Amalia, ¿ya está el café? —la llamó su padre—. Salió de su ensueño delante del fregadero, y notó que el agua del grifo se desbordaba del jarrito.
—Vete de aquí —le dijo su abuela, entrando en la cocina—. Yo lo haré.
Con gestos cansados, muy diferentes a los ágiles saltos con los que antaño trepara por la serranía en busca de helechos, su abuela Ángela cerró la llave y puso a hervir el jarro con agua sobre el fuego de la hornilla.
Amalia regresó a la sala. Junto al ventanal mayor, conversaban su padre y Joaquín Nin, ese pianista con un apellido que a ella le sonaba tan chino. ¿O es que ahora todo se lo parecía? Hacía tres años que se veía a escondidas con Pablo y no dejaba de pensar en él.
—¿Cuándo se estrena su ballet?
—Dentro de una semana.
—¿No va a extrañar Europa?
—Un poco, pero hacía tiempo que quería volver. Este país es como un hechizo. Te arrastra, te llama siempre… Se lo comenté a mi hija la última vez que hablamos; Cuba es una maldición.
Otro más, pensó Amalia. Porque ella también estaba maldita. Y con un fardo peor que cargar con la sombra de un Martinico por los siglos de los siglos.
—Tal vez lo más difícil del regreso sea alejarse de los hijos —comentó Pepe.
—No para mí. Recuerde que me separé de su madre cuando ellos eran muy pequeños.
—He oído que Joaquinito salió a usted: un músico brillante.
—Sí, pero a Thorvald le dio por la ingeniería, y Anaïs anda obsesionada con la literatura y la psiquiatría… Es una joven diferente a todas. Atrae a la gente como si fueran moscas.
—Hay personas con ángel.
—O con duende —replicó el músico, provocando un sobresalto en Amalia—, como diría Lorca. Pero aquí, entre nosotros, Anaïs tiene un demonio.
—Con permiso —los interrumpió la joven, saliendo de las sombras.
—Ah, la hermosa Amalia —exclamó el pianista.
Ella sonrió levemente y pasó entre los hombres rumbo al comedor, donde otros músicos fumaban frente a las ventanas abiertas… tan abiertas que de inmediato distinguió a Pablo, que se paseaba nerviosamente por la esquina.
—¿Adónde vas? —la atajó su madre cuando la vio abrir la puerta.
—Abuela me mandó a comprar azúcar.
Y salió sin darle tiempo a nada.
Él la descubrió enseguida: una aparición cuyos cabellos se encrespaban al menor soplo de brisa, ojos como centellas líquidas y piel de cobre pálido. Para Pablo seguía siendo la reencarnación de Kuan Yin, la diosa que se movía con la gracia de un pez dorado.
—Qué bueno que pasaste por aquí —lo saludó ella—. El viernes no podremos vernos. Papi quiere llevarme al estreno de un ballet y no podré zafarme.
—Pensaremos en otra fecha. —La miró unos segundos antes de darle la noticia—. ¿Sabes que mis padres van a vender la lavandería?
—¡Pero si les va tan bien!
—Quieren abrir un restaurante. Es mejor que un tren de lavado.
—¿Dejarás El Pacífico?
—Tan pronto como se abra el negocio. Tendremos que buscar otra manera de comunicarnos…
—¡Amalia!
El grito atravesó las rejas de la ventana.
—Me voy —lo interrumpió—. Ya te diré cuándo podemos vernos.
La expresión de su padre no dejaba dudas: estaba furioso. Su madre la miraba de igual forma. Sólo su abuela parecía preocupada.
—Fui a comprar azúcar…
—Vete a tu cuarto —susurró su padre—. Después hablamos.
Durante media hora, Amalia se comió las uñas elaborando su mentira. Diría que no había encontrado azúcar para el café y que había ido por ella. De pura casualidad se había tropezado con Pablo y…
Alguien tocó.
—Tu padre quiere hablar contigo —dijo Mercedes, metiendo la cabeza por la puerta.
Cuando llegó a la sala, los invitados se habían marchado, dejando cenizas y tazas vacías por doquier.
—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó su padre.
—Fui a buscar…
—No creas que no me he dado cuenta de que ese muchacho anda rondándote desde hace tiempo. Al principio me hice el sueco porque pensé que eran niñerías, pero ya tienes casi diecisiete años y no voy a permitir que mi hija se ande viendo con cualquier gentuza…
—¡Pablo no es ninguna gentuza!
—Amalita —intervino su madre—, ese muchacho está muy por debajo de nosotros.
—¿Muy por debajo? —repitió la muchacha, sintiéndose cada vez más ofendida—. A ver, ¿a qué categoría pertenecemos que sea tan diferente de la suya?
—Nuestro negocio…
—Tu negocio es una tienda de grabaciones —lo interrumpió ella— y el de su padre es una lavandería que, por cierto, va a vender para comprar un restaurante. A ver, ¿cuál es la diferencia?
La respiración agitada de Amalia empañaba el silencio.
—Esa gente es… china —dijo finalmente el padre.
—¿Y?
—Nosotros somos blancos.
Un plato se estrelló con estrépito en el fregadero. Todos, menos Amalia, volvieron sus rostros hacia la cocina vacía.
—No, papá —rectificó la joven, sintiendo que la sangre se le acumulaba en el rostro—. Tú eres blanco, pero mi madre es mulata y tú te casaste con ella. Eso me deja fuera de esa categoría tan exquisita de la que hablas. Y si un blanco pudo casarse con una mulata, no veo por qué una mulata que pasa por blanca no podría casarse con un hijo de chinos.
Y abandonó la sala rumbo a su cuarto. Al estrépito de su portazo le siguió el estallido de un jarrón lleno de flores frescas. Sobre sus cabezas, la araña de cristal comenzó a oscilar con furia.
—Voy a tener que tomar medidas —repuso Pepe.
—Toma las que quieras, hijo —musitó Ángela suspirando—, pero la niña tiene razón. Y perdona que te lo diga, pero tú y Mercedes sois las personas menos indicadas para oponerse a ese noviazgo.
Y con pasitos cortos y trabajosos, la anciana marchó a su cuarto, dejando un rastro de rocío serrano sobre las losas de mármol.
La crema y nata de la sociedad habanera deambulaba por los pasillos del teatro. Toda clase de personajes —hacendados y marquesas, políticos y actrices— se codeaban esa noche en el estreno de La condesita, ballet con música de Joaquín Nin, «hijo dilecto y gloria de Cuba, después de su fructífero exilio artístico por Europa y Estados Unidos», según lo saludara un diario de la capital. Y por si alguien dudara de su pedigrí musical, la posdata de que había sido maestro de piano del propio Ernesto Lecuona bastó para atraer a los más incrédulos.
En medio del bullicio, sólo Amalia, con su traje de tul rosa y el bouquet de violetas sobre su pecho, parecía la estampa de la desolación. La muchacha se aferraba con insistencia a su bolsito de plata mientras buscaba entre la multitud a la única persona que podría ayudarla. Finalmente la vio, perdida en un gentío de galanes.
—Doña Rita —susurró la joven, que se escurrió hasta ella en un descuido de sus padres.
—¡Pero qué hermosura de niña! —exclamó la mujer al verla—. Caballeros —dijo al público masculino que la rodeaba—, quiero presentarles a esta monada de criatura que, por cierto, está soltera y sin compromisos.
Amalia tuvo que saludar, toda sonrisas, a los presentes.
—Rita —le rogó Amalia al oído—, tengo que hablarle con urgencia.
La mujer miró a la joven y, por primera vez, su expresión la alarmó.
—¿Qué ocurre? —preguntó, apartándose del grupo. Amalia dudó unos segundos, sin saber por dónde empezar.
—Estoy enamorada —pronunció de sopetón.
—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó la diva a punto de persignarse—. Cualquiera diría que… ¿No estarás embarazada, no?
—¡Doña Rita!
—Perdona, hija, pero cuando existe un amor como ese que aparentas, todo es posible.
—Lo que ocurre es que a mi papá no le gusta mi novio.
—¡Ah! Pero ¿ya hay noviazgo por medio?
—Mis padres no quieren verlo ni en pintura.
—¿Por qué?
—Es chino.
—¿Qué?
—Es chino —repitió ella.
Por un momento la actriz contempló a la muchacha con la boca abierta y, de pronto, sin poder contenerse, soltó una carcajada que hizo volver los rostros de cuantos se hallaban cerca.
—Si eso le da tanta risa…
—Espera —le rogó Rita, aún riendo y agarrándola por un brazo para que no se fuera—. Dios mío, siempre me pregunté en qué acabaría aquella predicción de Dinorah…
—¿De quién?
—La cartomántica a la que te llevé hace unos años, ¿no recuerdas?
—Me acuerdo de ella, pero no de lo que dijo.
—Pues yo sí. Te advirtió que tendrías amores complicados.
Amalia no estaba de humor para discutir oráculos.
—Mis padres están furiosos. —Tragó en seco antes de abrir el bolso—. Necesito un favor y nadie más que usted me puede ayudar.
—Pide por esa boca.
—Tengo una nota que le escribí a Pablo…
—Así es que Pablo —repitió la mujer, disfrutando la historia como si se tratara de una golosina.
—Trabaja en El Pacífico. Yo sé que a veces usted va por allí. ¿Podría hacer que alguien le entregara esta nota?
—Con todo gusto. Mira, si es que me están entrando unas ganas tan grandes de cenar arroz frito que creo que me voy corriendo para allá después de la función.
Amalia sonrió. Sabía que aquel antojo de comida china no tenía nada que ver con el apetito y sí mucho con la curiosidad.
—Que Dios se lo pague, doña Rita.
—Calla, niña, calla, que eso sólo se dice ante las acciones nobles y yo voy a cometer una locura. Si tus padres se enteran, perderé una amistad de toda la vida.
—Usted es una santa.
—¡Y dale con la iglesia! No te irás a meter a monja, ¿verdad?
—Claro que no. Si lo hago, no podré casarme con Pablo.
—Jesús! ¡Pero qué acelerón el de esta niña!
—Gracias, mil gracias —dijo Amalia conmovida, abrazando a la mujer.
—¿Se puede saber a qué viene tanto entusiasmo?
Pepe y Mercedes se acercaban sonrientes.
—Estábamos planeando una salidita.
—Cuando guste. Para mí siempre ha sido un honor considerarla como de la familia. —Y estrechó las manos de la mujer entre las suyas—. Si me muriera, le entregaría a mi hija con los ojos cerrados.
La actriz sonrió, algo incómoda ante aquella muestra de confianza que estaba a punto de traicionar, pero enseguida pensó «todo sea por el amor» y se sintió un poquito menos culpable.
Un timbre retumbó por los pasillos.
—Nos vemos. —La besó Amalia, y su sonrisa terminó por borrar todo rastro de escrúpulos.
«Ay, qué lindo es enamorarse así», suspiró la actriz para su coleto, como si estuviera en una de sus películas.
«Si te sorprenden —le había advertido Rita—, yo no sé nada». Así es que cuando le pidió permiso a su padre para ir de compras, supo a qué se exponía.
Los jóvenes ni siquiera fueron al cine, como habían acordado. Pasearon por El Vedado, merendaron en una cafetería y terminaron sentados en el muro del malecón para cumplir con el ritual sagrado de todo amante o enamorado que deambulara por La Habana.
Años más tarde un arquitecto diría que, desde la construcción de la pirámide de Giza, nunca se había levantado otra obra arquitectónica con mayor tino que ese muro de once kilómetros de largura. Era, sin duda, el mejor lugar para ver una puesta de sol. Ningún atardecer en el mundo, afirmaba el arquitecto, tenía la transparencia y la longeva visibilidad de los crepúsculos habaneros. Era como si cada tarde se realizara una cuidadosa puesta en escena para que el Supremo se sentara a recrear su vista con las estrellas que iban surgiendo entre el aura dorada de las nubes y el cielo verdeazul, semejante al paisaje de otro planeta… En esos instantes, los espectadores sufrían una amnesia momentánea. El tiempo adquiría otra cualidad física, y entonces —así lo atestiguaban algunos— era posible ver ciertas sombras del pasado y del futuro que deambulaban junto al muro.
Por eso Amalia no se asombró al ver que el Martinico, tras brincar sin tregua sobre las rocas salpicadas de espuma marina, se quedaba inmóvil ante el extraño espejismo que ella también observó, sabiendo que no se trataba de una imagen real o presente, sino de otra época: cientos de personas trataban de hacerse a la mar sobre balsas y otros objetos flotantes. Pablo también enmudeció ante la visión de una joven con traje escandalosamente corto que se paseaba junto al muro, mientras era observada por el santo favorito de su difunto bisabuelo. No entendía qué hacía allí el espíritu del apak Martí, ni tampoco la tristeza con que miraba a la joven que llevaba en sus andares la huella de la prostitución.
Visiones… Fantasmas… Todo el pasado y todo el futuro coincidían junto al malecón habanero en esos minutos en que Dios se sentaba allí para descansar de su ajetreo por el universo. En otra ocasión los jóvenes se hubieran asustado, pero los testigos de esos atardeceres conocen de sus efectos sobre el espíritu que, por un momento, acepta sin reticencias cualquier metamorfosis. Absortos en la contemplación de tantos espectros, ninguno de los dos pudo ver el automóvil de José, que atisbaba desde lejos la inconfundible figura de su hija.
Una ráfaga volcó los claveles que Rosa acababa de colocar sobre la tumba de Wong Yuang. Con cuidado, volvió a levantar el florero más cerca del nicho para protegerlo del viento, mientras Manuel y Pablito terminaban de arrancar las malas hierbas que rodeaban la losa.
El cementerio chino de La Habana era un mar de velas y varillas encendidas. La brisa se inundaba con el humo del sándalo que subía hasta las narices de los dioses, perfumando esa mañana de abril en que los inmigrantes visitaban las tumbas de sus antepasados.
Durante dos horas, los Wong limpiaron el lugar y compartieron con el muerto algunas porciones de cerdo y dulces, pero la mayor parte de la comida quedó sobre el mármol para que el difunto se sirviera a gusto: pollo, vegetales hervidos, té, rollitos rellenos de camarones… Antes de irse, Rosa quemó algunos billetes de dinero falso. Después abandonaron el lugar, algo más tristes que antes.
Pablo tenía muchas más razones que nadie para sentirse deprimido. Amalia no había vuelto a llamar, ni a escribir. El muchacho husmeó por el vecindario, pero sus habituales rondas sólo arrojaron un par de ventanazos cuando don Pepe lo sorprendió atisbando entre las persianas.
—Me tomaría un té —dijo Manuel, haciéndole señas a un taxi.
—Pues yo tengo hambre —comentó Rosa.
—¿Por qué no vamos a la fonda de Cándido? —propuso el joven—. Ahí hacen el mejor té y la mejor sopa de pescado de esta ciudad.
Su idea era otra: espiar la casa de la muchacha.
—Muy bien —dijo su padre—. De paso, compraré unos billetes de lotería.
—Deberías apostarle al 68 —le aconsejó su mujer—. Anoche tuve un sueño rarísimo…
Y mientras Rosa contaba su sueño sobre un lugar muy grande lleno de muertos, Pablo se comía las calles con los ojos como si esperara ver a Amalia en cualquier momento. Diez minutos después se bajaban del taxi y entraban a un local que olía a frituras de bacalao.
—¡Miren quiénes están ahí!
Los Wong se acercaron a la mesa donde conversaba la familia de Shu Li ante tazones de cerdo y arroz.
—¿Dónde te metes? —cuchicheó Pablito al oído de su amigo—. Te he estado buscando desde hace días.
—La escuela me tiene loco. He tenido que estudiar como nunca.
—Necesito que tu hermana le lleve un recado a Amalia —susurró Pablo, mirando de reojo a la joven.
—Elena ya no estudia con ella.
—¿La cambiaron de escuela?
—A Elena no, a Amalia…
Pablito se quedó en una pieza.
—¿A cuál? —preguntó finalmente.
—No sé, parece que se mudaron.
—Eso es imposible —exclamó Pablo, sintiendo que el pánico lo invadía—. He visto varias veces a sus padres.
—Quizás se la llevaron a otra ciudad. Tú me contaste que ellos no querían…
Pablo no pudo escuchar el resto; tuvo que sentarse con sus padres, y pedir té y sopa. Ahora comprendía por qué Amalia había desaparecido. ¿Qué haría para encontrarla? Se devanaba los sesos, imaginando actos de heroísmo que conmovieran a los padres de Amalia. Una vi ti ola dejó escapar los acordes de un pregón: «Esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurrucho de maní…». Pablo dio un respingo tan fuerte que su madre se volvió a mirarlo. Fingiendo una leve tos, se cubrió el rostro para ocultar su azoro. ¿Cómo no lo pensó antes?
Un soplo de brisa besó sus mejillas y el calor se hizo menos agobiante. Más allá de los techos, las nubes huían velozmente. Y el cielo era tan azul, tan brillante…
Por mucho que Pablo lo intentó, le fue imposible ver a la actriz… y no por falta de información —¿quién no conocía a la gran Rita Montaner?—, sino porque su ajetreada vida hacía difícil localizarla.
Viendo que las semanas transcurrían, decidió pedir a sus padres que hablaran con don Pepe. Apenados, pero firmes, le aconsejaron que se olvidara del asunto; ya aparecería otra muchacha para esposa. Sus súplicas tampoco surtieron ningún efecto sobre Mercedes, quien le cerró la puerta y amenazó con avisar a la policía si no los dejaba en paz. No le quedó otro remedio que insistir en su afán por encontrar a la actriz.
Después de muchos contratiempos, logró hallarla a la salida de una función, rodeada de espectadores que no la dejaban avanzar y protegida del aguacero por el paraguas de un admirador. A empujones, llegó junto a ella. Trató de explicarle quién era, pero no hizo falta. Rita lo reconoció de inmediato. Era imposible olvidar ese rostro huesudo de mandíbulas masculinas y cuadradas, y esos ojos rasgados que echaban chispas como dos puñales que se cruzan en la oscuridad. Recordaba perfectamente la noche en que deslizara la nota en su delantal de cocina, accediendo a los ruegos de Amalia. Una ojeada le había bastado para comprender por qué la joven se había fascinado con el muchacho.
Para sorpresa de todos, la actriz lo agarró por un brazo y lo hizo subir al taxi, cerrando la puerta ante las narices de los presentes, incluyendo al admirador del paraguas que se quedó bajo la lluvia mirando el auto que se alejaba.
—Doña Rita… —comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
—Yo tampoco sé dónde está.
Más que su desaliento la mujer sintió su angustia, pero no había nada que pudiera hacer. Pepe no había revelado a nadie el paradero de su hija, ni siquiera a ella, que era como su segunda madre. Sólo había conseguido que le hiciera llegar una nota. A cambio, había recibido otra donde la joven le explicaba que se había matriculado en una escuela pequeña y que no sabía cuándo volvería a verla.
—Ven el sábado a esta misma hora —fue lo único que pudo ofrecerle ella—. Te mostraré la nota.
Tres días más tarde volvió a reunirse con Pablo, que guardó la nota como si se tratara de una reliquia sagrada. La mujer lo vio marchar triste y cabizbajo. Hubiera querido añadir algo más para animarlo, pero se sentía atada de pies y manos.
—Muchas gracias, doña Rita —se despidió—. No volveré a molestarla.
—No es nada, hijo.
Pero ya él había dado media vuelta y se perdía en la oscuridad.
El joven cumplió su palabra de no regresar… lo cual fue un error porque, algunas semanas después, Pepe la llamó para que fuera a ver a su hija. El matrimonio y la actriz viajaron hasta un pueblito llamado Los Arabos, a unos doscientos kilómetros de la capital, donde vivían los parientes que cuidaban de su hija. Amalia casi lloró al verla, pero se contuvo. Tuvo que esperar más de tres horas antes de que todos se fueran a la cocina a colar café.
—Necesito que le lleve esto a Pablo —susurró la muchacha, entregándole un papelito arrugado que sacó de un bolsillo.
Rita se lo guardó en el escote, le contó brevemente su conversación con Pablo y le prometió regresar con una respuesta.
Pero Pablo ya no trabajaba en El Pacífico. Un camarero le informó que su familia había abierto un restaurante o una fonda, pero por más que lo intentó, no logró que le dijera dónde estaba; ningún chino le daría esa información, por muy actriz y cantante famosa que fuera. Aquellos inmigrantes cantoneses no confiaban ni en su sombra.
Siguiendo las indicaciones de Amalia, que tenía una idea aproximada del sitio donde vivía Pablo, intentó hallar su casa; pero tampoco tuvo éxito. Envió a varios emisarios para que averiguaran, con el mismo resultado. Las esperanzas de Amalia se esfumaron cuando Rita le devolvió la carta sin entregar.
Pablo jamás se enteró de estas angustias. Durante las vacaciones, y también algunos fines de semana, continuaba atisbando la casa de su novia. Pepe, viendo que no desistía, abandonó la idea de traerla de vuelta. Así transcurrieron meses y años. Y a medida que fue pasando el tiempo, Pablo frecuentó cada vez menos el vecindario hasta que, en algún momento, dejó de visitarlo del todo.
El joven contempló con desgana la ropa que su madre le había preparado para su primer día en la universidad: un traje confeccionado con una tela clara y elegante.
—¿Ya estás listo? —preguntó Rosa, asomándose en la penumbra del dormitorio—. Solamente falta calentar el agua para el té.
—Casi —murmuró Pablo.
El éxito del restaurante había permitido que se realizara el sueño de Manuel Wong. Su primogénito Pag Li ya no sería el chinito que repartía la ropa, ni el ayudante de cocina en El Pacífico, ni siquiera el hijo del dueño de El dragón rojo. Ya estaba en camino de convertirse en el doctor Pablo Wong, médico especialista.
Pero el joven no sentía ninguna emoción; nada era importante desde que Amalia desapareciera. Su entusiasmo pertenecía a otra época en la que era capaz de imaginar las batallas más intensas, los amores más delirantes…
—¿Lo despertaste? —susurró su padre desde el comedor.
—Se está vistiendo.
—Si no se apura, llegará tarde.
—Tranquilízate, Síu Mend. No lo pongas más nervioso de lo que debe de estar.
Pero Pablo no estaba nervioso. En todo caso, se sintió rabioso cuando comprendió que Amalia había desaparecido para siempre. Sucesivos ataques de furia y de llanto hicieron que sus alarmados padres localizaran a un reputado médico chino para que lo examinara. Pero aparte de recetarle unas hierbas y de clavarle decenas de agujas que apaciguaron ligeramente su ánimo, poco pudo hacer el galeno.
—Vamos, hijo, que se hace tarde —lo apuró su madre, abriendo la puerta de par en par.
Cuando Pablo salió del cuarto, afeitado y vestido, su madre dejó escapar una exclamación. No había joven más guapo en toda la colonia china. No le sería difícil encontrar a alguna joven de buena familia que le hiciera olvidar a esa otra muchacha… Porque su hijo seguía triste; pese al tiempo transcurrido, nada parecía alegrarlo.
—¿Tienes dinero?
—¿Revisaste la carpeta?
—Déjenme tranquilo —contestó Pablo—. Ni que me fuera a China.
Su madre no dejaba de acariciarle las mejillas, ni de sacudirle el traje. Su padre trató de mostrarse más ecuánime, pero sentía un escozor incontrolable en la punta de la nariz; algo que sólo le ocurría cuando estaba sumamente inquieto.
Por fin Pablo pudo librarse de sus zalamerías y salió a la mañana fresca. El vecindario se desperezaba como había hecho siempre desde que él llegara a la isla. Mientras buscaba la parada del tranvía que lo llevaría a la colina universitaria, observó a los comerciantes que colocaban los cajones de mercancías a lo largo de las aceras, a los ancianos que practicaban tai-chi en los patios interiores, a los estudiantes que caminaban hacia sus clases con el sueño aún pegado a los ojos. Era un paisaje apacible y familiar que, por primera vez, calmaba un poco la desazón que lo había acompañado durante los últimos años.
La separación de Amalia le había costado la pérdida de un curso, además del que ya perdiera al llegar a la isla por su ignorancia del idioma. Pero se había graduado con honores en el Instituto de Segunda Enseñanza de Centro Habana. Y ahora, después de tantos esfuerzos, estaba a punto de traspasar los predios del Alma Máter.
El tranvía subió por todo San Lázaro y se detuvo a dos o tres calles de la universidad, cerca de una cafetería. Pablo notó el sigilo con que el comerciante recibía dinero de un transeúnte y comprendió que estaba recibiendo apuestas para la bolita. Debajo del mostrador, con las cajetillas de cigarros, estaba la libreta donde se apuntaba la cantidad y el nombre del apostador… una visión harto conocida para Pablo, pero que puso en funcionamiento un resorte en su memoria. Había soñado algo. ¿Qué era? De pronto le pareció que era importante recordarlo.
Un fantasma… No, un muerto. Recordaba la silueta de un cadáver que avanzaba por un descampado rumbo a la luna, una luna llena y poderosa que se había acercado peligrosamente a tierra. Pablo se estremeció. Ahora lo recordaba bien. El muerto había alzado su mano y, cuando sus dedos rozaron la superficie del disco, empezó a encogerse como un papel que se quema, y al final se transformó en una especie de gato o tigre… Era todo lo que recordaba. A ver, un muerto. El muerto era el 8. Y la luna, el 17. ¿Y el gato? ¿Qué número era el gato? Se acercó al bolitero. Una luna que convertía a un muerto en gato o en tigre. Por supuesto que el hombre sabía. ¿No quería el señor hacer otras combinaciones? Porque el 14, que era gato-tigre, también era matrimonio. Pero matrimonio, en su primera acepción, era el 62. Ya veces las imágenes de los sueños no eran exactamente las que parecían ser. Lo sabía por experiencia… Pero Pablo no se dejó seducir. Jugó al 17814, y se guardó los billetes en la carpeta mientras observaba la hora en el reloj del local. Tendría que apurarse.
Decenas de estudiantes se dirigían a la colina universitaria en su primer día de clases. Grupos de muchachas se saludaban con alharaca, como si hiciera toda una vida que no se vieran. Los jóvenes, trajeados y encorbatados, se abrazaban o discutían.
—Son comunistas disfrazados —decía uno, con el rostro morado de la indignación—. Tratan de desestabilizar el país con todas esas arengas.
—Eduardo Chibas no es comunista. Lo único que está haciendo es denunciar los desfalcos del gobierno. Yo tengo esperanzas en su partido.
—Pues yo no —dijo un tercero—. Me parece que se le está yendo la mano. No puedes estar acusando a alguien todos los días por esto o por lo otro sin presentar pruebas.
—Cuando el río suena…
—Aquí el problema principal es la corrupción y los asesinatos que cometen todos esos pandilleros disfrazados de policías. Esto no es un país, sino un matadero. Mira lo que pasó en Marianao. ¡Y el presidente Grau no ha hecho nada para solucionarlo!
Se refería al último escándalo nacional. Había sido una historia tan espeluznante que hasta los padres de Pablo, nada propensos a comentar sobre política, se mostraron indignados. Alguien había dado la orden de detener a un comandante que se hallaba de visita en casa de otro. En lugar de obedecer, la policía —una caterva de pandilleros oficializados— lo había acribillado a balazos junto a varias personas más, incluyendo la inocente esposa del dueño de la casa.
Pablo estuvo a punto de regresar sobre sus pasos para inmiscuirse en la conversación, pero recordó los consejos de su padre: «Recuerda que vas a la universidad a estudiar, no a mezclarte con alborotadores».
—¡Pablo!
Se volvió, extrañado. ¿Quién podía conocerlo en aquel sitio? Era Shu Li, su antiguo compañero de escuela.
—¡Joaquín!
Habían dejado de verse dos años atrás, cuando su amigo se mudó de vecindario y de escuela.
—¿Qué matriculaste?
—Derecho… ¿Y tú?
—Medicina.
Terminaron de subir la escalinata y cruzaron los portales del rectorado para salir a la plaza central, donde el bullicio era mayor. Cerca de la biblioteca se encontraron con un amigo de Shu Li… o mejor, de Joaquín, porque ninguno de ellos usaba su nombre chino en lugares públicos.
—Pablo, éste es Luis —los presentó Joaquín—. También matriculó medicina.
—Mucho gusto.
—¿Dónde está Bertica? —preguntó Joaquín al recién llegado.
—Acaba de irse —dijo Luis—. Me dijo que no podía esperarte más.
—Bertica es la hermana de Luis —aclaró Joaquín.
—Esa es una clasificación antigua —dijo Luis, dirigiéndose a Pablo con un guiño—. Ahora es la novia de Joaquín.
—Si no me voy ahora, no llegaré a tiempo —lo interrumpió Joaquín.
Y se despidió de los dos estudiantes de medicina, no sin antes acordar que a la salida irían a tomarse un café.
Fue un día fatigoso, pese a que ningún profesor dio realmente clases. Todo se volvió un inventario de normas de evaluación y exámenes, un repertorio de libros que deberían comprar, y una relación de consejos sobre las actividades universitarias.
A la salida, Luis y Pablo ya eran grandes amigos y habían intercambiado sus direcciones, teléfonos y sus verdaderos nombres en chino. Luis le advirtió que casi siempre su línea estaba ocupada por culpa de su hermana.
—¿Qué matriculó ella? —preguntó Pablo, mientras aguardaban por Joaquín y Berta.
—Filosofía y Letras… Mira, por allí viene. ¡Y como siempre, Joaquín no ha llegado! Prepárate para la pelea que se avecina.
Pablo miró hacia la esquina, donde acababa de aparecer un trío de jovencitas cargadas de libros. Una de ellas, con rasgos asiáticos, era sin duda la hermana de Luis. La más rubia reía a picotazos, atorándose con su propia risa. La otra, de piel dorada, sonreía en silencio con la mirada clavada en el suelo.
Cuando estaban a sólo unos pasos, la joven de piel dorada alzó la vista y sus cuadernos cayeron al piso. Por un instante quedó inmóvil, mientras sus amigas recogían el reguero a sus pies. Pablo supo entonces que su sueño había sido un mensaje cifrado de los dioses: el muerto, al acariciar la luna, se había transformado en tigre. O lo que es lo mismo: su espíritu extinto, en presencia de la mujer, había recuperado su potencia vital. ¿Y si hacía otra lectura? El 8 —la cifra del muerto— también significaba tigre; el número de la luna —17— podía ser una mujer buena; y la clave del tigre —14— también indicaba matrimonio. Era una fórmula celestial: el orden de los factores no alteraba el producto. Y comprendió que había sido un tigre, y no un muerto, quien se había acercado a Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, cuya silueta brilla como la luna, para rozar un rostro con el que nunca dejó de soñar. Y ahora ella estaba ante él, más hermosa que nunca, tras muchos años de inútil búsqueda.