El león de papel se movía como una serpiente, intentando morder a un anciano que iba delante haciéndole muecas. Era el segundo año en que la tradicional Danza del León abandonaba el Barrio Chino para sumarse a los festejos del carnaval habanero. Pero los cubanos veían en aquel león a una criatura diferente que se retorcía al son de címbalos y cornetas, mientras avanzaba rumbo al mar.
—Mami, vamos a ver la Comparsa del Dragón —le rogó Amalia a su madre.
No era que le interesara mucho ver al gigantesco títere que a veces saltaba convulsivamente, cuando uno de los chinitos que lo manipulaba se contagiaba con el ritmo lejano de los tambores. Sólo sabía que Pablo la aguardaba en la esquina de Prado y Virtudes.
—Podemos ir mañana —dijo su padre—. Ya la comparsa debe haberse ido de Zanja.
—Doña Rita me dijo que era más divertido verla en Prado —insistió Amalia—. Allí los chinos se olvidan de seguir las matracas cuando empiezan a oír las congas del malecón.
—No son matracas, niña —rectificó su padre, que no soportaba que le cambiaran el nombre a ningún instrumento musical.
—Da lo mismo, Pepe —lo interrumpió Mercedes—. De todos modos, esa música china hace un ruido infernal.
—Si seguimos discutiendo, me quedaré sin ver nada —chilló Amalia.
—Está bien, está bien… ¡Vamos!
Bajaron por Prado, sudando copiosamente. Febrero es el mes más fresco en Cuba, pero —a menos que haya llegado un frente frío— las muchedumbres de un carnaval pueden derretir un iceberg en segundos.
Se acercaron a Virtudes, rodeados por la multitud que bailaba y tocaba sus silbatos. Amalia arrastró a sus padres rumbo a la zona de la cual brotaba una señal audible para su corazón. Ella misma desconocía adonde se dirigía, pero su instinto parecía guiarla. No descansó hasta ver a Pablo, que se tomaba un helado en mitad de la calle.
—Podemos quedarnos aquí —decidió, soltando la mano de su madre.
—Hay mucha gente —se quejó Mercedes—. ¿No sería mejor acercarnos a la bahía?
—Allí es peor —le aseguró la niña.
—Pero, hija…
—¡Pepe!
El grito surgió de un portal donde varios hombres bebían cerveza.
—Es el maestro —susurró Mercedes a su marido, que parecía más atontado que ella.
—¿Dónde? No lo veo…
—¡Don Ernesto! —lo saludó ella con un gesto, mientras iba hacia él.
Sólo entonces lo vio. Amalia siguió a sus padres, contrariada ante aquel encuentro que la alejaba de su meta.
—¿Sabes quién me ha escrito desde París? —preguntó el músico, después de un efusivo apretón de manos.
—¿Quién?
—Mi antiguo profesor de piano.
—¿Joaquín Nin?
—Parece que piensa regresar el año que viene.
La mirada de Amalia se perdió entre la multitud, buscando esos ojos rasgados y oscuros que no la habían abandonado desde aquella noche en el umbral de su puerta. Vio a su dueño, absorto en la contemplación de los autos descapotados que se sumarían al desfile de carrozas unas calles más abajo. Aprovechando la distracción de sus padres, y antes de que nadie pudiera darse cuenta, corrió junto a Pablo.
—Hola —lo saludó, tocándolo ligeramente en el hombro.
La sorpresa en el rostro del muchacho se transformó en un regocijo que no pudo ocultar.
—Pensé que ya no vendrías —dijo, sin atreverse a añadir más.
Los tres adultos que lo acompañaban se volvieron.
—Buena talde —dijo uno de los hombres con un tono que pretendía ser amable, pero que no ocultó su desconfianza hacia aquella damita blanca.
—Papi, mami, akún, ésta es Amalia, la hija del grabador de discos.
—¡Ah! —dijo el hombre.
La mujer exclamó algo que sonó como «¡ujú!», y el más viejo se limitó a estudiarla con aire de disgusto.
—¿Con quién viniste? —preguntó Pablo.
—Con papi y mami. Están por allí con unos amigos.
—¿Y dejan niña sola? —preguntó la mujer.
—Bueno, ellos no saben que estoy aquí.
—Malo peol —dijo la china en su terrible castellano—. Palé y male tiene que etá atento su niña.
—¡Ma! —susurró el joven.
—Vinimos a ver la Comparsa del Dragón —dijo ella, con la esperanza de hacerles olvidar su evidente desagrado.
—¿Qué es eso? —preguntó el muchacho.
—¿No lo sabes? —se extrañó ella, y como todos la observaran con expresión vacía, insistió—: Varias personas mueven un dragón anaranjado… así. —Y trató de imitar el vaivén de la criatura de papel.
—No sel diagón, sel león —replicó la mujer.
—Y non sel compalsa, sel danza —refunfuñó el viejo, más molesto aún.
—¡Amalia!
El llamado llegó muy oportuno.
—Me voy —susurró ella.
Y escapó angustiada hacia el portal donde se hallaban sus padres.
—Ya ves lo que son estas jovencitas cubanas —dijo su madre en cantones, cuando Amalia se perdió entre la multitud—. No las educan como es debido.
—Bueno, nosotros no tenemos por qué preocuparnos —repuso el bisabuelo Yuang en su idioma—. Pag Li se casará con una muchacha hija de cantoneses legítimos… ¿Verdad, hijo?
—No hay muchas en la isla —se atrevió a decir el muchacho.
—La mandaré a traer de China. Todavía me quedan algunos conocidos por allá.
Pablito notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—Estoy cansada —se quejó Kui-fa— Abuelo, ¿no quisiera irse a casa?
—Sí, tengo hambre.
Lejos de disminuir, la multitud pareció aumentar a lo largo del camino. La ciudad bullía durante esos días en que el aire se llenaba de comparsas, y el Barrio Chino no era una excepción. La llegada del Año Nuevo Lunar, que casi siempre ocurría en febrero, había contribuido a que los chinos se sumaran a los festejos habaneros mientras organizaban su propia fiesta.
A punto de terminar otro Año del Tigre, casi todos habían concluido los preparativos. Más que en años anteriores, la madre de Pablo se había esmerado en cada detalle. Los trajes nuevos colgaban de las perchas, listos para estrenarse. Sobre las paredes se mecían las tiras de papel rojo y crujiente, con letras que invocaban la buena suerte, la riqueza y la felicidad. Y días antes había untado los labios del Dios del Hogar con abundante melado de azúcar, más dulce que la miel, para que sus palabras llegaran bien empalagosas al cielo.
En todo el barrio, los farolitos de colores se agitaban en la brisa invernal. Se los veía por doquier: en el umbral de los comercios, en las tendederas que cruzaban de una acera a otra, en los postes solitarios… Rosa también había colocado algunos, que ahora se balanceaban desde dos estacas sobre el dintel de la puerta.
El anciano sonrió al contemplar las lámparas, respiró los familiares olores del barrio donde viviera durante tantos años y recordó sus correrías por los campos de la isla donde se había jugado el pellejo en compañía de otros mambises, que se lanzaban sobre el enemigo llevando los machetes desnudos en alto.
—Buenas noches, abuelo —dijo Síu Mend, esperando a que el viejo entrara.
—Buenas…
El chirrido de unos neumáticos sobre el asfalto interrumpió la despedida. Los Wong se volvieron para ver un auto negro que se detenía en la esquina. Desde las ventanillas abiertas, dos hombres blancos comenzaron a disparar contra tres asiáticos que conversaban bajo un farol. Uno de los chinos cayó al asfalto. Los otros consiguieron parapetarse tras un puesto de frutas y dispararon contra los agresores.
Síu Mend agarró a su mujer e hijo, obligándolos a tenderse sobre la acera. El anciano ya se había acurrucado en un rincón de su puerta. El griterío del barrio podía sentirse por encima de la balacera. Algunos transeúntes, demasiado aterrados para pensar, corrían de un lado a otro, buscando donde guarecerse.
Por fin el auto hizo chillar sus neumáticos y desapareció tras la esquina. Poco a poco, la gente volvió a asomarse de los sitios donde se refugiara. Síu Mend ayudó a su mujer a ponerse de pie. Pablito se acercó para ayudar a su bisabuelo.
—Ya se fueron, akún…
—Diosa de la Misericordia —exclamó la mujer en su lengua—. Esos gángsters van a terminar desgraciando el barrio.
—¿Akún?
Rosa y Manuel Wong se volvieron a mirar a su hijo.
—¡Akún!
El anciano continuaba acurrucado sobre la acera. Manuel se acercó para alzarlo, pero su intento lo hizo gemir. Wong Yuang, que tantas veces desafiara el peligro a lomos de un caballo, acababa de ser alcanzado por una bala que ahora ni siquiera iba dirigida a él.
El Año Nuevo Lunar llegó sin celebraciones para los Wong. Mientras el anciano agonizaba en el hospital, el barrio desfiló por la casa con regalos y remedios milagrosos. Pese a tanta ayuda, los gastos de hospital eran excesivos. Dos médicos ofrecieron sus servicios gratuitos, pero tampoco fueron suficientes. Entonces Síu Mend, alias Manuel, pensó que necesitaban otro sueldo en casa. Recordó la cocina de El Pacífico, un restaurante colmado de los olores más sabrosos del mundo, y fue a pedir humildemente el más miserable de los trabajos para su hijo, pero ya toda la comunidad sabía de su desgracia y las preguntas sobre la seriedad del muchacho fueron casi una formalidad. Comenzaría a trabajar al día siguiente.
—Date prisa, Pag Li —le regañó su madre esa mañana—. No puedes llegar tarde en tu primera semana.
Pablito se apresuró a sentarse a la mesa. Hizo sus rezos brevemente y atacó con los palillos su tazón de arroz y pescado. El té hirviente le quemó la lengua, pero a él le gustaba esa sensación por las madrugadas.
Síu Mend nunca había sido especialmente religioso, pero ahora rezaba cada mañana frente a la imagen de San-Fan-Con, aquel santo inexistente en China que era una figura omnipresente en la isla. Así lo dejó Pag Li cuando se fue al cuarto a buscar sus zapatos. Mientras se los abrochaba, recordó la historia que su bisabuelo, ahora agonizante, le contara sobre el santo.
Rúan Kong había sido un valiente guerrero que vivió durante la dinastía Han. Al morir, se transformó en un inmortal cuyo rostro rojizo era reflejo de su probada lealtad. Durante la época en que los primeros culíes chinos llegaron a la isla, un inmigrante que vivía en la zona central aseguró que Kuan Kong se le había aparecido para anunciar que protegería a todo aquel que compartiera su comida con sus hermanos en desgracia. La noticia se extendió por el país, pero ya en Cuba habitaba otro santo guerrero llamado Shangó, que vestía de rojo y había llegado en los barcos provenientes de África. Pronto los chinos pensaron que Shangó debía de ser un avatar de Kuan Kong, una especie de hermano espiritual de otra raza. Pronto ambas figuras formaron el binomio Shangó-Kuan Kong. Más tarde, el santo se fue convirtiendo en San-Fan-Con, que protegía a todos por igual. Pablo también había oído otra versión, según la cual San-Fan-Con era el nombre mal pronunciado de Shen Guan Kong («el ancestro Ruang a quien se venera en vida»), cuya memoria habían vulgarizado algunos compatriotas. El joven sospechaba que, a ese paso, podrían aparecer más versiones sobre el origen del misterioso santo.
En todo esto pensaba mientras escuchaba los rezos de su padre. Cuando abandonó la habitación, su madre terminaba de desayunar. Síu Mend bebió un poco de té, y enseguida todos se pusieron sus chaquetas y salieron.
Sus padres caminaban en silencio, dejando escapar vapores de niebla por la boca. El muchacho intentaba sobreponerse al frío, curioseando a través de las puertas que permitían ver los patios interiores. Al abrigo de las miradas, aquellos madrugadores se movían con los lentos movimientos de la gimnasia matinal que Pablo había practicado tantas veces con su bisabuelo.
Cualquier otro día, Pablo hubiera ido a la escuela en la mañana y trabajado por la tarde. Pero ese sábado la familia se despidió frente al edificio y el muchacho subió para comenzar su faena. Debería encender los hornos, limpiar y trozar verduras, lavar calderos, sacar la mercancía de las cajas, o cualquier otra cosa que fuera necesaria. A mitad de mañana, sobre la cocina flotaba una nube con los aromas del arroz pegajoso y humeante, la carne de cerdo cocida con vino y azúcar, los camarones salteados con decenas de vegetales, el té verde y claro que acentuaba los sabores del paladar… Seguramente así sería el olor del cielo, pensó Pablo; una mezcla alucinante y deliciosa que estrujaba las tripas y desataba un apetito descomunal. El joven observaba de reojo la pericia de los cocineros, que constantemente regañaban y azotaban a los más morones. Pablo nunca tuvo problemas, excepto un día, cuando ya llevaba algunos meses trabajando allí. Normalmente realizaba su labor con toda dedicación, pero aquella mañana parecía más distraído que de costumbre. No era su culpa. Había recibido una nota de Amalia, que leyó junto a los calderos donde se cocinaban las sopas:
Querido amigo Pablo:
(Pues ya puedo decirte amigo, ¿no?). Me dio mucho gusto conocer a tu familia. Si tuvieras libre una de estas tardes, podríamos reunimos a conversar un rato, si es que quieres, pues me gustaría saber más de ti. Hoy mismo, por ejemplo, mis padres no estarán en casa después de las cinco de la tarde. No es que quiera recibir a nadie cuando ellos no están (ya que no hay nada malo en conversar con un amigo), pero creo que podríamos hablar mejor si no hay personas mayores delante.
Afectuosamente,
AMALIA
La leyó tres veces antes de guardarla y seguir en su tarea, pero anduvo con su mente en las nubes hasta que, en el colmo de su ensoñación, dejó caer una carga de pescado en la cocina. El coscorrón del capataz le quitó las ganas de soñar.
Cuando llegó a su casa, no había nadie. Recordó que sus padres irían al hospital para saber del abuelo, quien había vuelto a ingresar la noche antes debido a complicaciones en aquella herida que nunca terminaba de sanar; pero él no se quedaría esperando noticias. Se bañó, se cambió de ropa y salió. No pudo evitar una ojeada al umbral donde solía sentarse el anciano y sintió un ardor en el corazón. Se alivió un poco ante la perspectiva de ver nuevamente a esa extraña muchacha que ocupaba sus pensamientos noche y día.
Una vez más, volvió a confundirse ante las puertas de aldabas parecidas; se detuvo indeciso, sin saber qué hacer. La tercera de la izquierda se abrió en sus narices.
—Me imaginé que ibas a perderte —lo saludó Amalia, que añadió con candidez—, por eso estaba vigilando.
Pablo entró cohibido, aunque sin demostrarlo.
—¿Y tus padres?
—Fueron a recibir a un músico que viene de Europa. Mi abuela también fue con ellos… Siéntate. ¿Quieres agua?
—No, gracias.
La cordialidad de la muchacha, en lugar de tranquilizarlo, lo puso más nervioso.
—Vamos a la sala. Quiero enseñarte mi colección de música.
Amalia se acercó a una caja de la cual salía una especie de cornetín gigante.
—¿Has oído a Rita Montaner?
—Claro —dijo Pablo, casi ofendido—. ¿Tienes canciones suyas?
—Y del trío Matamoros, de Sindo Caray, del Sexteto Nacional…
Siguió recitando nombres, algunos conocidos y otros que él escuchaba por primera vez, hasta que la interrumpió:
—Pon lo que quieras.
Amalia colocó una placa redonda sobre la caja y levantó con cuidado un brazo mecánico.
—«Quiéreme mucho, dulce amor mío, que amante siempre te adoraré…» —surgió una voz clara y temblorosa del altavoz.
Durante unos instantes escucharon en silencio. Pablo observó a la muchacha, que por primera vez parecía retraída.
—¿Te gusta el cine? —aventuró él.
—Mucho —respondió ella, animándose.
Y comenzaron a comparar películas y actores. Dos horas después, ninguno de los dos cesaba de maravillarse con ese otro ser que tenía delante. Cuando ella encendió la lámpara, Pablo se dio cuenta de lo tarde que era.
—Tengo que irme.
Sus padres no sabían dónde se hallaba.
—Podemos vernos otro día —aventuró él, rozando el brazo de la muchacha.
Y de pronto ella sintió una ola de calor que se extendía por su cuerpo. También el muchacho percibió aquella marejada… Ah, el primer beso. Ese miedo a perderse en tierras peligrosas, ese aroma del alma que podría morir si el destino tomara rumbos imprevistos… El primer beso puede ser tan temible como el último.
Sobre sus cabezas la lámpara comenzó a balancearse, pero Pablo no lo notó. Sólo el estruendo de un objeto que se hacía añicos lo sacó del ensueño. Junto a ellos yacían los restos de una porcelana destrozada.
—¿Ya llegaron? —susurró Pablo, aterrado ante la posibilidad de que el agresor fuera el padre de su amada.
—Es ese idiota del Martinico haciendo de las suyas.
—¿Quién?
—Otro día te cuento.
—No, dímelo ahora —insistió él, contemplando el inexplicable destrozo—. ¿Quién más está aquí?
Amalia dudó un instante. No quería que el príncipe de sus sueños se esfumara ante aquella historia de aparecidos, pero el rostro del muchacho no admitía excusas.
—En mi familia hay una maldición.
—¿Una qué?
—Un duende que nos persigue.
—¿Qué es eso?
—Una especie de espíritu… un enano que aparece en los momentos más inoportunos.
Pablo guardó silencio, sin saber cómo digerir la explicación.
—Es como un espíritu que se hereda —aclaró ella.
—¿Que se hereda? —repitió él.
—Sí, y maldita sea esa herencia. Sólo la padecemos las mujeres.
Contrario a lo que esperara, Pablo tomó el hecho con bastante naturalidad. Cosas más raras se aceptaban como ciertas entre los chinos.
—A ver, explícamelo bien —pidió curioso.
—Heredé esto de mi papá. El no puede verlo, pero mi abuela sí. Y mami, por ser su esposa, también.
—¿Quieres decir que cualquier mujer podría ver el duende si se casa con un hombre de la familia?
—Y antes de casarse también. Así le pasó a una de mis tatarabuelas: vio al duende apenas le presentaron a mi tatarabuelo. Se pegó un susto terrible.
—¿Nada más de conocerlo?
—Sí, parece que el duende puede saber quién se casará con quién.
Pablo le acarició la mano.
—Tengo que irme —murmuró de nuevo, acuciado por un nerviosismo mayor que el provocado por un duende invisible—. Tus padres pueden llegar y los míos no saben dónde estoy.
—¿Nos seguiremos viendo? —preguntó ella.
—Toda la vida —le aseguró él.
Durante el camino de regreso, el muchacho se olvidó del Martinico. Su corazón sólo tenía espacio para Amalia. Iba saltando feliz y ligero, como si él mismo se hubiera convertido en un espíritu. Trató de pensar en lo que le diría a sus padres por la demora. Tuvo el tiempo justo para inventar una excusa, antes de empujar la puerta entreabierta.
—Papi, mami…
Se detuvo en el umbral. La casa estaba llena de personas. Su madre lloraba en una silla y su padre permanecía cabizbajo junto a ella. Vio el ataúd en una esquina y fue entonces cuando notó que todos vestían de amarillo.
—Akún… —murmuró el muchacho.
Había regresado de la Isla de los Inmortales para enfrentarse a un mundo donde los humanos morían.