Vendaval sin rumbo

Ángela miraba la calle desde su balcón. La mañana mojó su olfato con un sabor casi gélido que le recordó la umbría vegetación de la sierra. Cuán lejos habían quedado esos días en que recorría los bosques poblados de criaturas inmortales. Ahora, mientras contemplaba a los transeúntes, su juventud le parecía el recuerdo de otra vida. ¿Alguna vez habló con una ninfa? ¿Había sido bendecida por un dios triste y olvidado? De no haber sido por la persistencia del duende, hubiera creído que todo era un sueño.

Dos décadas es mucho tiempo, sobre todo si uno vive en tierra extraña. La angustia palpitaba en su pecho cuando escuchaba las canciones llegadas de su patria: «Si llegan tristes hasta esos mares ¡ay!, los cantares que exhalo aquí, ése es mi pecho que va cautivo porque no vivo lejos de ti». Sí, añoraba su tierra, los hablares de su gente, la vida plácida y eterna de la serranía donde no existía un mañana, sino sólo el ayer y el ahora.

Sus padres habían muerto junto a las faldas de la sierra. Ella les había prometido regresar, pero nunca lo hizo, y llevaba esa promesa rota como un fardo pesado y antiguo.

Juanco, por suerte, había sido un buen marido. Algo cascarrabias, eso sí, sobre todo después que heredara el almacén de tío Manolo… o la bodega, como le decían los lugareños. Mientras ella criaba a su hijo, Juanco acumulaba dinero con la esperanza de abrir el único negocio que le apasionaba: una compañía de grabaciones.

—Es una locura —le confiaba a Guabina, una mulata de cabellos rojizos que vivía en la casa aledaña—. ¿Te imaginas? A duras penas mantiene una bodega en este barrio de mala muerte y todavía pretende competir con el gringo del perrito.

Se refería al logotipo de la Víctor Records, que mostraba a un perro frente a la bocina de un gramófono.

Juanco le había explicado por qué sería tan provechoso abrir una compañía de grabaciones en La Habana: los músicos no tendrían que viajar más hasta Nueva York. Pero ella no quería oír de aquella locura.

Ángela llegó a odiar tanto al gringo del perrito que Guabina, sabedora de cuestiones mágicas, le propuso hacer una brujería… no al hombre, sino al animalito.

—Muerto el perro, se acabó la rabia —dijo—. Y seguro que al dueño le da una sirimba después. Se ve que lo quiere mucho para sacarlo en todos sus anuncios.

—Jesús —decía Ángela—, que tampoco quiero cargar con una muerte en mi conciencia. Además, la culpa no es del condenado perro, sino de esas vitrolas que han puesto por todas partes. ¡Son una maldición!

—Tampoco así, doña Ángela, que la música es una bendición de los dioses, un descanso en este valle de lágrimas, un traguito de aguardiente que nos endulza la vida…

—Pues a mí me la amarga, Guabina. Y para serte franca, creo que a mi hijo lo ha desquiciado un poco.

—¿A Pepito? —replicó la mulata—. ¡Qué va a desquiciarse ese muchacho! Si está más alebrestao que nunca.

—Demasiado. Algún bicho raro lo ha picado, y tiene que ver con esos sonsonetes que se oyen a toda hora por las esquinas.

Ángela suspiró. Su Pepito, su niño del alma, llevaba semanas viviendo en otro mundo. Todo había empezado poco después de regresar una madrugada, medio ebrio, apoyado en los hombros de dos amigos. Ella había estado al borde de un infarto y amenazó con prohibirle todas las salidas nocturnas, pero su hijo no se dio por enterado. La borrachera sólo le hacía sonreír, pese a que Ángela manoteaba como un ventilador frente a su rostro, a punto de abofetearlo.

De pronto, como era de esperar con tanta algarabía, el Martinico apareció en medio de una nubecilla liliputiense y saltó sobre la vitrina abarrotada de mayólica. Ángela se puso histérica, lo cual alborotó aún más al Martinico. Los muebles comenzaron a brincar mientras ella gritaba —mitad contra el Martinico, mitad contra su hijo— hasta que Juanco salió del cuarto, asustado por el escándalo.

—El muchacho ya es un hombre —dijo cuando se enteró del motivo original del disturbio, aunque ignorando el segundo de ellos—. Es normal que llegue un poco tomado a casa. Ven, vamos a dormir…

—¿Un poco tomado? —chilló Ángela, olvidando la hora y los vecinos—. ¡Está hecho una uva!

—De todos modos, ya es mayor de edad.

—¡Valiente cosa!

—Déjalo tranquilo —dijo Juanco en un tono que rara vez usaba, pero que impedía nuevas réplicas—. Vamos a dormir.

Y ambos se fueron a la cama, después de acostar a su hijo, dejando al duende sin público y frustrado.

Al día siguiente, su hijo se levantó y se metió en la ducha durante una hora hasta que Ángela lo llamó a gritos para preguntar qué le pasaba. El muchacho salió rozagante del baño y salió de casa sin desayunar —algo insólito en quien nunca hacía nada si antes no se zampaba su café con leche, media rebanada de pan con mantequilla y tres huevos fritos con jamón—, dejando atrás una estela de perfume que mareó a su madre.

—Está de vacaciones —solía contestar Juanco si ella se quejaba de las tardanzas de su hijo—. Cuando vuelva a la universidad, no tendrá tiempo ni para soplarse las narices.

Pero las clases se hallaban a dos meses de distancia y todas las mañanas el joven se pasaba horas bajo la ducha cantando a voz en cuello: «Por ella canto y lloro, por ella siento amor, por ti, Mercedes querida, que extingues mi dolor…». O aquella otra canción que la enloquecía por su tono quejumbroso y rumbero: «No la llores, no la llores, que fue la gran bandolera, enterrador no la llores…».

Ahora, más que nunca, odiaba al gringo del perrito. Estaba segura de que ese ejército de vitrolas cantando en cada esquina los enloquecería a todos. Su hijo había sido uno de los primeros en sucumbir, y ella, sin duda, sería de las próximas. ¿Cómo iba a gustarle la música cuando era algo que tenía que escuchar por obligación y no por placer? En los últimos años, aquella plaga de trovadores ambulantes y tragamonedas infernales había invadido la ciudad como una peste bíblica.

—El problema del niño Pepe no es la música —la interrumpió Guabina una tarde, cuando su amiga iba por la mitad de su queja—. Aquí se mueven fuerzas mayores.

Ángela calló de golpe. Cada vez que su amiga comenzaba a hablar de esa manera sibilina, se producía alguna revelación.

—¿No es la música?

—No, aquí hay lío de faldas.

—¿Una mujer?

—Y no de las buenas.

El corazón de Ángela dio un vuelco.

—¿Cómo lo sabes?

—Recuerda que yo también tengo mi Martinico —respondió la mulata.

Guabina era la única persona, además de su marido y de su hijo, que conocía la existencia del duende. Juanco, que había sido testigo de extraños hechos, aceptaba su presencia sin referirse a él. Su hijo se burlaba de aquella historia, tachándola de superstición. Sólo Guabina había acatado el hecho sin aspavientos ni asombros, como un percance cotidiano más. Ángela se lo había confesado una tarde en que la mulata le habló de un espíritu mudo que se le aparecía cuando algo malo rondaba cerca.

—¿Una mujer? —repitió Ángela, intentando comprender el significado de la idea: su hijo ya no era un muchacho, su hijo podía enamorarse, su hijo podía casarse e irse a vivir lejos—. ¿Estás segura?

Guabina desvió la mirada hacia un rincón de la habitación.

—Sí —afirmó.

Y Ángela supo que la respuesta provenía de alguien a quien ella no podía ver.

Leonardo había salido más temprano que de costumbre. A su paso, las puertas se abrían como estuches en una tienda de fantasía: los prostíbulos del barrio se preparaban para recibir a sus clientes.

Cuando llegó a casa de doña Ceci, la entrada ya estaba abierta.

—Pasa —lo saludó la propia dueña, envuelta en la estola negra que nunca se quitaba—. Voy a avisarle a las muchachas.

Leonardo la agarró por el brazo.

—Ya sabes por quién vine. Avísale sólo a ella.

—No sé si quiera recibirte hoy.

Leonardo contempló a la mujer con repugnancia y se preguntó cómo pudo haberle gustado alguna vez. Había sido en otra época, claro. Su sangre corría tan impetuosa que su cerebro apenas le dejaba pensar. Pero ahora contemplaba las ruinas de la que fuera una de las mujeres más hermosas de la ciudad: una anciana llena de afeites que trataba de ocultar el perenne temblor de sus manos con los mismos gestos altivos de su juventud.

—He venido porque ella me prometió esta tarde.

Cecilia se zafó de las garras del hombre.

—Con Mercedes una promesa no es una garantía —le aseguró, arreglándose el manto—. Es más caprichosa que su difunta madre, que Dios la tenga en la gloria.

Leonardo sonrió con sarcasmo.

—¿En la gloria? Dudo que allí haya espacio para las que son como ustedes.

Cecilia clavó su mirada de fuego en el rostro del hombre.

—Tienes razón —respondió—. Seguramente acabaremos en el mismo lugar adonde irán los que son como tú.

Leonardo fue a responder como se merecía, pero se encogió de hombros. El recuerdo de la joven ocupó toda su atención. La había visto por primera vez cuando su madre aún vivía. Caridad lo había enloquecido desde que se le entregara bañada en miel. En aquellos tiempos, Mercedes era sólo una chiquilla que salía de la recámara materna, a veces medio dormida, cuando él llegaba a visitar a su amante; y nunca la vio de otro modo hasta que Caridad murió en aquel incendio que casi arruinó el negocio. Pero Leonardo no se fijó en ella de inmediato. Casi olvidó su existencia porque dejó de visitar el lugar. Y cuando por fin regresó, dos años después, sus visitas fueron escasas y en horas de la madrugada. Así es que tampoco coincidió con ella.

—Dice que no puede atenderte ahora.

La voz de doña Cecilia, a sus espaldas, lo sacó de su embeleso.

—Pero ella me dijo…

—No es que no vaya a recibirte en toda la noche, pero ahora está ocupada.

Leonardo se dejó caer sobre un sofá y encendió un cigarro.

Meses atrás un amigo había insistido en que lo acompañara hasta allí, aunque apenas era mediodía.

—Doña Cecilia no está —les advirtió una muchacha de cutis dorado que salió a la puerta—, pero pueden esperar si lo desean.

La joven vestía un salto de cama que no ocultaba sus formas espléndidas. Leonardo la vio alejarse y desaparecer por una de las puertas. Su aspecto le resultaba familiar, pero sus sentidos embotados no lo dejaron reconocerla. Sólo cuando él salió de una habitación, horas más tarde, y la vio a la luz de las lámparas que iluminaban la oscuridad del patio, su corazón dio un vuelco hacia el pasado. La joven era la imagen de su difunta madre, pero una imagen de tez más clara y con un rostro angelical. Ya era tarde y no tenía tiempo para quedarse… pero regresó a la noche siguiente y pidió verla.

—El amante quiere revivir antiguas pasiones —dijo burlonamente doña Ceci—. Ya no está la madre, pero queda la hija… que es mucho más codiciada, dicho sea de paso.

—Déjate de palabrerías y búscala.

—Lo siento, pero Mercedes está con alguien.

—Esperaré.

—No te hagas ilusiones. Hoy vino a verla Onolorio.

—¿Quién?

—Su protector, su primer hombre… Cuando él viene, ella debe estar a su disposición.

—Ni que fuera su dueño… —comenzó a decir Leonardo, pero se interrumpió al ver la expresión de Cecilia—. ¿Qué pasa?

—Es su dueño.

—¿Qué quieres decir?

—La compró.

—¿De qué estás hablando?

—¿Cómo crees que reconstruí mi casa después del incendio? Hacía tiempo que don Onolorio estaba que se le hacía la boca agua por la niña, pero su madre no lo hubiera permitido por nada del mundo. Cuando Caridad murió, Onolorio me ofreció una fortuna si lo dejaba convertirse en «mentor» de la muchacha. No me quedó otro remedio que aceptar.

—¿Le entregaste la niña a un hombre?

—Ya no era una niña, y además, Mercedes estaba encantada. Siempre me pareció una criatura medio endemoniada…

—¿Esa muchacha? —insistió él, recordando el rostro de la joven—. No puede ser.

—Sólo te advierto.

Leonardo se marchó de madrugada, sin haber podido verla. Pero volvió al día siguiente, y al otro, y al otro. Por fin, cerca de la medianoche, Mercedes salió de una habitación acompañada por un hombre. Era un mulato achinado, vestido con un impecable traje de dril blanco. Ella le dio un beso de despedida y volvió a entrar, dejando la puerta semiabierta. El mulato pasó junto a Leonardo.

—Ya sé que estás encaprichado con mi hembra —le dijo—. Muchos se aburren y se van con otra, pero tú sigues en lo mismo.

—¿Quién te dijo…?

—Eso no importa. Esta noche puedes verla, pero ándate con cuidado y no te pases de macho.

Y dejando a Leonardo con la palabra en la boca, atravesó la puerta de la calle, seguido por un individuo corpulento que parecía esperarlo junto a la entrada.

—Tu adorada ya está libre —le dijo doña Ceci.

—Eres una vieja chismosa —la increpó Leonardo—. No tenías que andar diciendo por quién vengo.

—No soy yo quien da esa clase de informes. Onolorio tiene sus propios medios para saber lo que ocurre, sobre todo si concierne a su querida.

En ese instante alguien salió de las sombras, tropezó con él y casi lo tumba al suelo.

—Buenas noches —dijo el muchacho con aire humilde—. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…

Era evidente que estaba borracho.

—Perdone, caballero —intercedió otro joven, que pugnó por arrastrar a su amigo de allí—. No quisimos molestarlo.

Leonardo les dio la espalda, deseoso por concluir lo que ya estaba dilatándose demasiado.

—Después arreglamos el precio —le informó a la mujer en un susurro y caminó hasta la puerta entreabierta.

Nunca había pensado en los hombres más que como animalitos que estaban allí para cumplir sus deseos. Otras mujeres se vestían para atraerlos, pero Mercedes creía que eran ellos quienes debían de comprarle vestidos y joyas. Nadie le explicó nunca que su sistema de prioridades estaba errado; y ella tampoco lo comentó, creyendo que se trataba del orden natural de las cosas.

Jamás supo en qué momento brotaron tales ideas. Después del desmayo, su cabeza se volvió un lío. Únicamente Cecilia notó el cambio. Comprendió que había cometido un error al intentar revivirla con la misma miel empleada en la ceremonia, pero ya el daño estaba hecho.

Primero fueron las miradas que descubrió en la criatura cuando observaba a los hombres. Varias veces la sorprendió atisbando lo que ocurría en el interior de los cuartos y, más tarde, revolcándose extrañamente entre las sábanas. Pronto su conducta dejó de ser un secreto y fue motivo de chistes. La niña se pintaba los labios con licor de café, se echaba azúcar en los párpados para que brillaran bajo las lámparas rojas y se paseaba desnuda por los pasillos, cubierta por un chal de seda dorada. Cecilia concluyó que el espíritu de Oshún la había convertido en una diablesa.

Pero el problema principal era que la niña no era tan niña. Con casi quince años, su madre se veía obligada a reprenderla para que se vistiera. Por si fuera poco, hubo que mantener a raya a los clientes que ofrecieron dinero por ella. Onolorio era el más peligroso. Cecilia se sentía amenazada cada vez que el hombre entraba a su casa, acompañado por aquellos guardaespaldas de mala calaña.

La muerte de Caridad, dos años después, fue providencial. Aunque el incendio casi acabó con su negocio, doña Cecilia vio los cielos abiertos cuando Onolorio le ofreció el doble de lo que le costaría arreglarlo, si le daba los derechos de por vida sobre la criatura. No pretendía comprarla, claro que no. Sólo quería tener prioridad y acceso ilimitado a su alcoba cada vez que quisiera verla.

Cecilia no dudó en entregarla. La muchacha parecía ansiosa por entrar en esa vida… algo que seguramente haría, tarde o temprano, ahora que su madre había muerto. Según el convenio, Mercedes no recibiría ningún dinero por esas visitas; pero Onolorio estaba prendado de ella, y la joven hizo con él lo que se le antojó.

Muy pronto los hombres se convirtieron en un instrumento para cumplir sus caprichos y aplacar ese ardor que la azotaba día y noche. Ninguno despertó en ella nada que no fueran instintos. Ni Onolorio, que durante los primeros meses apenas se separó de su lecho, ni todos los que llegaron después, incluyendo a Leonardo, aquel señoritingo que siempre le traía regalos.

Las visitas de Onolorio, que habían menguado un tanto, volvieron a repetirse cuando apareció Leonardo. Ella sospechó que existía una batalla silenciosa para ganársela. Onolorio le pidió que se fuera con él, pero ella se negó. Le gustaba esa vida y esa casa, que consideraba suya, y no estaba dispuesta a someterse a la voluntad de un solo hombre que tal vez no la trataría tan bien cuando la supiera de su exclusiva propiedad. Pero aquella existencia no iba a durar mucho.

El primer atisbo de cambio se produjo de manera vaga e inesperada, como uno de esos sueños que después se confunden con algo real. Casualmente, ocurrió la primera noche que Leonardo estuvo con ella.

Esa madrugada, cuando casi todos los clientes se habían marchado, hubo un eclipse de luna sobre La Habana. Mercedes no sabía lo que era un eclipse. Sólo escuchó el alboroto de las mujeres en el patio, mientras gritaban que la luna se estaba oscureciendo y que era el fin del mundo. Pero cuando ella salió a mirar, no notó nada extraordinario. Era la misma luna de siempre a la que le faltaba un trozo. Varios jóvenes, al parecer estudiantes, trataban de tranquilizar a las mujeres. Mercedes se aburrió del alboroto y volvió a su habitación.

Nunca supo si aquel eclipse desencadenó potencias mágicas o si ocurrió algún otro fenómeno desconocido.

Mientras iba de regreso a su alcoba, una criatura diferente pasó junto a ella, y su rostro fue el ramalazo de algo que la atrajo más que el espíritu de Oshún. No pensó en esa aparición como en un hombre, aunque lo era, debido a esa cualidad crepuscular en su mirada. La criatura clavó sus ojos en Mercedes, pero aquella expresión no era igual que otras. Su demonio interior —aquel súcubo que penetrara en ella cuando la miel de la diosa mojó sus labios— retrocedió furioso ante la mansedumbre de ese rostro. Con todas sus fuerzas se aferró al hermoso cuerpo que habitaba desde hacía años, negándose a abandonarlo. La joven batalló contra la potencia, casi al borde del ahogo, y fue como si un velo cayera a sus pies. Durante unos instantes, el mundo pareció otro. Repetidamente pugnó por arrojar de sí aquella voluntad ajena que la ataba a un universo oscuro y desesperado; pero al final acabó por entregarse de nuevo a la entidad que la dominaba, y pasó junto al hombre, enajenada e indiferente, como si él nunca hubiera existido.

Pepe se burlaba de las supersticiones de su madre, pero sólo de boca para afuera. El joven había heredado aquel sexto sentido que, aunque no le permitía ver duendes, le dejaba intuir presagios y corazonadas. Sin embargo, no era consciente de su existencia. Más bien lo percibía a un nivel remoto y subterráneo.

Años después pensaría en eso, al revisar los hechos que cambiaron su vida la tarde en que Fermín y Pancho lo invitaron a una función del Teatro Albisu. La zarzuela celebraba las victorias del antiguo ejército español sobre las tropas mambisas; y aunque la República ya llevaba varios años instaurada, el muchacho sentía en carne propia la sangre derramada por los cubanos. No importaba que fuera hijo de españoles. Había nacido en aquella isla y se consideraba cubano.

Durante el intermedio, Fermín y Pancho notaron su semblante hosco.

—No lo tomes tan en serio —le susurró Fermín al oído—. Todo eso pasó a la historia.

—Pero sigue aquí —contestó Pepe, tocándose las sienes.

—Anímate, hombre —le dijo Pancho—. Mira cómo hay damitas rondándote.

José se encogió de hombros.

—La verdad es que Dios le da pañuelo al que no tiene narices —suspiró Pancho.

Cuando terminó la función, lo invitaron a cenar.

—No llegues tarde —le había rogado su madre.

No sólo llegó muy tarde, sino completamente borracho y custodiado por sus amigos, más o menos en igual estado. Quizás si le hubieran dicho de inmediato el origen de su comportamiento, Ángela no se habría molestado tanto: su Pepito estaba enamorado. Pero enamorarse es un concepto bastante ecuánime, casi reposado, en comparación con el ánimo en que se hallaba el joven.

Después de cenar, habían ido a tomar unos tragos. Bastaron cuatro para que el joven José, que jamás bebía, quisiera conocer a todo el que pasaba cerca. El mundo se le antojó un lugar lleno de personas amables y queridas; algo que nunca antes había notado.

A las diez de la noche, y sin que supiera cómo, se sorprendió vagando por una zona desconocida de la ciudad escoltado por sus amigos. Dando traspiés, atravesaron la puerta de un caserón desconocido. De inmediato, el muchacho se fijó en un caballero que conversaba con una momia. La momia no estaba muerta, como hubiera sido normal. Sonreía, y al hacerlo se arrugaba aún más. Todo estaba muy oscuro, excepto por los bombillos rojos que llenaban de sombras el patio. Se acercó un poco para observar mejor. El caballero le pareció muy distinguido, digno de figurar entre sus más selectas amistades. Pese a la expresión de contrariedad que endurecía su rostro, sintió el deseo inmediato de contar con su simpatía.

—Buenas noches —dijo, tendiéndole una mano—. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…

El desconocido dejó de hablar para mirarlo.

—Perdone, caballero —dijo Fermín, acercándose—. No quisimos molestarlo.

Y tomó del brazo al joven para alejarlo de allí.

—Si vas a quedarte, mejor te callas la boca —le susurró Fermín—. Puedes meternos en un lío.

Pero José no estaba en condiciones de decidir si se quedaba o se iba a casa. Así es que Fermín y Pancho lo dejaron con una mujer, y ellos se fueron con otras.

—Me llamo José —repitió, cuando ella lo hizo sentar sobre una cama—. Pero me dicen Pepe…

Enseguida cerró los ojos y comenzó a murmurar insensateces. La mujer comprendió que no podría esperar nada de él; pero como ya había cobrado, lo dejó dormir.

Despertó una hora después, sobresaltado por un gran escándalo. No le dolía mucho la cabeza, pero el mundo daba vueltas sin parar. Fue hasta una palangana con agua y se mojó la cara. Tambaleándose, abrió la puerta. El aire frío de la madrugada alertó sus sentidos. ¿Dónde estaba? Varias luces rojas iluminaban el patio. Se recostó a una pared, intentando imaginar dónde podría hallarse.

Y en ese momento la vio. Un ángel. Una criatura que Dios le enviaba para conducirlo a su morada definitiva, cualquiera que ésta fuera. Se quedó atónito ante la fragilidad de sus rasgos, pero más que todo ante sus ojos: de odalisca, de maga legendaria… La criatura se detuvo, estudiándolo con sorpresa. Notó las alas que se movían detrás de sus hombros, con una cualidad lenta y acuática. Irreal. Una mora de agua debía ser, como aquella que hablara con su madre antes de que él naciera.

Pero el prodigio fue breve. La ninfa desvió su mirada, como aquejada por un dolor antiguo, recuperó su expresión hermética y siguió andando. Sólo entonces José descubrió que no tenía alas, sino una túnica casi transparente que el aire de la noche alzaba sobre sus hombros.

Media hora más tarde, cuando sus amigos llegaron, estaba más borracho que nunca, después de haberse tomado varias líneas de ron que la momia le sirviera.

Mercedes lo hubiera olvidado, pero el ente de mirada crepuscular regresó. Y con un regalo insólito: rosas y un trío de trovadores que dio una serenata en el patio por primera vez en la historia del lupanar. El demonio que habitaba en ella, aturdido por el homenaje, abandonó su cuerpo durante varias horas; el tiempo suficiente para que Mercedes pudiera hablar con José, conocer quién era y de qué misterioso universo, había surgido aquel hombre que no se parecía a ninguno.

José le habló de sus sueños y de pensamientos que rondaban por su cabeza; de imágenes imposibles, como esas que aparecen en los instantes de éxtasis amoroso, cuando el ser humano se convierte en una criatura más mística… Ella lo escuchó arrobada y también le contó los suyos; sueños diferentes a cuantos albergara hasta el momento y que surgían de algún rincón nunca antes visitado.

Volvió a su infancia, a la época en que sus padres la acunaban para dormir, cuando doña Cecilia encargaba docenas de jabones a su padre, aún vivo. Porque José le hablaba, y ella se convertía en una niña. Junto a él se esfumaban los clientes de mirada torva, las bromas de las meretrices, los olores del prostíbulo. Fue feliz, de una manera nueva, hasta que él se marchó, dejándola otra vez en compañía de mortales y demonios. ¿Habría soñado?

Esa noche, Leonardo la visitó. Y también Onolorio. Pero ella estuvo ausente de su cuerpo durante esas visitas, con la mirada perdida y ajena al collar de rubíes que Onolorio le había comprado… algo que él no dejó de notar.

Sin que ella lo supiera, ordenó a su escolta que montara guardia frente al lugar. Aunque no se había tropezado con Leonardo, sospechó que la actitud de Mercedes se debía a aquel petimetre. Era un asunto que tendría que acabar de resolver. Una cosa era que el tipejo se acostara con ella, y otra que siguiera pensando en él cuando estaban juntos. Todo tenía un límite y Onolorio se lo había advertido.

Dos veces se encontró con Leonardo, que negó saber de qué le hablaba. Onolorio no se dio por vencido. Algo extraño estaba ocurriendo y decidió vigilar desde las cuatro de la tarde, cuando empezaban a llegar los clientes.

Por suerte, José no era uno de ellos. Había decidido visitar a Mercedes durante los mediodías, cuando ella parecía más descansada y apenas había personas en el lugar; pero se propuso llenar las noches con su recuerdo.

No tardó en llegar a Onolorio la historia de las serenatas. Cada noche, algún trovador solitario, o un dúo, o un trío, se acercaba a la ventana de Mercedes para entonar el bolero de ocasión. La primera semana, Onolorio intentó averiguar quién era el perpetrador. La segunda, los matones la emprendieron a guitarrazos contra los infelices cantantes. La tercera, destrozó tres ramos de rosas —sin remitente, pero con destinataria— que un mensajero dejó en manos de doña Cecilia. La cuarta, amenazó con golpear a Mercedes si no le decía el nombre de su galán. La quinta, cuando Pepe llegó después del mediodía, Mercedes tenía un ojo amoratado.

—Recoge tus cosas —le dijo José—. Nos vamos de aquí.

—No —respondió la voz del demonio—. Yo no me marcho.

Su mirada le dolió tanto que, por primera vez, ella se justificó.

—Tus padres nunca me aceptarán.

—Si yo te acepto, ellos lo harán.

La joven luchó contra el espíritu que dominaba su voluntad.

—Onolorio no dejará de buscarnos —insistió ella—. Nos matará.

José la besó brevemente en los labios y el demonio retrocedió aturdido.

—Confía en mí.

Ella asintió, sacudida por una angustia de muerte.

—Ve recogiendo tus cosas —propuso él—. Espérame en la puerta del fondo, pero no te preocupes si me demoro un poco.

Y eso lo decía porque, antes de buscar las maletas, debía ir a casa de sus padres.

Guabina le alcanzó un vaso de agua helada que Ángela se bebió entre sollozos. Pepe le había dado la noticia, y la pobre mujer no quería ni pensar en lo que ocurriría cuando su marido se enterara. Llevar una prostituta a su casa. ¿Cómo había sucedido semejante cosa? Un muchacho bien criado, que estudiaba una carrera… ¿Cómo Dios permitía aquello?

Guabina se sentó a su lado, incapaz de consolarla. No se atrevía. Sobre todo porque, junto al rincón donde reposaban sus santos, había vuelto a aparecer aquel espíritu que le avisaba de cualquier peligro. La mujer se había quedado muda del susto. Allí estaba, agachado en su habitual pose de espera. Algo sucedería si no tomaba cartas en el asunto.

Fue hasta la sopera blanca de Obba, una de las tres diosas «muerteras», la enemiga mortal de Oshún. Sólo ella podría ayudarla a arrebatarle una víctima a aquel fantasma.

Se enfrentó a la sopera, hizo sonar las piedras y rezó una oración ante las imágenes de los santos católicos y africanos que llenaban el altar. Ángela la miró por encima de su pañuelo, esperanzada ante los poderes de la mulata vidente. El sonido de las piedras estalló en la habitación y saltó por las paredes como una risa cloqueante y enloquecida.

Ya había pasado una hora desde que Pepe se marchara. Tal vez se había arrepentido. ¿A qué hombre normal se le ocurriría llevar una prostituta a casa de sus padres? No, José era distinto. Mercedes estaba segura de que regresaría. Algún percance le habría retrasado. Demasiado inquieta para esperarlo en su habitación, arrastró dos maletas a lo largo del pasillo en dirección a la salida del fondo. Ya regresaba por la tercera cuando una mano le dobló el brazo y la hizo ponerse de rodillas.

—No sé adónde crees que vas. —Onolorio apuntaba a su rostro con una navaja abierta—. Ninguna mujer, óyeme bien, ninguna me ha abandonado. Y tú no vas a ser la primera.

La agarró por los cabellos y la sacudió con tanta fuerza que Mercedes gritó, sintiendo que las vértebras del cuello se le quebraban.

—¡Déjala tranquila!

La voz surgió del patio. De reojo, porque la posición de su cabeza le impedía hacer otra cosa, vio acercarse a Leonardo.

—Si no la dejas, llamo a la policía.

—¡Ahora todo está claro! —dijo Onolorio sin soltarla, blandiendo la navaja cerca de su vientre—. Así es que los tortolitos iban a fugarse.

Mercedes comenzó a rezar por que José no apareciera ahora.

—No sé de qué estás hablando —aseguró Leonardo—, pero ahora mismo vas a entregarme a esa mujer o terminas en la cárcel.

—Te la voy a entregar… después que acabe con ella.

Mercedes sintió un frío en su costado. Aterrada, sabiendo que ya nada podía perder, excepto la vida que comenzaba a escapársele, clavó un codo con todas sus fuerzas en las costillas del hombre que, sorprendido, la soltó.

Con un instinto más cercano a la supervivencia que a la lucha por una hembra, Leonardo se lanzó contra el otro. Ambos se enredaron en una batalla feroz que Mercedes, demasiado mareada, no pudo seguir. Mientras trataba de contener la sangre, algo tiró de sus entrañas como si también quisiera escapar por la herida. Algo, que no era su alma, la abandonaba a regañadientes. Su vista se nubló. Escuchó gritos —unos gritos agudos y aterrados de mujer—, pero el mundo daba tantas vueltas que cayó al suelo, aliviada de haber hallado un sitio que la sostuviera.

Antes de que José llegara a la puerta, supo que había ocurrido algo terrible. Varias mujeres gritaban histéricas en la calle y había policías por doquier.

Cuando entró, tuvo que apoyarse en una pared. Dos hombres se desangraban en medio del patio. Uno de ellos, cuyo rostro le resultó familiar, yacía inmóvil en el cemento. El otro, un mulato de mal aspecto, se arrastraba aún sobre su vientre; pero José comprendió que no viviría mucho.

El patio había quedado momentáneamente vacío. Las mujeres seguían gritando en la calle y la policía había salido en busca de auxilio. José se acercó a la única persona que le interesaba. Mercedes respiraba agitada, pero suavemente.

—Por Dios, ¿qué ha pasado? —murmuró sin esperar respuesta.

El aliento sibilante del mulato llegó a él, desde el otro extremo del patio.

—Si me muero de ésta, juro que me vengaré de todas las putas desde el otro mundo —masculló en dirección a Mercedes, aunque ella no parecía escucharlo—. No hallarán paz aquí, ni en el infierno.

El hombre bajó la cabeza, vomitó un buche de sangre y quedó con la nariz clavada en el suelo.

—José —susurró Mercedes, sintiendo crecer una ola tibia en su pecho; y supo que esa frialdad que la habitara durante años se marchaba definitivamente con la sangre que salía de su herida.

Guabina oraba, haciendo chocar las piedras de Obba. Ángela se había quedado dormida, como si la fuerza del hechizo hubiera agotado sus fuerzas. De pronto, Guabina dejó de rezar. Había escuchado un ruido a sus espaldas, más bien un sonido gutural, un crujido inconexo como la vibración de un papel agitado por el viento. Se volvió para enfrentarse a aquel espíritu mensajero de desgracias. Allí estaba, acuclillado como siempre, el indio mudo y plagado de cicatrices, asesinado siglos atrás, cuya alma continuaba aferrada a aquel trozo de ciudad por razones que ella desconocía. La imagen comenzó a temblar como si un huracán intentara deshacerla, y Guabina comprendió que sería la última vez que lo vería. El indio había llegado para avisarle de un peligro enorme, pero el peligro ya había pasado. La mujer respiró aliviada y se volvió para despertar a su amiga, tras decir adiós a la silueta que se esfumó poco a poco.

Y es cierto que nunca más volvió a verlo, pero no sería la última vez que el indio se le aparecería a alguien en aquella ciudad.