Los hombres más bellos del mundo se paseaban por South Beach. Lauro y ella se habían escapado del periódico para ir a almorzar a esa zona llena de boutiques y cafés al aire libre.
Mientras devoraba una ensalada de arúgula, queso azul y nueces, pensaba en su extraño destino: sin padres ni hermanos, languidecía sola en una ciudad donde jamás imaginó que viviría. No era raro que le hubiera dado por asistir a aquellos cursos sobre el aura. Después del primero, regresó por el segundo, y después por un tercero… Lauro se burlaba, diciendo que un novio le curaría esos arrebatos. Ella lo ignoró, aunque en el fondo se preguntaba si no tendría razón. ¿No estaría inventándose emociones para ignorar carencias más terrenales?
Todavía se afanaba con su ensalada cuando Lauro, aburrido de esperar, abrió el periódico.
—Mira —dijo él—, ya que te ha dado por el misticismo, a lo mejor te interesa esto.
Sacó un pliego y se lo entregó.
—¿Qué tengo que mirar?
El muchacho buscó un recuadro que le señaló con el dedo, antes de volver a su lectura. Era el anuncio de otra conferencia en Atlantis, la tienda de Lisa: «Martí y la reencarnación». Casi sonrió ante la audacia.
—¿Quieres ir? —preguntó ella.
—No, tengo mejores ofertas para la noche.
—Tú te lo pierdes.
Un mozo se llevó los platos vacíos y otro trajo los cafés.
—¡Dios mío! —exclamó Lauro, mirando su reloj—. Pidamos la cuenta rápido. Llevamos casi una hora aquí y todavía me quedan tres artículos por traducir.
—Tenemos tiempo.
—Y necesito llamar a la agencia de viajes para lo del crucero. No quiero perderme la caída del muro por nada.
—Ya el muro que iba a caerse, se cayó.
—Estoy hablando del muro del malecón. Cuando el viejito de Roma aterrice en La Habana, con su bata blanca toda vaporosa, ya verás la que se arma en la isla.
—No va a pasar nada.
—Sigue durmiendo de ese lado, pero yo quiero estar en primera fila cuando suenen las trompetas de Jericó.
—Como no sea la corneta china de las comparsas, no sé qué vas a oír en ese país de locos.
El sol se iba poniendo. Media hora después de llegar a casa, ya estaba lista para sus ejercicios. Fue apagando las luces hasta quedarse en una penumbra donde apenas podían distinguirse los objetos. Era lo que necesitaba. O al menos, lo que había recomendado Melisa en sus conferencias.
Arrastró la palma enana que adornaba una esquina, y la colocó contra la pared. Se sentó a unos pasos de la maceta, cerró los ojos y trató de calmarse. Después entreabrió los párpados y observó la planta, pero sin fijar la vista en ella. Recordaba bien las instrucciones: «Mirar sin ver, como si no les interesara lo que tienen delante». Creyó distinguir una línea lechosa que bordeaba las hojas. «Pudiera ser una ilusión», pensó. El halo creció. A Cecilia le pareció que latía suavemente. Adentro, afuera, adentro, afuera… como un corazón de luz. ¿Estaba viendo el aura de un ser vivo?
Cerró de nuevo los ojos. Cuando volvió a abrirlos, una claridad lunar rodeaba la palma; pero no provenía de una fuente externa. Brotaba de sus hojas, del tronco fino y grácil que se curvaba en reverencia, incluso de la tierra donde se anclaban sus raíces. Cuba, su patria, su isla… ¿Por qué la recordaba ahora? ¿Sería por aquella luminiscencia de leche? En su mente vio la luna sobre el mar de Varadero, sobre los campos de Pinar del Río… Le pareció que allí la luna alumbraba diferente, como si estuviera viva. O quizás se había contagiado con esos viejos que decían que en Cuba todo sabía distinto, olía distinto, se veía distinto… como si la isla fuera el paraíso o estuviera en otro planeta. Trató de sacudir aquellas ideas. Si su isla había sido un paraíso, ahora estaba maldito; y las maldiciones no se llevaban en el corazón. Por lo menos, no en el suyo.
Fatigada, abrió los ojos. El halo pareció consumirse, pero no desapareció del todo. Se puso de pie y encendió la luz. La planta dejó de ser un espectro fosforescente para transformarse en una vulgar palmita sembrada en una maceta. ¿Habría visto realmente algo? Sospechó que había hecho el papel de idiota.
«Menos mal que nadie me vio», se dijo.
Miró el reloj. Dentro de una hora empezaría la cuarta conferencia del ciclo. Arrastró la planta hasta su lugar y apagó la luz antes de entrar a su cuarto. No se quedó para ver aquella claridad de plata, que aún flotaba en torno a las hojas.
Lauro la acompañó a regañadientes, desalentado por su cambio de planes para esa noche. Cuando llegaron a la librería, habría unas cuarenta personas zumbando como abejas enloquecidas.
—Esa chismosa… —murmuró Lauro, arrastrándola al otro extremo del salón y señalando con disimulo a un muchacho que conversaba con dos señoras—. No quiero ni que se me acerque.
—Hola, Lisa —dijo Cecilia.
La muchacha se volvió.
—¡Ah! ¿Qué tal?
—Hoy traje mi grabadora. Hay un sitio cercano donde…
—Lo siento, Ceci. Hoy tampoco podremos hablar.
—Pero llevo tres semanas dejándote mensajes. Vine a las dos últimas conferencias y tampoco te vi.
—Disculpa, estuve enferma y todavía no me siento bien. Si no es por una amiga que me ha estado ayudando…
Un rumor junto a la puerta indicó que el orador había llegado. Al principio, Cecilia no supo distinguirlo del grupo que acababa de entrar. Para su sorpresa, una anciana casi centenaria se acercó hasta la mesa donde se hallaba el micrófono, sosteniéndose a duras penas con su bastón.
—Te veo después —susurró Lisa, alejándose.
Ya no había asientos, pero la alfombra parecía nueva y limpia. Cecilia se sentó con Lauro, cerca de la puerta.
—¿Puedes creer que ese tipo siempre se las arregla para armar un enredo donde quiera que llega? —cuchicheó Lauro a su oído—. Cuando yo estaba en Cuba, hizo que dos amigos míos se pelearan porque… ¡Ay, no puedo creerlo! ¿Aquél es Gerardo?
Se levantó de un salto y salió disparado hacia el otro extremo del salón. Cecilia colocó su bolso en el espacio abandonado, pero unos segundos después Lauro le indicó que se quedaría allí.
La anciana comenzó su disertación leyendo varios textos donde Martí hablaba del regreso del alma tras la muerte para proseguir su aprendizaje evolutivo. Después citó un poema que parecía concebir el sufrimiento de su país como resultado de la ley del karma, como si el exterminio de la raza indígena y las matanzas de esclavos negros exigieran una purga por parte de las almas reencarnadas en la posteridad. Cecilia la escuchaba boquiabierta. Resultaba que el apóstol de la independencia cubana era casi espiritista.
Cuando acabó la conferencia quiso acercarse a la anciana, pero el número de gente que deseaba hablarle parecía mayor que el que la había escuchado. Desistió de su intento y fue hasta el mostrador donde Lisa se afanaba por atender a los clientes. Tampoco pudo acercarse a ella. Resolvió esperar mientras exploraba los libreros.
Miami se había convertido en un enigma. Comenzaba a sospechar que allí se conservaba cierta espiritualidad que los más viejos habían rescatado amorosamente de la hecatombe; sólo que ese hálito se ocultaba en los pequeños rincones de la ciudad, alejados muchas veces de las rutas turísticas. Tal vez la ciudad fuera una cápsula del tiempo; un desván donde se guardaban los trastos de un antiguo esplendor, en espera del regreso a su lugar de origen. Pensó en la teoría de Gaia sobre las múltiples almas de una ciudad.
—Oye, m’hijita, hace media hora que te estoy hablando y tú ni me miras.
Lauro resoplaba indignado.
—¿Qué?
—Ni sueñes con que volveré a hacer todo el cuento. ¿Qué te pasa?
—Estoy pensando.
—Sí, en cualquier cosa, menos en lo que te decía.
—Miami no es lo que parece.
—¿Qué quiere decir eso?
—Por fuera parece frío, pero por dentro no lo es.
—Ceci, please, ya tuve mi dosis de metafísica. Ahora quiero irme al Versailles a tomarme un café con leche, comerme unas masitas de puerco y ponerme al día con los chismes del festival de ballet en La Habana. ¿Quieres venir?
—No, estoy cansada.
—Entonces nos vemos mañana.
Cecilia comprobó que apenas quedaban unos minutos para cerrar. Sacó entre los estantes un ejemplar del I Ching y, al volverse, tropezó con una muchacha.
—Disculpa —musitó Cecilia.
—Eres como yo —susurró la joven por toda respuesta—. Andas con muertos.
Y sin decir más se alejó, dejando a Cecilia pasmada. Otra loca suelta por Miami. ¿Por qué debía ser ella quien se las encontrara? Bueno, eso le ocurría por estar en lugares adonde iba ese tipo de gente.
—¿Conoces a esa que acaba de salir? —preguntó a Lisa, cuando se acercó a la caja con su I Ching.
—¿Claudia? Sí, es la amiga que me ha estado ayudando. ¿Por qué?
—Por nada.
Vio cómo buscaba una bolsa para envolver su libro.
—Podemos vernos el miércoles al mediodía —propuso Lisa, apenada por no haber cumplido su promesa anterior.
—¿Seguro? Mira que la otra vez me quedé esperando.
—Hablaremos en casa —dijo Lisa, garrapateando una dirección en el recibo de la compra—. No llames para confirmar, a menos que seas tú quien no puede ir. Te estaré esperando.
Una vez afuera, Cecilia respiró aliviada. Por fin podría terminar su artículo.
Su auto se hallaba al final de la calle, pero no tuvo que acercarse mucho para notar que tenía una rueda desinflada. ¿Estaría agujereada o sólo falta de aire? Se agachó para examinarla, aunque no tenía idea de lo que debía buscar. ¿Un hueco? ¿Una rajadura? El aire podía irse por un orificio invisible. ¿Cómo saber lo que le ocurría al puñetero neumático?
Una sombra cayó sobre ella.
—Do you need help?
Cecilia dio un respingo. El farol a espaldas del desconocido impedía verle el rostro, pero enseguida supo que no era un delincuente. Vestía un traje que, incluso a contraluz, parecía elegante. Se movió para verle el rostro. Algo en su aspecto le indicó que no era americano. Y en aquella ciudad, cuando alguien no era gringo, tenía 99 papeletas sobre 100 de ser latino.
—Creo que tengo una rueda ponchada —aventuró ella en su español cubanizado.
—Yes, you’re right. ¿Tienes cómo cambiarla? —preguntó el hombre, saltando de un idioma a otro con naturalidad.
—Hay un repuesto en el maletero.
—¿Quieres llamar a la Triple A?… I mean, si no tienes celular, puedes usar el mío.
Lauro se lo había dicho mil veces. Una mujer necesita afiliarse a un servicio de auxilio para carreteras. ¿Qué iba a hacer si se le rompía el auto en pleno expressway o en medio de la noche, como ahora?
—No tengo Triple A.
—Bueno, no te preocupes. Yo te la cambio.
No era un hombre especialmente bello, pero sí muy atractivo. Y expelía masculinidad por todos los poros. Cecilia lo observó mientras cambiaba el neumático, una operación que había visto muchas veces, pero que era incapaz de repetir.
—No sé cómo agradecerte —le dijo ella, tendiéndole una loción limpiadora que siempre llevaba en el bolso.
—No fue nada… Bye the way, me llamo Roberto.
—Cecilia, mucho gusto.
—¿Vives cerca?
—Más o menos.
—¿Eres cubana?
—Sí, ¿y tú?
—También.
—Soy de La Habana.
—Yo nací en Miami.
—Entonces no eres cubano.
—Sí lo soy —porfió él—. Nací aquí por casualidad, porque mis padres se fueron…
No era la primera vez que Cecilia se enfrentaba a ese fenómeno. Era como si la sangre o los genes surgidos de la isla fueran tan fuertes que se necesitaba más de una generación para renunciar a ellos.
—¿Puedo invitarte a cenar?
—Gracias, pero no creo…
—Si te decides, llámame. —Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio.
Varias calles más allá, Cecilia aprovechó la luz roja de un semáforo para leerla: Roberto C. Osorio. Y una frase en inglés que tuvo que releer. ¿Dueño de un concesionario de autos? Nunca había conocido a alguien que se dedicara a semejante cosa. Pero podría ser un cambio interesante, el comienzo de una aventura… Tuvo un instante de pánico. Los cambios la aterraban. Los cambios nunca habían sido buenos en su vida.
Llegó al apartamento, sin ánimos de cocinar. Se sirvió una lata de sardinas, otra de peras en almíbar y algunas galletas. Comió de pie, junto al mostrador de la cocina, antes de sentarse a leer el I Ching. A mitad de la lectura, se le ocurrió hacer una consulta al oráculo sólo para ver qué decía. Después de lanzar tres monedas seis veces, resultó el hexagrama 57: Sun, Lo suave (lo penetrante, el viento). El dictamen fue: «Es propicio tener adonde ir. Es propicio ver al gran hombre». No se tomó el trabajo de leer las diferentes líneas por separado. Si lo hubiera hecho, tal vez habría tomado otra decisión que no fuera llamar al número que aparecía en la tarjeta.
Dejó un recado y colgó. Ahora sólo le quedaba esperar… pero no en la soledad de su refugio.