Todavía temblaba pensando cómo había llegado hasta allí. Innumerables veces había desafiado a sus padres, viéndose a escondidas con Pablo en la universidad, incluso escapándose al cine con él. En realidad, había estado esquivando la autoridad paterna durante los últimos cuatro años de su carrera. Pero ¿esto…?
—Tienes que ayudarme —le había rogado a Bertica—. Yo siempre te he cubierto las espaldas con Joaquín.
—Esto es diferente, Amalia. Mis padres conocen a los tuyos.
—Me debes ese favor.
A regañadientes, su amiga la acompañó a pedir permiso para un supuesto viaje a Varadero. Don José y don Loreto habían sido condiscípulos en la facultad de medicina, y todavía intercambiaban clientes y postales. Músicos que conocían a José iban a la consulta del doctor, y pacientes de don Loreto compraban discos en la tienda de Pepe.
Semejante relación hería a Amalia porque no entendía cómo su padre podía ser tan amigo del médico cantones y, en cambio, se negaba en aceptar su relación con Pablo. Por eso no sentía escrúpulos en desobedecerlo y fraguar planes alocados como aquella fuga de tres días.
Caminando por el sendero sombreado de orquídeas, notó que sus pies se hundían en el colchón de hojas. Ajena a la frialdad de la zona, con la mirada perdida en ese osario de esqueletos vegetales, tuvo la sensación de estar en otro tiempo, miles de años atrás, cuando no existían seres humanos, sino sólo criaturas como su duende.
Una densa niebla se posaba sobre el valle de Vinales. La quietud y el silencio eran omnipresentes, como si la civilización hubiera dejado de existir. Aguzó el oído en busca de algún ruido familiar, pero sólo escuchó un murmullo indefinible. Instintivamente apretó el azabache que pendía de su cadena y alzó la vista. ¿Era el paso de la brisa o la voz del agua? Algo temerosa, se pegó a Pablo.
El viento helado sopló sobre las elevaciones de la cordillera donde estaba enclavado aquel valle de antigüedad jurásica. Mogotes: así llamaban desde época inmemorial a esas cimas donde habitaban especies únicas de caracoles.
Millones de años atrás, Vinales había sido una llanura poblada de bosques que la mano caprichosa de la naturaleza decidió moldear poco a poco hasta formar aquellas elevaciones redondas. El confinamiento de grupos de moluscos en cada uno de los islotes propició la aparición de especies independientes que, con el tiempo, transformarían el valle en un santuario para futuros investigadores.
Pero Pablo y Amalia no sabían nada de esto. Sus miradas resbalaban sobre las palmas enanas y los mantos de helechos. Entre las orquídeas descubrían colibríes que surcaban el aire como relampagueantes manchas de luz y se detenían a libar su alimento, batiendo el aire con alas furibundas un segundo antes de desaparecer. Era una visión paradisíaca. En silencio y alborozados, los jóvenes disfrutaban de aquellas maravillas; y detrás de ambos, regodeándose con toda esa belleza, también se abría paso el Martinico.
Desde que Ángela abandonara su aldea, medio siglo atrás, el duende no había gozado a plenitud de un bosque o una colina. Ahora se hallaba en plena serranía cubana, paladeando el plumaje de los tocororos, el aroma de las vegas tabacaleras, la silueta de la palma corcho —más antigua que el propio duende—, la roja arcilla de los campos y la cordillera prehistórica que rodeaba el valle.
Una música delicada atravesó la niebla. Amalia alzó la vista como si la hubiera escuchado… para sorpresa del duende, que sabía que el sonido surgía de una dimensión inaudible para los seres humanos. Pero había sido una casualidad —o una premonición— porque enseguida se volvió hacia Pablo y ambos se enfrascaron en un diálogo incomprensible.
A medida que avanzaban, el misterioso sonido se escuchó más cercano. Los jóvenes habían vuelto a guardar silencio, sumidos en sus pensamientos. A su derecha, el Martinico divisó un ave diminuta, casi de juguete: un colibrí negro. Dio un salto para atraparlo, pero se le escurrió entre los dedos. «Dios quiera que siempre sea así», escuchó la voz silenciosa de su ama dentro de su cabeza. «Que podamos amarnos hasta la muerte, hasta después de la muerte». La melodía se detuvo de golpe. El duende desvió la vista del colibrí que acababa de atrapar y, sorprendido, dejó escapar la joya alada que centelló antes de perderse en la espesura.
Al final del sendero, Pablo besaba a Amalia. Pero no era eso lo que había sobresaltado al duende. Sobre una roca cercana, con sus pezuñas y sus cuernecillos oscuros, el viejo dios Pan sostenía el instrumento de cañas que el Martinico viera años atrás en la serranía conquense.
El duende y el dios se miraron durante unos segundos, igualmente desconcertados. «¿Qué haces aquí?», se preguntaron sin palabras. Y de igual manera, las explicaciones fueron de uno a otro. «Hasta la muerte», resonaron los pensamientos de Amalia. «Hasta después de la muerte». Y supo entonces que el dios había dejado de tocar su zampona porque él también había escuchado aquel deseo de eternidad.
¿Cómo era posible? Las criaturas de los Reinos Intermedios sólo podían oír los pensamientos humanos si existía un vínculo especial con ellos. Entonces el duende recordó la promesa que hiciera Pan a la abuela de Amalia: «Si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces». El dios estaba atado a ella por la gracia de la miel concedida una noche de San Juan. «Sea, pues, para siempre», sintió que otorgaba el dios en su lengua de silencios. «Hasta después de la muerte».
Pablo y Amalia echaron a andar, precedidos por el dios que avanzaba invisible delante de ellos. El duende los siguió a cierta distancia, demasiado curioso para pensar en alguna travesura. Pronto llegaron al pie de una elevación donde se iniciaba la cordillera. Todo el terreno se encontraba cubierto por la más intrincada maleza, como si nadie hubiera hollado jamás aquel paraje. El dios hizo un gesto que ninguno de los jóvenes vio, pero ambos descubrieron de inmediato la abertura en medio del follaje. Era el comienzo de un sendero en forma de espiral que subía hasta la cumbre. El duende supo que ningún humano de aquellos tiempos lo había cruzado. Se trataba de algo perteneciente a otra época, ideado por criaturas que huyeran de una antigua catástrofe y que se refugiaran en la isla entonces deshabitada, antes de seguir viaje a otras tierras. Ahora, milenios después, Pablo y Amalia repetirían aquel rito que ya nadie recordaba, excepto algunos dioses a punto de morir en un mundo que había perdido su magia…
Se abrieron paso entre las cortinas de helechos, rumbo a las alturas. El rocío colgaba de las hojas, cayendo como lluvia helada sobre sus cabezas. Arriba… arriba… hacia las nubes, en dirección a la morada de las almas, siguiendo el sendero eternamente curvo en torno a la colina. Primero hacia un lado y después hacia el otro. Nunca en línea recta. Sólo así podrían quedar unidos sus espíritus: con aquellos lazos invisibles.
Una voz recitó una frase mágica que ellos no oyeron, sumergidos en un banco de niebla que apenas les dejaba ver. Los salmos, cantados en una lengua antigua, se les antojaron trinos de aves desconocidas… Nada más hubieran podido percibir. Allí estaba la cumbre, en espera de la ceremonia que marcaría sus almas. Ya había ocurrido innumerables veces, y así volvería a ocurrir mientras el mundo fuera mundo, y los dioses —olvidados o no— tuvieran algún poder sobre los hombres.
Arrullados por una liturgia inaudible, Pablo y Amalia se entregaron al más antiguo de los rituales. Y fue como si, de la nada, surgiera un dedo divino que los bendijera. Sobre sus cuerpos descendió una luz… o quizás brotó de ellos. Los rodeó como una gasa y quedó prendida al borde de sus almas como una marca de amor que perduraría por los siglos de los siglos, sólo visible para sus espíritus.
—Este arroz con pollo sabe a gloria celestial —comentó Rita, con ese gesto de sus cejas que podía denotar admiración o zalamería.
—De cerca viene —afirmó José, zampándose un trozo de pechuga—. Mamá aprendió a cocinar en la sierra.
Doña Ángela sonrió a medias. Con sus setenta y tantos años a cuestas, tenía la expresión plácida de quien sólo espera el final. Pero su hijo estaba en lo cierto. La casa de su infancia se hallaba más cerca de las nubes que de la tierra. Por su mente pasó la imagen de la doncella inmortal que se peinaba junto a un estanque y el sonido de la música que inundaba la cordillera; y pensó en cuan próximas estaban aquellas criaturas de esa Autoridad a la que pronto acudiría ella para reunirse con Juanco.
—¡Niña, mira dónde pones las cosas!
El grito de Mercedes la sacó de su ensueño. Su nieta acababa de derramar un vaso de agua sobre el mantel. Mercedes se lanzó, servilleta en mano, a contener el caudal que amenazaba con extenderse. La cena era casi familiar. Además de los cuatro miembros de la familia y de Rita, sólo asistían un empresario al que le apodaban El Zorro y los padres de Bertica.
Amalia casi se había desmayado al enterarse de que sus padres habían invitado a don Loreto y a su esposa.
—¿Qué vamos a hacer si nos descubren? —le preguntó a Pablo, mientras tomaban unos granizados—. Son capaces de enviarme otra vez a Los Arabos.
—No pasará nada —la tranquilizó él, acariciándole los cabellos—. Eso fue hace tres meses. No tiene por qué mencionarlo.
—¿Y si lo hace?
—Si tu padre se entera y quiere enviarte otra vez a Matanzas, me llamas por teléfono y esa misma noche nos fugamos. Pero Amalia estaba muy nerviosa.
José observó los afanes de su esposa para contener el desastre y, por primera vez, tuvo conciencia del aspecto de la muchacha. Estaba más pálida, diferente… ¿Tendría anemia? Apenas terminara la grabación con los soneros, la llevaría a hacerse un chequeo.
—…pero lo que está pasando en Japón no tiene nombre —decía El Zorro—. Se han vuelto locos con nuestra música.
—¿En Japón? —repitió José.
—Han fundado una orquesta que se llama Tokyo Cuban Boys.
—¿Es verdad que allí se suicidan abriéndose la barriga de un tajo? —comentó Mercedes, que no imaginaba nada peor que morir bajo el filo de un cuchillo.
—Algo de eso he oído —recordó Loreto.
—No me extraña —suspiró Rita—, con esa música tan triste que tocan en unas mandolinas sin cuerdas, deben de andar muy deprimidos.
—Pues ahora se morirán de bailar guaracha —dijo El Zorro con muy buen humor.
La silla de Amalia dio un salto. Sus padres y su abuela la miraron con alarma, aunque los invitados sólo creyeron que la muchacha se había movido con brusquedad.
—¿Pasa algo? —susurró Ángela, notando su palidez.
—No me siento bien —contestó la joven, sintiendo que un sudor frío le cubría el cuerpo—. ¿Puedo ir…?
Pero no terminó de hablar. Tuvo que cubrirse la boca y echar a correr hacia el baño. Su abuela y su madre fueron tras ella.
—A esa edad, me sucedía lo mismo —dijo Rita—. Cuando hacía calor, no podía comer mucho porque terminaba con el estómago vacío.
—Sí, las señoritas son más delicadas que los varones —comentó Loreto—. Y Amalita se ha convertido en una joven muy linda. ¿Quién iba a decirlo? La última vez que la vi, andaba con aquella muñeca enorme que hablaba…
José se atragantó con el agua. Loreto tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.
—Mira que mi única práctica con ahogados fue en la facultad —bromeó el doctor—. No te garantizo nada.
José terminó de recuperarse.
—No recuerdo que Amalita tuviera una muñeca que hablara —comentó su padre, aparentando una gran calma.
—Bueno, fue hace algunos años. Le comprabas juguetes de toda clase… No creo que te acuerdes.
—Pues yo sí me acuerdo —intervino Irene, la esposa de Loreto— porque Bertica estuvo meses detrás de nosotros para que le compráramos otra igual.
Algo ocurría. Rita observó discretamente a Pepe, mientras pedía que le sirviera más limonada. ¿Qué relación tendría esa muñeca con tanto acaloro? Escuchó un ruido apagado y supo que Amalia estaba vomitando… ¡San Judas Tadeo! Eso no. Cualquier cosa, menos eso.
Los pasos de Mercedes atrajeron las miradas de los comensales.
—Parece que ya está mejor —comentó con toda inocencia, pero cuando alzó la vista y encontró la mirada de su marido, su corazón se detuvo.
Treinta años viviendo al lado de una persona son muchos años, y Mercedes llevaba algo más de ese tiempo junto a José. Por un instante quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y su boca, pero un gesto de su marido le indicó que debía disimular.
—A quien quisiera escuchar en persona es a Benny Moré —dijo don Loreto—. Sólo he oído algunas grabaciones que hizo en México con Pérez Prado.
—Ese mulato canta como los dioses —comentó Pepe, haciendo un esfuerzo—. Mercedes y yo fuimos a verlo hace un mes.
—Pues pongámonos de acuerdo para ir todos… incluyendo a doña Rita, si se anima a acompañarnos.
La actriz se había bebido de golpe toda la limonada en un intento por librarse del sofoco.
—Me encantaría —contestó, poniendo en su sonrisa la mejor actuación de su vida, porque el susto que sentía por Amalia era peor que verse frente a las llamas del infierno.
—Pues no hay más que hablar —exclamó José, sin que nadie sospechara que aquel tono ocultaba otra decisión.
Pero cuando Ángela volvió a su asiento, resolvió posponer la discusión hasta el día siguiente. No deseaba alterar a su madre, cuya rara quietud lo preocupaba cada vez más.
La anciana no había notado la ansiedad de su hijo, como tampoco notó el pánico de su nieta ni el temor de Mercedes. En su pecho palpitaba un regocijo nuevo. Sin sospechar la desazón que la rodeaba, terminó su cena y recogió los platos. Como siempre, no quiso que Mercedes la ayudara, y se quedó en la cocina limpiando.
A sus espaldas, el tintineo de una cacerola le anunció la llegada del Martinico. Desde hacía varias semanas se le aparecía noche tras noche. Era como si deseara brindarle una compañía que no le había pedido. No se volvió a mirarlo. Aquel rumor de pajarillo a sus espaldas le recordaba el susurro de la cordillera durante las tardes de verano, cuando ella y Juanco salían a caminar por sus faldas y regresaban a la fuente donde la mora de agua le diera aquel consejo que la unió al amor de su vida.
Extrañaba a Juanco; no pasaba un día en que no lo recordara. Al principio había intentado ocuparse de cosas mundanas para olvidar su ausencia, pero últimamente había vuelto a sentirlo cerca.
Apagó la luz de la cocina y fue hasta su cuarto arrastrando los pies, tiritando como si aún resbalara sobre los hierbazales húmedos de la sierra. Se desvistió sin encender la lámpara. Sus huesos crujieron cuando el colchón se hundió para recibirla. En la oscuridad, lo vio. A su lado yacía Juanco, con su rostro joven y bello de siempre. Cerró los ojos para verlo mejor. ¡Cómo se reía su marido! ¡Cómo le tomaba el rostro entre las manos para besarla! Y ella bailaba con su falda de listones que caracoleaba en cada vuelta…
El duende se acercó al lecho y contempló el rostro de la anciana, sus párpados temblorosos bajo aquel sueño. Pacientemente veló junto a su cabecera hasta la madrugada, y con ella brincó y bailó por las colinas al ritmo de la zampoña en la tarde llena de magia, y vio cómo se abrazaba al joven que había amado con locura.
Angelita, la doncella visionaria de la sierra, sonrió en la oscuridad de su sueño, tan inocente como cuando jugaba entre las vasijas del horno paterno. Y cuando por fin su respiración se detuvo del todo y su espíritu flotó hacia la luz donde la aguardaba Juanco, el duende se inclinó sobre ella y, por primera y última vez desde que se conocieran, la besó en la frente.
Cuando Pablo avistó a sus amigos sin que ellos se dieran cuenta, se detuvo junto a la vitrola que lanzaba al viento su quejumbroso bolero. Era un contratiempo. Por un instante pensó en vigilar la casa desde la barbería de enfrente, pero los muchachos no tardaron en descubrirlo.
—¡Tigre!
No le quedó más remedio que acercarse.
—¡A buena hora! —lo saludó Joaquín—. Íbamos a ordenar otra ronda de café.
—¿Conoces a Lorenzo? —preguntó Luis, señalando a un gordito de lentes gruesos.
—Encantado.
—¡Pupo! —gritó Joaquín al mulato que se afanaba detrás del mostrador—. Otro café.
—Eso del asesinato de Manolo siempre me dio mala espina —dijo Lorenzo, que parecía llevar la batuta de una discusión—. Me parece que el gangsterismo campea en la universidad, y la culpa fue de Grau. Si no hubiera nombrado comandantes de la policía a esos pandilleros, otro gallo cantaría.
—Estás como Chibas: acusar se ha vuelto tu deporte favorito.
—Chibas tiene buenas intenciones.
—Pero su obsesión lo está volviendo loco. Yo te digo que el mal de este país no es económico, sino social… y quizás psicológico.
—Yo pienso lo mismo —dijo Pablo—. Aquí lo que hay es mucha corrupción política y violencia gratuita. El cambio de gobierno no ha servido para nada. Se fue Grau, llegó Prío, y todo sigue igual.
—Eso es más o menos lo que dice Chibas.
—Sí, pero él apunta al culpable equivocado y crea una confusión que aprovechan los…
—¿Jablando de la novias?
Los muchachos se volvieron. Pablo dio un respingo, pero mantuvo su compostura.
—¿Qué haces aquí, papá?
—Señor Manuel —preguntó Luis, sin darle tiempo a nada—, ¿no cree usted que deberían sustituir a los jefes en los cuarteles donde ha habido irregularidades?
La sonrisa de Manuel se esfumó. Aquellos muchachos, lejos de estar conversando sobre su futuro sentimental, andaban llenándose la cabeza de problemas.
—Yo no cleo que deban discutil eso —repuso muy serio, en su defectuoso castellano—. Un estudiante debe telminal calela y pensal en familia.
Pablo trató de atajar el discurso de su padre.
—Nos vemos mañana —dijo, poniéndose de pie.
Se despidieron del grupo.
—No sabía que Shu Li y Kei estuvieran metidos en política —le recriminó su padre en cantones apenas salieron del lugar.
—Sólo estábamos charlando un poco.
—De asuntos que no les conciernen y de los cuales no saben nada.
Pablo no replicó. Era inútil discutir con su padre de esas cuestiones. Además, tenía algo más importante en que pensar.
—Se me olvidó darle un recado a Joaquín.
—Llámalo cuando llegues a casa.
—Es que no sé si regresará a la suya, y era importante. Mejor voy ahora.
—No te demores.
Pero el muchacho no regresó a la fonda. Dobló la esquina y buscó un teléfono público. Aún no había terminado de discar, cuando un auto se detuvo junto a él.
—Pablo —lo llamó una voz femenina.
Creyendo que sería Amalia, se acercó al auto, pero se detuvo sorprendido. Era doña Rita. Algo había pasado.
—Acaba de subir, hijo, que no tengo todo el día.
El muchacho entró al auto y el chofer aceleró un poco para alejarse de la esquina.
—¿Y Amalia?
—No puede venir —dijo la mujer, secándose los ojos con un pañuelo—. Doña Angelita murió anoche y José lo sabe todo.
Pablo sintió que sus rodillas se derretían como azúcar puesta al fuego.
—¿Cómo? —tartamudeó—. ¿Cómo…?
—Estábamos comiendo en su casa y Amalita tuvo que ir al baño a vomitar… Y hoy por la mañana encontraron muerta a doña Ángela.
—Oh, Dios.
La mujer retrocedió en su asiento. Siempre le había inquietado un poco el joven, pero ahora casi experimentó pavor ante el abismo que se asomaba en sus ojos.
—Amalia me rogó que te buscara —continuó ella—. Su padre se la llevará a Santiago en unos días. Allí planea embarcarla para Gijón con unos parientes.
—Amalia nunca me dijo…
—Ella tampoco lo supo hasta hace dos días.
—¿Qué le diré a mis padres?
—Eso tendrás que decidirlo más adelante —dijo la mujer—. Pero si quieres volver a verla es mejor que vayas a buscarla a la medianoche.
—Doña Rita, no me entienda mal. Amo a Amalia más que a mi vida y por supuesto que iré con ella hasta el fin del mundo. El problema es que no tengo un lugar donde podamos quedarnos. Tengo dinero para alquilar una habitación por unos días, pero después no sé qué haríamos. Con mis padres no puedo contar. Sería mejor que nos suicidáramos…
—¿Qué sandeces dices? —chilló Rita con tanta furia que el muchacho se golpeó la cabeza con el techo—. La muerte no resuelve nada. Sólo sirve para darle molestias a los vivos.
—¿Qué me aconseja?
—Ve a buscarla hoy por la noche… No, hoy no, estarán en el velorio. Mañana será mejor, de madrugada. Vengan directo para mi casa. Ella conoce la dirección.
—Gracias, doña Rita. —Le tomó una mano para besársela.
—No tan aprisa —dijo ella, retirándola con enfado—. Amalia podrá quedarse allí, pero tú te irás a casa de tus padres y seguirás como si nada, para que no se den cuenta. Y te advierto que si no consigues un trabajo y te casas con ella cuanto antes, hablaré con sus padres para que vengan a buscarla.
—Le juro, señora Rita, le prometo…
—No me jures ni me prometas, que no soy santa ni virgen de altar. Haz lo que tienes que hacer y ya veremos.
—Mañana entonces —murmuró él en un sofoco, mientras se bajaba del auto.
Y sólo cuando lo vio perderse entre el gentío, con el traje arrugado y corriendo como quien ha visto al diablo, doña Rita suspiró con alivio.