Si me comprendieras

Subieron al barco, empujados por la marea humana que se apretujaba en los muelles, pero antes tuvieron que pagar una suma exorbitante: unos pendientes de oro y dos pulseras de plata. Gracias a aquel puñado de joyas que Kui-fa rescatara, la familia consiguió un espacio sobre cubierta. Antes de zarpar, habían logrado vender el terreno y la casa, si bien a un precio mucho menor de lo que valían. Mecidos por el furioso oleaje, marido y mujer hicieron planes, contando el dinero y las alhajas que podrían ayudarles a comenzar una nueva vida. Los otros refugiados estaban demasiado mareados y dormían casi todo el tiempo. O eso parecía.

Dos días antes de llegar, alguien les robó su pequeño tesoro. Pese a que las autoridades registraron a muchos pasajeros, el hacinamiento era tan grande que fue imposible realizar una pesquisa a fondo. Síu Mend sintió que el pánico lo invadía. Confiaba en la ayuda de su abuelo, pero le aterraba la idea de llegar a un país extraño sin nada que ofrecer. Se encomendó a sus antepasados, pensando en la ciudad que los aguardaba.

Los olores del mar habían cambiado, ahora que la embarcación se mecía grácilmente sobre las aguas oscuras del Caribe.

—Mira, Pag Li, hay luna llena —susurró Kui-fa al oído de su hijo.

Estaban recostados sobre la borda, contemplando la claridad que surgía en el horizonte. Cada cierto tiempo, una ráfaga de luz centelleaba en medio de aquel resplandor.

—¿Qué es eso, padre?

—El Morro. —Y al adivinar la pregunta en los ojos de su hijo, aclaró—: Una linterna gigante que sirve de guía a los barcos en la noche.

—¿Una linterna gigante? ¿De qué tamaño?

—Como una pagoda. Quizás más grande…

Y siguió describiendo a Pag Li otras maravillas. El niño escuchaba con asombro aquellos relatos sobre criaturas que tenían la piel negra, de divinidades que entraban en los cuerpos de hombres y mujeres para obligarlos a ejecutar danzas salvajes… ¡Ah! Y la música. Porque había música por doquier. Los isleños se reunían en familia y oían música. Cocinaban al son de la música. Estudiaban o leían, y la música acompañaba esos momentos que debían ser de silencio y recogimiento. Aquella gente parecía incapaz de vivir sin música.

Kui-fa contempló la luna, que parecía rodeada por un halo sobrenatural. Su aspecto de gasa brumosa multiplicaba la sensación de irrealidad. Comprendió que su vida anterior había desaparecido para siempre, como si ella también hubiera muerto junto al resto de su familia. Tal vez su cadáver reposaba en los sembrados de arroz mientras su espíritu navegaba rumbo a una ciudad desconocida. Tal vez se acercaba a la mítica isla donde Kuan Yin tenía su trono.

«¡Diosa de la Misericordia, señora de los afligidos!», rogó Kui-fa. «Calma mis temores, cuida de los míos».

Y siguió rezando mientras nacía el amanecer y el buque se acercaba, con su agotada carga, a la isla donde dioses y mortales coexistían bajo un mismo cielo.

Pero ningún relato de Síu Mend hubiera podido prepararla para la visión que apareció ante sus ojos, a media mañana, brillando en el horizonte. Un muro estrecho y blanco, semejante a una muralla china en miniatura, protegía a la ciudad del embate de las olas. El sol parecía colorear los edificios con todos los tonos del arco iris. Y vio los muelles. Y el puerto. Todo aquel mundo abigarrado y sobrenatural. Qué multitud de gentes raras. Como si las diez regiones infernales hubieran dejado escapar a sus habitantes. Y los gritos. Y las vestimentas. Y aquella lengua gutural.

Tras bajarse del barco, y guiándose por sus recuerdos, Síu Mend los condujo a través de las intrincadas callejuelas. De vez en cuando se cruzaba con algún coterráneo y pedía instrucciones en su lengua. Kui-fa notaba las miradas de todos, incluyendo las de los propios chinos. No tardó en darse cuenta de que sus vestimentas resultaban ajenas al húmedo calor de la ciudad, llena de mujeres que enseñaban las piernas sin ninguna vergüenza y que llevaban vestidos que permitían adivinar sus formas.

Pero era Pag Li quien mostraba mayor entusiasmo con tanta fiesta para los sentidos. Ya había notado que, de una acera a otra, y a veces desde la calle, los niños lanzaban monedas con la intención de golpear o alcanzar otras. No entendía bien en qué consistía el juego, pero se adivinaba una fiebre de aquel pasatiempo que se repetía de calle en calle, y que provocaba gritos y discusiones entre los participantes.

Por fin la familia penetró en una barriada repleta de paisanos, donde el aroma a incienso y vegetales hervidos flotaba en el aire, más omnipresente que el olor del mar.

—Me parece haber vuelto a casa —suspiró Kui-fa, que no había abierto la boca en todo el trayecto.

—Estamos en el Barrio Chino.

Kui-fa se preguntó cómo regresaría a ese vecindario si alguna vez tenía que salir de él. En cada esquina había una losa metálica con el nombre de la calle, pero eso no le serviría de nada. Con la excepción de los letreros que inundaban aquel barrio, el resto de la ciudad exhibía un alfabeto ininteligible. Se consoló al recordar la cantidad de rostros asiáticos que había visto.

—¡Abuelo! —gritó Síu Mend, al divisar a un anciano que fumaba plácidamente en un escalón.

El viejo pestañeó dos veces y se ajustó las gafas, antes de ponerse de pie y abrir los brazos.

—Hijo, pensé que no volvería a verte. Se abrazaron.

—Ya ves que regresé… y he traído a tu bisnieto.

—Así es que éste es tu primogénito.

Observó al niño con aire distante, aunque era evidente que deseaba besarlo. Finalmente se contentó con acariciarle las mejillas.

—¿Y ésa es tu mujer?

—Sí, honorable Yuang —dijo ella, haciendo una leve reverencia.

—¿Cómo me dijiste que se llamaba?

Kui-fa —dijo él.

—Tienes suerte.

—Sí, es una buena mujer.

—No lo digo por eso, sino por el nombre.

—¿El nombre?

—Tendrán que buscarse un nombre occidental para relacionarse con los cubanos. Hay uno muy común, que significa lo mismo que su nombre: Rosa.

—Losa —repitió ella con dificultad.

—Ya aprenderás a pronunciarlo. —Se les quedó mirando con tardía sorpresa—. ¿Por qué no me avisaste que vendrías? La Voz del Pueblo publicó algo sobre unos disturbios, pero…

El rostro de Síu Mend se ensombreció.

—Abuelo, tengo malas noticias.

El anciano miró a su nieto, y la barbilla le tembló ligeramente.

—Vamos adentro —murmuró con un hilo de voz. Síu Mend levantó la pipa de agua que reposaba junto a la puerta y los cuatro entraron a la casa.

Esa noche, cuando ya el pequeño Pag Li dormía en el improvisado lecho de la sala, el matrimonio se despidió del anciano y entró al cuarto que sería su dormitorio hasta que pudieran tener un techo propio.

—Mañana iré a ver a Tak —susurró Síu Mend, recordando al comerciante que había tenido tratos con el difunto Weng—. No seré una carga para el abuelo.

—Tú eres parte del negocio familiar.

—Pero he llegado sin nada —suspiró Síu Mend—. Si no se lo hubieran robado todo…

Captó la expresión de Kui-fa.

—¿Qué pasa?

—Voy a enseñarte algo —susurró ella—. Pero prométeme que no vas a gritar… La casa es pequeña y todo se oye.

Síu Mend asintió, mudo de asombro.

Con parsimonia, su mujer se acostó sobre la cama, abrió las piernas y comenzó a hurgarse con el dedo la abertura por donde tantas veces había penetrado él mismo y por donde su hijo llegara al mundo. Una esferilla nacarada emergió de la flor enrojecida que era su sexo, como un insecto que brotara mágicamente entre sus pétalos. De aquella cavidad, escondrijo natural de toda hembra, fue saliendo el collar de perlas que Kui-fa llevara consigo desde que Síu Mend la dejara sola en el cañaveral. Con él adentro había soportado la larga travesía donde los despojaron de casi todo cuanto llevaran, excepto ese collar y algo más que ella no le mostró. Ahora colocó las perlas ante su marido, como una ofrenda que éste recibió maravillado y estupefacto.

El hombre miró a Kui-fa como si se tratara de una desconocida. Se dio cuenta de que él nunca hubiera tenido la imaginación —y quizás el valor— para realizar semejante acto, y pensó que su esposa era una mujer excepcional; pero nada de esto dijo en voz alta. Mientras sobaba el collar, se limitó a murmurar:

—Creo que ya podemos tener un negocio propio.

Su mujer sólo supo lo emocionado que estaba cuando él apagó la luz y se le echó encima.

Comenzó entonces una vida completamente diferente para Pag Li. En primer lugar, tuvo un nombre nuevo. Ya no se llamaría Wong Pag Li, sino Pablo Wong. Sus padres serían ahora Manuel y Rosa. Y él comenzó a pronunciar sus primeras palabras en aquel idioma endemoniado, ayudado por su bisabuelo Yuang, que para los cubanos era el respetable mambí Julio Wong.

La familia se había mudado a un cuartico aledaño. Cada madrugada, Pablito marchaba con sus padres a arreglar el pequeño almacén que habían comprado cerca de Zanja y Lealtad, con la idea de convertirlo en un tren de lavado. Medio dormido aún, el niño iba trastabillando por las calles oscuras, arrastrado por su madre, y sólo se despabilaba cuando comenzaba a trasladar objetos de un lado a otro.

Trabajaban hasta bien entrado el mediodía. Entonces se iban a una fonda y comían arroz blanco y pescado con verduras. A veces el niño pedía bollitos de carita, unas frituras deliciosas hechas con masa de frijoles. Y una vez por semana, su padre le daba unos centavos para que fuera a la sorbetera del chino Julián y probara alguno de sus helados de frutas —mamey, coco, guanábana— que tenían fama de ser los más cremosos de la ciudad.

Por las tardes, cuando volvían a casa, encontraban a Yuang sentado en el umbral, contemplando la ajetreada vida del barrio mientras fumaba.

—Buenas tardes, abuelo —saludaba Pag Li con respeto.

—Buenas, Tigrillo —contestaba Yuang—. Cuéntame, ¿qué hicieron hoy?

Y escuchaba el relato del muchacho, mientras sobaba su pipa de bambú. Había construido aquel artefacto con un enorme envase de lata, al que le había cortado la parte superior. Después de llenarlo con agua hasta la mitad, se sentaba en su escalón. En la otra parte de la lata cortada, colocaba las brasas de carbón. La pipa era una gruesa caña de bambú a la que se le insertaba un fino tubo en un costado. Dentro de esa rama hueca, introducía la picadura de tabaco en forma de bolita y la encendía con un periódico enrollado que acercaba a las brasas. Era un ritual que Pablito no se perdía por nada del mundo, pese al cansancio con que regresaba del almacén. Ni siquiera alteró aquella costumbre cuando empezó la escuela.

Ahora que debía andar solo por aquel vecindario, su bisabuelo lo aleccionaba sobre peligros que al niño le parecían imaginarios.

—Cuando veas a un chino vestido como un blanco rico, apártate de él; lo más probable es que sea uno de esos gángsters que extorsionan los negocios de las personas decentes. Y si ves a alguien gritando y repartiendo papeles, no te le acerques; la policía pudiera estar cerca y arrestarte por creer que andas apoyando las arengas de los dirigentes sindicales…

Y de ese modo, el anciano iba numerando todos los posibles desastres que acechaban en el mundo. Pablito notaba, sin embargo, que el bisabuelo tenía palabras más suaves hacia esos agitadores o dirigentes sindicales, hacia los «revolucionarios», como les llamaba a veces. Pero aunque intentó preguntarle varias veces a qué se dedicaban, el viejo sólo respondió:

—Todavía no tienes edad para ocuparte de esas cosas. Primero estudia y después veremos.

Así, pues, Pablo se sentaba entre aquellos niños y trataba de adivinar el tema de la clase a través de las láminas y los dibujos, pero su chapurreado español era objeto de burlas. Y aunque dos condiscípulos de origen cantones lo ayudaban, regresaba a casa muy deprimido. De cualquier manera, se esmeraba en embadurnar su cuaderno de signos y en chapurrear las lecciones entendidas a medias.

Por las tardes, como siempre, se iba a charlar con el anciano. Más que nada, disfrutaba con las historias que a veces parecían un ciclo legendario de la dinastía Han. En esos relatos había un personaje que al niño le gustaba especialmente. Su bisabuelo le llamaba «el Buda iluminado». Debió de haber sido un gran hechicero, pues aunque Yuang insistía en que muchas veces no comprendía bien de qué hablaba, nunca pudo dejar de seguirlo a todas partes; y siempre hablaba de una luz que veía cuando él llegaba.

—Akún —pedía el niño casi a diario, en su habitual mezcla de cantones y castellano—, cuéntame del Buda iluminado con el que fuiste a pelear.

—¡Ah! El respetable apak José Martí.

—Sí, Maltí —lo animaba el niño, luchando con las erres.

—Un gran santo…

Y su bisabuelo le contaba del apóstol de la independencia cubana, cuyo retrato colgaba en todas las aulas; y recordaba la noche en que lo conoció, en una reunión secreta a la que lo llevaron otros culíes, cuando aún la libertad era un sueño. Y de cómo, siendo todavía un niño, el joven había sufrido prisión y tuvo que arrastrar un grillete con una bola enorme; y que de aquel grillete había hecho una sortija que llevaba consigo para no olvidar nunca la afrenta.

—¿Y qué más? —lo animaba el muchacho cuando su bisabuelo cabeceaba.

—Estoy cansado —se quejaba él.

—Bueno, akún, ¿quieres que encienda el radio?

Entonces se sentaban a escuchar las noticias que llegaban de la patria lejana, a la que Pag Li comenzaba a olvidar.

Y mientras el niño aprendía a conocer su nuevo país, Manuel y Rosa iban llenándose de clientes que, atraídos por la fama de su lavandería, solicitaban cada vez más sus servicios. Pronto tuvieron que emplear a otro coterráneo para que repartiera la ropa a domicilio. A veces Pablito también ayudaba, y como ninguno de sus padres escribía ni leía el castellano, tuvo que aprenderse de memoria los motes con que habían bautizado a sus clientes.

—Lleva el traje blanco al mulato del lunar en la frente, y los dos bultos a la vieja resabiosa.

Y buscaba el traje con el papel donde se leía en cantones «mulato con lunar» y los dos bultos atados que rezaban «vieja bruja», y los entregaba a sus dueños. De igual modo, apuntaba los nombres de los clientes a quienes recogía la ropa sucia. Y delante de las narices de don Efraín del Río escribía «patán afeminado»; y en el recibo de la señorita Mariana, que se tomaba el trabajo de pronunciar bien su nombre («Ma-ria-na») para que el chinito lo entendiera, garrapateaba con expresión muy seria «la joven del perro tuerto»; y en el de la esposa del panadero ponía «mujer habladora»… Y así sucesivamente.

Esos primeros tiempos fueron de descubrimiento. Poco a poco, las clases comenzaron a tener sentido. La maestra, dándose cuenta de su interés, se empeñó en ayudarlo; pero eso significó duplicar sus tareas escolares.

Ahora tenía menos tiempo para charlar con el bisabuelo. Al regreso de las clases, marchaba a saltos por las aceras, oyendo las canciones que escapaban de los bares donde los músicos iban a tomar o a comer. Pag Li no se detenía a escucharlos, aunque le hubiera gustado oír más de aquella música pegajosa que estremecía la sangre. Seguía de largo, pasaba delante de la puerta del viejo Yuang, y enseguida corría a meter la cabeza en sus cuadernos hasta que su madre lo obligaba a bañarse y cenar.

Así pasaron muchos meses, un año, dos… Y un día Pag Li, el primogénito de Rosa y Manuel Wong, se convirtió definitivamente en el joven Pablito, al que sus amigos también comenzaron a llamar Tigrillo cuando supieron el año de su nacimiento.

En otro país del hemisferio ya hubiera sido otoño, pero no en la capital del Caribe. Las brisas azotaban los cabellos de sus habitantes, levantaban las faldas de las damas y hacían ondear las banderas de los edificios públicos. Era la única señal de que el tiempo comenzaba a cambiar, porque aún la calidez del sol castigaba las pieles.

Tigrillo regresaba de la fonda de la esquina, después de cumplir con el encargo de su padre: la apuesta semanal a la bolita, una lotería clandestina que todos jugaban, en especial los chinos. La pasión por el juego era casi genética en ellos, tanto que su famosa charada china o chiffá —que trajeran a la isla los primeros inmigrantes— había permeado y contagiado al resto de la población. No existía cubano que no supiera de memoria la simbología de los números.

La charada estaba representada por la figura de un chino, cuyo cuerpo mostraba todo tipo de figuras acompañadas por cifras: en la cima de la cabeza tenía un caballo (el número uno); en una oreja, una mariposa (el dos); en la otra, un marinero (el tres); en la boca, un gato (el cuatro)… y así, hasta el treinta y seis. Pero la bolita tenía cien números, y por eso se habían añadido nuevos símbolos y cifras.

La madre de Tigrillo había soñado la noche anterior que un gran aguacero se llevaba sus zapatos nuevos. Con esos dos elementos —agua y zapatos—, los Wong decidieron jugar al número once —que aunque equivalía a gallo, también significaba lluvia— y al treinta y uno —que aunque era venado, también podía ser zapatos—. Aquella variedad de acepciones se debía a que ya se habían creado otras charadas: cubana, americana, india… Pero la más popular —y la que todos recitaban de memoria— era la china.

Antes de llegar al bar donde el bolitero Chiong recogía las apuestas, el muchacho lo vio conversando con un curioso personaje: un paisano con traje y corbata occidentales, y un fino bigotito recortado, algo bastante inusual en un chino… al menos, en los que Pag Li conocía. Chiong tenía cara de susto y miraba en todas direcciones. ¿Buscaba ayuda o temía que lo vieran? El instinto le dijo a Pag Li que se mantuviera a distancia. Mientras fingía leer los carteles del cine, observó con disimulo cómo Chiong abría la caja, sacaba unos billetes y se los entregaba al individuo. La imagen alertó su memoria. «Cuando veas a un chino vestido como un blanco rico, apártate de él. Lo más probable es que sea uno de esos gángsters que extorsionan los negocios de las personas decentes…», le había advertido Yuang. Bueno, la bolita no era precisamente un negocio decente, pero el chinito Chiong no le hacía daño a nadie. Siempre se le podía ver en aquel rincón, saludando a sus coterráneos y brindando direcciones a los marchantes que las pedían.

El muchacho suspiró. De todos modos, no debía meterse en política. Tan pronto el hombre se alejó, cruzó la calle y pagó por las apuestas con aire de quien no ha visto nada.

—¡Eh! ¡Tigre!

Se volvió en busca de la voz.

—Hola, Joaquín.

Joaquín era Shu Li, un compañero de clases nacido en la isla, pero hijo de cantoneses.

—Iba a buscarte. ¿Quieres ir al cine?

Pablo lo pensó un poco.

—¿Cuándo?

—Dentro de media hora.

—Pasaré por ti. Si no llego a tiempo, es que no me dejaron ir.

Yuang estaba sentado en el umbral. Saludó al muchacho con un movimiento de mano, pero éste corrió al interior de su casa.

—Mami, ¿puedo ir al cine? —preguntó en cantones, como hacía siempre que hablaba con sus padres y, a veces, con su bisabuelo.

—¿Con quién?

—Shu Li.

—Está bien, pero primero lleva esta ropa a casa del maestro retirado.

—No lo conozco.

—Vive al lado del grabador de discos.

—Tampoco sé quién es. ¿Por qué no mandas a Chíok Fun?

—Está enfermo. Tienes que llevarlo tú. Después sigues para casa de Shu Li… ¡Y alégrate de que tu padre no haya llegado, porque a lo mejor ni te dejaba ir!

El joven miró el bulto de ropa.

—¿Cuál es la dirección?

—¿Sabes dónde está la fonda de Meng?

—¿Tan lejos?

—Dos o tres casas después. En la puerta hay una aldaba que parece un león.

Pablito se bañó, se vistió y comió algo, antes de salir corriendo. Durante el trayecto iba preguntando la hora a todos los transeúntes. No llegaría a tiempo. Siete cuadras después, pasaba por delante de la fonda y buscaba la aldaba con el león, pero en esa calle había tres puertas parecidas. Maldijo su suerte y la desgraciada costumbre de sus padres de no poner direcciones en los recibos. Tantos años de vivir en aquella ciudad y todavía no se habían aprendido ni los números… ¿Le había dicho su madre que era dos casas después de la fonda? ¿O cuatro? No recordaba. Decidió tocar de puerta en puerta hasta dar con la indicada. Y fue una suerte que así lo hiciera. O una desgracia… O quizás ambas cosas.