Cosas del alma

Cecilia tomó el teléfono medio dormida. Era su tía abuela, invitándola a desayunar como Dios manda; y no quería oír excusas, le advirtió. Ya sabía que la había llamado varias veces esa semana. Si necesitaba hablar o pedirle algo, hoy era el día.

Se lavó la cara con agua helada y se vistió a toda prisa. Con el apuro, por poco olvida el mapa. Había tenido una semana llena de trabajo, con dos artículos para la sección dominical, «Secretos culinarios de abuelita» y «La vida secreta de su auto», escritos por ella que no sabía nada de cocina ni de mecánica. Pero durante ese tiempo nunca dejó de pensar en el dichoso mapa. Su tía había desaparecido. Por lo menos, no contestaba al teléfono. Hasta pasó por su casa varias veces con la idea de llamar a la policía si notaba algo raro. Una vecina le informó que Loló salía todos los días muy temprano y regresaba tarde. ¿En qué andaría?

Desde la escalera, pudo escuchar los chillidos de la cotorra:

—¡Abajo la escoria! ¡Abajo la escoria!

Y también los gritos de su tía, que eran peores que los del pájaro:

—¡A callar, loro del infierno! O te meto en el clóset y no sales en tres días.

Pero la cotorra no se dio por enterada y siguió lanzando todo tipo de consignas:

—¡Fidel, seguro, a los yanquis dale duro! ¡Fidel, ladrón, nos dejaste sin jamón!

—¡Cristo de las utopías! —vociferaba la tía—. Si sigues así, voy a echarte perejil en la cena.

Cecilia tocó el timbre. La cotorra chilló de espanto y la tía del susto, quizás creyendo que los vecinos venían a lincharla. Después se hizo un silencio de muerte, seguido por un martilleo rápido y luego un golpe seco.

«Ya está», pensó Cecilia ilusionada. «Acabó con ella».

La puerta se abrió.

—Qué bueno verte, m’hijita —la saludó la anciana con su sonrisa más tierna—. Pasa, pasa, no sea que te resfríes.

Mientras Loló colocaba todos los pestillos a la puerta, Cecilia buscó con la mirada.

—¿Y la cotorra?

—Ahí.

—¿Por fin la despedazaste?

—¡Niña, qué cosas se te ocurren! —murmuró su tía, persignándose—. Esos no son pensamientos cristianos.

—Lo que hace Fidelina contigo tampoco es muy cristiano que digamos.

—Es una criaturita del Señor —suspiró la anciana con expresión de mártir—. Yo la perdono porque no sabe lo que hace.

—Oí los gritos y después unos ruidos…

—Ah, eso…

Loló fue hasta un clóset y lo abrió. Junto a varias cajas y maletas, se hallaba la cotorra en su jaula. Al ver nuevamente la luz, lanzó un chillido de deleite, pero su alegría duró un instante. Loló le dio con la puerta en el pico.

—Tuve que arrastrar la jaula, que pesa como diez toneladas. Las patas de hierro traquetean cuando se mueve. Eso era lo que sonaba.

—Ah, qué pena —murmuró Cecilia con desilusión.

—Vamos al comedor. El chocolate ya está servido.

Cecilia la siguió hasta el rincón de donde salía un olor apetitoso y dulzón. Loló se había levantado temprano para buscar los churros recién hechos en una cafetería cercana. A su regreso, los había colocado en el horno para que se mantuvieran calientes y puso a derretir varias pastillas de chocolate español en una cacerola llena de leche. Ahora una jarra llena de chocolate ocupaba el centro de la mesa. Junto a ella, los churros se amontonaban en una fuente de barro que dejaba escapar vaharadas de vapor acanelado.

—¿Para qué querías verme? —preguntó su tía, sirviéndole.

—Hace tiempo que no te hacía una visita.

—Puedo ser dos veces tu madre, así es que no me vengas con cuentos. ¿Qué ocurre?

Cecilia le habló de la casa fantasma y de las fechas históricas en que aparecía.

—…pero ahora la han visto en un día que no coincide con ninguno de esos eventos —concluyó— y no sé qué pensar.

La muchacha mojó la punta de un churro en su chocolate y, cuando se lo llevó a la boca, una gota oscura cayó sobre el mantel.

—¡Casi se me olvida! —exclamó.

Salió corriendo hacia la sala, sacó de su cartera el mapa y regresó al comedor para desplegarlo sobre la mesa; pero su tía se negó a mirar nada hasta que ambas acabaron de desayunar. Después de recoger los platos, Loló se dedicó a examinarlo sin que Cecilia le perdiera pie ni pisada. En varias ocasiones la vio fruncir el ceño y quedarse inmóvil observando el vacío para ver o escuchar algo que sólo ella podía percibir, luego movía la cabeza silenciosamente y regresaba al mapa.

—¿Sabes lo que creo? —dijo de pronto la anciana—. Esa casa puede ser un recordatorio.

—¿Un qué?

—Una especie de monumento o de señal.

—No entiendo.

—Hasta ahora, la mayoría de esas fechas estuvieron vinculadas con la historia reciente de Cuba. Pero es posible que la casa también quiera mostrar su relación particular con alguien.

—¿Qué sentido tiene eso?

—Ninguno. Sólo está estableciendo sus coordenadas.

—¿Me puedes explicar mejor?

—Niña, si es muy simple. Todo este tiempo, la casa puede haber estado anunciando «vengo de este sitio o represento tal cosa»; ahora está diciendo «estoy aquí por tal persona». Creo que la casa tuvo su origen en Cuba, pero también que se encuentra unida a algo o alguien de esta ciudad.

Cecilia no dijo nada. La hipótesis le parecía bastante desconcertante. Si la casa era depositaría de alguna historia individual que había desembocado en Miami, ¿por qué seguía apareciendo sin orden ni concierto en lugares tan disímiles de la ciudad?

Las campanadas del reloj la sacaron de su ensueño.

—Lo siento, m’hijita, pero tengo que ir a misa, y después… ¡Cielos! Mira tú falda.

Una mancha de chocolate se asomaba debajo de su blusa. Loló fue hasta el refrigerador, lo abrió y sacó un trozo de hielo.

—Vete al baño y restriégalo encima.

La muchacha abandonó el comedor.

—Tía, ¿por qué has salido tantas veces esta semana? —preguntó mientras cruzaba el dormitorio—. Pensé que te había pasado algo. No irás a decirme que estuviste metida en la iglesia todos estos días…

No terminó de hablar porque vio las fotos encima de la cómoda. Allí estaba su abuela Delfina, con uno de sus habituales vestidos floreados y su sonrisa de siempre, rodeada de rosas en el jardín de su casa. En otra había un señor que Cecilia no identificó, excepto por la inconfundible cotorra que portaba en una jaula. Cuando vio la tercera foto, sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Entre la ternura y el horror, reconoció a sus padres vestidos de novios: ella, con su cabello recogido y su traje largo; él, con su rostro de actor y aquella corbata de lunares claros que Cecilia había olvidado. Al pie de la foto, una dedicatoria: «Para mi tía Loló, recuerdo de nuestra boda en la Parroquia del Sagrado Corazón de El Vedado, el día…». Y una fecha… una fecha…

—Febrero es el único mes del año en que voy a la iglesia todos los días —dijo la anciana desde la cocina—. Siempre voy a rezar por la memoria de tus padres que se casaron un 14 de febrero para mostrar lo enamorados que estaban. ¡Que Dios los tenga en su gloria!