue cerca de la medianoche. Yo regresaba del cine y todo estaba muy oscuro. No había caminado mucho cuando se encendieron las luces de esa casa.
—¿Dónde estaba?
Gaia se puso de pie, fue hasta la puerta, la abrió y caminó unos pasos entre los árboles, seguida por Cecilia que llevaba la grabadora.
—Aquí —señaló, deteniéndose en un curioso claro que interrumpía la vegetación.
Parecía uno de esos círculos sin hierba que, en los países celtas, se atribuyen a los bailes de las hadas. Cecilia miró en torno, inquieta. ¿Sentía miedo o deseaba que la visión se repitiera? Quizás se tratara de ambas cosas.
—¿Cómo era la casa?
—Antigua, de madera. Pero no como la mía, sino mucho más grande, de dos pisos. Tenía aspecto de haberse construido para vivir frente al mar. El piso alto estaba rodeado por un balcón.
—¿Viste a alguien?
—No, pero había luces por todas partes.
—¿Y qué hiciste?
—Di media vuelta, subí al auto y me fui a un hotel, sabiendo que aquello no podía ser real. —Echó otra ojeada a los alrededores antes de volver sobre sus pasos, rumbo a su propia casa—. Me quedé allí dos días, porque no me atrevía a regresar sola. Ni siquiera fui a trabajar. Al final llamé a un amigo y le mentí para que me acompañara hasta aquí, diciendo que tenía miedo de volver después que alguien tratara de asaltarme. Intentó convencerme para que fuera a la policía, pero insistí en que había sido un episodio aislado; además, no me habían robado nada. De todos modos, quiso entrar conmigo para asegurarse de que todo estaba en orden. Mientras él revisaba las habitaciones, cometí el error de encender la máquina de mensajes… Esto que voy a contarte ahora es off the record. —Se inclinó y apagó la grabadora que Cecilia había dejado nuevamente sobre la mesa—. No lo dije entonces y tampoco puede aparecer ahora.
—¿Por qué?
—Mientras estuve en el hotel, mi jefa se había cansado de llamar por teléfono. Como no contesté, vino a verme. En el mensaje decía que, al llegar, se había encontrado con mi prima. Por ella se enteró de que yo tenía mucha gripe y que me estaba recuperando en su casa. Se disculpaba por no haber entrado a saludarme, por temor al contagio. En el mensaje me deseaba lo mejor y le mandaba saludos a mi prima.
—¿Qué prima es ésa?
—Ninguna. Yo no tengo primas.
—Quizás se confundió de casa y alguien le tomó el pelo.
—Mi jefa ha estado aquí varias veces; sabe bien dónde vivo.
Como podrás imaginarte, mi amigo se quedó de una pieza al escuchar el mensaje, que resultaba bastante incongruente después de mi historia sobre el asalto. Tuve que decirle la verdad.
—¿Y te creyó?
—No le quedó otro remedio, pero me prohibió mencionar su nombre si alguna vez contaba esta historia. Es un abogado muy conocido.
—¿Qué pasó la segunda vez que viste la casa?
—Nunca he dicho que la volviera a ver.
—Hablaste de una primera vez. Por tanto, hubo una segunda… Si quieres, te pongo la grabación.
Por un momento pareció que Gaia fuera a revelar algo, pero al final cambió de idea.
—Mejor busca a otros testigos. No quiero hablar más de esto.
—Ya te dije que no sé dónde están.
—Investiga en las tiendas esotéricas.
—¿Qué podría averiguar allí?
—En esos sitios siempre se oyen historias y hay gente dispuesta a hablar.
Cecilia asintió en silencio, antes de comenzar a guardar su grabadora. Y mientras Gaia la observaba, algo parecido a la compasión la golpeó en el pecho sin saber por qué.
De nuevo el tumulto del tráfico, los conductores desesperados por avanzar… Algo tendría que hacer, algo que sacudiera la rutina diaria. Lo peor era aquella sensación de soledad perpetua. Su escasa familia, excepto una tía abuela que había llegado treinta años antes, permanecía en la isla; el resto de sus amistades —con quienes había crecido, reído y sufrido— andaban dispersas por el mundo.
Ahora, cuando pensaba en sus amigos, se refería sólo a Freddy y a Lauro, dos muchachos tan semejantes como disímiles. Lauro era delgado y con grandes ojos de tísico, muy parecido a la legendaria cantante de boleros cuyo alias llevaba. Al igual que La Lupe, era todo aspavientos. Freddy, en cambio, era gordito y de ojos achinados. Esa apariencia y su voz de contralto le ganaron el mote de Freddy, en honor de la bolerista más gorda de la historia. Si Lauro era como una diva caprichosa, Freddy mostraba una gran compostura. Parecían reencarnaciones de ambas cantantes y se enorgullecían de aquella semejanza. Para Cecilia eran como dos hermanos gruñones a los que debía regañar y aconsejar continuamente. Los quería mucho, pero saber que eran su única compañía no dejaba de deprimirla.
Apenas abrió la puerta de su apartamento, se quitó la ropa y se metió en la ducha. El agua tibia cayó sobre su rostro. Aspiró con delicia la espuma de rosas que la esponja dejaba sobre su cuerpo. Un exorcismo. Una limpieza. Un conjuro para aliviar el alma. Se echó en la cabeza unas gotas del agua bendita que buscaba mensualmente en la ermita de la Caridad.
Le gustaba ese momento que dedicaba al baño. Allí comulgaba con sus pesares y sus desdichas frente a Aquel que destilaba poder sobre todos, cualquiera eme fuese su nombre: Olofi o Yavé, Él o Ella, Ambos o Todos. Por principio, no iba a misa. No confiaba en ningún tipo de guías o caudillos, fueran o no espirituales. Prefería hablar a solas con Dios.
Se miró en el espejo, preguntándose si el bar ya estaría abierto, mientras rememoraba su encuentro con la anciana en aquel tugurio. Hasta la mujer se le antojaba ahora un espejismo. A lo mejor estaba borracha y la soñó. Bueno, se dijo, si los Martinis provocaban visiones tan interesantes, esa noche se tomaría algunos más. ¿Llamaría a Freddy o a Lauro? Decidió ir sola.
Media hora después arrimaba su auto junto a la acera. Pagó la entrada y atravesó el umbral. Era tan temprano que casi todas las mesas estaban vacías. En la pantalla, brillaba la divina Rita entonando su pregón: «Esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurrucho de maní… Maníííí… Maníííí… Si te quieres por el pico divertir, cómete un cucurruchito de maní…». Y arrastraba la r del cucuruchito. A Cecilia le fascinaba la gracia con que la mulata entornaba los ojos para ofrecer el cucurucho y luego lo retiraba con gesto de gata, como si hubiera cambiado de idea y prefiriera guardarse la golosina.
—La gente de antes se movía distinto.
Cecilia se sobresaltó. El comentario provenía de un oscuro rincón a su derecha, pero no tuvo necesidad de ver para adivinar de quién se trataba.
—Y hablaba distinto también —respondió la joven, y avanzó a tientas en dirección a la voz.
—No creí que volverías.
—¿Y perderme lo que sigue de esa historia? —replicó Cecilia, acomodándose a tientas—. Se ve que usted no me conoce.
Una sonrisa se asomó a los ojos de Amalia, pero la muchacha no lo notó.
—Tiene tiempo para contar algo, ¿verdad? —la apremió con impaciencia.
—Todo el tiempo del mundo.
Y tomó un sorbo de su copa, antes de empezar a hablar.