Lingao-fa decidió que era una noche propicia para morir. El aire cálido soplaba entre las espigas que emergían tímidamente de las aguas. Quizás fuera la brisa, con sus dedos de espíritu acariciando sus ropas, lo que la llenó con esa sensación de lo inevitable.
Se puso de puntillas para aspirar mejor las nubes. Todavía era esbelta, como los lotos que adornaban el estanque de los peces con colas de gasa. Su madre solía sentarse a contemplar los bulbosos tallos que se perdían en el cenagal, se inclinaba a tocarlos y eso la llenaba de paz. Siempre sospechó que su contacto con las flores había provocado en su hija aquellos rasgos delicados que tanta admiración despertaran desde su nacimiento: la piel tersísima, los pies suaves como pétalos, el cabello liso y brillante. Por eso, cuando llegó el momento de celebrar su llegada —un mes después del parto—, decidió que así se llamaría: Flor de Loto.
Contempló los campos húmedos que esa tarde parecían hincharse como sus pechos cuando amamantaba a la pequeña Kui-ta, su capullo de rosa. La niña tenía once años y pronto habría que buscarle esposo; pero esa tarea quedaría en manos de su cuñado Weng, como correspondía al pariente masculino más cercano.
Con paso vacilante se dirigió al interior. Debía ese equilibrio inestable al tamaño de sus pies. Durante años, su madre se los vendó para que no crecieran: requisito importante si deseaba conseguir un buen casamiento. Por eso ella se los vendaba ahora a la pequeña Kui-fa, pese a sus llantos y protestas. Era un proceso agónico: todos los dedos, excepto el mayor, debían quedar doblados hacia el suelo; después se colocaba en el arco una piedra que quedaba ajustada con las vendas. Aunque ella misma había abandonado la costumbre desde la muerte de su marido, algunos huesecillos rotos y mal fundidos habían dejado una huella permanente en su forma de moverse.
Llegó a la cocina donde Mey Ley trozaba unas verduras, y comprobó que su hija jugaba junto al fogón. Mey Ley no era una sirvienta cualquiera. Había nacido en casa adinerada e incluso aprendió a leer, pero varias desgracias sucesivas terminaron convirtiéndola en la concubina de un terrateniente. Únicamente la muerte del amo la había liberado de su condición. Sola y sin recursos, optó por ofrecer sus servicios a los Wong.
—¿Buscaste las coles, Mey Ley?
—Sí, señora.
—¿Y la sal?
—Todo lo que me encargó —y añadió tímidamente—: La señora no debe preocuparse.
—No quiero que suceda lo mismo del año pasado.
Mey Ley enrojeció de vergüenza. Aunque su ama nunca le reprochó nada, sabía que la pasada inundación había ocurrido por su culpa. Ya estaba vieja y olvidaba ciertas cosas.
—Este año no tendremos problemas —se animó a decir—. Los señores del templo tienen trajes lujosos.
—Ya sé, pero a veces los dioses son rencorosos. Es bueno que tengamos reservas, por si acaso.
Lingao-fa se dirigió al dormitorio, seguida por los vapores del caldo que se cocía. Su temprana viudez había despertado la codicia de varios hacendados, no sólo debido a su belleza, sino porque el difunto Shi le había dejado numerosos terrenos donde crecían el arroz y las legumbres, además de algún ganado. Modesta, pero firme, había rechazado todas las propuestas, hasta que su cuñado le propuso que se casara con un negociante de Macao, dueño de un banco que manejaba las finanzas del clan, para que el patrimonio familiar quedara asegurado. Entonces no supo qué hacer ni a quién acudir. Sus padres habían muerto y debía obediencia al hermano mayor del que fuera su marido. Un día supo que no podría seguir evadiendo su decisión. Weng se presentó en su casa y le dijo, sin más rodeos, que la boda se efectuaría el tercer día de la quinta luna.
Sobre una mesa reposaba la peineta de plata que le regalara su madre. Con gesto mecánico acarició las diminutas incrustaciones de nácar y, después de desenredar sus cabellos, los humedeció para refrescarse y salió al portal. En ese instante la luna emergió tras las nubes. «Tú tienes la culpa, maldito viejo», murmuró entre dientes, mirando con ira el disco brillante donde vivía el anciano caprichoso que ataba con una cinta los pies de aquellos destinados a ser marido y mujer —un sortilegio del cual nadie escapaba—. Por eso se había convertido en esposa de Shi; y por igual razón se enfrentaba ahora a su difícil destino.
Era la última vez que vería sobre los campos esa luz azulada, pero no le importó. Cualquier cosa era mejor que soportar los tormentos infernales. La tenían sin cuidado las burlas de Weng, que muchas veces se había mofado de sus creencias. Ella sabía que el espíritu de su esposo la despedazaría en la otra vida si llegaba a casarse de nuevo. Una mujer sólo puede ser propiedad de un hombre, y semejante certeza era peor que la posibilidad de no ver más a los suyos.
Esa noche cenó temprano, arropó a Kui-fa y la acompañó en su sueño más tiempo del habitual. Después se despidió de Mey Ley, que ya se retiraba a dormir a los pies de la niña, y quedamente salió al patio, donde permaneció horas contemplando las constelaciones… Fue la cocinera quien la descubrió a la mañana siguiente, colgando del árbol, junto al estanque de los peces dorados.
Lingao-fa fue enterrada con grandes honores un brumoso amanecer de 1919. Su muerte, sin embargo, no resultó del todo inútil para Weng. Pese a que el comerciante vio desaparecer sus posibilidades de asociación, el prestigio de la familia aumentó ante aquella muestra de fidelidad conyugal. Además, como pariente encargado de velar por el futuro de Kui-fa, su capital creció con las propiedades que pasaron a sus manos. Eso sí, el dinero y las joyas correspondientes a la dote quedaron en las arcas del banco de Macao. Y en cuanto al patrimonio de ganado y cultivos, el comerciante se propuso multiplicar —mientras pudiera— lo que, por el momento, debía administrar.
Weng sentía un gran respeto por sus antepasados, y si bien no era supersticioso —a diferencia de otros lugareños—, tampoco escamoteaba honores ante la interminable fila de parientes difuntos que iban acumulándose de generación en generación. Por esa lealtad hacia sus muertos, Weng dispuso de inmediato que su sobrina fuera tratada como uno de sus hijos; decisión poco común en un lugar donde las niñas eran vistas como estorbos. Y es que, deberes aparte, el comerciante también había percibido el lado práctico de su tutoría. Kui-fa era bonita como su madre, y contaba con una dote donde no faltaban las reliquias y las joyas familiares, además de las tierras que deberían pasar a su marido apenas se casara. Tres años antes, Weng se había hecho cargo del hijo de Tai Kok, un primo muerto en circunstancias algo confusas en una isla del mar Caribe, adonde fuera en busca de fortuna siguiendo los pasos de su padre. Siu Mend era un niño callado y hábil en las matemáticas, al que Weng deseaba iniciar en los negocios. Nadie mejor que ese niño para marido de su sobrina, que pronto estaría en edad de contraer nupcias.
Por el momento la pequeña Kui-fa quedaría al cuidado de Mey Ley, encargada de vigilar su virtud. La nodriza dormiría en el suelo, a los pies de su ama, como había hecho siempre, lo cual contribuyó a que Kui-fa se sintiera menos triste por la ausencia de su madre.
De todos modos, su nuevo hogar era un sitio bullicioso donde entraba y salía toda clase de gente. Aparte del tío Weng y su esposa, allí vivían el abuelo San Suk, que casi nunca abandonaba su habitación; dos primos ya casados, hijos de su tío, con sus esposas e hijos; ese niño llamado Siu Mend, que se pasaba el día estudiando o leyendo; y unos cinco o seis criados. Pero no era su profusa parentela lo que más curiosidad despertaba en ella. A veces llegaban unos visitantes pálidos, envueltos en ropas oscuras y ajustadas, que hablaban un cantones apenas comprensible y tenían los ojos redondos y desteñidos. La primera vez que Kui-fa vio a una de esas criaturas entró a la casa gritando que había un demonio en el jardín. Mey Ley la tranquilizó después de salir a investigar, asegurándole que se trataba de un lou-fan: un extranjero blanco. Desde entonces, la niña se dedicó a observar las idas y venidas de aquellos seres luminosos a los que su tío trataba con especial reverencia. Eran altos como los gigantes de los cuentos y hablaban con una música extraña en la garganta. Uno de ellos la sorprendió espiándolo en cierta ocasión y le sonrió, pero ella salió disparada en busca de Mey Ley y no regresó hasta que las voces se alejaron.
Durante el día, Kui-fa pasaba horas junto al fogón, escuchando las historias que la anciana aprendiera en su juventud. Así se enteraba de la existencia del Dios del Viento, de la Diosa de la Estrella del Norte, del Dios del Hogar, del Dios de la Riqueza y de muchos más. También le gustaba oír del Gran Diluvio, provocado por un jefe que, lleno de vergüenza al ser derrotado por una reina guerrera, se golpeó la frente contra un inmenso bambú celestial que desgarró las nubes. Pero su favorita era la historia de los Ocho Inmortales que asistían al cumpleaños de la Reina Madre del Oeste, junto al Lago de las Joyas, y que al compás de una música tocada por instrumentos invisibles, participaban de un festín donde abundaban los manjares más delicados: lengua de mono, hígado de dragón, patas de oso, tuétano de fénix y otras exquisiteces. El punto culminante del banquete era el postre: los duraznos arrancados del árbol que sólo florece una vez cada tres mil años.
Mey Ley se veía obligada a bucear en su memoria para complacer la curiosidad de la criatura. Fueron años apacibles, como sólo pueden serlo esos que se viven sin conciencia y que, al final de la vida, se recuerdan como los más felices. Sólo una vez ocurrió algo que interrumpió la monótona existencia. Kui-fa enfermó gravemente. La fiebre y los vómitos se ensañaron con ella como si un mal espíritu quisiera robar su joven existencia. Ningún médico podía determinar el origen del mal, pero Mey Ley no perdió la cabeza. Fue al templo de los Tres Orígenes con tres listones de papel donde había escrito los caracteres del cielo, de la tierra y del agua. En la torre del templo, ofrendó al cielo el primer listón; después enterró bajo un montículo el papel correspondiente a la tierra; y por último sumergió en un manantial la escritura perteneciente al agua. A los pocos días, la niña comenzó a mejorar.
Mey Ley dedicó un rincón de su habitación a adorar a los Tres Orígenes, fuentes de felicidad, perdón y protección. Y le enseñó a Kui-fa a mantener siempre la armonía con aquellos tres poderes. Desde entonces, el cielo, la tierra y el agua fueron los tres reinos a los cuales Kui-fa enviaba sus pensamientos, sabiendo que allí estarían protegidos.
Pasaron los meses lluviosos y llegó la época en que el Dios del Hogar subía a las regiones celestiales para informar sobre las acciones de los humanos. Más tarde comenzó la temporada de cosechar y, tras ella, llegaron las ráfagas de un tifón. Pasaron los meses, y de nuevo el Dios del Hogar emprendió el vuelo a las alturas, llevando sus chismes divinos que los mortales pretendían endulzar embarrando de miel los labios de la estatua; y volvieron los campesinos a sembrar, y regresaron las lluvias y la temporada de los mil vientos que desgarraban las cometas de papel. Y entre los aromas de la cocina y las leyendas plagadas de dioses, Kui-fa se convirtió en una doncella.
A una edad en que muchas jóvenes ya amamantaban hijos propios, Kui-fa seguía prendida a la trenza de Mey Ley; pero Weng no pareció notarlo. Su cabeza desgranaba cifras y proyectos, y esa actividad febril hizo que fuera posponiendo la boda de su sobrina.
Cierta tarde, mientras conversaba en una de las casas de té donde iban los hombres a hacer negocios o a buscar prostitutas, escuchó las indirectas que lanzaban unos parroquianos sobre una jovencita casadera y con buena dote, condenada a una indigna soltería por culpa de un tío codicioso. Weng hizo como que no escuchaba nada, pero enrojeció hasta las raíces de su coleta que ya empezaba a encanecer. Cuando llegó a su casa, llamó a Siu Mend con un pretexto y observó al muchacho mientras éste revisaba unos papeles. El adolescente se había convertido en un joven robusto y casi apuesto. Esa misma noche, mientras la familia cenaba en torno a la mesa, decidió dar la noticia:
—He pensado que Kui-fa debe casarse.
Todos, incluyendo la propia Kui-fa, alzaron la vista de sus platos.
—Habrá que buscarle esposo —aventuró su mujer.
—No hace falta —dijo Weng, pescando un trozo de bambú—. Siu Mend será un buen marido.
Ahora los ojos se volvieron en dirección al azorado Siu Mend y después a Kui-fa, que clavó su mirada en la fuente de carne.
—Sería bueno celebrar la boda durante el festival de las cometas.
Era una fecha propicia. En el noveno día de la novena luna todos subían a un lugar alto, ya fuera una colina o la torre de un templo, para conmemorar un suceso ocurrido durante la dinastía Han, cuando un maestro salvó la vida de su discípulo al advertirle que una terrible calamidad se abatiría sobre la tierra. El joven huyó hacia la montaña y, al regresar, encontró que todos sus animales se habían ahogado. Esa fiesta de recordación inauguraba la temporada en que las brisas retozaban furibundas e interminables, anunciando futuras tormentas. Entonces, centenares de criaturas de papel remontaban el aire con sus abigarradas formas: dragones rosados, mariposas que aleteaban llenas de furia, pájaros con ojos móviles, insectos guerreros… Todo un conjunto de seres imposibles se disputaba los cielos en nuevas y legendarias batallas.
El mismo día de su boda Kui-fa pudo entrever, tras las cortinas de su silla de manos, la lejana silueta de un fénix. No logró distinguir sus colores porque un velo rojo le cubría el rostro. Después, al bajarse, debía mirar en dirección a sus pies si no quería tropezar y caer.
La joven no había vuelto a ver a Siu Mend desde la noche en que su tío anunciara el casamiento. Mey Ley se encargó de mantenerla oculta. Espantada ante la imprudencia del hombre, al declarar el compromiso con ambos jóvenes sentados a la mesa, la sirvienta decidió contrarrestar el descuido. Aprovechando un momento en que todos estaban ocupados, fue hasta el altar de la Diosa del Amor y extrajo una de sus manitas de porcelana.
—Señora —pidió inclinándose ante la estatua, mientras apretaba la extremidad entre sus manos—, atrae la buena fortuna sobre mi niña y aleja los malos espíritus. Te prometo un buen regalo si la boda transcurre sin problemas, y otro mayor cuando tenga su primer hijo… —dudó un momento—, pero sólo si la madre y el niño gozan de buena salud.
Repitió tres veces su reverencia y guardó la mano de porcelana en un rincón de la cocina. Por supuesto, a nadie se le ocurrió preguntar por la extremidad ausente. Ya aparecería cuando el ruego del devoto se cumpliera.
***
Varias semanas después de la boda los ríos se inundaron, matando a mucha gente. Hubo hambre para los más pobres y saqueos para los más ricos; sólo la epidemia se repartió por igual entre todos. El nivel del agua en los campos se elevó con rapidez para después bajar con pereza, y los brotes de arroz se asomaron sobre las aguas turbias. El primer vientecillo del sur sopló por aquellos contornos, gélido y burlón, a tiempo para otro festival… Pero Kui-fa seguía sin dar señales de embarazo. Mey Ley fue a ver a la diosa.
—Procura cumplir lo que te pido o irás a parar a un rincón lleno de ratones —la amenazó, antes de virarle la espalda.
La advertencia dio resultado. A las pocas semanas, el vientre de Kui-fa empezó a hincharse y Mey Ley depositó junto al altar una cesta llena de frutas. Meses después, cuando las lluvias estaban de nuevo en su apogeo, nació Pag Li en pleno Año del Tigre. Gritaba como un demonio y enseguida se prendió del pezón de su madre.
—Tan pequeño y ya tiene el carácter de una pequeña fiera —vaticinó su padre al oírlo berrear.
Siu Mend había esperado el nacimiento de su hijo con alegría y preocupación, después de saber que el parto sería el preludio de un viaje a la isla donde había muerto su padre y donde aún vivía su abuelo Yuang, a quien no conocía. Se lo debía a Weng, que deseaba establecer contacto con varios comerciantes en ese país, deseosos de importar artículos religiosos y agrícolas.
—Yo mismo iría —le había dicho el hombre—, pero estoy demasiado viejo para una travesía tan larga.
Por la mente de Siu Mend pasaron lejanos recuerdos sobre la partida de su padre: las noticias confusas, el llanto de su madre… ¿Y si la historia se repetía? ¿Y si no regresaba jamás?
—Las cosas han cambiado en Cuba —aseguró Weng, al notar la zozobra del joven—. Ya los chinos no son contratados como culíes.
Y eso lo decía por su propio abuelo, el venerable Pag Chiong, que durante siete años había trabajado doce horas diarias, sujeto a un contrato que firmara sin saber lo que hacía, hasta que una tarde cayó muerto sobre una pila de caña que intentaba cargar. A pesar de eso, Yuang siguió los pasos de su padre y también partió rumbo a la isla. Años después, su hijo Tai Kok, padre de Siu Mend, quiso reunirse con él y dejó a su hijo y esposa en manos de Weng. Aunque no fue a trabajar como peón, se vio involucrado en una complicada historia de deudas que le costó la vida en una reyerta. Al año siguiente, la madre de Siu Mend murió de unas fiebres y el niño quedó al cuidado del hombre que, aunque era primo de su padre, siempre llamó tío.
—Pero ¿cómo son las cosas? —insistió Siu Mend, poniendo un poco más de té en su tazón.
—Diferentes —dijo Weng—. Los chinos prosperan en la isla… Algo bueno para los negocios. Por lo menos, es lo que me cuenta tío Yuang.
Se refería al abuelo de Siu Mend, único sobreviviente de aquella migración familiar, que vivía en la isla desde hacía más de tres décadas.
—Háblame de La Habana, tío.
—Yuang asegura que su clima se parece al nuestro —respondió lacónicamente el comerciante, quien no pudo decirle más porque nada más sabía.
A la semana siguiente, en su acostumbrado viaje a Macao, Siu Mend compró un mapa en una tienda de artículos ultramarinos. Ya en casa, lo desplegó sobre el suelo y siguió con un dedo la línea del Trópico de Cáncer que pasaba sobre su provincia, atravesaba el mar Pacífico, cruzaba las Américas y llegaba hasta la capital cubana. Siu Mend acababa de averiguar algo más. No era por casualidad que el clima de ambas ciudades fuera similar: Cantón y La Habana estaban exactamente en la misma latitud. Y aquel viaje límpido y directo sobre el mapa le pareció una buena señal. Un mes después del nacimiento de su hijo, Siu Mend partía rumbo al otro lado del mundo.