Llovía a cántaros cuando parqueó su auto junto al chalet de Gaia. Eran apenas las cinco de la tarde, pero la tormenta se había tragado la escasa luz y ahora parecía de noche.
Adentro, en la seca y acogedora atmósfera de la sala, Circe y Polifemo dormitaban sobre un almohadón que su dueña había colocado a los pies del sofá. El ronroneo de los gatos era perceptible por encima de la lluvia que golpeaba amablemente las maderas. Gaia sirvió el té y abrió una lata de bizcochos.
—A mi abuela le hubiera gustado hacer chocolate con un tiempo así —dijo—. Por lo menos, era lo que siempre decía cuando se acercaba un ciclón; pero como el chocolate ya era cosa del pasado durante mi infancia, freíamos un poco de pan en aceite y lo comíamos oyendo las ráfagas.
Cecilia recordó que su abuela Delfina también hablaba de tomar chocolate caliente cuando el tiempo se volvía huracanado; pero ella pertenecía a la misma generación que Gaia, así es que su abuela tampoco pudo ofrecerle la prometida taza.
—¿Qué piensas de las fechas? —preguntó después de probar su té.
—Lo mismo que tú: no se trata de una casualidad. Hay ocho fechas, y todas marcan desgracias diferentes en la historia de Cuba. Algunas se repiten más de una vez. Para saber por qué las apariciones de la casa coinciden con esas fechas, yo investigaría a sus habitantes.
—¿Por qué?
—Porque la casa es un símbolo. Ya te dije que las mansiones fantasmas revelaban aspectos del alma de un lugar.
—Pero ¿de cuál? ¿De Miami o de Cuba? Porque esta casa aparece en un sitio, en ciertas fechas relacionadas con el otro…
—Por eso debemos averiguar quiénes la ocupan. Usualmente es la gente la que se mueve de un lado a otro. Yo creo que la casa sigue el impulso de sus habitantes. Ese es el vínculo que hay que buscar: las personas. ¿Quiénes fueron? ¿Qué hacían? ¿A quién o qué perdieron en esas fechas o a causa de ellas?
—Podrían ser familiares de cualquiera de los miles de cubanos que viven en Miami —aventuró Cecilia, exprimiendo más limón dentro de su taza.
—¿Y no has pensado que podrían ser personas famosas? Actores, cantantes, políticos… Gente que simboliza algo.
Cecilia movió la cabeza.
—No creo. Nadie los ha reconocido. Según los testimonios, parecen personas corrientes.
Polifemo roncaba a los pies de su dueña. Había rodado del almohadón sin darse cuenta, desplazado por Circe que ahora dormía patas arriba.
—Hay algo más que puedes hacer —dijo Gaia, cuando vio que Cecilia se ponía de pie para marcharse—. Marca los sitios de las apariciones en un mapa. ¿Quién sabe si eso pueda darte otra pista?
—No sé si deba seguir investigando. Tengo que acabar mi artículo en algún momento.
Gaia la acompañó hasta la puerta.
—Cecilia, reconoce que ya no estás interesada en el artículo, sino en el misterio de la casa. No tienes por qué limitarte.
Se miraron un instante.
—Bueno, ya te contaré —murmuró Cecilia, antes de volver la espalda y perderse entre los árboles.
Pero no se fue enseguida. Desde la oscuridad de su auto, observó los alrededores. Gaia tenía razón. Su interés por el misterio iba más allá del artículo. La casa fantasma se había convertido en su Grial. De alguna manera también se había convertido en un foco de angustia, como si presintiera el dolor de aquellas almas encerradas en la mansión. No había necesitado verla para palpar el rastro de melancolía que reinaba en los lugares donde había aparecido, y la atmósfera de nostalgia, casi rayana en tristeza, que quedaba en cada sitio tras su desvanecimiento.
Recordó a Roberto. ¿Qué hubiera pensado de eso? Había querido contarle sobre la casa, pero constantemente evadía el tema. Cada vez que trataba de acercarlo a su mundo, él debía hacer una llamada o recordaba que tenía una reunión o le proponía ir a un club. Era como si sólo tuvieran una zona común para coexistir: las emociones. Cecilia comenzaba a sentir una especie de ahogo, como si estuviera atrapada, aunque no sabía por qué, ni de qué. Roberto también se mostraba distante y retraído.
Decidió pasar por el concesionario. Él le había dicho que estaría allí hasta las ocho. Lo encontró en el salón donde se exhibían algunos modelos deportivos.
—Necesito contarte algo —dijo Cecilia.
—Vamos a mi oficina.
Y mientras caminaban empezó a hablarle por primera vez de la casa, de las entrevistas y de las apariciones.
—¿Por qué no vamos a tomar algo? —preguntó él de pronto.
—De nuevo.
—¿De nuevo qué?
—Cada vez que quiero hablar de mis cosas, cambias de conversación —dijo ella.
—No es cierto.
—He tratado de contarte sobre esa casa dos veces.
—No me interesan los fantasmas.
—Es parte de mi trabajo.
—No, tú eres tú y tu trabajo es otra cosa. Háblame de ti y te escucharé.
—Mi trabajo es parte de mí.
Roberto pensó un segundo antes de responder:
—No quiero hablar de cosas que no existen.
—Quizás la casa no existe, pero muchas personas la han visto. ¿No te interesa averiguar por qué?
—Porque siempre hay gente dispuesta a creer en cualquier cosa, en lugar de ocuparse de asuntos más productivos.
Ella se le quedó mirando casi con dolor.
—Ceci, tengo que ser sincero contigo…
En lugar de marcharse, como había pensado hacer, se quedó en su asiento y lo escuchó durante media hora. Él le confesó que todo ese mundo de espectros, auras y adivinaciones, lo inquietaba. O más bien le molestaba. Cecilia no entendía. Siempre creyó que lo intangible era reconfortante; significaba que uno podía contar con un arsenal de poderes si el entorno se hacía demasiado doloroso o terrible. Pero a Roberto esas cuestiones lo llenaban de incertidumbre. Terminó diciendo que todas esas historias eran idioteces que sólo podían creer otros idiotas. Aquello la hirió de veras.
Volvieron a verse tres días más tarde… y de nuevo se alejaron. Recordó el hexagrama del I Ching que consultara la noche en que decidió llamar a Roberto. Abrió la página aún marcada y descubrió, bajo el epígrafe que decía «diferentes líneas», el número nueve que ella había sacado en la tercera línea y que había pasado por alto en su lectura anterior:
La penetrante e insistente lucubración no ha de llevarse demasiado lejos, pues frenaría la capacidad de tomar decisiones. Una vez que un asunto ha sido debidamente sometido a la reflexión, es cuestión de decidir y actuar. Pensar y cavilar con reiterada insistencia provoca el aporte de escrúpulos una y otra vez y, por consiguiente, la humillación, puesto que uno se muestra inepto para la acción.
Eso era. Se había empeñado en darle vueltas a un asunto que debió haber terminado. Sin duda se había equivocado, pero aquella comprensión tardía no le sirvió de consuelo.
A partir de ese instante dejó de maquillarse, de comer, y hasta de salir, excepto para ir a la oficina. Así la encontró Lisa, echada sobre el sofá y rodeada de tazas de tilo, una tarde en que fue a verla para llevarle otro testimonio que acababa de grabar. Contrario a lo que esperara, Cecilia no mostró ningún entusiasmo. Sus sentimientos hacia Roberto habían relegado a un segundo plano el asunto de la casa.
—Eso no es saludable —le dijo Lisa, tan pronto como se enteró—. Vas a venir conmigo.
—No se me ha perdido nada afuera.
—Eso lo veremos. ¡Vístete!
—¿Para qué?
—Quiero que me acompañes a un sitio.
Sólo a mitad de camino le dijo que la llevaba a ver una cartomántica que vivía en Hialeah. La mujer compraba productos en su tienda y, siempre que la recomendaba, los clientes le hablaban maravillas de ella.
—Y no se te ocurra quejarte —añadió Lisa—, que la consulta te sale gratis gracias a mí.
Molesta, pero decidida a sobrellevar el asunto lo mejor posible, Cecilia se reclinó en el asiento del auto. Se haría la idea de que estaba en una función de teatro.
—Te esperaré en la sala —susurró Lisa cuando tocaron a la puerta.
Cecilia no contestó; pero su escepticismo recibió una sacudida cuando la cartomántica, tras barajar el mazo de cartas y pedir que lo dividiera en tres, desplegó el primero y preguntó:
—¿Quién es Roberto?
Cecilia brincó en su silla.
—Un novio que tuve —musitó—. Una relación pasada.
—Pero todavía estás en ella —afirmó la sibila—. Hay una mujer pelirroja que también tuvo que ver con ese hombre. Le ha hecho un amarre, porque sigue obsesionada con él. No deja de llamarlo, no lo suelta.
Cecilia no podía creer lo que escuchaba. Roberto le había hablado de esa relación que terminó antes de que ellos se conocieran; y era cierto que la mujer lo había seguido llamando porque él mismo se lo contó, pero eso del maleficio…
—No puede ser —se atrevió a contradecirla—. Esa muchacha nació aquí y no creo que sepa nada de brujerías. Trabaja en una compañía de…
—Ay, m’hijita, qué inocente eres —le dijo la anciana—. Las mujeres recurren a cualquier cosa con tal de recuperar a su hombre, no importa dónde hayan nacido. Y ésta —miró de nuevo sus cartas—, si no ha hecho el amarre con brujería, lo ha hecho con su mente. Y créeme que los pensamientos, cuando están llenos de rabia, son muy dañinos.
La mujer hizo otra tirada de cartas.
—¡Qué hombre tan raro! —dijo—. En el fondo, cree en el más allá y en los hechizos, pero no le gusta admitirlo. Y si lo hace, enseguida trata de pensar en otra cosa… ¡Muy extraño! —repitió y levantó la vista para mirarla—. Tú lo quieres mucho, pero no creo que ése sea el hombre para ti.
Cecilia la miró con tanto desconsuelo que la vieja, un tanto compadecida, añadió:
—Bueno, haz lo que quieras. Pero si quieres oír mi consejo, deberías esperar por algo distinto que aparecerá en tu vida.
Volvió a recoger el mazo y le pidió que lo dividiera.
—¿Ves? Aquí sale de nuevo. —Y fue señalando las cartas a medida que las leía—. La pelirroja… El demonio… Ese es el trabajo que te dije… ¡Jesús! —La mujer se persignó, antes de seguir mirando las cartas—. Y éste es el hombre que aparecerá, alguien que tiene que ver con papeles: alto, joven, quizás dos o tres años mayor que tú… Sí, definitivamente trabaja con papeles.
La mujer volvió a barajar las cartas.
—Escoge tres grupos. Cecilia obedeció.
—No te preocupes, m’hijita —añadió la pitonisa, mientras estudiaba el resultado—. Tú eres una persona muy noble. Te mereces al mejor hombre, y ése va a aparecer más pronto de lo que te imaginas. Quien va a perderse a la gran mujer es ese otro por el que ahora lloras. A menos que sus guías lo iluminen a tiempo, quien saldrá perjudicado será él. —Levantó la vista—: Sé que no va a gustarte esto, pero deberías esperar por el segundo hombre. Es lo mejor para ti.
Sin embargo, cuando Roberto la llamó, aceptó su invitación para cenar con otras dos parejas. Todavía se aferraba a él, tanto como él a ella… o eso le dijo: no había podido sacarla de su mente en todos esos días. ¿Por qué no salían juntos otra vez? Irían a aquel restaurante italiano que a Cecilia le gustaba tanto porque sus paredes recordaban las ruinas romanas de Caracalla. Pedirían ese vino oscuro y espeso, con un aroma a clavo que punzaba el olfato… Sí, Roberto había pensado en ella cuando escogió aquel lugar.
Todo fue bastante bien al inicio. Los amigos de Roberto trajeron a sus respectivas esposas, llenas de joyas y miradas inexpresivas. Cecilia terminó su cena en medio de un aburrimiento mortal; pero estaba decidida a salvar la noche.
—¿Les gusta bailar? —preguntó.
—Un poco.
—Bueno, conozco un sitio donde se puede oír buena música… si es que les gusta la música cubana.
El bar era un manicomio esa noche. Quizás fuera culpa del calor, que trastocaba las hormonas, pero los asistentes al local parecían más estrafalarios que de costumbre. Cuando entraron, una japonesa —solista de un grupo de salsa nipón— cantaba en perfecto español. Había llegado allí después de una función en la playa, pero terminó subiendo al escenario con una banda de músicos que se había ido formando desde el comienzo de la noche. Tres concertistas canadienses se unieron al jolgorio. En la pista y las mesas, el delirio era total. Gritaban los italianos en una mesa cercana, vociferaban los argentinos desde la barra, y hasta un grupo de irlandeses bailaba una especie de jota mezclada con algo que ella no pudo definir.
Roberto decidió que había demasiada gente en la pista. Bailarían cuando hubiera más espacio. Cecilia suspiró. Eso no ocurriría nunca. Mientras él seguía conversando con los hombres, la muchacha comenzó a replegarse. Se sentía fuera de lugar, sobre todo frente a esas mujeres que parecían estatuas de hielo. Trató de inmiscuirse en la conversación de los hombres, pero éstos hablaban de cosas que ella no conocía. Aburrida, recordó a su antigua amiga. Pero en la mesa donde solía sentarse, unos brasileños gritaban como desquiciados. Una chica que servía tragos pasó junto a Cecilia.
—Oye —murmuró, sujetándola por una manga—. ¿No has visto a la señora que se sienta a aquella mesa?
—A las mesas se sientan muchas señoras.
—La que te digo siempre está allí.
—No me he fijado —concluyó la muchacha y siguió su camino.
Roberto trataba de dividir su atención entre Cecilia y sus amistades, pero ella se sentía perdida. Era como caminar a tientas por un territorio desconocido. Tres nuevos conocidos de Roberto se acercaron a la mesa, todos muy elegantes y rodeados de mujeres demasiado jóvenes. A Cecilia no le gustó ese ambiente. Olía a falsedad y a interés.
La canción terminó y los ánimos se sosegaron un poco. Los músicos abandonaron el escenario para descansar, mientras la pista volvía a iluminarse. Por los altavoces se escuchó una grabación, famosa en la isla cuando ella era muy pequeña: «Herido de sombras por tu ausencia estoy, sólo la penumbra me acompaña hoy…». Sintió algo en el ambiente, como una especie de impresión indefinida. No pudo entender qué era. Y de pronto la vio, esta vez sentada al final de la barra.
—Voy a saludar a una amiga —se disculpó.
Mientras se abría paso entre los bailadores que regresaban a la pista, buscó en la oscuridad. Allí estaba, agazapada como un animal solitario.
—Un Martini —pidió al barman, y enseguida rectificó—. No, mejor un mojito.
—Mal de amores —observó Amalia—. Lo único que persiste en el corazón humano. Todo termina o cambia, menos el amor.
—Vine aquí porque deseo olvidar —explicó Cecilia—. No quiero hablar de mí.
—Pensé que deseabas compañía.
—Sí, pero para pensar en otras cosas —dijo la joven, probando un sorbo del cóctel que acababan de dejar frente a ella.
—¿Cómo qué?
—Me gustaría saber a quién espera cada noche —insistió Cecilia—. Me ha hablado de una española que ve duendes, de una familia china que escapó de una matanza y de la hija de una esclava que terminó en un prostíbulo… Creo que se ha olvidado de su propia historia.
—No me he olvidado —aseguró Amalia con suavidad—. La conexión viene ahora.